sábado, 11 de mayo de 2019
CAPITULO 175
—O dejas de hacer eso o sales de mi cocina —entonó Suri entre dientes, haciéndome notar que mi talón no paraba de repiquetear contra el suelo—. Me pones muy nervioso.
—Lo siento. —Detuve el movimiento del pie y comencé a retorcerme los dedos. No podía estarme quieta. Durante toda la mañana y parte de la tarde hasta ese momento, había visto a través de las cámaras lo mismo que todo el público que asistía a la categoría por televisión: todos en Bravío con las facciones tiesas, miradas de preocupación que no conseguían ser ocultadas cuando éstas se fijaban en los monitores para analizar los datos arrojados por los ordenadores. El aire en el box del equipo debía de ser más denso que en
otros sitios, porque allí los movimientos eran más pesados.
Tanto los mecánicos de Pedro como los de Haruki trabajaban de un modo incansable, pero sin mezclarse, sin mirarse siquiera.
En el pit wall, los grandes jefes hablaban con sus subalternos cubriendo sus micrófonos y bocas con una mano; si es que daba la impresión de que tuviesen miedo de que les leyesen los labios.
Pedro en ningún momento desvió sus ojos en dirección a Haruki cuando ambos coches todavía estaban dentro del box. El campeón estuvo siempre rodeado de su padre, su mánager, Toto y Pablo; este último se escapó un par de veces para cruzar unas cuantas palabras con Haruki, que continuaba con aquella expresión de haber perdido su centro, de no poder controlar por completo su ansiedad, sus emociones. Helena no se separó de él. La vi intentar darle su apoyo, animarlo con sonrisas, pero la situación parecía como un encuentro entre los Montesco y los Capuleto; la grieta era muy marcada entre ambas partes y ni a los comentaristas se les pasó por alto mencionarla.
Como broche de oro de la situación, el gesto de Pedro al cruzarse con Haruki cuando ambos debían regresar a sus monoplazas, ya detenidos en sus lugares de partida. Siroco le dedicó a su compañero una mirada de rencor tal que mi piel se enfrió. De ser yo Haruki, o me hubiese sentido como la partícula de polvo más despreciable del universo o bien le habría lanzado un gancho directo a su mandíbula, con el firme propósito de ponerlo en su sitio.
La presión psicológica era parte de la competición, parte de la vida en la categoría; no todos los pilotos se llevaban bien entre ellos y, en ocasiones, se notaba que allí sobraba testosterona.
Me amargó ver altanería en la mirada de Pedro.
Antes de esas miradas, antes de que fuese de público conocimiento que el equipo Bravío podía estar en pleno dominio de los avances tecnológicos y tener el mejor coche y los mejores mecánicos de la categoría, ya todos especulaban con que la salida podía traer sorpresas, y no precisamente agradables, para el equipo número uno.
Lo que empezó como un cotilleo detrás de los boxes se discutió en televisión para hacer de dominio público que Haruki todavía no había renovado su presencia en Bravío para el año siguiente, según se decía, por la falta de efectividad del piloto.
Mentalmente le pedí a Pedro que no cometiese ninguna estupidez. Sí, podía intentar pasar a Haruki en la salida, podía competir con él, para eso ambos estaban sobre la pista... pero rogué que no quedase cegado por su necesidad de ganar. Si perdía el control, si forzaba a Haruki a cometer un error, corrían el riesgo de quedarse ambos fuera de pista, y eso no haría más que empeorar el ambiente que reinaba en el equipo.
Oí a Suri repetirme que todo iría bien.
Vi a Helena, con los auriculares en los oídos y la cabeza alzada, a la espera, igual que el resto de nosotros. Todos seguíamos la transmisión sin parpadear, para no perdernos ni un segundo de la salida.
Mi piel se erizó y se enfrió. El semáforo anunció que el comienzo de la carrera de Malasia estaba a punto de ser dado.
Una luz roja encendida. Una más. La tercera, la cuarta, la quinta. Mi corazón se detuvo. Por un instante mis ojos se distrajeron con el safety car en la parte posterior del pelotón y, entonces, la desaparición de los cinco brillos rojos en lo alto de la pantalla trajo de regreso mi cerebro al inicio del pelotón.
Haruki salía desde la parte externa de la pista; Pedro, del lado de la pared. Sabía que la primera curva era hacia el lado de Pedro, lo que en parte lo beneficiaba, pero ese lado de la pista del que él partía siempre estaba más sucio y el grip de los neumáticos allí era mucho menor. Haruki salió en cabeza. Martin se le echó encima a Pedro.
Pedro pegó un volantazo seco que sacudió su coche y éste coleteó, impidiéndole el paso a Martin. Los automóviles se apelotonaron a medida que aceleraban en dirección a la primera curva. Pedro pisó el acelerador, lanzándose hacia Haruki como si fuese una flecha.
La rueda izquierda delantera de Pedro quedó medio metida entre las dos del lado derecho de Haruki. Martin intentó sobrepasarlos a ambos; Haruki se tiró hacia la izquierda en la segunda curva para cerrarle el paso. Eso evitó que Pedro y él colisionaran, pero por poco. Haruki, en sus intentos por detener el avance de Martin, descuidó el ataque de Pedro, que se escurrió por la izquierda, pero no logró sobrepasarlo. Acelerando a fondo, Haruki le cortó el paso. En la curva siguiente a la derecha, Pedro retrasó la frenada, entrando en la curva primero, sorprendiendo a su compañero de equipo. Por un suspiro, Pedro quedó en primero lugar, pero entones Haruki volvió a meterse delante de él.
Pedro se pegó a su cola para mostrarle el coche por todos lados, llenando sus espejos de él para destrozar su tranquilidad. Pedro era más veloz y se lo demostraba, respirándole en el cuello, fastidiándolo, pero sin pasarlo. Así fue durante once tortuosas largas vueltas, más de lo recomendable tanto para la resistencia de los pilotos como para la de los monoplazas. Estaban exigiéndole mucho a los vehículos, sobre todo a sus neumáticos, más de lo esperado para ese momento de la carrera.
Lo intentó en la recta principal una vez más, y en las siguientes tres curvas.
Haruki era puro movimiento de volante; ya no corría para ir hacia delante, sino para retener a Pedro detrás, y eso era evidente hasta para el más ignorante de la categoría.
—¡¿Qué mierda hace?! —le gritó Pedro a Toto, y todo el mundo lo oyó—. ¡¿Qué mierda hace este tío?!
—En la próxima zona de activación del DRS... —quiso empezar a decirle su ingeniero de pista; Pedro lo interrumpió con...
—¡Fuera de mi camino! —berreó lanzándose sobre uno de los lados del coche de Haruki para pasarlo, sino directamente sobre él, como si pretendiese llevárselo por delante.
—¡Pedro! —le gritó Toto a su protegido, y yo jamás lo había oído gritar antes, mucho menos a Pedro—. Sólo tienes que espera a la zona de...
—Si no sabe conducir el puto coche, que se aparte de mi camino, que se largue del equipo. Si no está a la altura, no es culpa mía.
Suri, sin moverse, me miró; lo supe porque vi sus ojos oscuros sobre mí por el rabillo de mi ojo derecho.
—¡Está tapándome a propósito y, así, todos nos pasarán! —se quejó Pedro.
—Mantente firme, pégate a su succión y pásalo.
Por la transmisión se filtró un gruñido de Pedro.
La cámara los siguió a ambos al entrar en la curva principal desde una toma aérea. Haruki entró primero, no por mucho. Pedro pisó a fondo y se puso a su altura. El realizador de la transmisión pinchó la cámara a bordo del vehículo de Pedro, para que todos viésemos al campeón alzar el puño izquierdo en dirección a su compañero de Bravío.
CAPITULO 174
Pedro se acurrucó entre las almohadas y sábanas, cerrando los ojos, aferrando su mano.
Cayó rendido en un parpadeo. Su sueño se tornó profundo muy rápido y, cuando eso sucedió, con cuidado, revisé su mano. La herida no era muy seria: sin embargo, todavía estaba fresca y, en cuanto la toqué un poco, comenzó a sangrar de nuevo. Con nosotros, además de las medicinas de Pedro, llevábamos un botiquín apto para sus necesidades. Limpié la herida, le puse un cicatrizante y un apósito y volví a colocar su mano sobre su pecho.
Después de eso, fui al baño a recoger sus cosas y a poner un poco de orden y hacer limpieza.
También me ocupé del salón, recolocando el sofá y arrojando a la basura las botellas de alcohol. Si bien tenía el estómago cerrado, puse en el microondas que tenía a disposición la suite, en una pequeña cocina, un plato de los tantos que Pedro había pedido y fui picoteando un poco mientras terminaba de adecentarlo todo.
En el balcón de la habitación encontré las tres latas de refresco vacías y, en el suelo, un periódico local en el que estaba él en la portada, una foto suya firmando autógrafos para los fans de Malasia; la foto debía de ser del viernes, porque Pedro todavía sonreía.
Ya muy entrada la madrugada, regresé a la habitación y lo desperté para que se midiese el azúcar. Fui yo quien pinchó su dedo, él estaba demasiado dormido.
Como estaba dentro de los parámetros normales para él, lo dejé seguir durmiendo y fui a la ducha para, después, meterme en la cama.
Apenas si pude pegar ojo; cada cinco minutos me despertaba sobresaltada, temiendo encontrarlo sudoroso, temblando en medio de alguna crisis o en un estado todavía peor.
Además, estaba nerviosa; sabía que lo sucedido esa noche no le ayudaría en nada para la carrera final. Sentiría la falta de descanso y esa crisis de ansiedad, que casi había sido un cuadro semejante a un ataque de pánico.
¿Debía decírselo a su padre por la mañana?, ¿quizá a David o a César? Tal vez al menos a este último, quien seguía muy de cerca el estado físico de Pedro y que, además, tenía contacto con Pedro y no tanto con su padre o con David; él sabría guardar el secreto.
Al final el sueño me venció y, sobresaltada, desperté al sonar el despertador.
Pedro fue directo a la ducha después de darme los buenos días con un beso en la frente y pedirme otra vez disculpas por lo de la noche anterior. También me agradeció que le hubiese curado la mano; eso lo hizo al levantarse de la cama, cuando notó que la toalla ya no estaba allí.
No ahondé sobre lo sucedido; lo discutiríamos después de la carrera, porque en ese momento no tenía sentido, y tampoco era demasiado saludable, con todo lo que implicaba la carrera de ese día, que le añadiese todavía más tensión. Me limité a preguntarle cómo se sentía y él me contestó que bien.
Pedro pidió el desayuno, algo ligero, y se inyectó. No podía esperar a llegar al circuito para comer, no después de lo sucedido.
Con un nudo de preocupación en el estómago, lo dejé en su autocaravana y, de allí, me fui a trabajar a la cocina.
CAPITULO 173
Si sus cosas no estaban en el minibar, debían de estar en la habitación.
Sopesé la posibilidad de que se hubiese inyectado; después de todo, aún continuaba en pie.
Lo dejé solo en el salón.
En el cuarto había una luz encendida, la de encima de su mesita de noche; ni sobre ésta ni sobre la mía estaba el estuche para su diabetes. La cama estaba completamente deshecha, pero no había destrozos. Su bolsa de medicamentos tampoco estaba entre las sábanas.
Al alzar la cabeza, vi que la luz del baño estaba encendida.
El baño era muy espacioso; desbordaba lujo, pero, en ese instante, tenía un aspecto calamitoso. El estuche con sus medicinas estaba tirado en medio del camino; los frascos habían rodado en todas direcciones; su medidor de azúcar en sangre se encontraba junto a la bañera, y el inyector de insulina, a unos pocos pasos. Encima del lavamanos y a sus pies, un montón de toallas, muchas de ellas manchadas de sangre. Había también una mancha en el canto de uno de los lavamanos y en la pared de mármol de la cabina en la que estaba el inodoro. La puerta de la cabina también estaba sucia, con la huella de parte de una palma.
Avancé hasta la cabina y empujé la puerta. Allí en el suelo, junto al inodoro, estaba lo que debió de ser un vaso de cristal. Había algo de sangre entre los cristales y un par de gotas sobre el suelo, también sobre la taza del inodoro, como si Pedro se hubiese aferrado de ésta.
«Ha debido de vomitarlo todo», pensé y, dando un paso más, comprobé que así había sido.
Lo sentí llegar y me di la vuelta.
Pedro se apoyó contra el marco de la puerta del baño.
—Me bebí todo aquello y me asusté —explicó con voz débil—. Pedí toda esa comida... fui un estúpido, no me atreví. Pensé en la bebida y tragué todo aquello casi sin respirar; fue entonces cuando entré en pánico y vine a vomitar. Estaba tan alterado que ni siquiera sabía lo que hacía. Caí allí de rodillas, con el vaso todavía en la mano. —Hizo una pausa—. Me obligué a vomitar hasta la última gota.
—Pedro... —Mis hombros cayeron, imitando los suyos.
—Inmediatamente fui a por mis cosas, porque temía sufrir un colapso y no quería que me encontrases muerto o casi muerto. No quería hacerte eso. — Rompió a llorar—. Lo siento. Lo siento. —Su cuerpo se estremeció en un llanto desconsolado. Una vez más, se tapó la cara con ambas manos.
Desesperada, fui hasta él y lo abracé.
—Pedro.
Pedro se cogió a mí.
Sus piernas no quisieron mantenerlo ya en pie y nos deslizamos los dos juntos, despacio, hasta tocar el suelo.
—Perdóname. Todo es tan... Últimamente no sé lo que hago. No quiero fallar. No quiero fallarle a nadie, y mucho menos a ti.
—Pedro, ha sido tan sólo una prueba de clasificación.
—No quiero perder el campeonato —hipó sobre mi hombro.
—Pues lucha por conseguirlo, pero, en el caso de que no lo ganes... — Acuné su rostro entre mis manos y lo alcé para que me mirase a los ojos—. Pedro, puedes permitirte fallar de vez en cuando. ¿Sabes eso, no? No tienes que ganar siempre, no tienes que ser perfecto. Tú no eres una máquina, eres una persona, tan susceptible de cometer errores como cualquier otra... y eso está bien.
Apartó sus ojos azul celeste de mí, pero yo no le permití a su rostro escapar.
—Eso está bien, Pedro. Está bien, y debes comprender que algún día no ganarás campeonatos, que no siempre serás el mejor. Tienes que aprender a disfrutar lo que tienes, lo que has logrado, aunque no sea lo que esperabas.
Tienes que permitirte poder equivocarte. No tiene sentido que vivas presionándote por ser perfecto. Ninguno de nosotros te quiere porque seas perfecto, te queremos porque eres tú.
—No puedo perder —lloró.
Imaginé que no había conseguido vomitar todo el alcohol y como él no bebía jamás...
—Pedro, la vida también está hecha de esos momentos en los que las cosas no salen bien; es más, para la mayoría de la gente la vida es más esos momentos en que todo no sale según lo planeado, que de los otros. Tienes que poder ser feliz con esos momentos también. No puedes presionarte del modo en que lo haces, o lo que te exiges acabará contigo. Casi acabas contigo mismo esta noche por no lograr el primer puesto en una clasificación, y eso no es ni lógico ni sano, y no es del modo en que se manejan las cosas, no es el modo en que se vive la vida. Te amo, quiero que lo sepas. Yo siempre te querré, sin importar que...
—También te amo. Lo siento... perdóname.
—¿Has podido inyectarte?
Asintió con la cabeza.
—¿Hace cuánto? ¿No deberías medirte otra vez el azúcar?
—Estoy bien —me contestó con apenas voz.
—¿Y el corte?
—Sangró mucho al principio. Ahora está mejor.
—¿No deberíamos ir al hospital? Quizá necesites puntos. —Evité decirle que tenía que tener cuidado, que lo que podía ser un corte de nada para cualquier persona sana, podía ser potencialmente peligroso para él.
—No te preocupes, ya está mejor.
—No querrás que te moleste mañana durante la carrera —insistí del modo más sutil y menos referente a su enfermedad posible.
—Tranquila, estoy bien.
Se formó un silencio que duró un par de segundos. A Pedro le costaba mirarme a los ojos; de cualquier modo, me dio la sensación de que a su mirada le costaba enfocar en un punto.
—Pedro. —Al pronunciar su nombre, él dirigió sus ojos hasta mí—. No puedes permitirte hacer nada semejante otra vez, ¿lo entiendes? Es tu salud, tu vida. No es un juego, no puedes arriesgarte de esa manera.
—Lo sé.
—Debes comer algo, ¿no es así? ¿Crees que podrás hacerlo, al menos un poco?
Se encogió de hombros.
—¿Quieres que llame a César?
—No hace falta. De verdad que estoy bien. Sólo necesito acostarme. Dormir. Tengo que descansar para mañana.
—Te llevaré a la cama, pero antes de que te duermas verificaremos tu azúcar. Veré si puedes comer al menos un poco de todo eso que pediste. ¿Te has inyectado insulina rápida?
Asintió con la cabeza.
—¿Recuerdas hace cuanto rato?
—No.
—Bien. Tendremos que estar pendientes durante el siguiente par de horas; no sé cuánto has vomitado de todo lo que has bebido.
—Lo sé.
—Me quedaré despierta y quizá te levante más tarde para que hagamos una medición.
—No es necesario.
—No quiero que tengas una crisis, Pedro.
—No me sucederá nada. Sólo ayúdame a llegar a la cama.
Eso fue lo que hice, lo llevé hasta la cama y allí lo senté, en el borde, a los pies, mientras lo ayudaba para que pudiese acostarse
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