lunes, 15 de abril de 2019
CAPITULO 89
El café bajó quemándome la garganta, la tráquea y, por último, el pecho. El líquido estaba tan fuerte y tan caliente que todo mi sistema terminó por despertarse.
Ante el ritmo habitual que seguía las mismas pautas de todos los domingos de carrera, me relajé un poco.
En el microbús de camino hacia el recinto, me había enterado de que los chicos sabían que yo había encontrado a Pedro maniatado; sin embargo, nada sabían sobre el mal momento, que incluyó ambulancias. Desconocía si los habían reprendido o no, pero esa mañana estaban todos menos bromistas y más silenciosos. Quizá fuese sólo porque estaban concentrados en lo que debían hacer para la carrera de esa mañana.
Sólo se oían susurros lejanos y el ambiente era un tanto tirante.
Suri viajó a mi lado, con cara de dormido como siempre.
En ese momento, a horas de la competición y con el circuito funcionando a tope, teníamos demasiado trabajo como para distraernos con cualquier conversación que no tuviese que ver con los platos que debíamos terminar para el almuerzo y demás.
—Permiso. ¿Se puede?
Reconocí al instante la voz de Martin; solté el pescado que fileteaba después de llegar a la parte más ancha. Giré la cabeza y lo vi asomar la cabeza dentro de la cocina.
—Martin... Hola —lo saludó Suri.
—Hola.
—Hola, buenos días —lo saludé yo.
—Buenos días, Duendecillo. Suri, ¿puedo robártela un segundo?
—¿Tú no deberías estar en los boxes trabajando?
—Por eso mismo, me he escapado. No tardará mucho. Lo juro.
Suri me miró no precisamente feliz.
—Claro, sí —le contestó a Martin. Giró la cabeza—. No te retrases —me dijo a mí.
A toda velocidad, y no muy bien, me lavé las manos y salí de la cocina tras Martin todavía secándomelas en el paño que colgaba de mi delantal.
Al cerrar la puerta de la cocina, vi que Martin se alejaba de la zona de comedor del equipo hacia el espacio existente entre los camiones de carga.
—¿Lo de anoche fue idea tuya?
—Hablé con Pedro. Lo siento. Le pedí disculpas a él y ahora te las pido a ti. Fue una estupidez, no pensé que fuera a ponerse así.
—Cuando lo encontré estaba bien. No sé qué le pasó... no sé qué le ocurre, parece que nadie está dispuesto a contarme qué le sucede. Ni siquiera él. — Crucé los brazos sobre mi pecho. Martin seguía en silencio—. Ni tú. Ok, perfecto —gruñí de muy mal humor—. A mí no tienes que pedirme perdón. ¿Sabes qué?, estoy muy cansada de todo esto, de verdad que sí. De él, de todo este juego, de tanta ridiculez innecesaria. —Sacudí la cabeza—. No necesitabas disculparte conmigo.
—A mí me parece que sí.
—De acuerdo, lo que sea. Me voy, tengo demasiado trabajo que hacer y tú deberías regresar al tuyo. —Descrucé los brazos y di un primer paso para alejarme de él. Martin no me lo permitió—. Suéltame.
—Pedro me contó lo que pasó.
—Bueno, me alegra que al menos sea capaz de hablar contigo.
—Esto no es fácil para él.
—Sí, y para mí es un agradable paseo. Anoche le permitió a David echarme de allí, me echó de allí después de...
—Después de que os besarais de nuevo. Lo sé, me lo contó, y también lo de la vez anterior.
No pude despegar los labios.
—Sí, nosotros hablamos —siguió diciendo—. No como hablan las mujeres, pero, en fin, que también conversamos. No te haces una idea de lo que extrañaré al campeón. No exagero cuando digo que es como si fuese mi hermano pequeño. Lo conozco, Duendecillo; sé todo lo que le ha tocado vivir, todo lo que vive, y por eso te pido que le des tiempo.
—¿Te pidió él que me dijeses que debo darle tiempo? ¿Sabes qué?, si no quiere terminar con Mónica, por mí está bien; si no quiere contarme para qué son todos esos medicamentos que están en la nevera de su autocaravana, está bien. Nada de eso es asunto mío. Ya no. Estoy cansada de preocuparme por él y que a él parezca no importarle lo más mínimo. Él no necesita decidir nada, Martin. Si le parece bien, que siga con su vida como hasta ahora. Yo seguiré con la mía. Ni siquiera tiene que mirarme a la cara, puedo seguir siendo una más del centenar de personas que pululan alrededor del campeón, seres sin importancia.
—¿De verdad crees que no le importas?
—Vete, Martin. —Eso mismo hice yo, di media vuelta y emprendí el regreso a la cocina.
—Anoche no estaba nada bien...
—Bueno, si no está bien, que no corra y que vaya al hospital. Yo no puedo hacer nada al respecto.
—Lleva semanas muy tenso. Imagino que, en gran parte, fue por eso por lo que se descompensó.
—Y ahora dirás que sus nervios son culpa mía. No lo estoy presionando, Martin. Te lo acabo de decir: que haga lo que quiera. Se acabó.
—Intenta hacer lo que quiere, pero no es libre para hacer todo lo que desea; tiene montones de compromisos y de responsabilidades, y muchas cosas que...
—Ahórrate la saliva, Martin. Dile que está bien. Que, por mí, no tiene de qué preocuparse. Ahora sí se terminó. Con este fin de semana ya he tenido suficiente. Ha sido demasiado. Cada cual con su vida y a otra cosa.
—Paula, intento explicarte que él está procurando poner un poco de orden en...
—Basta, Martin—exigí alzando la voz y deteniéndome para que quedase claro que no quería discutir ni una sola palabra más sobre ese asunto—. Ya basta. —La fuerza con la que quería detenerlo y acabar con esa conversación
se me esfumó. Se me puso la piel de gallina y todo mi cuerpo se aflojó en la más drástica de las derrotas, esa que queda patente cuando amas a alguien y sabes que estás dispuesto a todo por esa persona y que esa persona, en cambio... Bien, Pedro tenía su vida, una exuberante, repleta de cosas; sin duda tan llena de detalles como la mía, quizá tanto más organizada y con un rumbo más preciso del que en ese instante tenía mi existencia. Su vida y la mía se habían tocado fugazmente; rozamos nuestros neumáticos en una curva, pero por suerte no llegamos a quedar enganchados el uno del otro, al chocar. Quizá nuestras suspensiones y direcciones hubiesen quedado algo torcidas... En fin, eso pasa cada vez que conoces a alguien que merece la pena. A ver, que tener un automóvil impecable toda la vida es solamente síntoma de que no lo has disfrutado demasiado. En fin, que su vida y su camino se curvaban hacia un lado; los míos, en sentido opuesto. Al campeonato todavía le quedaban unas cuantas carreras; a mí, las que me restaban con el equipo, pero, después de eso,
quedaba muy claro que mi vida tomaría otro rumbo. Tan sólo me faltaba terminar de determinar cuál.
Martin se detuvo, con la boca abierta.
—Suerte en la carrera.
—Gracias.
—Te veo luego.
—Sí, claro. Una cosa más —añadió obligándome a detenerme—. No le cierres la puerta.
—Muy poético. Ya la cerró él, Martin. —Di media vuelta y fulminé con mis pisadas los metros que me distanciaban de la cocina.
Cerré la puerta de dicha estancia con más energía de la necesaria.
—¿Todo bien? —quiso saber Suri.
Le contesté con un seco «sí» y continué trabajando.
CAPITULO 88
Desperté con miedo de encender la televisión y ver malas noticias, trágicas, las peores. Todavía en la cama y con los ojos hinchados, más por el llanto que por el sueño, encendí la tele. Busqué un canal de noticias, pero en éste empezaba la información meteorológica. Salté al siguiente canal de noticias: nuevas medidas económicas; el siguiente, noticias sobre espectáculos. Ya en mi quinto intento, di con un periodista que recordaba a la audiencia que en unas horas se realizaría el Gran Premio de España. Con un gráfico de la FIA de fondo, recordaron la parrilla de salida. Pedro Alfonso, Haruki Sasaki, Martin da Silva,
George Bay... la lista seguía hasta la vigésimo segunda y última posición.
Por lo visto, de lo sucedido la noche anterior en el circuito nadie tenía ni idea. No comentaron absolutamente nada del estado de salud de Pedro, por lo que respiré aliviada. Si no decían nada era porque Pedro estaba bien.
Me levanté de la cama, aparté las cortinas y vi que hacía un día radiante. Un estupendo amanecer sobre Cataluña.
Pegué la frente al cristal de la ventana y cerré los ojos.
CAPITULO 87
A punto de vomitar mi corazón, me aparté de él.
No hice más que poner los pies en el suelo para ver el reflejo de una ambulancia aproximándose.
Antes de salir de la habitación, lo vi allí recostado y, tanto por su estado como por su petición de que me fuera, se me quebró el corazón.
Prácticamente corriendo, salí de la autocaravana. Llegaban una ambulancia y dos vehículos. De uno saltó el padre de Pedro; del otro, Pablo. Un tercero venía en camino. Imaginé que Mónica no tardaría en aparecer.
Una segunda ambulancia llegó.
Bajé los escalones y me aparté un poco, sin perder de vista el movimiento.
Dos personas bajaron corriendo de la primera ambulancia; una de ellas cargaba un maletín y la otra, una especie de maleta pequeña.
Alberto entró en la casa rodante sin ni siquiera reparar en mi presencia.
El que sí reparó en mí fue Pablo, pero no dijo nada, no al menos a mí; iba con su móvil pegado a la oreja y su cara de preocupación era épica.
Mónica llegó en el tercer vehículo.
Contra mi voluntad, me alejé de allí. No sabía por qué, pero me sentía increíblemente culpable.
Lloré todo el camino de regreso a la cocina y, de
hecho, a unos metros de entrar, me arrepentí y retrocedí hasta los baños. Allí lloré hasta calmarme.
Unos minutos más tarde, limpié las lágrimas de mi rostro con mucha agua y regresé a la cocina.
—¿Qué ha pasado? —me interrogó Suri en cuanto puse un pie dentro.
—Los chicos le gastaron una broma a Pedro. Lo habían atado de pies y manos. Dejaron la puerta entreabierta de su autocaravana para que pudiesen oírse sus gritos pidiendo ayuda. Lo solté...
—¿Está bien? ¿Estás bien?—me preguntó, acercándose. La cocina ya estaba en orden; la mayor parte de las luces, apagadas. Suri estaba listo para irse a descansar.
—Eso creo... Pedro se descompuso. Entonces llegó David y llamó a los servicios médicos.
—Pero ¿estaba bien?
—Creo que sí, me pidió que me fuera. —Sin más remedio, me eché a llorar otra vez.
—Tranquila, seguro que se pondrá bien. —Me abrazó—. No te preocupes, está en buenas manos. Estará bien.
—Pero es que... ¿qué tiene? ¿Cómo puedes decirme que no me preocupe?
Temblaba. Hay un montón de medicamentos en la puerta de la nevera en su autocaravana.
—No pasa nada. Mejor nos vamos ya al hotel.
—No me digas que no pasa nada. ¿Sabes qué tiene?
Suri se apartó un poco de mí.
—No me concierne a mí hablar de eso, Duendecillo.
—Pero es que necesito saberlo, él no...
—Si él quiere, te lo contará y, si no, pues... —Se encogió de hombros. Me sonrió un segundo después—. Tranquila. Está en muy buenas manos y mañana lo verás como nuevo. Ganaremos la carrera y lo celebraremos...
—¡A la mierda con la carrera, Suri! ¡¿Qué pasa contigo?! Te digo que se encuentra mal y me sueltas que no pasa nada y me hablas de la carrera. ¡Estoy hablando de la salud de Pedro!
—Pues si él no te ha contado nada...
Me arranqué el delantal de cocina y lo arrojé sobre la encimera.
—¡A la mierda con este puto equipo, con las carreras y con este incomprensible secretismo entre vosotros! ¡Estáis todos chiflados! —Fui al armario y rebusqué mi abrigo y mi mochila—. ¡Me largo!
Hubiese querido que ese «¡me largo!» fuese un «me largo» definitivo, algo más distante que al hotel que ocupábamos con el resto de los integrantes de Bravío. Pedro me ataba a él, ese trabajo me ataba a él, todo mi ser estaba con el
equipo y con el campeón, me gustase o no.
Pasé horas sentada sobre la cama, esperando alguna noticia, una llamada.
Nada. Nadie me tenía en cuenta para avisarme del estado de salud del campeón, ni siquiera el propio campeón.
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