miércoles, 17 de abril de 2019

CAPITULO 97




—Bueno, eso sí ha sido digno de ver —lanzó Érica en cuanto me di la vuelta después de que Pedro entrase en el edificio por detrás de boxes para cumplir con el resto de sus obligaciones poscarrera—. Mejor te haces a la idea de que has perdido tu anonimato esta tarde.


Los cámaras y fotógrafos continuaban a nuestro alrededor; se habían acercado a mí un par de veces; preferí ignorarlos. Ellos eran parte de la vida de Pedro y yo lo sabía, pero no permitiría que formasen parte, no al menos importante, de mi relación con él. Ésta apenas empezaba y, como en cualquier otro inicio de relación, tenía en mi cabeza otras cosas más urgentes que preocuparme de si mi rostro saldría en alguna revista o en televisión; bien, en realidad todavía pensaba en que existía una posibilidad muy grande de que, tanto mis padres como mis hermanos, hubiesen visto al campeón besarme en televisión.


Imaginé a Tobías llenando mi cuenta de correos electrónicos o incluso llamándome al hotel más tarde para averiguar qué sucedía entre su hermana pequeña y el campeón. Eso me hizo recordar que mi hermano todavía esperaba mantener una charla seria conmigo; llevaba al menos dos semanas pidiéndome que, en cuanto tuviese un poco de tiempo libre, viajase a Inglaterra para reunirme con él. En muchos sentidos, Tobías era muy parecido a Pedro; él tenía muy claro lo que quería de la vida y hasta el momento luchaba por conseguir sus metas, así que no podía comprender que yo diese vueltas por ahí, sin ponerme firme para alcanzar las mías. Trabajar para Bravío era una aventura, una estupenda, pero que no veía que me guiase hacia ningún futuro; es decir, yo tenía claro que no quería quedarme con el equipo el resto de mis días,viajando de aquí para allá todo el tiempo.


Hasta hacía un rato todo era muy distinto; pero Pedro había entrado en la ecuación y dejarlo a partir de ese momento, alejarme de él... Ni siquiera me atrevía a pensar en lo que sucedería después del final de temporada; si seguiría con Pedro, si podríamos continuar con lo nuestro si abandonaba el equipo para poner una bonita, tranquila y cálida pastelería, de preferencia con café, así como con unas pocas mesitas, en algún rincón de una de las muchas ciudades que me gustaban. ¿Sería eso compatible con nosotros, con él, con su carrera o incluso conmigo después de estar con él un par de meses?


Frené en seco todos mis pensamientos allí mismo.


No llegué a contestar nada, por supuesto. Érica debió de suponer que tanto romance había dejado mi cerebro inutilizable. Una porción de éste lo estaba, la más racional, la que usualmente se ponía en guerra con la otra que le deja al corazón hacer de las suyas.


No le presté demasiada atención a la situación, no ensombrecería ese momento con preocupaciones. No es que no las tuviese, tenía mucho de qué hablar con Pedro, pero, por encima de todo, me moría de ganas de poder pasar una hora a solas con él para besarlo a gusto, para pegar mi cuerpo al suyo, para hablar con él de todo o de nada sin miedo a que alguien irrumpiese, pillándonos en una situación que pudiese ser tildada de incorrecta.


Ahora que lo nuestro ya estaba aireado, que él había admitido sus sentimientos delante de mí y de millones de espectadores en todo el mundo, no necesitaba preocuparme por eso.


—Ven, tardará un buen rato en salir, con la rueda de prensa y las entrevistas. Mejor vamos preparándolo todo para la hora del pastel de cumpleaños. Tenemos citado a todo el equipo y a los fotógrafos para dentro de una hora.


Los mecánicos y el público empezaron a fluir por la calle de boxes, desalojando el vallado. Los mecánicos y los ingenieros tenían mucho trabajo que hacer después de la carrera y mucho del público que pululaba por allí debía de estar invitado a cenas o demás celebraciones que organizaban los equipos, poscarrera también.


—Sí, claro. Además, debería regresar a la cocina para ayudar a Suri.


—¡Eso! —soltó Érica alzando un dedo—. Eso es lo único malo de todo, que no sé cuánto durarás allí.


—¿Qué?


—Tendré que buscar a otro subchef.


—No planeo dejar la cocina.


—Ojalá no lo hagas.


—No dejaré de trabajar, Érica. Además, esto es muy reciente. —Me pudo la risa que me causó la aceptación de que una parte de mí deseaba un largo, muy largo, futuro con Pedro, porque si una cosa era innegable era que yo lo quería todo con él, para siempre. Quería saber qué era toda esa medicación; quería acompañarlo en silencio durante sus momentos de concentración antes de las carreras; quería ser a quien recurriese, cansado y preferentemente feliz, después de éstas, fuera cual fuese el resultado. Y una parte de mí, esa parte como mujer que había arrastrado desde la niñez lo poco que los cuentos de hadas podían tener de razonables, deseaba ver correteando por allí a unos niños pequeñitos rubios y con sus mismos ojos azul celeste. ¿Estaría dispuesto Pedro a cambiar pañales? ¿Les enseñaría a correr en karting a sus hijos? Y así, mis delirios se dispararon en todas direcciones, sobre todo en aquella que lo imaginaba a él con su traje ignífugo de Bravío, con un niño en brazos, quizá caminando por una calle de boxes como ésa, enseñándoselo todo.


Mejor que Pedro ni supiese todo lo que acaba de imaginar, porque de ser así correría lo más lejos posible de mí, lo más rápido que diesen sus piernas, si es que no podía huir en su Fórmula Uno.


—Bien, ya veremos. Al menos prométeme que te quedarás con Suri hasta el Gran Premio de Mónaco, así no tendré que salir corriendo a buscar a alguien para reemplazarte en menos de dos semanas.


—Érica, ya te he dicho que no pienso abandonar mi trabajo en el equipo.


Me gusta lo que hago.


—Ok, te tomo la palabra hasta Montecarlo.


—Pero...


Entramos en el box y no pude decir nada más, porque, en cuanto nos encontramos otra vez con el resto del equipo, fue una lluvia de exclamaciones y comentarios con respecto a Pedro y a mí, a nuestro beso y a todo lo sucedido frente al podio. Me costó un buen rato poder salir de aquel embrollo, aunque no fue ni de lejos una tortura; todo lo contrario, los noté felices y entusiasmados, y eso me alegró, porque me llevaba genial con todos ellos.


Más de uno había dejado entrever que esperaban verme en el box de forma continuada y que imaginaban que no perderíamos los buenos momentos de charlas y cervezas compartidas. Disimuladamente descargaron esa realidad omnipresente que todos habíamos vivido: que Mónica tenía poco o nula relación con los componentes de los rangos más bajos del equipo Bravío (de todos los equipos, en realidad) y que eso a los mecánicos no les había sentado del todo bien. Ninguno de los chicos se hubiese atrevido a eructar frente a Mónica después de beberse una cerveza de un trago como podían hacer ante mí. Procuré no hacerme cargo de las diferencias; yo era yo y ella era ella, y, si me ponía a hacer comparaciones entre ambas, en la relación que había tenido ella durante tanto tiempo con Pedro y lo que yo empezaba con él...





CAPITULO 96




En cuanto se alejó poco más de un metro, vi a Martin en la entrada a la zona de acceso a pesaje y al podio, hablando con otro de los pilotos. Imaginé que Haruki ya había entrado a pesaje.


El brasileño, con un brazo, sostenía su casco, pero, al ver que lo miraba, me sonrió y alzó un pulgar en alto en mi dirección.


—Así que eso era lo que tenía que decirte. —Érica rio detrás de mí—. Eso explica la discusión que le oí mantener esta mañana temprano con Mónica. Un poco más y convierte en giratoria la puerta de la autocaravana del campeón — comentó intentando poner cara de nada. Eso de permanecer neutral no le salía muy bien que digamos en ese instante.


—¿Los has visto discutir?


—Sí, y no ha sido la primera vez. Imaginé que algo sucedía; bueno, algo sucede desde hace tiempo, eso es evidente. Esta vez me pareció que no era igual que las otras, porque hoy Mónica no ha pisado el box y tampoco la he visto hablar con Pedro antes de la carrera. También he sabido que anoche fuiste tú quien lo encontró después de que los chicos le gastasen aquella broma.


—Así es.


—Jamás lo había oído dirigirse a ella así. No creí que el campeón fuese capaz de nada semejante. Nunca le oí decirle a Mónica nada parecido, y menos en público. Pedro no es el mismo que antes del comienzo de la temporada.


—Ni yo —admití agradecida.


—Me alegro por vosotros. Además, que quede entre nosotras —se me acercó—: Mónica no me gusta. Bueno, a los chicos tampoco les cae demasiado bien. En fin, que me hace muy feliz veros juntos. Has provocado un cambio drástico en el campeón.


—Si ha cambiado es porque ha querido.


Érica se encogió ligeramente de hombros.


—Supongo.


Al volver la vista al frente, me encontré con una cámara de televisión justo delante y de pronto me di cuenta... no sé cómo no había pensado en eso antes; allí, al otro lado de la pantalla, podían estar mis padres, mis hermanos,


Lorena, el resto de mis amigos, mi familia. Ya podría ir preparándome para lo que se me vendría encima.


De los nervios, sonreí todavía más.


Los mecánicos saludaron a la cámara y gritaron el nombre de Pedro y del equipo. Alguien me abrazó y sentí vergüenza, y entonces percibí movimiento en el podio. Pedro salió dando saltos, celebrándolo, alzando su puño derecho en alto. Feliz y sonriente, se inclinó sobre la baranda; lo vi buscarme, lo saludé, me encontró y, dando otro espectáculo, comenzó a tirarme besos.


Los chicos a mi alrededor se carcajearon y el cámara, frente a mí, se rio; Érica se hizo eco de las risas también. Haruki apareció en el podio festejando su segundo puesto a su modo tan japonés. Martin, bastante más efusivo, salió al sol de España para agradecerle a su equipo haber conseguido el tercer lugar en la carrera, lo que lo mantenía todavía dentro de la disputa por el campeonato. Sin duda, los tres pilotos sobre podio eran los que tenían más oportunidades de aproximarse a la corona ese año, y creo que todos en la categoría lo sabían. Si no habían sorpresas, como un gran salto de calidad de algún equipo distinto, la batalla se centraría en ellos. Con un poco de orgullo, quizá un tanto de egoísmo y, sin duda, con muy poca neutralidad, deseé con todas mis fuerzas que el campeonato quedase en manos de quien minutos atrás me había dicho que, gracias a mí, por fin respiraba.


Pedro había batallado toda su vida por conseguir alcanzar sus metas profesionales, que eran su sueño. Mi sueño siempre había sido ser feliz, amar y sentirme amada, y allí estaba mi sueño, convirtiéndose en realidad en las inhalaciones del cinco veces campeón del mundo, Siroco.


«Siroco, Pedro Alfonso, el campeón, mi novio», entoné dentro de mi cabeza.


Qué loco e irreal sonaba eso. ¡Qué bien sonaba eso! ¡Excelente!


Pedro me tiró otro beso y luego, saltando con las dos piernas, trepó a lo más alto del podio para, allí, elevar su puño hasta lo más alto, una vez más.


El público lo ovacionó, enloquecido.


Le entregaron su trofeo, su botella de champagne y entonces, con la ópera Carmen sonando de fondo como siempre, Pedro nos bañó a todos en champagne con la colaboración de Martin y Haruki. Entre estos dos últimos se encargaron de empapar a Pedro, mientras éste derramaba líquido sobre la cabeza de Toto, quien había subido al podio para recibir su premio en nombre del equipo.


Pedro invitó a sus dos compañeros a la cima del podio y desde allí saludaron, mientras, desde abajo, docenas de fotógrafos capturaban el momento.


El expiloto hizo acto de presencia para comenzar la pequeña rueda de prensa que siempre hacían en el podio. Pedro contestó la primera pregunta y en seguida coló un agradecimiento en español y después, en catalán, para su público y para mi vergüenza y regocijo de todos, y sin que nadie le preguntase nada, le dedicó esa victoria a su petitona, es decir, a mí. La carcajada fue unánime, y yo me puse tan roja como los uniformes del equipo que era emblema de la categoría.


Creo que al expiloto le costó bastante hacer que Pedro se concentrara en lo que le preguntaba, pues no hacía otra cosa que mirar en mi dirección y sonreír.


Pedro, que hasta ese día había sido uno de los pilotos más calculadores, quizá también un tanto fríos, y que siempre estaba completamente concentrado en su trabajo, actuaba como un niño que simplemente estaba pasando un buen
momento, uno que no tenía problemas en demostrar su felicidad, en respirar profundo, bien hondo, aceptando todos los riesgos y las oportunidades que la vida tiene para dar.




CAPITULO 95



Su sonrisa se desplegó ante mí, lenta, dulce, sublime, porque la sentí muy mía, así como también hice mía su mirada. Bueno, de que fui dueña de su mirada estoy segura, porque sus ojos estaban sobre los míos como si no hubiese nada más que ver allí.


Oí el chasquido de las cámaras fotográficas, el griterío a mi alrededor, los aplausos...


Pedro se me vino encima. Normalmente saltaba sobre los mecánicos para estrechar sus puños, para recibir y dar palmadas de felicitaciones; esta vez se detuvo frente a la valla con una cámara de la transmisión oficial de la FIA justo detrás de él.


¡Todo el condenado mundo vería eso!


—¡Pedro!


—¡Felicidades, campeón!


—¡Así se hace!


Los mecánicos estaban exultantes.


—Has venido —me dijo con total calma, sin dejar de sonreír.


—Me han traído a la fuerza. —Obviamente eso no era del todo cierto.


La gente continuaba gritando a nuestro alrededor.


—Bueno, a ver si puedo hacer que la próxima vez tu presencia aquí sea por tu voluntad.


—Te costará.


—Lo intentaré —dijo, y dio un paso al frente para enmarcar mi rostro entre sus manos—. El día que apareciste aquí, cambiaste mi vida. Trajiste a mi existencia el aire que me faltaba, el aire que creo que jamás tuve. ¿Alguna vez
has tenido la impresión de que llevas conteniendo el aliento durante demasiado
tiempo?


Estaba conteniéndolo en ese instante.


—Necesito respirar —entonó muy suave, acercando su rostro al mío—. Necesito respirar y ahora, contigo, si es que puedo estar contigo y no tienes ganas de matarme o de insultarme, de mandarme al demonio o lo que sea... — Se detuvo y se relamió los dientes—. Lo siento. Supongo que te he dado demasiados motivos para no querer saber más de mí, pero la verdad es que no puedo más, tenía que decírtelo porque estoy asfixiándome.


—¿Qué tienes que decirme, aparte de que eres el campeón de todos los idiotas? —bromeé, percibiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas de pura felicidad.


—Te amo, Duendecillo. ¿Correrías esta carrera conmigo?


Los mecánicos, al oír aquello, comenzaron a gritar a nuestro alrededor; ya no eran felicitaciones dirigidas a Pedro, sino peticiones de que nos besásemos.


Se burlaron y rieron, y a ninguno de los dos nos importó.


No pude contestarle, porque no encontré mi voz; sin embargo, no me fue nada difícil encontrar en mí muchas ganas de besarlo.


En cuanto asentí con la cabeza, Pedro me atrajo hacia su boca para estamparme uno de esos besos matadores que dan vida. Uno de esos besos asesinos que liquidan todo lo que sabes sobre la vida, sobre amores pasados, todo lo que creíste que era imposible porque en ese exacto momento comienza a hacerse realidad.


«¡Te amo, te amo, te amo!», le dije con un beso, y unos segundos más tarde, cuando nos separamos, se lo repetí en voz alta y mirándolo a los ojos mientras los chicos se ponían como locos a nuestro alrededor.


—Perdón —me dijo al oído al abrazarme—. Perdón por demostrar todo lo idiota que puedo ser y más. Lo siento muchísimo, es que nunca creí que algo se convertiría en tan importante para mí; siempre pensé que lo más importante en mi vida sería mi carrera, los campeonatos... pero, desde que te conozco, no
puedo parar de sentir que no puedo ni podré disfrutar de esto si tú no estás conmigo, si no puedo compartir contigo cada victoria, cada derrota. Quiero ganar este campeonato contigo y sé que será como si ganase un campeonato por primera vez.


De la emoción más tonta y empalagosa, me puse a llorar y me tiré sobre él para besarlo una vez más.


—Eres un idiota —le dije entre besos—. El más idiota de todos los campeones de la Fórmula Uno, pero, aun así, me enamoré de ti, Siroco. —Lo besé una vez más.


Pedro—lo llamó alguien mientras él me miraba con ojos embobados.


Entre los dos íbamos a provocarles a los presentes una subida de azúcar, un shock diabético. Si es que estábamos de lo más tontos...


Pensar eso hizo que mi sonrisa se ampliase.


Saber que a él lo esperaban en el podio para entregarle el trofeo por el primer lugar ensanchó mi pecho de orgullo y felicidad.


Pedazo de espectáculo estábamos dándole a todo el público.


—Anda, vete, creo que te necesitan en el podio —le dije apartándolo de mí.


Él no parecía muy feliz por tener que irse. Mi alma se disparó directa a la estratosfera de tanta felicidad.


Quien lo llamó a continuación fue Toto.


—Anda, Siroco, que Paula no se irá a ninguna parte. Sube allí a lo más alto y tírale un par de besitos, a la gente le encantará ver eso.


Pedro se carcajeó.


—No te alejes demasiado —me susurró en la boca y después tocó mis labios con los suyos.


—Aquí estaré, esperándote.


—Tenemos que hablar.


—Está bien, aquí estaré.


—Y quiero besarte muchas veces más.


—Qué bien —solté riendo.


Pedro me besó de nuevo.


—Vamos, campeón, me estás retrasando toda la organización —le dijo el director de la prueba en español, poniéndole una mano en el hombro, sonriéndonos.


—T’estimo molt, petitona meva. Esta victoria es para ti.


Sus labios tocaron los míos una última vez.


Sin quitar sus ojos de mí, Pedro permitió que se lo llevaran




CAPITULO 94




Empujando a un par de presentes, camuflando sus no muy corteses codazos con saludos y sonrisas, Érica me llevó con ella hasta estar frente a la valla. Al vernos llegar, al verme a mí, creo (bueno, es que las sonrisas y mi nombre entonado en un modo bastante particular no me dejaron muchas dudas), los mecánicos nos hicieron espacio para dejarnos pasar hacia delante.


Dos de los chicos me hicieron trepar a la valla para quedar más alta. Se quedaron escoltándome, mientras Érica se detenía detrás de mí. Por delante de nosotros estaban unos soportes con carteles, delante de los cuales estacionarían Pedro, Haruki y Martin, primer, segundo y tercer clasificados en la carrera. Más allá, la entrada al pesaje y, por encima, el podio, engalanado con flores y una cuadrícula formada por cuadros negros y otros con el logotipo de una marca de neumáticos, todo rodeado por un arco blanco con las firmas de los pilotos ganadores de ese gran premio a lo largo de la historia de la categoría.


Por poco se me escapa el corazón de la boca cuando todo mi ser se llenó de ese sonido ensordecedor capaz de encender en una milésima de segundo toda la adrenalina en mí.


Un parpadeo y el coche negro, blanco, plateado y violeta de Pedro apareció delante de mis narices.


Su casco, sus guantes negros alrededor del volante.


A su derecha se detuvo Haruki; por detrás, el automóvil de Martin.


El director del gran premio y Toto llegaron al automóvil de Pedro, quien ya comenzaba a soltarse de su vehículo, liberando primero las protecciones sobre sus hombros, las cuales pasó por encima de la cabeza. Toto le sacó la pieza de las manos. Pedro quitó el volante y desenganchó el cable que llevaba sujeto al casco. Colocándose de lado para poder salir por la angosta abertura, se levantó.


Yo no podía más de los nervios. Las palmas me sudaban. ¿Y si volvía a hacerme un desplante? 


Apreté los dientes.


Pedro se sacó los guantes y tironeó de los ganchos de la protección de su cuello para desprenderse de ésta; de otro movimiento brusco, se la arrancó. El casco...


Mi pulso se aceleró y, al mismo tiempo, mi corazón amenazó con detenerse.


Pedro quedó de espaldas a mí al quitarse el casco. Al hacerlo, arrastró un poco la capucha ignífuga.


Sin demasiado cuidado, metió los guantes en el casco, se lo tendió todo a Toto y, con sus bonitas manos de piel clara y dedos largos, desde su nuca hacia delante, arrastró la capucha para dejar al descubierto su cabello rubio, completamente empapado en sudor.


Toto se apartó metiendo él, dentro del casco, la capucha ignífuga.


Ante la ovación del público, Pedro saltó sobre una de las cubiertas del automóvil y, con el puño en alto, festejó su primer lugar en el gran premio de su hogar.


Los mecánicos que me rodeaban gritaron, aplaudieron, silbaron y entonaron el nombre del campeón.


Había cámaras por todas partes, algunas incluso enfocaban en nuestra dirección. Eso era normal, pues yo solía ver a los mecánicos celebrar el triunfo en las transmisiones; lo que ya no lo fue tanto fue el fotógrafo que, apostado sobre uno de los laterales del vallado, gritó mi nombre y movió su increíble teleobjetivo en mi dirección.


Pedro lo celebró una vez más, soltando un grito de júbilo mientras saltaba al suelo. Todavía con los pies en el aire, sus ojos me buscaron. Recordé el cielo sobre nosotros, el asfalto del circuito debajo de nuestras espaldas. El cielo de Sochi... Su rostro altivo la primera vez que nos vimos, nuestro beso de la noche anterior y, por desgracia, a él después, pidiéndome que me fuese de su autocaravana.


Para algunas cosas, la máxima velocidad es excitante; para otras, ralentizar el tiempo es un privilegio impagable.