sábado, 13 de abril de 2019

CAPITULO 83




Seguimos nuestro trayecto, si bien a mí, en realidad, me entraron ganas de soltar el carro, dar media vuelta y buscar a Pedro así debiese ir hasta el quinto infierno, para que me aclarase qué era lo que le sucedía conmigo.


Media hora más tarde, después de discutir con el proveedor porque pretendía dejarme unas verduras que parecían recolectadas quince días atrás, emprendimos el regreso a la cocina bajo las luces de los reflectores que iluminaban el circuito y los alrededores. Así como había caído la noche, también el silencio. El constante bramido de los motores al ser probados había sido reemplazado por el leve susurro de trabajos más finos, de esos retoques delicados y milimétricos que hacían de la Fórmula Uno la máxima categoría.


—¿Irás a la fiesta de mañana? Nos han invitado a nosotros también —dijo refiriéndose al resto de los camareros y el personal que nos ayudaba durante ese fin de semana.


—No lo sé.


—No entiendo cómo puedes siquiera pensar en perderte esa celebración. Dicen que será grande; es que, además, es una fiesta de cumpleaños para el campeón.


—Sí, lo sé —le contesté, sintiendo un deje de amargura en el estómago. Vi que estábamos a punto de llegar a la calle de su autocaravana. No sería ni remotamente una buena idea presentarme en esa fiesta después de lo sucedido el día anterior; es más, mis tripas se hacían un nudo ante la idea de pensar en la hora de presentarle su pastel de cumpleaños; sabía que él no probaría bocado y un desprecio suyo más se me antojaba insoportable.


—Te envidio. Debe de ser increíble poder viajar por el mundo con la categoría. Todavía apenas si puedo creer que esté aquí ahora. Gracias por presentarme a Martin, ese tipo es un ídolo.


El día anterior por la tarde nos habíamos cruzado con el brasileño y sabía que Artur quería sacarse una foto con él. Ése fue el único momento en todo lo que llevaba del fin de semana en el que tuve la oportunidad de cruzar unas pocas palabras con Martin; ese gran premio estaba siendo mucho más ajetreado de lo normal y no iba a terminar al día siguiente, sino que se alargaría un par de días más, porque, al igual que otros equipos de la categoría, Bravío tenía planeado quedarse allí haciendo pruebas antes de la carrera en Mónaco.


Giré la cabeza y volví a echar un vistazo en dirección a su autocaravana. La puerta estaba entreabierta y la calle, desierta.


Me detuve y, como tirábamos del carro entre los dos, obligué a Artur a hacer lo mismo.


—¿Qué? —preguntó asomándose por delante de mí para echar un vistazo hacia nuestra izquierda.


—¿Te importa seguir sin mí? Dile a Suri que en un momento estoy con él. —Ya casi habíamos llegado y Artur, con su tamaño y músculos, no tendría problemas para llevar el carro solo hasta la cocina.


—¿Sucede algo?


—Tan sólo quiero ver una cosa.


—¿Una cosa? —inquirió con una ceja en alto y una sonrisa ladeada en sus labios—. Cómo si no supiese que allí están las casas rodantes de los pilotos.


—Artur, cierra la boca y llévale esto a Suri.


—¡Qué carácter, jefa! —soltó riendo—. Como ordenes. Le diré a Suri que tuviste que hacer un pit stop.


De no haber visto la puerta abierta, habría seguido mi camino. Sí, necesitaba hablar con Pedro, pero en realidad esa puerta así me daba mala espina y eso gritaba más fuerte que mi necesidad de mantener una conversación seria con él.


Artur se alejó riendo. Oí que murmuraba en catalán, pero no entendí ni una palabra de lo que dijo.


Miré otra vez en dirección a la autocaravana y comencé a andar hacia ésta.


La de Pedro estaba por la mitad de la fila, entre los camiones de carga de equipos y otras oficinas del mismo.


Me extrañó mucho no ver a nadie por allí. La calle estaba sospechosamente vacía.


Se me puso la piel de gallina y comencé a preocuparme. Apresuré el paso.


Casi llegando a la autocaravana me pareció oír una voz que sonaba un tanto opaca. Mis propios pasos me parecieron demasiado lentos y torpes, o quizá fuesen los camiones que, por una maldita magia, se multiplicaban, ampliando la distancia entre la autocaravana de Pedro y yo.


La voz sonó más fuerte. ¿Era Pedro?


Mi corazón se disparó de urgencia. ¿Pedía ayuda?


Me eché a correr mientras tironeaba del gancho que mantenía mi walkietalkie prendido al cinturón de mis pantalones. Las manos me temblaban tanto que no podía soltarlo. ¡Tenía que llamar a una ambulancia, pedir ayuda!


—¡Pedro! —grité con todas mis fuerzas llegando al comienzo de la pared negra reluciente de su autocaravana con el nombre de Bravío en grandes letras color violeta y el suyo en plateadas—. ¡¿Pedro?!


—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Estoy atrapado aquí! ¡Ayuda!


Su voz sonó distorsionada, extraña, como si tuviese algo dentro de la boca.


—¡Mierda, Pedro! —jadeé desesperada. 


Conseguí soltar el walkie-talkie de mi cinturón y, de los nervios, mis palmas se me habían puesto tan pegajosas que no conseguía apretar el botón para llamar a Suri.


Salté los escalones y tiré de la puerta.


—¡Voy a matarlos a todos por esto! —le oí gritar. 


O al menos me pareció que fue eso lo que dijo.


—¡¿Pedro?! —chillé. ¿Matarlos a todos? ¿De qué hablaba?


Salté dentro de casa rodante, que estaba a oscuras.


—¡¿Pedro?!


—¡Paula!


—¿Pedro? —Busqué la tecla de la luz. El walkie-talkie se me cayó. Pedro no estaba en la sala de estar.


—¡Los mataré, juro que los mataré! —bramó una vez más.


Sin duda estaba en la habitación.


¿Atrapado? Si la puerta estaba abierta.


La habitación también estaba a oscuras.


En un par de pasos dejé atrás el salón y entré en el pasillo.


—¿Pedro?


Al lado de la puerta de la habitación, busqué el interruptor de la luz. Di con éste y lo pulsé.


La luz bañó el lugar. Giré la cabeza y lo vi, y por poco me meo encima de la risa que me entró. Pedro estaba sobre la cama en ropa interior, con calcetines y guantes, y una mordaza hecha con un pañuelo de Bravío en la boca. Los detalles remarcables, además de que estaba a la vista su cuerpo magníficamente esculpido, eran que le habían pintado el cabello de violeta y lo habían atado de pies y manos; mejor dicho: encintado de pies y manos, los tobillos sobre los calcetines para evitar que la cinta le diese alergia como la vez anterior, y las muñecas sobre los guantes que usaba para correr. Le habían pasado las manos por debajo de las rodillas, supuse que para que le fuese más difícil levantarse de la cama. Por eso todavía estaba sentado allí, esperando a que alguien fuese a socorrerlo, a liberarlo de la situación en la que estaba atrapado, y de la cual jamás podría salir solo; Pedro necesitaba ayuda de alguien, sí o sí, para salir de ese embrollo.






CAPITULO 82




—¡Siroco, Siroco, Siroco! ¡El campeón se queda con la pole position! Allí lo tienen, señoras y señores, el campeón, Pedro Alfonso, el piloto catalán de veintiséis años se queda con el primer puesto de la parrilla de salida del Gran Premio de España aquí en el circuito de Cataluña, por tercer año consecutivo.


Emoción al rojo vivo para la carrera de mañana, con el excampeón Martin da Silva saliendo en el tercer puesto, tras Haruki Sasaki, el otro piloto de Bravío.


Mientras Pedro daba la vuelta para regresar a boxes, mostraron el interior de ese sector; allí estaban el padre de Pedro, David y los mecánicos celebrándolo. En el pit wall, Toto y Pablo intercambiaban un apretón de manos.


La transmisión volvió a concentrarse en el box; enfocaron a Helena, a un par de artistas de cine españoles, que eran invitados del equipo, y fue entonces cuando reparé en una ausencia que hasta ese momento, en todo lo que iba de la transmisión de las pruebas de clasificación, no había notado: Mónica no estaba en el box.


En silencio, le dije a mi cerebro que no se hiciese demasiadas ilusiones; ella no debía de rondar muy lejos de allí; no era tan extraño que Mónica no estuviese en el box. La imaginé por los alrededores, esperando la llegada de Pedro para felicitarlo con un buen beso, uno del mismo tipo que me apetecía a mí darle desde que me había enterado de que había amenazado con irse del equipo si me echaban. Bueno, primero tenía ganas de darle una buena bofetada, y después lo besaría.


Inspiré hondo y solté el aire prácticamente desinflándome; es que la realidad me dirigía a un futuro en el que las bofetadas y los besos entre nosotros no parecían ni remotamente probables.


Suri pasó por mi lado, cortando mi ensoñación, mejor dicho, mi derroche de estupidez, haciéndome caer en la cuenta de que tenía demasiadas cosas que hacer como para continuar perdiendo el tiempo.


—¿Te echo una mano con la tarta? —se ofreció Suri, despegando las cintas que sostenían una de sus mortales cuchillas japonesas dentro del estuche.


—No, voy bien, no te preocupes. —Al decir eso, giré sobre mis pies para ir en busca de los huevos que necesitaba para la salsa inglesa que sería parte de la mousse de chocolate blanco con la que planeaba rellenar el bizcocho.


Mousse de chocolate blanco y frutas frescas. 


Pensaba preparar lo que me pareció más apropiado para esa época del año, porque de los gustos de Pedro no tenía ni idea y, de preguntarle, mejor ni hablar. Desde la noche anterior hasta ese instante, me daba la sensación de que había pasado una eternidad, una demasiado palpable; el mundo no era el mismo, nada era igual y, al mismo tiempo, al menos a simple vista, nada había cambiado.


De refilón, vi a Pedro bajando de su automóvil. 


Entre los periodistas que rondaban por allí, estaba ella.


Aparté la vista y me puse manos a la obra.


El comentarista no paraba de parlotear. Suri me preguntó si me molestaba si apagaba el monitor y le dije que no; prefería no tener que continuar viéndolo, necesitaba concentrarme en el trabajo o estaríamos allí hasta la madrugada.


Ignorar, al menos por el momento, que el mundo allí afuera existía, resultaba un bálsamo muy bienvenido.


Nunca fui de ese tipo de personas que busca escapar de la realidad; sin embargo, en ese instante, ocuparme de lo que amaba hacer, poniendo toda mi mente y mi corazón en ello, disfrutando de mi trabajo como de muy pocas otras cosas disfrutaba en la vida, me resultó un alivio.


Ocupados hasta el punto de no tener tiempo de pensar en ninguna otra cosa, se nos pasaron las horas y, cuando me quise dar cuenta, la tarde comenzaba a caer. Al poner un pie fuera de la cocina para ir hasta la entrada de proveedores en busca de unos quesos y unas verduras frescas que necesitábamos para los aperitivos del día siguiente, vi que las primeras estrellas despuntaban en el cielo sobre el circuito.


Uno de los chicos que ayudaba como camarero ese fin de semana me acompañaba para cargar las cosas de regreso a la cocina. Esperábamos poder hacernos con un carrito eléctrico, pero todo el mundo parecía demasiado atareado a pesar de la hora y, cuando le pedimos a Érica que nos concediese el uso de uno de los carros del equipo, nos ladró un despiadado «están todos en uso» y ya no pudimos desengancharla más de su walkie-talkie.


A lo lejos, oí los sonidos provenientes de los boxes. Los mecánicos estaban todavía allí trabajando, preparándose para la gran carrera final del día siguiente. Todos contaban con que los automóviles funcionasen a la perfección; el rumor que corría decía que Pedro no podía ni debía perder, ésa era su carrera de casa y tanto Pedro como Bravío necesitaban la foto en lo más alto del podio; si incluso se había planificado una fiesta para el domingo por la noche, antes de saberse el resultado; por supuesto nadie quería caras largas de derrota en dicha fiesta y la derrota era no llegar el primero, como opinaba Pedro.


Mis ojos se desviaron solos por la calle en la que estaba ubicada la autocaravana de Pedro; ni rastro de él; hasta lo que yo sabía, él, Haruki, Helena y los mecánicos cenarían todos en el circuito. O al menos eso decía la información que nos había pasado Érica esa tarde a través de una de sus ayudantes.


Con Artur, seguimos de largo en dirección a la entrada de proveedores.


Había estado tan ensimismada en el trabajo que hasta ese momento ni se me había pasado por la cabeza pedirle a ese chico catalán que me sirviera de traductor.


—Artur...


—¿Sí? —preguntó alzando la vista de la pantalla de su móvil; estaba comprobando su Instagram, más precisamente la cantidad de «like» en un selfie que se había sacado frente a uno de los camiones de Bravío.


—¿Sabes que significa petitona meva? Es catalán, ¿no es así?


Artur rio.


—¿Quién te llama así? —Guardó el móvil en el bolsillo trasero de sus pantalones—. Y sí, sí es catalán. —Volvió a reír.


—¿Cómo sabes que...?


—Es que te pega mucho. ¿Es a ti a quien se lo dicen, no? No fotis! — exclamó con una amplia sonrisa en los labios—, ¿te ha salido un novio
catalán?


Di un respingo.


—¡¿Qué?, ¿qué dices?! No, nada de eso. ¿Sabes que quiere decir, sí o no?


—Es «pequeñina mía», «chiquitita mía». Es algo cariñoso, imagino, porque, si no, el «mía» estaría de más. El único catalán que conozco que deambula por aquí es...


—¿Estás seguro de que significa eso? —solté interrumpiéndolo para evitar que entonase el nombre de Pedro.


—¿Soy catalán o qué?


—Ok. Solamente preguntaba.


—Sí, significa eso —me guiñó un ojo—, petitona meva.


—Sí repites esto en público, haré que te arrepientas.


Artur se carcajeó una vez más.





CAPITULO 81




A simple vista allí parecía que no había sucedido nada. Cada cual continuaba con sus quehaceres.


Agarré el carro y, sin querer, mi vista pasó por el corredor hasta el que me había arrastrado Pedro. Allí, ahora al sol, estaba él, observándome.


Me dio tanta vergüenza que tuve la impresión de que mi cuerpo se movía demasiado lento al girar para continuar mi camino.


Apreté el paso y acabé de alejarme de él.


Durante el trayecto hasta la cocina, procuré tragarme todas las lágrimas que querían ahogarme.


Esperar que lo sucedido le afectase de algún modo hubiese sido lo mismo que esperar ver hadas o duendecillos rondando por allí. Pedro siguió adelante como si nada, destrozando los tiempos de todos, incluso los suyos propios, durante las dos sesiones de pruebas. Ése era su gran premio, estaba en casa, y se le notaba. En ese circuito se sentía más cómodo que en ninguna parte y, de principio a fin, durante ese fin de semana era el chico estrella, no únicamente por ser el campeón en defensa de su corona a la cabeza del campeonato, sino porque ése era su país; ése, su circuito... eso sin contar con que en unos días sería su cumpleaños y que las tribunas no dejaban de aclamar su nombre.


Siroco era el rostro detrás de cada micrófono, detrás del casco, protagonista de cada entrevista, de cada foto, de cada vídeo.


Así como él debió de disfrutar la jornada del viernes, porque todo le salió a pedir de boca, yo la sufrí desde que puse un pie en la cocina. 


Carbonicé un bizcocho, me queme friendo los condenados langostinos con corteza de panko, me hice un corte al picar cebolla...


La vergüenza que sentía por lo sucedido era tanta que durante todo el día apenas si asomé la nariz fuera de la cocina para ir al baño; tenía miedo de cruzarme con cualquiera que hubiese podido presenciar mi pelea con Mónica, y además era muy probable que, a pesar de que los testigos no habían sido muchos, todo el mundo debía de estar al corriente de lo ocurrido. 


Lo que más pánico me daba era que, a pesar de mis intentos por ocultarme, de hacer ver que nada había pasado, la realidad llegase a mí. Si es que, el par de veces que la puerta de la cocina se abrió, esperaba ver llegar a Érica con la noticia de que estaba despedida. Eso, hasta ese momento, no había sucedido; sin embargo, no podía desprenderme de la sensación de que era un hecho inminente.


Cuando le conté a Suri lo ocurrido por poco me mata; por supuesto, le di una versión abreviada de los acontecimientos y no le conté los verdaderos motivos por los que me había enfrentado a Mónica así.


Repasé la encimera con un paño con alcohol por última vez, mientras Suri se quitaba el delantal sucio.


—¿Estás bien? Llevas demasiado rato sin pronunciar palabra.


Dejé el trapo a un lado.


—Sí, no te preocupes. —Moví el cuello y todas mis vértebras crujieron. Comencé a desatar el nudo delantero de mi delantal—. Es que quisiera poder volver el tiempo atrás para cambiar lo que hice. Intentaré encontrar un modo de disculparme con Mónica. Que ella continúe actuando con las personas que la rodean del modo que quiera, yo no suelo ser así y lo que pasó me pesa.


—Se nota. Hoy no pareces tú.


—No soy yo. Al menos no solía ser así.


—Hazlo cuanto antes, que llevas todo el día con cara de sufrimiento.


La verdadera razón de mi sufrimiento no era lo que había pasado con Mónica.


—Sí, la buscaré y me... —interrumpí mi frase porque llamaron a la puerta.


Quien llamó no esperó a que le diesen permiso para entrar, simplemente empujó la puerta y, al verlo asomar la cabeza, comprendí por qué no esperó a que lo invitasen a entrar.


Al ver el rostro de Pablo, el mundo se me vino encima. No tenía la cara de feliz que se esperaba pudiese tener después de la espectacular actuación de Pedro esa jornada, y de que él y Haruki se perfilaban para quedarse, al día siguiente, con los primeros dos puestos de la clasificación para el gran premio del domingo.


—Buenas noches.


Quise inspirar hondo, pero no lo conseguí; el aire no entró en mis pulmones.


—Buenas noches, señor —lo saludó Suri y yo, a pesar de que con él me había tuteado y de que habíamos bebido más de un trago juntos, ni siquiera logré responder a su saludo.


Pablo plantó toda su humanidad, que no era poca, dentro de la pequeña cocina.


—¿Puedo hablar contigo un momento? —En realidad no me lo preguntaba: era una orden que entonó clavando sus ojazos en mí.


—Sí.


—Sígueme, por favor.


Por lo visto no iba a llegar a ver ganar a Pedro el domingo, ni podría terminar de preparar su tarta de cumpleaños. Quizá fuese lo mejor para todos.


Sin volver a mirarme, Pablo salió de la cocina y yo lo seguí.


—Acompáñame a mi oficina.


Eso no podía ser peor. No me quedaron dudas de que iba a despedirme.


En silencio, caminamos hasta los camiones donde se encontraban las oficinas de la dirección del equipo. Ya era muy tarde y quedaba poca gente trabajando.


Pablo abrió la puerta para que pasara.


Nunca había estado allí; el espacio era sobrio y bonito, y dentro olía a su perfume. Hubiese preferido visitar el lugar en otras circunstancias, unas un poco más afortunadas.


Entré y él lo hizo detrás de mí, cerrando la puerta a su espalda.


—Toma asiento, por favor. —Con una mano me indicó las sillas que estaban de mi lado del escritorio, repleto de papeles y otras cosas.


Con las palmas sudadas, me acomodé en la silla.


Pablo rodeó la mesa y se sentó.


—Imagino que sabes por qué estás aquí.


—Sí. Estoy muy avergonzada, de verdad. No suelo ser partícipe de este tipo de escenas. Le pediré disculpas a Mónica y te las pido a ti ahora. No pretendía convertirme en una vergüenza para el equipo. Perdóname, fui irresponsable e inmadura. Lo siento muchísimo.


—No puedo tolerar situaciones semejantes entre los integrantes del equipo.


—Lo sé, lo entiendo. Haz lo que tengas que hacer. Lo lamento muchísimo, Pablo... señor. Lo siento.


Pablo se quedó en silencio, mirándome.


—Mónica llegó aquí pidiendo tu cabeza.


—Sí, no me sorprende. Lo que ella hizo no justifica mi proceder... pero la verdad es que esa mujer es una arpía. Mi actitud dejó bastante que desear y lo sé, lo sé muy bien; ojalá ella lo entienda también.


—Eso lo dudo —replicó Pablo, recostándose sobre el respaldo de su sillón.


Su rostro se relajó un poco.


—¿Qué?


—A mí tampoco me cae muy bien; sin embargo, eso no justifica iniciar una riña de niñas malcriadas en mitad del sector del equipo.


—Sí, bueno...


—Mónica vino a pedirme que te despidiera.


—Sí, ya lo he entendido. Solamente me resta pedirte, por Suri, si es que aún no has conseguido un reemplazo para mí, que me permitas quedarme hasta el final del fin de semana, para no dejarlo solo. Tenemos demasiado trabajo y...


—En cuanto Mónica se fue, vino a verme Pedro.


Dejé de hablar en cuanto me interrumpió, y apreté los dientes. Mi pulso se aceleró. ¿Qué habría venido a decirle?


—Mónica le explicó a Pedro que había venido a pedirme que te despidiera, Pedro vino a decirme que, si te despedía, él se iba también.


No puedo explicar el sentimiento que hizo que una enorme sonrisa se instalase en mis labios. 


No quise sonreír, pero no pude evitarlo.


Pablo se reclinó sobre el escritorio hasta apoyar los codos sobre el borde, con el rostro muy serio.


—Perdón por eso, hablaré con él para decirle...


—No creo que necesites decir nada más.


—Pablo, lo lamento tanto... Lo último que quería era causarte tantos problemas. Pedro no se irá del equipo si me voy. Sólo debió de decirlo por
decirlo.


Pablo negó con la cabeza.


—No lo creo; me dijo que ya había hablado con David y que estaba al tanto de la multa que debía pagar por irse del equipo antes de que terminase su contrato... y añadió que estaba dispuesto a pagarla, que le importaba todo una mierda. Esas fueron sus palabras textuales.


Mi corazón se detuvo.


—¿Qué?


—Eso; que si te despido, él se va de Bravío así, sin más.


Nos quedamos en silencio. No sabía quién de los dos estaba más sorprendido.


—¿Sabes que fue él quien pidió que te contratásemos?


Me quedé de piedra.


—¡¿Qué dices?! Si Pedro jamás... él... yo no...


—Obviamente no te despediré; no quiero perder al mejor piloto de la categoría y, menos aún, a la mejor chef pastelera que un equipo pueda pedir.


—Pablo... —Todavía no podía creer que eso estuviese sucediendo.


—Lo que lamento es no haber tenido la oportunidad.


—La oportunidad, ¿de qué?


Pablo inspiró hondo; soltó el aire por la nariz.


—A ver, que me parece que podríamos comenzar a hablar con la verdad por delante. Mónica tiene miedo de que le quites a su novio, y Pedro no renunciaría al campeonato por cualquier cosa. ¿Qué sucede entre Pedro y tú?


—Entre nosotros, la verdad, es que nada, o casi nada. Lo que me pasa a mí... —Lo miré a los ojos—. Persona, yo solamente... yo... bueno, estoy...


—¿Enamorada del campeón?


Asentí con la cabeza.


—Pero no es recíproco. Insisto en que su amenaza de irse no ha debido de ser en serio. Y no me queda muy claro por qué pidió que me contratasen.


Pedro no está acostumbrado a dar explicaciones de por qué hace o deja de
hacer algo. No es muy fácil hablar con él. A él no le gusta hablar. Le dije que era ridículo que se fuese del equipo por ti y me contestó que yo podía pensar lo que quisiera sobre su decisión, pero que no pensaba quedarse aquí si tú te ibas. Así de simple. Al menos eso fue lo que afirmó.


—Entonces, ¿qué...? ¿Le preguntase a él si sentía algo por mí?


Pablo me miró ceñudo.


—Perdón.


—Estoy aquí para dirigir un equipo de Fórmula Uno, no para hacer de casamentera, ni siquiera si eso tiene que ver con la felicidad del campeón. No te he traído aquí para despedirte, no puedo hacerlo y no pude hacer que él entrase en razón sobre lo absurdo de todo esto. Tan sólo te pediré, igual que se lo pedí a él, que, por favor, solucionéis esto entre vosotros como personas adultas, porque no quiero que vuelva a darse un espectáculo semejante. El único espectáculo que me interesa ver es el de Pedro llegando en primer lugar, con Haruki siguiéndolo. ¿Queda eso claro?


—Sí.


—Vosotros dos tenéis mucho que resolver y espero que lo hagáis pronto, porque, si no, no me quedará más remedio que prescindir de ambos. Y, para serte completamente sincero, lo que más me pesará será prescindir de ti. Me he
malacostumbrado a tenerte por aquí cerca.


Bajé la vista. Me sentí mal por lo que apenas habíamos intentado comenzar.


—De cualquier modo, supongo que, si tienes ganas, cualquier día podríamos ir a tomar un café. Me importa una mierda si a Mónica le parece que no es propio del director del equipo compartir una copa o lo que sea con una de las cocineras del mismo. Ella no me dirá a mí cómo vivir mi vida.


Pablo me sonrió y yo le devolví la sonrisa.


—En serio, vosotros dos tenéis que resolver este asunto pronto.


—Te aseguro que no hay nada que resolver, Pablo. Se lo dije a la cara, le confesé que estoy enamorada de él, y no sucedió nada. Ya se me pasará, él se olvidará de esto y todo volverá a la normalidad, lo prometo. No causaré más problemas. —Hice una pausa—. Quizá sea mejor que dejemos eso de salir a tomar un café para más adelante.


—Claro. No hay problema.


—Disculpa por todo este embrollo.


—A modo de disculpa me vendría bien una buena porción de tarta de cumpleaños.


—No dudes de que la tendrás.


—Ok, perfecto. Entonces ya no tenemos nada más que discutir. Anda, vete a descansar, que todos hemos tenido un día muy largo y necesitamos reponernos para mañana. —Pablo se puso de pie y yo hice lo mismo.


Rodeé el escritorio, me estiré y le di un beso en la mejilla.


—Gracias.


—Lárgate ya de aquí. —Pablo sacudió la cabeza sonriéndome—. Si el campeón no se da cuenta de lo que se pierde...


Me encogí de hombros.


—Me disculparé con Mónica.


—No, será mejor que no vuelvas a acercarte a ella. Le pedí a Érica que le enviase a su hotel unas flores a modo de disculpa en nombre del equipo. Tú no intervengas y procura no cruzarte en su camino, al menos hasta que todo esto se aclare. No quiero más problemas.


—Como prefieras.


Pablo soltó un suspiro.


—Vete ya, antes de que a Suri le dé algo. Debe de estar imaginándose que estoy echándote de Bravío.


Le sonreí.


—Hasta mañana, Pablo.


—Hasta mañana, Duendecillo —entonó guiñándome un ojo.


Salí corriendo de su oficina de regreso a la cocina y allí me encontré con Suri al borde de un ataque de nervios.


Entonces sí, no me quedó más remedio que contarle toda la verdad, y hacerlo fue un verdadero alivio.


Cuando salimos de la cocina tras apagar las luces, era muy tarde ya y, si bien tenía ganas de correr en busca de Pedro para hablar con él sobre lo sucedido, me pareció que lo mejor era dejarlo estar al menos por ese día. Yo ya había dicho todo lo que tenía que decirle y, por una vez, sería bueno que él viniese a mí y no que yo fuese a él.


En mi habitación de hotel, me dormí pensando en Pedro.