domingo, 24 de marzo de 2019

CAPITULO 40




Me dio la impresión de que su voz provenía del fondo de la autocaravana.


Puse un pie dentro y, con el codo, empujé un poco la puerta. No lo vi por ninguna parte. Mi otro pie hizo aparición para abrir más el espacio para que éste pudiera alojar mi cuerpo y la bandeja que cargaba sobre los brazos.


En el suelo vi las zapatillas que usaba para correr, una de cada color, la violeta con la estrella y la negra; sobre el sillón que recorría la mesa, la camiseta de su traje ignífugo.


Al cerrar la puerta quedé completamente rodeada por su olor y no me hubiese molestado tanto quedar envuelta en su hombría de no ser porque no nos llevábamos bien, porque él no probaba mi comida, por su mal humor y...


Preferí no continuar enumerando elementos de esa lista, sobre todo porque ésta incluía una novia que existía a un mundo de distancia de mí.


Empujé la puerta con un pie y fui a dejar la bandeja sobre la mesa.


Allí descansaba su móvil, una botella de agua y su reloj, uno enorme que, no sé por qué, se me antojó que tenía su cara; quizá por el color azul celeste del cuadrante, porque parecía fuerte, sobrio y un poco pagado de sí mismo, por no llamarlo divo.


Mis manos se deslizaron, tímidas, por la superficie de la mesa a los costados de la bandeja. Mi mano izquierda quedó muy cerca del reloj; estiré un poco los dedos y acaricié la esfera de cristal, que tenía un par de marcas por el uso. Así como una persona, ese cristal cargaba sus marcas, evidencia de una vida de la que yo no sabía más que lo que terceras personas me habían contado. En más de una ocasión había estado tentada de teclear su nombre en Google y todas esas tantas veces me había echado atrás, pues no quería saber de él lo que Internet pudiese descubrirme, porque, por patético y ridículo que pudiese parecer, quería escuchar lo que él me quisiese contar, quería
conocerlo en primera persona y no a través de un par de ojos como los míos, los cuales lo habían visto hasta unos minutos atrás, ante todo, como el campeón del mundo. Me parecía cruel verlo sólo a través del filtro de sus cinco campeonatos o de sus logros obtenidos antes de llegar a la categoría reina.


Inspiré hondo y solté el aire apartando, con un nudo en la garganta, las yemas de los dedos de la esfera. Ojalá ese reloj fuese un mapa de su vida.


—Hola.


Su voz estalló en mis oídos y por poco vomito mi corazón del susto que me pegué. ¿Me habría visto observar su reloj con la cara de idiota que sentía que tenía cuando se dirigió a mí? Si es que me daba la impresión de que no podía quitar, de los músculos en mi rostro, las curvas que te ponen esos sentimientos que se le van de las manos a la razón, causando más desazón que certezas.


Así mismo me sentí en el instante en que giré la cabeza para hallarlo de pie a la salida al pasillo de la autocaravana, con el cabello húmedo y vistiendo sólo una mullida bata blanca; no tenía ni idea de lo que sucedía allí, de lo que sucedía dentro de mí.


No sé por qué, quise decirle que se dejara llevar, que se liberara y se lo tomara con calma, que fuese él y que yo sería solamente yo que se entregase a la brisa, al viento del cual había sacado su sobrenombre. ¿Podría él olvidarse de sus campeonatos, de las cámaras, de las banderas a cuadros? Probablemente no.


Me aclaré la garganta.


—Hola. Disculpa, te he traído el almuerzo.


—Sí, gracias. —Dio un par de pasos hacia mí y se detuvo—. Agradéceselo a Suri de mi parte.


Mantuve la boca cerrada.


—¿Sucede algo?


Negué con la cabeza sin apartar la vista de sus ojos. Es que apenas si conseguía parpadear y me costaba respirar, porque, cada vez que inspiraba, se metía en mis pulmones su perfume mezclado con el aroma del jabón y el champú que había usado para ducharse; aquello era ciento por ciento tóxico, en el mejor sentido.


Y que fuese en bata y descalzo no ayudaba demasiado. Parecía obvio que no le molestaba demasiado dejarme ser testigo de una parte de su intimidad; ese detalle me sorprendió, atontándome un poco más. Eso, por absurdo que parezca, lo hacía más normal; Pedro, sin su uniforme del equipo, sin traje ignífugo repleto de publicidades de reconocidas y costosas marcas, no parecía el mismo Pedro. Así quizá fuese un poco más real, como un caballero sin su armadura: más humano, más vulnerable.


Alzó las cejas y me sonrió.


¿Una sonrisa?


—Bien —retrocedí—, te dejo para que almuerces tranquilo. Buen provecho.




CAPITULO 39





Los mecánicos y demás personal del equipo almorzaban en el comedor del circuito. Pedro no estaba allí, y la bandeja de su almuerzo permanecía en mis manos. Si la amenaza de Suri de hacerme llevarle la comida a Pedro antes me había parecido graciosa, ya no; todo lo contrario. Después de aquel cruce de
miradas en el box, no me sentía del todo segura de enfrentarlo a solas; no por lo que él pudiese hacer, pues seguramente no haría nada, sino por las ganas de lo que yo tenía de hacer, de lo que yo quería de él. Cosas muy ridículas, delirios nada más. Quería que me besara como besó a su novia cuando ganó
los dos primeros grandes premios de la temporada; deseaba que me abrazara con sus fuertes brazos, que me estrechase contra su pecho para así sentir su perfume, y se me antojaba pasar la punta de mi nariz y mis mejillas por sus barba crecida; incluso anhelaba revolver con las manos su cabello, empapado en sudor después de dar vueltas y vueltas por el circuito.


De lo que más ganas tenía era de repetir lo único medianamente real que había tenido con él, un momento que no podía quitarme de la cabeza y que, cada vez que lo recordaba, se me ponía la piel de gallina: esa noche, tirados en el asfalto, mirando las estrellas de Baréin. Sí, entonces no habíamos estado solos, pero ése me pareció uno de los pocos instantes en los que creo que bajó un poco la guardia, en que se relajó para no ser el quíntuple campeón, sino simplemente una persona más, admirando la inmensidad del universo.


La noche siguiente a eso, Pedro me había dicho que creyese en él porque él era real. Yo le había contestado que ya había notado que él lo era y su respuesta fue decirme que no se lo parecía. 


¿Quizá yo sólo era capaz de ver al campeón en él? Ese pensamiento no dejaba de afligirme, porque tenía la impresión de que Pedro debía de ser mucho más que eso. Al verlo a él, la gente no pensaba en otra cosa que en el campeón. Imaginé que eso tenía que ser bastante angustiante, o quizá no, pues sus allegados debían de ver al verdadero Pedro, al que yo nunca conocería; al que anhelaba conocer.


Apreté los dientes, oprimiendo mis labios por delante. Alcé un puño. Se suponía que debía llamar a la puerta para dejarle su comida y no conseguía reunir el valor para enfrentarlo.


—Mierda —susurré maldiciendo a Suri por dentro. No sólo me había hecho llevarle el almuerzo, sino que me había obligado a prepararlo. Pedro me tiraría el plato por la cabeza, lo sabía—. Que sea lo que tenga que ser —me dije para darme coraje, y llamé con el puño a la puerta.


—Adelante —contestó Pedro desde dentro.


La manija de la puerta quedó envuelta entre mis dedos y la palma de mi mano. Tragué saliva. Mis sentidos se agudizaron. El mundo se hizo más pequeño a mi alrededor; los confines del universo rodearon mi cuerpo, la puerta. Un gran gusano que tironeaba de mi abdomen conectaba mi universo con el de la persona que estaba allí, dentro de la autocaravana.


Abrí la puerta y percibí su perfume, el mismo que estaba impregnado en sus ropas, en su casco, el que dejaba al pasar por un espacio cualquiera. Un aroma que conocía de memoria: suave y muy varonil, tan él, que cerrando los ojos me recordaba la forma de sus hombros, su mentón partido, sus ojos azul celeste escondidos detrás de sus pestañas, refugiándose debajo de sus cejas.


No aparté la puerta de su marco más de veinte centímetros; prefería mantener las distancias, porque Pedro comenzaba a alterarme en más de un sentido.


No lo vi.


—Soy Paula, he venido a traerte tu almuerzo.


Hubo un pausa de segundos, en los que creí que no me había oído y entonces...


—Sí, pasa.



CAPITULO 38




El almuerzo ya estaba listo, tan sólo faltaba que la gente llegase a comer.


Todavía estaban todos en el circuito. A la cocina nos llegaba el rugido de los dos motores, el de los monoplazas que conducían Helena y Pedro.


Me escapé en dirección a los boxes un rato; llevaba un walkie-talkie, de modo que Suri podía dar conmigo si me necesitaba. De cualquier modo, no planeaba tardar demasiado.


De camino hacia allí me encontré con uno de los mecánicos de Haruki, que había ido a buscar no sé qué a uno de los depósitos; con él llegué a los boxes.


Saludé a quienes todavía no había visto ese día y estiré el cuello en dirección a la pista más allá de la calle de boxes; quería ver a Helena rodar.


Los dos automóviles pasaron a toda velocidad por la recta; sin embargo, no conseguí distinguir sus cascos.


Me tapé los oídos para evitar que los motores me dejasen sorda.


Alguien me tocó el hombro, sorprendiéndome.


Aparté las manos de mis oídos para ver a Toto alejar el micrófono, que colgaba de sus auriculares, lejos de su boca.


—¿Admirando el espectáculo? Desde aquí no se ve mucho. ¿Por qué no vienes un momento al pit wall?


—No sé si es buena idea. —Allí estaban todos los ingenieros, jefes de estrategia y demás. No estaba el director del equipo, quien en ese instante debía de rondar por allí, en alguna parte del circuito. De todas formas, no tenía ganas de que nadie pensase que estaba excesivamente fuera de lugar —y, de hecho, lo estaría— si me ponía a mirar a los pilotos desde allí.


—Sólo un momento. Esto no es una carrera. No hay problema. Anda, ven. —Sujetándome por un codo, me empujó hacia fuera.


Me dio vergüenza, pero pesaron más las ganas que tenía de verlos pasar por la recta.


—¡Ey, mirad quién ha llegado! —soltó uno de los ingenieros—. ¿Qué hay de postre hoy, Pedro?


Todos celebraron mi llegada.


—¿Falta mucho para que esté lista esa paella? —quiso saber otro.


—Os estamos esperando, todo está preparado.
—Haced que regresen al pit ahora mismo —bromeó otro mirando a Toto y al ingeniero de pista de Haruki después.


—Dejadlos rodar unas vueltas más, que Nat ha venido a verlos —les explicó Toto y, ante la inminencia de que los automóviles llegaran a la última curva antes de la recta principal, me tapé los oídos.


Con la sangre bullendo en las venas y mis tripas temblando dentro de mi vientre por la vibración provocada por aquellas bestias de metal, me pegué a la reja que separaba el pit wall de la pista.


Helena pasó a toda velocidad; en esa ocasión sí pude reconocer su casco rojo, azul, amarillo y blanco.


La seguí con la vista hasta el final de la curva, que ella tomó con la misma ferocidad que cualquier otro piloto.


Su tiempo de vuelta quedó marcado en las pantallas.


El motor de Pedro delató su llegada.


Esta vez, metí mis dedos entre el alambrado y pegué la nariz al mismo, como haría un niño en el escaparate de una tienda de dulces.


Pedro cogió la recta pegándose a la parte interna, es decir, muy cerca del muro, y por poco me da algo. Por una facción de segundo, mi corazón quedó suspendido entre latido y latido.


Me dieron ganas de gritar, de vitorearlo. No llegué a hacer nada, porque pasó de largo a toda velocidad, acelerando todavía más, lo que tornó más agudo el chillido de su motor.


Dieron dos vueltas más y entonces Helena regresó al box.


Ella entró y yo corrí de regreso al box, siguiéndola.


Los mecánicos entraron marcha atrás su vehículo con el motor ya apagado.


La australiana, al verme, me saludó con una mano enguantada.


Acomodaron el bólido en su sitio y la ayudaron a salir.


Helena se quitó el casco.


Pedro pasó una vez más por delante del pit wall.


—Eso ha estado genial —le dije una vez que se hubo quitado la capucha ignífuga.


—El automóvil está increíble, y los chicos hacen un trabajo estupendo. Hemos hecho muy buenos tiempos, incluso con los cambios recién aplicados.


—Me alegro.


—Sí, más tarde seguiremos probando; quieren cambiar otra cosa, a ver si da tiempo por la tarde. Me muero de hambre, ¿qué tal va la paella?


—Eso —exclamó uno de los mecánicos, metiéndose en la conversación.


Le sonreí.


—Sois todos unos interesados. Supongo que, cuando Pedro termine, vendréis todos a comer.


—Por Dios, ¡que alguien haga entrar al 
campeón! —bromeó otro.


Helena terminó de desensillar mientras los mecánicos se ocupaban de su automóvil; entonces todos oímos a Pedro acercarse.


Su monoplaza apareció como una flecha en la calle de boxes para detenerse pasando su entrada. Los mecánicos salieron corriendo a recibirlo, para proceder de igual modo que con la entrada de Helena.


Uno de sus mecánicos llamó a Helena para enseñarle unas anotaciones en un papel. Me alejé un poco para dejarla continuar con lo suyo; quizá debí volver a la cocina —debí volver a la cocina—, pero el caso es que no pude evitar seguir la entrada de Pedro con la mirada.


Todo movimiento se detuvo, el de su vehículo, el de los mecánicos a su alrededor. Un momento para recordar, plasmado como una postal en mi cerebro: sus ojos azul celeste a través del espacio que dejaba el visor alzado de su casco, observándome.


Pedro me miró, y mis manos se hicieron eco del temblor que azotó mi corazón.


La comunicación entre su mirada y la mía se cortó cuando Toto se cruzó para ayudarlo a salir del habitáculo.


Entendí que era mejor que regresara a la cocina.