viernes, 17 de mayo de 2019
CAPITULO 195
Preparé un par de cafés y serví porciones de tarta, cupcakes, panes y otros bollos; un par de mesas más se vaciaron y, entonces, la música suave que teníamos de fondo se empezó a oír mejor, porque las conversaciones eran menos y más tranquilas.
—Estos cupcakes de dulce de leche son un pecado —me comentó el chico delgado y muy alto, con un aspecto muy inglés, tomando el paquete que le entregaba—. No sé si odiarte o amarte por lo que haces. Desde que abriste la cafetería, debo ir al gimnasio no sólo tres veces por semana, sino cinco; es que no puedo dejar de comerlos.
Me reí.
Quien tenía en frente era un diseñador gráfico que vivía a dos manzanas de allí; de hecho, a la vuelta de la casa de Tobías. Su nombre era Albert y, desde que inauguré el local, pasaba todas las tardes, convirtiéndose así en un amigo de la casa.
—Disfrútalos, Albert.
—Sí, claro. Cómo si pudiese evitarlo. —Me guiñó un ojo—. Te veo mañana, Pau.
—Hasta mañana, Albert.
Éste giró sobre sus talones y entonces, entre él y el siguiente cliente en la cola, lo vi tirando de la puerta, todavía desde el otro lado del cristal.
Pedro.
Pedro de pie, con sus muletas, en la calle, intentando entrar.
Con las muletas y la puerta, se le complicó hacerlo y forcejeó, procurando tirar de ésta sin soltar demasiado las muletas; debía retroceder para abrirla y no podía dar el paso atrás con las muletas si tenía una de las manos ocupada sosteniendo la puerta.
Medio escondida detrás del siguiente cliente, a quien una de las chicas atendió, vi a Albert empujar la puerta y sostenerla para que él pudiese entrar.
Mi corazón se volvió loco cuando vi su rostro sin el cristal de por medio.
Era él, definitivamente era él; Pedro allí, en mi pastelería, de pie ayudándose de sus muletas, con un aspecto increíblemente bueno, con su cabello rubio brillando, su imperfecta nariz, tan perfecta, marcando su rumbo. Su media sonrisa.
«Sus ojos, por Dios, sus ojos», jadeé dentro de mi cabeza.
Mis rodillas se aflojaron. Me dieron ganas de saltar la barra y lanzarme sobre él para abrazarlo y besarlo, para decirle que todavía lo amaba, que continuaba tanto o más loca por él que el primer día que lo vi.
Pedro iba a terminar de darse la vuelta para entrar en el local después de agradecerle su ayuda a Albert y yo prácticamente me tiré detrás del mostrador, porque no sabía cómo manejar esa situación. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo había conseguido la dirección de mi pastelería?
Bueno, no era muy difícil llegar a la respuesta a esa última pregunta: Martin.
Al instante me arrepentí de mi estupidez; debía hacerle frente, debía impedirle herirme una vez más. Fuera lo que fuese lo que estuviese haciendo aquí, tendría que quedarle claro que no le permitiría volver a jugar conmigo.
Me enderecé y, al verlo avanzar hacia una de las mesas vacías, experimenté un gran alivio al verlo en pie y con buen aspecto, nada parecido a la última vez que estuvimos frente a frente.
Un tanto escondida detrás de mis empleados y de los clientes que comían, con la vista, las tartas expuestas que estaban en la otra mitad del mostrador, caminé siguiendo la dirección que tomaba Pedro, quien se acomodó en una mesa para dos, dejando sus muletas apoyadas contra la silla vacía.
Uno de nuestros camareros apareció al instante junto a él, para entregarle la carta con los productos que servíamos. El elegido al que le tocó atender al campeón fue Eduardo, un pelirrojo sumamente simpático y conversador que, para ser inglés, era demasiado confiado con todo el mundo. A Eduardo le encantaba entablar conversaciones con todos y, no por maldad, sino por demasiada humanidad, tenía la costumbre de invadir demasiado el espacio vital de quienes lo rodeaban.
Pedro asió la carta que le tendía Eduardo y éste le sonrió para ponerle una mano en el hombro y decirle no sé qué.
El campeón, con su carácter seco de siempre, miró la mano de Eduardo sobre su hombro y, a continuación, alzó la vista hasta él. Su rostro estaba tenso.
Eduardo ni se dio por aludido por la mala cara de Pedro, simplemente le dijo algo más y, con una sonrisa, se alejó de él, supuse que para darle tiempo a elegir lo que quería tomar.
—¿Sucede algo, chef?
La voz de Graciela me hizo pegar un salto. Al darme la vuelta, la vi sosteniendo mi taza de té.
—¿Pasa algo malo con las tartas? Son todas frescas, lo he revisado esta mañana.
—No, no, no. Todo está bien —solté tropezándome con mis propias palabras. Giré la cabeza y, todavía escondida detrás del exhibidor, le lancé otra mirada a Pedro, quien en ese exacto momento giró la cabeza en mi dirección.
Volví a encogerme detrás del mostrador.
—Chef, ¿sucede algo malo? ¿Quiere que llame a Étienne? ¿A la policía? — le oí preguntarme con cara de preocupación en cuanto alcé la vista hacia ella.
—No, no.
—Pero es que...
Desde mi posición, encogida, la vi estudiar el espacio del salón en busca de lo que pudiese estar causando mi extraño comportamiento.
De espaldas al salón, me puse de pie. Llevaba un pañuelo en la cabeza, lo que me daba la esperanza de que no reconociese mi cabello.
—Gracias por el té.
—Chef, ¿está segura de que no quieres que llame a Étienne?
—No, está bien. —Intentando mostrarme despreocupada, le di un sorbo a mi té y me quemé la boca. Solté una maldición y Graciela puso cara de compungida.
—¿Está malo?
—No, Graciela, no, el té está rico. Estoy muy torpe, no te preocupes.
Giré un poco la cabeza y vi a Pedro con la vista fija en la carta.
—Disculpa que me entrometa, pero... ¿lo conoces?
Graciela apuntó con el mentón por encima de mi hombro en dirección a Pedro.
—A mí me suena esa cara, lo que no sé es de dónde.
Yo sabía que algunos de los que trabajaban allí sabían que había sido novia del campeón del mundo de automovilismo, pero la mayoría de ellos no eran muy fans de la categoría, por lo que no conocían a Pedro ni de vista.
—¿Es un actor?
Tragué en seco y negué con la cabeza.
Ante mi silencio, los ojos de Graciela se abrieron de par en par. Ella recordó de qué le sonaba el rostro de Pedro. Esa mirada de sorpresa suya me confirmó esa sensación que tenía de que alguno de ellos quizá hubiese podido buscar a Pedro en Google para averiguar con quién había salido la jefa, para ver al hombre con el que estuvo a punto de contraer matrimonio.
—Es el campeón —balbució Graciela—. Su campeón.
Puse cara de horror, de herida; no me molestó que Graciela hubiese estado averiguando cosas sobre mí; lo que me incomodaba sobremanera era mi poca capacidad de mantener la compostura con él allí en el salón.
—¿Quieres que llame a Étienne para que lo saque de aquí? Le diré a los chicos que le pidan que se largue —se apresuró a decir como defendiéndome.
Eso me alegró.
—No, está bien.
—¿Por qué ha venido?
—No tengo ni idea, Graciela.
—¿Sabías que vendría, chef?
—No, en absoluto.
—Pues le diremos que se vaya.
Graciela y muchos otros, más de una vez, me habían pescado llorando por los rincones por culpa de Pedro.
—No tiene nada que hacer aquí —hizo una mueca—, a menos que lo quieras aquí, chef.
—No tengo ni idea de si lo quiero aquí o no, Graciela.
—Es más guapo en persona de lo que es en las fotografías, y eso es mucho decir.
—Sí, lo es —jadeé con un hilo de voz.
—¿Estás segura de que no quieres que le pida a Étienne...?
—No, tranquila, sigamos con nuestro trabajo. —De sobra sabía que mi mano derecha lo sacaría de allí a patadas si se lo pedía.
—Bien, chef, como quieras.
Graciela se alejó para continuar con lo suyo y yo, escondiéndome detrás del estante de vasos de plástico, espié en dirección a Pedro.
CAPITULO 194
—Cuando menos te lo esperes, tendremos la Navidad encima.
—Étienne, aún falta más de un mes para la Navidad. No me pongas nerviosa. —Coloqué la bandeja con los macaroons recién salidos del horno sobre la encimera de mármol—. En estos días me ocuparé de la decoración, he estado viendo algunas cosas.
—¿No te gusta la Navidad?
Por encima de mi hombro enfundado en la chaqueta blanca de chef, le lancé una mirada a Étienne, un joven pastelero francés que se había convertido en mi mano derecha desde pocos días después de abrir la cafetería-pastelería, cuando él, casi por casualidad, pasó por allí, entró a tomar un café con algo rico, una cosa llevó a la otra, nos pusimos a charlar, él me contó que buscaba trabajo y yo necesitaba a alguien que me ayudase con el trabajo. Étienne tenía experiencia de sobra; había pasado por las manos de los mismos maestros que me enseñaron a mí y, además, había tenido oportunidad de trabajar en grandes pastelerías de Francia, pero estaba buscando algo distinto, una forma innovadora de trabajar, poder disfrutar de su pasión y sin sentirse ahogado por su carrera, y me comentó que tenía la impresión de que podía hallar eso conmigo. Así fue cómo él se convirtió en una gran ayuda, en quien confiaba con los ojos cerrados.
Étienne no tenía familia en Londres, solamente unos pocos amigos, pero mi hermano y yo lo adoptamos y él pasó a formar parte de nuestro pequeño clan, un amigo que había sabido escuchar mi historia con Pedro, y que estaba allí para apoyarme cuando me atacaba la tristeza.
En ese momento estaba allí para que me entraran ganas de disfrutar de la Navidad, lo cual no afloraba en mí de forma natural, pese a que mis padres y mis otros hermanos tenían planeado venir a la ciudad para pasar las fiestas con nosotros.
—Necesitamos un árbol de Navidad para casa también.
Resoplé.
—Por favor, Étienne, ni siquiera tengo cama. No tengo ni tiempo para salir a comprar muebles, y tú quieres que vaya a por un árbol que decorar.
—Ayer hablé con Tomas y me dijo que organizaría algo para que todos vayamos de compras. No puedes recibir a tus padres en Navidad sin un árbol. Tenemos que poner un árbol aquí y otro en casa, y eso no es discutible. Alojaremos a tus hermanos, necesitamos un árbol.
—Tobías y Tomas tendrán uno en su casa y las celebraciones se harán allí. Con eso es suficiente.
—No permitiré que te pongas en plan aguafiestas.
—No soy aguafiestas, es que...
—Es que nada —soltó Étienne, interrumpiéndome—. Conseguiremos uno de esos árboles gigantescos e iremos a por adornos, y tú prepararás pan dulce y esas galletas que me prometiste y de las cuales no quieres pasarme la receta.
—Cuando quieres, eres insoportable, ¿lo sabías? —entoné intentando hacerme la graciosa; lo único que logré fue recordar a Pedro; él también podía ser insoportable del modo más dulce.
—Sí y, aun así, me quieres. No te lo dejaré pasar; iremos a por adornos navideños para el local y para la casa; necesitamos darle un ambiente festivo.
—Para las fiestas todavía falta mucho —insistí yo, bajando la tristeza que causaban los recuerdos con mucha saliva.
Étienne cogió una bandeja con los panes de plátano y canela que estaban listos para colocar en el exhibidor.
—Anda, lárgate de aquí y lleva esto delante, que tengo mucho trabajo que hacer.
—¡Oye! —me quejé falsamente—. Pero ¿quién es la jefa aquí?
—Tú; por eso, ve a gritarle a los camareros o algo por el estilo —me dijo revoleando las manos en un gesto muy suyo, para luego darme la espalda y alejarse en dirección a las neveras.
Sus salidas siempre me hacían reír y esa vez, pese a que no estaba del mejor ánimo, sonreí también.
Todavía no tenía muy claro por qué esa mañana había amanecido tan triste; quizá fuese porque en poco más de una semana se realizaría el último gran premio de la temporada de la Fórmula Uno y se suponía que, esos días, todo debería haber sido muy distinto. Debería encontrarme junto a Pedro; estaríamos preparándonos para viajar a Abu Dabi, pensando en cómo celebraríamos su sexto campeonato e incluso podríamos estar pensando en la boda o planificando una luna de miel para el final del campeonato... porque, si el accidente no hubiese ocurrido, quizá ya seríamos marido y mujer.
Quizá no, quizá tarde o temprano lo nuestro hubiese terminado porque estaba destinado a no funcionar. No tenía ni idea de si era así o no, lo que sí sabía era que me dolía no estar con él, no tenerlo conmigo, continuar amándolo en la distancia.
Aferré un poco mejor la gran bandeja de panes para que no se me cayese al suelo de camino al salón de mi pastelería y cafetería, y alcé la cabeza irguiendo la espalda en pos de intentar recuperar la compostura.
Tampoco era tan malo que Martin ganase el campeonato; de hecho, me sentía inmensamente feliz por él y contaba con que, antes de regresar a Brasil después de la carrera, pasaría unos días por allí.
Con la espalda, empujé la puerta de salida de la cocina y entré a la parte posterior de los mostradores. Era viernes por la tarde después de la salida del trabajo, hora normal de ir al pub; sin embargo, en ese vecindario, desde que habíamos abierto, parecía que más que nada ésa era la hora de ir al café a despedir la semana y recibir los días festivos.
En el salón no quedaban mesas libres y había cola detrás de la caja para comprar bebidas o pedir bocadillos.
Al día ya no le quedaba mucha luz, pero nosotros continuaríamos trabajando fuerte porque las mañanas de sábado solían ser muy movidas.
—Te ayudo con eso —se ofreció uno de los camareros al pasar a mi lado del mostrador para recoger algo de los exhibidores.
—No, está bien, yo puedo, Isaias; sigue con lo tuyo, que hay mucho trabajo.
Isaias me sonrió.
—Por Dios, qué bien huelen. Amo esta receta tuya, son mi perdición. Tengo que recordar llevarme unos mañana, porque, si voy a casa de mi madre sin un par de éstos, me asesinará; los adora.
Me reí.
—Claro, le prepararemos una buena caja. De mi parte para ella.
—No, nada de eso...
—Silencio, Isaias. Más tarde te prepararé una caja, así ya quedan reservados para ella.
—Gracias, Pau. Se pondrá feliz. —Isaias me sonrió y cogió del exhibidor dos porciones de pound cake de limón con arándanos, una de las especialidades del día, al igual que el pan de plátano y canela.
Además, ese día teníamos en el menú cupcakes de dulce de leche, que eran la especialidad de la casa, los clásicos brownies y nuestra opción vegana de la jornada: una tarta exquisita, pese a estar elaborada toda ella con cosas naturales; si hasta a mi hermano, que pasaba del veganismo, esa tarta lo perdía; por supuesto, la vez que se la di a probar, no le dije de qué estaba hecha para no condicionarlo.
Los macaroons nunca faltaban y, curiosamente, cada vez que los hacía o veía uno, pensaba en Pablo y su obsesión por éstos, y por consiguiente, recordaba la Fórmula Uno.
La máquina de café comenzó a resoplar detrás de mí.
—¿Quieres que te prepare algo? —me ofreció la camarera del bar—. Puedo hacerte una buena taza de té en un momento —me propuso para tentarme, mientras llenaba un vaso de café.
—Eso estaría muy bien, creo que me sentará genial.
—¿El de siempre?
—Sí; gracias, Graciela.
—De nada, chef. En seguida te la preparo.
Mientras Graciela se apartaba para entregar el pedido, me dediqué a empaquetar una tarta que un cliente había encargado para un cumpleaños.
Igual que yo, todos allí estaban en movimiento.
Por el rabillo del ojo, vi que se vaciaba una mesa y la cola, poco a poco, se acortaba.
Entregué la tarta y me puse a acomodar las bandejas dentro de los exhibidores para hacer espacio a todo lo que estaba en la cocina, listo para el día siguiente.
CAPITULO 193
Un frío pero muy soleado día de la primera semana de noviembre, mi pastelería abrió sus puertas y el vecindario, que ya nos esperaba ansioso, nos dio la bienvenida llenando sus mesas y arrasando con las existencias.
Recibí elogios por parte de completos desconocidos por mis cupcakes y por mis macaroons, lo que me hizo recordar a Pablo, por mis tartas y por el servicio, incluso por el buen ambiente que flotaba entre las mesas.
Todo salió mucho mejor de lo esperado y, al cabo de unos días, mi vida en la pastelería cobró sentido, y también fuera de ella. La ciudad y el vecindario se hicieron un poco más míos; su gente se tornó más familiar para mí y comencé a sentirme como en casa, intuyendo que regresar allí para abrir mi propio negocio había sido una buena decisión, una decisión de vida, de una vida que echaría raíces allí para crecer.
Días después, un domingo por la tarde, volví a ver a Martin ganar su tercera carrera desde el accidente de Pedro, la carrera en su país, con la que se puso a la par de los puntos de Pedro.
Esa noche lo llamé para felicitarlo y Martin me contó, feliz, que Pedro llevaba dos semanas en Montecarlo, reponiéndose, que su pierna estaba mucho mejor y que su salud era casi la de siempre.
—¿No te alegra oír eso? —me preguntó el carioca.
—Claro, pero he llamado para felicitarte, tal parece que cerrarás tu último año en la Fórmula Uno quedándote con el campeonato. Ojalá pudiese ir a Abu Dabi a verte ganar.
—Ven.
Me carcajeé.
—Ahora tengo un negocio que atender. No puedo irme. —Hice una pausa —. Mis clientes me extrañarían —bromeé.
—Yo también te extraño. Todos te echamos mucho de menos en cada circuito. Sin Pedro y sin ti, esto no es lo mismo.
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Tan sólo prométeme que ganarás —le pedí.
—No puedo hacer tal cosa.
—El campeonato es tuyo, Martin. Te lo mereces. Será el broche de oro a tu carrera.
—Mi broche de oro sería tener a Pedro aquí. Odio tener que correr la última carrera del campeonato sin él. Ganar sin él a mi lado no es lo mismo. No tiene emoción, no parece real. La categoría sin él no parece real. —Martin hizo una pausa—. He hablado con él esta mañana...
Lo corté en seco.
—Perdona, Martin, pero no quiero hablar de Pedro.
—Es que...
—Seguí adelante con mi vida y él está recuperándose y me imagino que seguirá adelante con la suya, y me parece genial. ¿Por qué no vienes a pasar unos días a Londres después de que termine el campeonato? Una vez me dijiste que no veías la hora en que pudieses dejar de tener que cuidarte para correr... pues serás campeón y bien merecido tendrás poder darte un atracón de dulces. Será mi regalo para ti por el título. Ven y te dejaré comer todo lo que quieras, hasta reventar. Y de paso pasearemos un poco y me ayudarás a elegir un piso, que estoy buscando dónde mudarme, y con mi hermano y Tomas es imposible; ellos dos deliran con los espacios y su presupuesto no es el mismo que el mío. Esos dos son imposibles, necesito a alguien más centrado para que me eche una mano.
—¿Centrado yo?
—Por favor, me encantaría tenerte aquí.
—Ven tú a Abu Dabi —insistió.
—De verdad que no puedo.
Nos quedamos en silencio.
—Duendecillo.
Martin llevaba mucho sin llamarme así, más de un mes, aunque, en ese momento, ese mes me pareciese una eternidad.
—¿Qué?
—¿Todavía lo amas?
—Martin, por favor.
—Si no contestas sabré que así es.
—Así es. ¿Y qué más da si lo amo? Pedro no es Pedro, es Siroco.
—No, no es solamente eso.
—Pues parece empecinado en negarse a ser nada más.
—No puedo creer que lo que había entre vosotros haya terminado así sin más. Iba a ser su padrino de boda, el padrino de tu primogénito.
Reí suavemente, más por tristeza que por otra cosa. Yo también había soñado con aquello, con que Martin y aquella vida de Pedro se hiciese también mía, con que de los circuitos hiciésemos una familia, una historia que le contaríamos a nuestros nietos, una experiencia que se iría con nosotros a donde fuese que se va la vida cuando se acaba aquí.
—Pedro jamás será feliz sin ti —afirmó Martin.
Y yo no sería igual de feliz sin él, pero, de todas formas, así eran las cosas, Pedro había hecho su elección y a mí no me quedó más remedio que elegir seguir adelante.
—Se terminó, Martin. En más de un mes ha tenido sobradas ocasiones para llamarme y no lo ha hecho; lo nuestro se acabó en Suzuka o quizá antes; es más, tal vez jamás existió en realidad. Fue un hermoso sueño que acompañó mi paso por la Fórmula Uno.
—No digas eso.
—Es la verdad. Fue él quien me echó de su vida y, a pesar de que en cientos de ocasiones me han entrado ganas de llamarlo, he preferido abstenerme antes que volver a darle la oportunidad de apartarme de su vida otra vez. Pedro no me necesita, Martin. Además, tiene a Mónica.
—No es lo mismo.
—No, claro que no; a sus ojos ella encaja mucho mejor en su vida de lo que yo podría hacerlo jamás y, si eso está bien para él, pues deberá estar bien para mí. Me alegra saber que se recupera, en serio, eso me tranquiliza; sin embargo, no puedo hacer nada más por él. Pedro tiene su vida y yo tengo la mía ahora.
—No, Duendecillo, no digas eso.
—Es tal cual, Martin; no pierdas las esperanzas, si quieres te prometo que, si un día tengo hijos, tú serás el padrino de uno.
—Yo quiero ser el padrino de uno de tus hijos con el idiota, cabeza dura e infeliz de mi mejor amigo.
—Lo siento, Martin.
Éste soltó un suspiro.
—Sé que todavía lo amas mucho, igual o incluso más que antes.
—Eso no cambia nada. —A pesar de todo lo sucedido pesando sobre mi espalda, extrañaba a Pedro cada segundo de cada día. Él me hacía falta más que ninguna otra cosa que yo hubiese perdido antes e incluso, el pensar en querer a alguien más, me parecía absolutamente imposible. Quizá algún día volvería a enamorarme, pero no para amar como lo había amado a él, porque ese viento y esa tormenta de azúcar habían sido un evento climático que no volvería a repetirse jamás.
—No podéis... vosotros dos estáis hechos el uno para el otro.
—Ok, Martin. Ya está, ¿de acuerdo? Te he llamado para felicitarte y para decirte que quiero verte ganar el campeonato, porque ya he comprado una increíble botella de champagne para celebrarlo.
—Mientes.
—No, la compré ayer, te lo juro; tengo todas mis fichas apostadas por ti. — Era cierto; la vi y pensé en él y en lo mucho que se merecía irse de la categoría por la puerta grande, porque no sólo era un excelente piloto, sino también un estupendo amigo y un magnífico ser humano; le hice saber lo que pensaba.
—Harás que me ruborice —soltó después de que se lo dijera.
—Anda, prométeme que ganarás y que luego vendrás a festejarlo aquí conmigo.
¡Tantas veces había soñado con lo que Pedro y yo haríamos para celebrar su sexto campeonato!
Mis ojos se llenaron de lágrimas y mi garganta, de todas éstas, pero no las quise derramar. Eso era lo que me causaba pensar en él; por eso, por todos los medios me esforzaba en evitar, incluso, oír su nombre.
—Está bien, Duendecillo, veré qué puedo hacer.
—Lo que puedes hacer es prometerme que te tendré aquí los primeros días de diciembre. ¿Qué me dices, tenemos un trato?
—Bien, allí estaré.
—Te tomo la palabra.
Nos quedamos en silencio otra vez.
—Tengo que irme.
—Sí, claro; anda, ve a celebrar tu triunfo.
—Nos vemos pronto, Duendecillo.
—Más te vale.
Terminamos de despedirnos y, cuando la línea quedó en silencio, ya no le encontré sentido a contener las lágrimas y las dejé correr, porque cada mañana, tal como me sucedería al día siguiente cuando abriese los ojos en mi cama, tal como me había sucedido esa misma mañana al amanecer, recordaba sus palabras... Yo ya no estaba en su cama para él al amanecer, ni él en la mía, y eso me dolía horrores.
Tanto extrañaba su mirada, su perfume, su mal humor, su tenacidad, sus sonrisas, la pasión con la que llevaba adelante cada cosa en su vida...
Me llegó la voz de Lila llamándome y, para no reavivar aún más el dolor, me limpié las lágrimas del rostro y acudí a su encuentro.
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