viernes, 22 de marzo de 2019
CAPITULO 33
Nos quedamos en silencio mirando el cielo.
Inspiré bien hondo un par de veces; necesitaba sentir mi cuerpo a fondo para asegurarme de que eso era real.
—Y bien, ¿qué os parece?
—Que deberíamos hacer esto más a menudo —contesté—. Gracias por invitarme, Otto.
—De nada, Duendecillo.
Reí.
—Por lo visto hablas con Suri.
—Sí. —El alemán volvió a reír.
—¿Qué es eso de Duendecillo? —curioseó Pedro.
—Suri me llama así.
—¿Por qué?
Me sorprendió que me dirigiese tantas palabras seguidas y no en un tono semejante al ladrido de un perro rabioso.
—Por mi corte de pelo y porque soy pequeñita.
Lo oí reír bajito.
—No te rías de mí, campeón.
Otto también rio.
—¿Por qué te llaman a ti Siroco? ¿Qué significa?
—Es culpa mía —contestó Otto.
—Sí, fue él quien comenzó a llamarme así. El siroco es un viento del sudeste que afecta la región del Mediterráneo. Proviene del Sáhara.
—Empecé a llamarlo así porque la primera vez que lo vi fue en España, un día de viento y mucho calor que amenazaba con tormenta; la humedad era insoportable. Él hacía unas pruebas y, a pesar de que el día era infernal, que todos estábamos hechos puré, él volaba sobre la pista como si nada lo afectase. Soplaba el siroco ese día.
—Entonces, ¿eres un viento? —La pregunta iba dirigida a Pedro—. Un viento pegajoso y opresivo —bromeé.
—Sí, más o menos eso. —Otto rio.
—Vamos, reíros a gusto; al menos a mí no me llaman Duendecillo ni Toto, como si fuese un oso de peluche.
Los dos nos reímos.
—¿Sabes que la primera vez que me vio creyó que era un chico? —le conté a Otto.
—No me sorprende; el campeón ve lo que quiere ver; por eso discutimos, por eso estamos aquí.
Me reí.
—Eres increíble, campeón —añadió.
—Es que tenía prisa y ella lleva el cabello muy corto y yo no... —se apresuró a soltar Pedro.
—Ya, ya... —Alcé un poco la cabeza para ver a Toto palmear los abdominales de su protegido—. Algunas fuentes dicen que el viento siroco lleva su nombre por la estrella Sirio, del Can Mayor, una de las estrellas más brillantes del firmamento.
—Qué poético —bromeé.
—A él le falta poesía.
—No tengo tiempo para esas tonterías.
—Deberías tener más tiempo para tonterías, campeón —le dije—. La vida es, en gran parte, eso.
Pedro se alzó sobre los codos y me miró.
Le sostuve la mirada a esos ojos azul celeste.
Pedro no añadió nada más, volvió a recostarse y, unos treinta segundos más tarde, o quizá menos, se puso en pie, instándonos a que nos levantásemos para acabar con lo que él y Otto habían ido a hacer allí.
Al día siguiente vi a Pedro ganar el Gran Premio de Baréin después de haber aceptado un par de modificaciones de Otto. Haruki llegó en segundo lugar; Martin, en tercero, y Kevin, después de una estupenda salida y toda una
carrera dando batalla, en cuarto.
Al igual que en Australia, vi a Pedro salir de su automóvil para celebrar su triunfo con el equipo, besar a su novia y saltar feliz sobre el podio por liderar el campeonato mundial de cara al Gran Premio de China.
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