miércoles, 24 de abril de 2019
CAPITULO 120
Al regresar, envuelta en una bata, lo encontré sobre la cama; allí había desplegadas dos bandejas con una infinidad de platos y cuencos con fruta, tostadas, bollos dulces... no faltaba tampoco yogur, zumos, huevos, cereales.
Sobre el carrito, junto a la cama, dos jarras, un plato con variedad de tés y tazas limpias.
Mi vista regresó a la cama, donde estaba él sentado, más precisamente a esa bolsa tipo neceser que había visto por la noche en el banco a los pies de la cama. Pedro lo tenía ahora entre las piernas, abierto. Allí estaban todos sus medicamentos. Sobre uno de sus muslos descansaba un pequeño estuche azul, no más grande que uno para gafas, abierto. Éste contenía una especie de lápiz plateado.
Lo miré y me sonrió con timidez, con un deje de angustia.
No necesité que me explicase que ese objeto era su aplicador de insulina.
Por su lado, trepé a la cama. Me senté justo detrás de él y lo abracé por la espalda para besar el espacio entre su cuello y su hombro.
Pedro giró la cabeza hacia mí y besó mi mano sobre su hombro.
—¿Te impresionan las agujas?
—No. —Hice una pausa mientras él sacaba el lápiz del estuche—. ¿Duele?
Negó con la cabeza.
Pedro bajó el lápiz hasta la parte inferior de sus abdominales y se inyectó.
—¿Cuántas veces al día te inyectas y para qué son cada una de esas cosas? —le pregunté, apoyando mi mentón sobre su hombro para espiar en dirección al neceser—. Imagino que me costará un poco aprenderme toda tu rutina; mejor si empezamos ya mismo, ¿no te parece? Quiero saberlo todo.
Pedro me observó de refilón por el rabillo del ojo como dudando.
—Campeón, o eso o me pides una cita con tu médico para que me lo explique todo. Además, cuenta con que te acompañaré la próxima vez que debas ir a hacerte un control o lo que sea. Que tú y yo vamos sin medias tintas, Siroco. Esto es a todo o nada. Anda, habla, explícame para qué tomas cada una de esas pastillas.
Pedro resopló.
—Ya te dije que no quiero otra enfermera.
—No soy tu enfermera, soy tu novia, y si yo estuviese en tu lugar, me gustaría que te interesaras por mi salud.
—Claro que me interesaría por tu salud, evidentemente cuidaría de ti.
—Pues es lo mismo, Pedro. Habla. Soy todo oídos y ya estoy bien despierta y, por suerte, creo que tengo bastante buena memoria. En un par de días podré repetirte la lista de todo lo que tomas y a qué hora, ya lo verás —solté, medio en broma, medio en serio. De cualquier modo, lo más probable era que sí lo recordase todo; quería a Pedro muchos años a mi lado, por lo que mantener su buen estado de salud resultaba primordial para mí.
El campeón del mundo me hizo acomodarme a su lado, mientras comenzaba a explicarme para qué servía cada pastilla y cada cuánto las tomaba. Luego desayunamos. También me puso al día sobre la dieta que seguía, sobre su rutina de ejercicios y de entrenamiento, los médicos a los que veía, incluidos muchos de medicina alternativa.
Debido a su enfermedad, y a las dolencias que tenía a consecuencia de la diabetes y a su profesión, se podía decir que Pedro casi trabajaba las veinticuatro horas del día, desde lo que comía hasta la casi mayor parte de sus actividades, que llevaba a cabo hubiese o no carrera, estaban dedicadas a mantener su estado físico y mental. Entrenaba sus músculos, sus reflejos, su memoria. Seguía una dieta estricta, que no solamente incluía mucha comida sana, sino también un batallón de suplementos dietéticos destinados a mantener e incrementar su rendimiento físico y su salud. Su dedicación para con su cuerpo y su salud era equiparable a la de un atleta olímpico o, por lo menos, a mí me dio esa impresión. Y, por lo que me contó sobre su rutina, también me dio la sensación de que Pedro, más allá de procurar mantenerse en buen estado físico, estaba también emperrado en mejorar cada día, buscando nuevas técnicas de entrenamiento.
Para él se trataba de la búsqueda de innovación constante, de superación constante.
Su meta no parecía estar ni remotamente cercana, y me figuré que eso se debía a que él exigía más y más a cada paso que avanzaba.
Cuando le comenté que lo admiraba por eso, me propuso entrenar con él y, como estaba tan embobada y obnubilada por Pedro, por su fuerza, accedí a pesar de saber que era probable que me arrepintiese.
Tuve la confirmación de que me arrepentiría cuando me dijo que no tenía ni idea de dónde acababa de meterme.
Conversando y desayunando, se nos fue parte de la mañana, que terminó con él apartando las bandejas para hacer el amor otra vez, para después ir a la ducha y dedicarnos todos los cariños y los besos que veníamos acumulando
desde la primera vez que nos vimos, ese 18 de marzo que cambiaría nuestras vidas casi sin que nos diésemos cuenta.
Sin prisa y sin despegarnos demasiado el uno del otro, nos preparamos para salir.
En su coche, cargamos sus cosas para dejar su hotel y partir en dirección al mío, para que yo pudiese quitarme la ropa que llevé la noche anterior y recogiese mi maleta; así podríamos salir rumbo a su pueblo, para que me presentase a su familia, para que me mostrara el lugar en el que había crecido, para que celebráramos allí su cumpleaños.
CAPITULO 119
Algo me hizo cosquillas en los labios; a continuación, en la mejilla derecha, y luego subió hasta mi frente para meterse entre los cortísimos cabellos que tenía por delante. El cosquilleo bajó una vez más por mi frente, para seguir toda la línea de mi nariz, provocándome ganas de estornudar.
Moví la nariz y los labios, sin conseguir apartar las cosquillas de mí.
Percibí su perfume y recordé dónde estaba y, lo más importante, con quién.
—Petitona... Petitona meva, ¿estás muy dormida?
Entonces fue su voz la que me hizo cosquillas, esa vez en los oídos.
El fino chorro de aire que olía a su aliento, a su perfume, se movió por mi boca de un lado al otro y se interrumpió súbitamente. Lo siguiente que percibí fueron sus labios contra los míos, su nariz rozando mi mejilla y todo él contra mi cuerpo.
Inspiré tan hondo como pude y abrí los ojos para captar por completo esa magnífica experiencia.
—Buenos días —me saludó.
—Buenos días —le contesté acurrucándome contra su cuerpo y entre sus brazos, con los que me envolvió. Vi que llevaba puesta una simple camiseta blanca y unos bóxers, que tenía cara de dormido y estaba despeinado, y aun así no pudo ser una visión más maravillosa.
Dudaba de que yo diese la misma impresión; tenía la sensación de llevar durmiendo demasiado tiempo y quizá así fuese, pues el sol entraba a raudales por la ventana, dorado e intenso.
—¿Has pasado buena noche?
—Estupenda. —Estiré mis piernas y espalda sin despegarme de él—. ¿Qué tal tú? ¿Te he dejado dormir bien? No ocupo demasiado colchón —bromeé.
—Toda cama debe parecer enorme si la comparto contigo, jamás consigo sentir que te tengo demasiado cerca. —Me apretó contra él—. Me gusta mucho dormir a tu lado. Es una experiencia que me gustaría repetir.
Reí.
—Genial, porque a mí también.
—Tenía miedo de que te largaras durante la noche.
—¿Qué?, ¿por qué iba a hacer algo así? —Abrí los ojos y moví la cara para que quedase justo frente a la suya.
—Porque esto, a partir de ahora, es la vida normal. Mi vida normal, que no será muy normal para ti.
—No planeo ir a ninguna parte, Pedro.
Una de sus manos acarició mi rostro mientras inspiraba hondo.
—Por la noche me he despertado un par de veces y ha sido agradable comprobar que aún continuabas aquí conmigo. Amanecer y tenerte a mi lado ha sido un alivio.
—Estoy donde quiero estar. Tengo suerte de poder hacerlo.
—Es tu última oportunidad. He pedido el desayuno y ahora nos lo traerán. Empieza el día, pero todavía estás a tiempo de largarte.
Di un pellizco a la parte baja de su espalda. Pedro estaba tan en forma que apenas le sobraba piel de la cual prenderme para pellizcarlo.
Se rio.
—Es en serio, Paula; con el desayuno empieza mi rutina.
—No me iré a menos que me eches, y me gustaría ver cómo lo intentas, campeón.
—Ok. —Me dio un rápido beso y sonrió sobre mis labios—. No sé qué te gusta tomar para desayunar, de modo que he encargado uno completo. Espero que tengas hambre.
—La verdad es que sí.
Pedro le dio una palmadita suave a mi trasero y tocó mis labios con los suyos una vez más.
—Iré a buscarlo, en seguida regreso. —De un salto, se escapó de la cama y de mis brazos para dirigirse a la puerta de la habitación.
Me desperecé una vez más y fui al baño a intentar ponerme un poco presentable.
CAPITULO 118
Casi había olvidado la última vez que me sentí así de bien con alguien, aunque no había sido, seguro, nada tan bueno como eso. No quedaban rastros de dudas en mi cabeza, tampoco vergüenza; el caso es que, pese a todo, no podía ni ponerme a pensar en qué opinaría él de mi cuerpo, de mis caricias, de mis besos, de mi modo de estar con él. Porque Pedro no me permitía perderme en divagaciones, no podía ir más allá de nosotros dos... y nosotros dos éramos, juntos, solamente una necesidad y un deseo, un abrazo lleno de placer, también tocado por una gran porción de ternura que se nos iba en las miradas, en el tacto de nuestros dedos y labios.
Inspiré hondo sobre su mejilla mientras mis manos soltaban los últimos botones de su camisa.
Pedro susurró mi nombre.
Me aparté un poco de él para mirarlo a los ojos.
Bastó con esa mirada para entender que nos necesitábamos y queríamos de igual modo y que podíamos extraernos de toda la realidad, que tan complicada era, para ser simplemente nosotros allí dentro, o entre cuatro paredes, fuera donde fuese, así se tratara de la habitación más insípida de hotel, su casa en Mónaco o su autocaravana. Pedro era mi lugar seguro fuera del mapa, mi escondite y perdición.
Acabé de comprender que estaba completamente perdida por él cuando le quité la camisa, empujándola por sus hombros hasta sus brazos, y asimilé que él sería para mí así como yo para él.
Sin parar de tocarnos ni besarnos, Pedro me quitó la blusa y el sostén, y agradecí tener la oportunidad de poder volver a pegarme a él, de sentir toda su piel sobre mí. Él, respirando contra mi pecho, su pecho subiendo y bajando, su piel rozando la mía, casi uniéndose a ésta en cada respiración... si es que incluso me dio la impresión de que, a través de su piel, sus pulmones daban aire a los míos.
Era la simbiosis perfecta. La unión más delicada y sublime, pese a su infinita fragilidad. Lo grandioso muchas veces no suele ser muy fuerte, pero mejor así; nada que sea fácil, nada que no cueste ser conservado, nada que no implique el suficiente cuidado, suele merecer demasiado la pena. Lo bueno y maravilloso cuesta, por eso se lucha, para eso se vive, y yo entendí que, pese a ser eso tan reciente, viviría por él. No es extraño que, al principio de una relación, cuando todo es ilusión, nos engañemos con amor eterno. Sí, otras veces quise creer que duraría para toda la vida y sólo fueron meses, pero allí había algo distinto; no era como cuando creía que todo sería perfecto, que nada nos separaría, que sería un «vivieron felices y comieron perdices», sino que tenía plena conciencia de que podía haber momentos muy malos, que también tendríamos otros muy felices, otros tranquilos y silenciosos, que podría haber distancia entre nosotros... sin embargo, ninguna real, quizá solamente alguna física, o quizá alguna provocada por una discusión, incluso por un final... pero aquello que nos unía siempre estaría allí. Difícil poner en palabras las razones que me hacían sentir eso; no obstante, allí estaban, delante de mí, en su mirada, en sus manos en mis caderas justo por encima de la cintura de mis vaqueros. Siempre creí que mi vida dependería de descubrir lo que quería ser, de la profesión que desease elegir, del lugar en el que viviese, de la familia que pudiese formar o no, incluso de los amigos que tuviese. En ese momento, frente a Pedro, comprendí que mi vida dependía de algo muy distinto: de lo que experimentase, de los sentimientos a los que me atreviese a liberarme, de las alegrías, los dolores y las situaciones a las que me expusiese.
No pude ni quise contener los latidos enloquecidos que mi corazón se puso a dar dentro de mi pecho cuando di rienda suelta a la felicidad, la pasión y el deseo que me embargaba en este instante. Yo era eso y Pedro, mi réplica, pero encerrada en una forma física distinta que no era más que un detalle ínfimo en un mundo de coincidencia que nos unía en este momento y mucho más allá de él.
No desprendimos del resto de nuestras prendas y, mucho más que eso, nos desprendimos del mundo para ser solamente él y yo, allí, en esa habitación de hotel.
Con sus besos y sus manos, recorrió mi piel desnuda; con su cuerpo, le dio nueva forma al mío. Pedro se aprendió mis curvas como las de un circuito y le dejé hacer, porque quería que me conociese tan bien como yo necesitaba conocerlo a él. Durante mis viajes, había visto paisajes increíbles que me emperré en retratar con mi cámara fotográfica para no olvidarlos; en cambio, el que tenía allí y ahora a mi disposición, el de su espalda, su trasero, sus brazos, su pecho y su abdomen... él siendo él, sería un paisaje que no olvidaría jamás, porque acababa de quedar grabado en mis retinas y en mi cerebro para siempre.
En la fuerza siempre hay un poco de debilidad, y por eso sus manos temblaron, una junto a mi rostro y la otra por detrás de mi muslo izquierdo, con la cual sostenía mi pierna sobre su cadera, en el momento de penetrarme.
Sus besos no dudaron ni fueron débiles, pero no por eso resultaron menos cariñosos, menos cargados de amor y cuidado.
Definitivamente, Pedro era muy de carne y hueso. Allí conmigo no estaba el campeón del mundo; ni rastro del hombre metódico, organizado, planificador y quizá algo frío que se movía por los circuitos. Con su piel completamente pegada a la mía, se permitía ser tan consciente del mundo como lo era yo. Y él fue consciente de mí, de lo que le hice sentir, de lo que experimentamos juntos en ese momento íntimo que nada tenía que ver con la desnudez, sino más bien con la primera vez en que éramos nosotros dos juntos uno frente al otro.
Cuando el deseo se transforma en placer, el placer en amor y el amor en eso que teníamos allí, entre nosotros, sobre nosotros y a nuestro alrededor, nada parece imposible, ni siquiera que un cinco veces campeón del mundo de la Fórmula Uno, diabético, metódico y un tanto mandón, se enamore de una pastelera también un tanto mandona y demasiado acostumbrada a ir por la vida de aquí para allá sin saber dónde o con quién estará al día siguiente.
Acostada de lado, con él también de lado frente a mí, durmiendo tranquilo abandonado a sus sueños, libre de sí mismo, acariciando su cara tanto con mis dedos como con mis labios, respirando el mismo aire los dos, le permití a Morfeo llevarme para que me condujese al mismo lugar donde estaba él.
Todavía no podía creer que estuviese tumbada a su lado, que sus brazos envolviesen mi cuerpo, que lo primero que vería por la mañana sería su
rostro.
Sé que me quedé dormida con una gran sonrisa en los labios.
CAPITULO 117
Pedro, todavía cargándome, dio un par de pasos dentro de la habitación para cerrar luego la puerta de una patada. Por lo que pude pescar por el rabillo del ojo entre los besos que nos prodigábamos, percibí que todo allí dentro era igual de moderno que en el exterior, quizá un tanto frío y desde luego muy muy amplio. Ésa debía de ser una suite con todas las de la ley; apenas parecía utilizada, por el orden que reinaba en ella. El caso es que no detecté nada fuera de lugar de camino a su habitación.
Tampoco allí había ropa por en medio, ni toallas abandonadas con prisas, ni zapatos olvidados medio debajo de la cama... cama que, por cierto, era enorme.
Pedro me bajó al suelo. La luz de la luna que entraba por la ventana nos iluminó a ambos.
Detecté una única maleta a los pies de la cama, muy pequeña, que estaba cerrada pero sin los cierres pasados; de cualquier modo, nada asomaba de ésta.
Allí también había una bolsa grande, negra; era con la que solía verlo ir y venir del circuito, y una maleta de mano, una de esas que algunas mujeres usan de neceser de viaje. No me sorprendió ser testigo de su pulcritud, de lo organizado que era; probablemente ya estuviese listo para partir la mañana siguiente.
—Éste no es el mejor sitio —susurró acariciando con una mano mi mejilla y con la otra mi cuello—, te preferiría en mi casa, en Mónaco.
—No veo la hora de estar allí contigo. Quiero comprobar si tienes tu habitación así de ordenada, ver si tienes ropa sucia tirada por los rincones o restos de comida debajo de la cama. —Reí—. Me muero de ganas por conocer dónde vives, de ver tus cosas, de estar allí, rodeada de tu perfume. —Me apreté contra él—. Por lo pronto, deberé contentarme con esto.
—Menos mal que puedes conformarte con esto por el momento. —Movió su cuerpo, juguetón, sobre el mío al tiempo que reía.
Por poco me estalla el cerebro al sentirlo; Pedro me deseaba tanto como yo a él.
—Y no, no escondo restos de comida debajo de la cama, ni dejo la ropa sucia tirada por ahí. Con tanto viaje aprendes a ser ordenado y disciplinado. Es eso o, con tanto ir y venir, pierdes hasta la cabeza. No me resultó fácil acostumbrarme a ser así de metódico, y aún menos lo fue amoldarme a serlo de adolescente, sobre todo porque eso implicaba llevar un orden y un cuidado de mi medicación y mis necesidades, de las que prefería no tener que depender.
—Eres mi héroe, ¿lo sabes?
—¿Por qué?, ¿por no dejar ropa sucia tirada por el suelo? Te lo advierto: cuando me ducho, mojo todo el baño. ¿Eso a las mujeres os fastidia, no?
—Por tu fuerza de voluntad, idiota.
—Solamente tuve que esforzarme por amoldar esa realidad a mi vida; era eso o la derrota y, como te imaginarás, no me gusta nada perder —canturreó meneando la cabeza.
—Lo llevas con entereza.
Pedro rio.
—No te creas... Tengo días de mierda, días en que odio mi cuerpo por estar enfermo, días en que me fastidia saber que por ahí hay gente que no tiene que lidiar con esto. Sé que hay personas que están mucho más enfermas que yo — meneó la cabeza—, pero a veces, simplemente, estoy cansado y me pongo de mal humor y quiero gritar y...
Acuné su rostro con mis manos.
—Allí estaré yo para ti. Cuando tengas ganas de gritar, cuando tengas días de mierda, allí quiero estar para ti.
—No soy un héroe —me dijo mirándome muy serio—. A veces soy simplemente muy yo, y tú siempre pareces tan decidida a sonreír, a ser feliz...
—Ok, mejor dejamos de idealizarnos el uno al otro y vuelves a besarme.
Y eso hizo. La boca de Pedro aterrizó sobre mis labios, dulce, cuidadosa, tomando todo de mí muy despacio, demostrándome que valoraba eso gota a gota, sin intención de perderse ni un solo segundo por llegar al final. Así como disfrutaba de toda la carrera desde la parrilla de salida hasta la meta, incluyendo cada curva, cada sobrepaso, las entradas a boxes y los cambios de clima, Pedro me besó para saciarse de mí, para permitirme reconocerlo en cada
movimiento, en cada inspiración, incluso en aquellos momentos en que, involuntariamente o no, se apartaba un poco de mí o tocaba tal o cual parte de mi cuerpo.
Tener sus manos en mi cabello cuando yo creía que lo odiaba... su fuerte torso pegado al mío, casi plano; sus manos alrededor de mi cintura, en un abrazo tierno y al mismo tiempo candente.
Poder conocer a alguien cuando lo único que habla es su cuerpo no tiene precio, y eso me permitió hacer Pedro mientras nos dedicábamos besos y caricias.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)