sábado, 16 de marzo de 2019
CAPITULO 14
Todo iba bien hasta que salí del área de comedor al sector en el que estaban todos los camiones y equipamientos de Bravío. Una vez allí me perdí y ya no supe hacia dónde debía ir; siguiendo indicaciones siempre había sido un desastre, al igual que para darlas.
Intenté seguir el camino que creí que me había marcado Suri y terminé entre un montón de material mecánico. Perdida, paré a alguien del equipo.
—Disculpa, estoy buscando la autocaravana de Pedro.
—Ah, sí, mira: das la vuelta por aquí, doblas a la izquierda, vas hasta el fondo y allí están las autocaravanas de los pilotos; una es la de Pedro y la otra, la de Haruki. Tendrás que preguntar, porque la verdad es que no sé cuál es cuál.
—Gracias, seguro que la encontraré.
Mi interlocutor siguió su camino y yo, el mío.
Cuando llegase a destino, la comida de Pedro estaría fría. Dentro de mi cabeza solté todas las maldiciones que me sabía, en los idiomas en los que hablaba. El sujeto era desagradable, pero no me apetecía en absoluto tener otra discusión con él.
Estaba tan ansiosa que, al oír un rugido agudo, sostenido y fiero, di un respigo. El motor, al ser acelerado, bramó con potencia, haciendo notar su presencia en el circuito. Yo conocía aquel sonido solamente a través de la televisión; captarlo así, en vivo, a pocos metros de distancia, resultaba una experiencia completamente distinta y ensordecedora. Mis entrañas vibraron y se retorcieron dentro de mi abdomen.
Ese momento fue a parar a la cuenta de pequeños y muy valiosos instantes que hicieron y hacían que ese viaje mereciese la pena.
Aceleraron y desaceleraron el motor hasta que el silencio volvió. Bueno, en realidad un silencio relativo, porque había obras, vehículos y gente por todas partes.
El camino me llevó a las autocaravanas.
Fui hacia la que tenía más cerca y llamé a la puerta tras trepar los escalones que al segundo bajé para no resultar demasiado invasiva y, además, para tomar un poco de distancia del rubio, por si era él quien contestaba a la puerta y continuaba con ganas de matarme, o bien por si despertaba las mías.
Quien asomó la cabeza por la puerta definitivamente no fue el campeón del mundo. Frente a mí, con el uniforme de Bravío puesto, había un chico que ni de casualidad alcanzaba los veinte años; era muy menudo, apenas un poco más alto que yo, de ojos rasgados que complementaban sus facciones orientales en los rasgos de su rostro; tenía melena negra, una sonrisa amena y toda la apariencia de ser tan agradable como tímido.
—Hola, mi nombre es Paula. No estoy segura de estar en el lugar correcto. Busco la autocaravana de Pedro —Entorné los ojos y le sonreí—. Eres Haruki, el otro piloto, ¿no? Creo que me he equivocado.
—Sí, soy Haruki. La de Pedro es la de al lado. Pero no sé si está ahí, quizá todavía no ha llegado, aún no lo he visto.
—Sí, estar, está; yo ya lo he visto. —Me mordí el labio inferior para no decir nada más—. Bien, disculpa, es que debo entregarle su almuerzo.
—Ah, sí, por supuesto.
—¿Tú necesitas algo, quieres que te traiga alguna cosa de la cocina?
—No, estoy bien, gracias. Eres nueva, ¿verdad? Yo también lo soy, es mi primera temporada como piloto oficial del equipo. —Sonrió con timidez—. Antes era piloto de pruebas. Te lo pregunto porque creo conocer a todos los componentes de Bravío, y me parece que a ti no te había visto. Haruki Sasaki.
—Paula Chaves. —Sostuve la bandeja con una sola mano y le tendí la otra—. Es un placer. Sí, no nos habíamos visto todavía. Trabajaré aquí sólo durante este fin de semana; entré como camarera, pero necesitaban a alguien para la cocina, así que aquí estoy.
Haruki me devolvió el apretón de mano.
—Bien, mejor me voy; el campeón debe de querer su comida. Nos vemos.
—Sí, claro. —El joven piloto alzó una mano a modo de saludo.
Di media vuelta e, inspirando hondo, eché a andar hacia la otra autocaravana.
«Ok, allá vamos», me animé dentro de mi cabeza para subir los escalones y llamar a la puerta.
Retrocedí sobre mis pasos, bajando para esperar a que me atendiesen.
Tres hombres que vestían el uniforme de Bravío pasaron junto a mí y me dieron los buenos días acompañados de amplias sonrisas.
Pasaron de largo y yo continué esperando.
—¿Dónde te has metido, rubio?, que tu preciado menú se enfría — murmuré para mí. Un par de segundos más y todavía nada.
Remonté los escalones y llamé a la puerta de nuevo.
—Hola, soy de la cocina, he traído tu... su comida —anuncié corrigiéndome tras esperar un par de segundos más—. ¿Hola?, ¿hay alguien?
—Golpeé de nuevo—. ¿Hola?
Nada.
¿Estaría abierto? Si así era, podía dejar la bandeja allí y largarme de regreso a la cocina a ayudar a Suri. Con todo el trabajo que teníamos por delante, no podía darme el lujo de perder tiempo allí plantada.
—¿Hola?
Otra vez silencio.
Equilibré la bandeja sobre un solo brazo y llevé mi mano a la manija de la puerta. Tiré hacia fuera y empujé un poco hacia dentro.
El lujo allí dentro me dejó impresionada. Sin duda no era una simple casa rodante. La sala de estar chorreaba dinero y era más grande de lo que jamás imaginé que podía ser el interior de una autocaravana. Sillones por debajo de las ventanas, una amplia mesa, una pantalla plana de cincuenta y no sé cuántas pulgadas, o al menos eso me pareció. Todo era de colores muy claros, incluida la madera con la que estaba recubierta la mayor parte de las superficies.
El espacio dentro estaba muy bien distribuido y aprovechado; por un pasillo a un par de metros se veía una puerta al final y otra a un lado.
La puerta del fondo estaba entreabierta.
—¿Perdón?, ¿hay alguien? —Puse un pie en el interior, empujando la puerta un poco más. Nadie contestó—. Hola, he traído el almuerzo —anuncié de nuevo, alzando la voz un poco más por las dudas de que el campeón estuviese al otro lado de esa puerta y que, desde allí, no pudiese oírme.
No obtuve respuesta.
Entré. Podía dejar la comida allí, encima de la mesa, junto a la botella de agua y el vaso servido a la mitad.
Posé el recipiente y me detuve un segundo al percatarme de que allí dentro olía a él.
Sobre el sillón que rodeaba la mesa había una chaqueta con el logo del equipo y de los anunciantes.
Mis pies se movieron solos para acercarme a la prenda, que imaginé que debía de ser la que, en gran parte, contribuía a perfumar ese espacio con su aroma. El cinco veces campeón del mundo podía ser un idiota soberbio e insoportable, pero sin duda olía de maravilla.
Carraspeé al notar que mis sentidos se nublaban; ése era su perfume, estupendo... no se parecía a lo que percibí que emanaba de él, pues de él emanaban otras cosas, aunque tuviese un par de hermosos ojos y un cabello rubio que podía llegar a cambiar mi patrón respecto al gusto de hombres. Bien, su boca, por sí sola, podría haber ganado unos cuantos campeonatos, y hasta su nariz, así de imperfecta, era increíblemente adecuada para terminar de darle a su rostro el perfecto toque final.
No sé por qué lo hice... quizá porque mi aventura estaba próxima a finalizar, pues mi viaje tenía fecha de caducidad y lo que vendría después de eso era la incertidumbre total, el caso es que me olvidé de pensar en que todos los actos tienen consecuencias, así que, inclinándome hacia delante, estiré el brazo izquierdo y cogí la chaqueta. Mis dos manos la sostuvieron para alzarla.
Su perfume llegó a mí con más intensidad.
Mi poca coherencia se quedó fuera de la autocaravana, por eso alcé la chaqueta hasta mi nariz e inspiré hondo. Mi cerebro quiso engañarse a sí mismo diciéndose que, si registraba lo suficientemente bien este aroma, luego podría buscar la fragancia en el freeshop del aeropuerto para comprársela a Tobías, pero lo cierto era que no tenía ni idea de si vería a Tobías, por más que tuviese algo más de ganas de escapar en dirección a Londres en vez de a Buenos Aires y, además, la verdad es que no estaba del todo segura de querer que mi hermano oliese del mismo modo que ese hombre, sobre todo porque esa fragancia hacia que mi corto cabello se pusiese de punta, y no por el susto.
Cerré los ojos e inspiré una vez más. Toda mi piel se erizó debajo del uniforme de Bravío.
Me hubiese quedado allí, con la nariz hundida en el cuello de aquella chaqueta, toda una vida, porque aquello olía a como deben oler los buenos momentos con alguien, a instantes simples y deliciosos al sol o al abrigo de una manta entre almohadones y con un par de brazos rodeándote y a...
Detuve las divagaciones de mi mente; lo único que me faltaba era ponerme a dar vueltas en círculo alrededor de nada; mis recuerdos de momentos así databan de hacía bastante tiempo atrás, y con eso no quería decir que no hubiese tenido momentos divertidos durante el viaje, sino que todos habían sido, quizá, un poco superficiales, fugaces; demasiado fugaces.
CAPITULO 13
Suri regresó cuando ya me quedaba poco para terminar con las zanahorias; se demoró mucho más de lo prometido, pero por suerte no había vuelto a tener visitas desagradables, solamente dos mecánicos habían venido a pedir más café porque fuera ya se había terminado. Revolví toda la cocina y al final encontré el café y preparé más; eso no supuso ningún problema, todo lo contrario: me relajó. Los mecánicos se presentaron en cuanto se dieron cuenta de que era nueva allí y fueron sumamente amables; eran divertidos y me hicieron olvidar, al menos en parte, el mal rato vivido con el campeón.
—Disculpa, disculpa... sé que he tardado más de la cuenta. —Suri, de un tirón, alzó el carro para que terminase de subir la rampa, ya que entre el exterior y el interior del contenedor había una diferencia de altura bastante pronunciada. Apiladas en el carro, seis cajas de refrigerantes de poliestireno expandido. El carro dio un salto y entró en la cocina—. Veo que ya no te queda nada para terminar. ¿Me echas una mano aquí?
—Sí, sí, claro. —Solté el cuchillo sobre la encimera y me sequé las manos para caminar hasta él.
Suri avanzó de espaldas hasta el extremo opuesto del contenedor, donde estaban las neveras.
—¿Todo bien por aquí? —quiso saber.
Sin responder, me agaché para ayudarlo con el carro y las cajas.
—Ha venido alguien —comencé a decir unos segundos después. Llegamos a las neveras.
—¿Quién?
—Bueno... dos mecánicos, porque querían café y fuera ya no quedaba.
—Ah, me olvidé de decirte dónde estaban las cosas.
—No te preocupes, las encontré y se lo preparé.
—Bien, perfecto. —Suri abrió la puerta de una de las neveras y yo terminé de apartarla para que pudiese meter dentro las cajas con el pescado.
Me aclaré la garganta después de pasarle la segunda caja.
—También vino...
—¿Quién? —me preguntó, y después se quedó inmóvil al frenarse en seco.
Su rostro se tornó casi tan blanco como el de la arisca visita antes de irse—.Shit!
El «¡mierda!» de Suri me hizo gracia, pero disfruté de lo gracioso sólo un segundo, porque recordé que el momento vivido con el cinco veces campeón del mundo no había sido tan divertido.
—¡Siroco! —estalló Suri—. Mierda, mierda, mierda, ¡me olvidé de su almuerzo!
—¿Siroco? ¿Se llama Siroco? El tal Toto, es decir, Otto, quien se presentó como su ingeniero, también lo llamó Pedro.
—Sí, sí —me contestó Suri como si le hablase a un loco, mientras se apretujaba entre la nevera y el carro para salir hacia el otro lado del contenedor—. Se llama Pedro, pero sus allegados lo llaman Siroco; Otto le puso el apodo. ¡Mierda! Hoy, si no me echan a mí también, será de casualidad. Termina de guardar el pescado, ¿de acuerdo?
—Sí, no hay problema. —Fue mi turno de apretujarme entre el carro y la nevera.
—Lo siento, Suri, yo no tenía ni idea de quién era y, cuando me pidió el almuerzo, le dije que fuera estaban los restos del desayuno. Le tendí un paquete de galletas y me lo devolvió tirándolo de muy malos modo. El tipo es bastante descortés, por decirlo de una manera elegante. La verdad es que, entre nosotros, tiene un humor de mierda y es bastante maleducado.
Suri volvió a detenerse en seco delante de una de las alacenas.
—Lo siento. Estoy nerviosa, no me hagas caso; cuando me pongo nerviosa hablo de más. Seguro que el campeón es muy buen muchacho —rectifiqué, y escondí mi rostro en llamas dentro de la nevera mientras metía con esfuerzo en el espacio la tercera caja de pescado.
—Pedro, ¿un buen muchacho? —Suri se carcajeó—. Sí, claro. Todo el mundo le tiene miedo... o quiere matarlo —acotó cuando yo sacaba la cabeza del frío de la nevera. Suri sacó unas cosas de dentro de la alacena—. Freddy ha renunciado porque discutió con él, con Pedro. A éste jamás le gustó Freddy; él es muy cerrado y mi excompañero es un tanto bocazas. Nunca se han llevado bien. Hoy han terminado a gritos y por eso Freddy se ha largado. No resulta fácil tratar con Pedro; es muy severo y no suele pedir las cosas de la mejor manera.
—Sí, ya me he percatado de eso. Exigió su almuerzo y mencionó algo así como que sus horarios son estrictos y no sé qué.
—Freddy se ocupaba de sus comidas. Con todo el revuelo de su partida, me he olvidado de encargarme de su menú. Las fichas de sus comidas, con cada ingrediente medido milimétricamente, están colgadas allí, con el resto del menú; al final, también están los horarios en que debemos servirle cada cosa.
—¿Es broma? ¡Sí que es estricto!
—Pedro es muy disciplinado.
—Bueno, yo diría que, más que disciplinado, es un enfermo. Ha amenazado con matarme y le sobra soberbia.
Suri me dedicó una mueca que no comprendí y continuó con su trabajo.
—Acaba de guardar el pescado, termina con las zanahorias y luego te diré qué debes hacer; mientras tanto prepararé su comida.
Y eso hicimos en silencio y un tanto con prisas.
Mientras Suri preparaba el almuerzo del campeón, yo me puse a lavar y pelar vegetales para la salsa que debía acompañar el pescado.
—Érica, soy Suri —entonó pulsando el botón del walkie-talkie—. Mira, necesito a un camarero aquí para llevarle la comida a Pedro. —Soltó el botón y entonces, después de un chisporroteo, ella contestó.
—No tengo a nadie disponible, Suri. Ve de un salto y alcánzaselo tú, por favor.
—¿Yo? ¿Tienes idea de cuánto pescado tengo que preparar?
Eché las últimas cebollas dentro de la cacerola donde se rehogaba todo.
Las zanahorias ya nadaban en agua hirviendo.
—Lo lamento, Suri. Se supone que esta tarde me enviarán a dos camareros más, pero por el momento esto es lo que hay. Eres muy atlético, corre y llévaselo.
Los ojos grandes y negros de Suri se desorbitaron; comprendí que estaba a punto de mandarla al demonio, pero se contuvo.
—Ok —murmuró y soltó el walkie-talkie sobre la encimera otra vez. Me miró—. Sé que habéis comenzado con el pie izquierdo, pero... si te indico cuál es su autocaravana, ¿podrías llevarle su comida? Es probable que ni siquiera te atienda él. Necesito empezar con el pescado ya; de otro modo, hoy no va a almorzar nadie.
—Si no queda más remedio... —Tenía claro que si no me habían echado ya era porque pasaría el resto del fin de semana trabajando para el equipo, y tarde o temprano volvería a cruzarme con él. Así que pensé que era mejor hacerlo pronto que retrasar ese encuentro; sería como quitarse la tirita de una herida de un tirón.
—Bien, de acuerdo; yo voy.
—¡Gracias, Duendecillo! Eres mi salvación.
Suri me dio las indicaciones y me tendió la bandeja.
CAPITULO 12
Lo miré como pidiendo socorro sin moverme.
Necesitaba que alguien me defendiese en ese instante, porque había metido la pata hasta el fondo. Por supuesto que ni él ni nadie me defendería frente al cinco veces campeón del mundo, ni aunque éste fuese el desagradable maleducado que era.
—Pedro... ¿Va todo bien? —le preguntó en inglés con lo que me sonó a un fuerte acento alemán.
—No, ¡todo es una mierda! Llevo más de media hora esperando mi almuerzo. ¿Cómo se supone que voy a trabajar bien si nadie más aquí hace correctamente su trabajo? Sabéis que mi comida debe estar en mi autocaravana a una hora exacta, ¿por qué es imposible conseguir que la gente cumpla con sus responsabilidades?
—Vamos, Pedro, tranquilo; seguro que la señorita aquí presente puede...
El tal Pedro, cinco veces campeón del mundo, abrió los ojos como platos.
—Acaba de darme un paquete de galletas dulces —soltó estallando.
El recién llegado apretó los labios.
—Discutí cuando llegué con el inútil de Freddy y ahora ella me manda a comer los restos del desayuno que quedaron fuera y me pasa un paquete de galletas. ¿Acaso se trata de una broma? ¿Dónde está Érica? No puedo creer que empecemos la temporada de esta manera. ¿Es que quizá tengo que ir a hablar directamente con Pablo?
Sus palabras sonaron a amenaza. Yo no tenía ni la menor idea de quién era Pablo, pero obviamente se trataba de un peso pesado dentro del equipo, porque el recién llegado puso mala cara.
—Siroco...
—Toto, yo no puedo trabajar en estas condiciones y lo sabes.
—Sí, lo sé; quédate tranquilo, seguro que la señorita aquí...
—Hola, soy Paula —Alcé una mano y lo saludé. Él parecía un ser humano más normal que el rubio de ojos bonitos y mentón partido.
—Hola, Paula, es un placer conocerte. Soy Otto Tisser, ingeniero de pista de Pedro; todos me llaman Toto. Escucha, nuestro chico aquí necesita su almuerzo, ¿crees que podrías hacer algo al respecto para ayudarnos?
—Te aseguro que he intentado ayudarlo, pero su chico, aquí presente, ha estrellado el paquete de galletas que le tendí y, por lo visto, el desayuno que ha sobrado tampoco le apetece.
—Es que Siroco sigue una dieta especial.
—Quizá debería pensar en comer alguna otra cosa, tiene cara de... —Iba a decir «estreñido», pero me contuve; podía perder mi trabajo—. Algo dulce le vendría bien. Eso levanta el ánimo y te pone de buen humor.
El campeón del mundo realizó su mejor intento de pulverizarme con su mirada azul claro.
Con cara de perro, dio un paso hacia mí; Toto lo detuvo.
—Calma, calma —le pidió.
—La mato —gruñó el rubio.
—Tú no matarás a nadie —lo frenó Toto.
—Inténtalo —lo desafié, señalándole con la mirada el cuchillo que había dejado momentos antes sobre la encimera.
—Ey, los dos... Paula, ¿no? Tendrás que disculpar a Pedro. Por favor, ¿podrías decirnos dónde están Suri o Freddy? De verdad que Pedro necesita su almuerzo.
—Pues, por lo que sé, Freddy ha renunciado, se ha largado, y Suri hace un rato que se ha ido a buscar el pedido de pescado a la puerta.
—¿Freddy ha renunciado? —me preguntó, y acto seguido giró su rostro en dirección al rubio—. ¿Siroco?
—No tengo la culpa de estar rodeado de inútiles —le contestó Pedro con la frente fruncida. Su mala cara se ponía cada vez más agria.
Estaba a punto de soltarle algo cuando vi que cerraba los ojos y se apoyaba contra la encimera a sus espaldas, sujetándose del borde.
Me pareció que se estaba mareando o algo así.
—¿Estás bien? —le preguntó Toto. Sonó tan preocupado que hasta yo me alarmé.
—Ey, ¿qué le sucede? ¿Necesita algo? —Di un paso hasta ellos, pero entonces Pedro abrió los ojos y me miró mal.
—Pedro, ponerte así no te hace ningún bien. Ven, te acompañaré hasta tu autocaravana. —Toto me miró—. No te preocupes, todo está bien. ¿Podrías decirle a Suri que le lleve a Pedro su almuerzo cuanto antes?
—Sí, claro; me dijo que en seguida regresaría.
—Bien, perfecto. Gracias, Paula.
—De nada —contesté un tanto angustiada al ver que el macho rubio se había puesto un tanto pálido. ¿Se iba a desmayar allí, en esa diminuta cocina?
Comenzaba a arrepentirme de esa última aventura. Ya me sentía culpable por ponerlo así, aunque él había puesto su buena dosis de mala predisposición.
—¿Tienes algo allí? —le preguntó Toto a Pedro, y éste asintió con la cabeza —. ¿Quieres que llame a David?
—No, estaré bien. Solamente ayúdame a salir de este maldito lugar.
—Sí, claro, ven. —Toto lo agarró de un brazo, que pasó por encima de sus hombros, y lo levantó del borde de la encimera—. Por favor, intenta localizar a Suri, ¿de acuerdo?
—Sí, haré lo que pueda. Disculpa, es que soy nueva aquí, llevo tan sólo cinco minutos y... —Me interrumpí al ver que Pedro alzaba la cabeza y, con los ojos entornados y todavía más hundidos de lo normal, me miraba de muy malas maneras.
Toto me dedicó una sonrisa como disculpando los modales del campeón del mundo, y se lo llevó de allí.
Algo dentro de mí me dijo que era hora de regresar a casa y entonces volví a sentir aquello que tiraba de mí en dirección a Buenos Aires, aunque no tuviese ni la menor idea de lo que haría al llegar allí. Sentí como si ya no formase parte de nada, como si no perteneciese a ninguna parte, tampoco a ese lugar, entre esa gente.
La angustia se me vino encima, aplastándome.
Me pasé ambas manos por el cabello corto, parte de lo que probablemente le había hecho pensar al campeón del mundo que yo era un chico.
Bajé la vista para recorrer mi cuerpo y no me gustó lo que vi, y aún menos sentirme así; en mi vida me había incomodado mi cuerpo, y mucho menos estar rodeada de hombres. Toda mi vida había estado entre ellos; primero por mis hermanos, después porque casi todos mis amigos eran del sexo masculino... Se me escapó un suspiro. No tenía razón de ser que me sintiese así de perdida.
Me costó desprenderme de la visión de su espalda y la de Toto perdiéndose en el rectángulo de luz que era la puerta.
—En cuestión de días estarás en casa —me dije en voz alta para intentar convencerme de que en Buenos Aires estaba mi lugar.
Me entraron ganas de llamar a Tobías. Mi hermano me había llamado desde Londres muchas veces para que fuese a quedarme otra vez con él, en esa ocasión durante más tiempo, no sólo los diez días que dieron el pistoletazo de salida a mi viaje por el mundo con Lorena. Mi hermano mayor llevaba cinco años viviendo en aquella capital. ¿Podría llamar a aquella ciudad «mi hogar»?
Inspiré hondo y solté el aire sobre mi rostro, moviendo los cortos cabellos que caían sobre mi frente.
Ése no era ni el momento ni el lugar adecuados para meditar sobre mi futuro; debía limpiar una tonelada de condenadas zanahorias baby.
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