sábado, 18 de mayo de 2019
CAPITULO 198
Aquello fue mi campana de salida; no podía permitir que esos dos se enzarzasen en una pelea a puñetazos.
Empujé la puertecita del mostrador que separaba la trastienda del salón y me lancé en dirección a ellos.
—¡Eh, alto! —grité al notar que se preparaban para golpearse. Los dos se giraron en mi dirección.
—Estaba a punto de sacar a este idiota de aquí, chef —me explicó Eduardo todo ofuscado.
—Paula...
Mi nombre en la voz de Pedro hizo temblar el suelo sobre el que andaba.
—Está bien, Eduardo, tranquilo. —Miré a Pedro a los ojos y por poco sucumbo al efecto mortífero de su color azul celeste, a esa mirada que llevaba extrañando desde el día en que me echó de su vida—. ¿Qué haces aquí, Pedro?
—Hola —musitó sujetándose a la mesa.
Me pregunté si su estabilidad fallaba, al igual que la mía, por culpa del reencuentro o si simplemente debía sujetarse porque su pierna todavía no estaba lo suficientemente recuperada como para sostener su cuerpo.
—¿Qué haces aquí?
—Sí quieres a este sujeto fuera, no tienes más que pedirlo, chef. De buena gana lo sacaré de aquí. Igual que a tanta otra gente en el mundo, el campeón no me cae bien.
—Idiota, mejor cierras la boca. ¿Quién demonios eres tú?
—¡Pedro, no le hables así! Y no vuelvas a insultar a Eduardo o permitiré que se dé el gusto de echarte de aquí.
—¿Me quieres fuera de aquí?
Con esa pregunta perdió toda su prepotencia y su voz quedó reducida al susurro lejano de un viento cálido que creía recordar.
Tragué saliva.
A pesar de todo, a pesar de su estupidez y mal genio, todavía tenía ganas de abrazarlo y de que me abrazara.
—Todavía no me has dicho qué estás haciendo aquí. ¿Para qué has venido, Pedro?
—Necesito hablar contigo.
—No creo que tengamos nada de qué hablar.
—Sí... yo... al menos... yo tengo mucho que decir. Por favor, escúchame.
Sacando fuerza de no sé dónde, y dándole forma con mi cuerpo a una postura que aparentaba una seguridad que en realidad no sentía, me crucé de brazos y lo enfrenté.
—Habla.
Pedro movió los ojos en dirección a Eduardo, quien continuaba inamovible a su lado.
—Paula, por favor...
—Si tienes algo que decir, dilo.
—¿No podríamos hablar a solas?
—Como verás, estoy trabajando. —Con ambas manos le señalé el salón en toda su amplitud.
Todo el mundo nos miraba. Al girar un poco la cabeza, vi a Étienne salir de la cocina, con cara de pocos amigos, limpiándose las manos en un paño de cocina.
—Todo el mundo nos está mirando.
—Sí, y literalmente todo el mundo nos vio besarnos por televisión aquella vez que me besaste antes de subir al podio de la carrera de España. También creo que todo el mundo se enteró de que me dejaste, así que, no te queda otra, ahora tendrás que soportar esta audiencia. Si tienes algo que decir, dilo, sino márchate; tengo mucho trabajo que hacer.
Pedro miró de reojo a Eduardo, después paseó sus ojos por los alrededores.
—Tienes suerte de que haya pasado la hora punta. Aquí suele haber el triple de gente de la que hay ahora.
Eduardo sonrió ante mis palabras.
—Ok. Está bien, entiendo que estés enojada conmigo...
—¡¿Enojada contigo?! —chillé, y los agudos de mi voz se fueron a la mierda—. ¿Enojada, dices? Me parece que mejor te largas, Pedro; tengo la impresión de que continúas siendo el mismo egoísta de mierda que... —gruñí, pero me arrepentí al instante; no quería insultarlo, pero es que me daba rabia que continuase siendo esa persona que era incapaz de ver más allá de lo que veían los ojos de Siroco, del campeón—. ¿Sabes qué? Yo no quiero esto, no quiero hablar en estos términos contigo, pero que resumas lo que sucedió a un «enojada» hace que me den ganas de matarte. ¿Enojada? —Meneé la cabeza—. No fue enojo, Pedro; fue decepción, fue dolor, pena. Fue sentirme utilizada y descartada. Fue verme a mí misma como a la gran idiota que corrió detrás de ti, que estuvo dispuesta de hacerlo todo a un lado por ti y... ¿qué hiciste tú a cambio de eso? Me apartaste de tu lado, me rompiste el corazón, me
destrozaste y pisoteaste lo que creí erróneamente que éramos. —Hice una pausa—. Lo que nunca fuimos.
—Petitona, por favor... —gimió.
—No vuelvas a llamarme así —bramé, y mi visión se puso turbia debido a las lágrimas.
—Paula, ¿va todo bien? —Étienne llegó a mi lado para poner una de sus manos en mi espada.
Me tambaleé.
—Así que éste es el campeón —resopló Étienne para luego recorrerlo con la mirada de arriba abajo—. Puede que seas cinco veces campeón de la Fórmula Uno, pero, a mi modo de ver, ni siquiera eres un buen hombre. Escucha, ¿por qué mejor no nos ahorras el mal trago a todos y te largas de aquí? Tienes suerte de que Tobías no esté; sin embargo, no has tenido tanta suerte conmigo y, si Paula te quiere fuera de aquí, pues ya somos dos, y me encantaría enseñarte dónde está la puerta.
—¿Quién es éste?, ¿tu novio? —El rostro de Pedro se puso rojo.
Étienne no contestó y Eduardo se sonrió.
—Suficiente, Pedro, creo que ya he tenido bastante de ti por una vida. ¿Qué quieres?, ¿a qué has venido? Si tienes algo importante que decir, dilo de una vez; si no es así, vete.
Pedro se aclaró la garganta.
—He venido a pedirte perdón por todo lo que te hice.
—No necesitas mi perdón. Lo que hiciste ya sabrás cuánto te pesa a ti. Si sentías todo lo que dijiste, si crees que todo lo que hiciste fue lo mejor para ti, no necesitas mi perdón; jamás te valdría de nada, porque... ¿para qué te sirve que te perdone si se supone que yo no te entiendo, que no sé nada de tu carrera, de tu vida, de lo que podrías necesitar para ser feliz? Recuerda que soy la que no entendía nada, soy aquella que apartaste de tu lado para volver a ser quien eras antes de conocerme. Bien, si te hace feliz, ok, te perdono; puedes irte tranquilo a tu casa con ella, a seguir ganando carreras y campeonatos, a hacer de eso tu vida, porque, por lo visto, es lo único que quieres y puedes ser.
—No, yo... escucha, no... yo... no es así. No necesito que lo digas así.
—¿Cómo quieres que lo diga?
—Mejor te vas —saltó Étienne otra vez, perdiendo la paciencia. Le conocía el tono de cuando en la cocina algo no le salía del todo bien y se fastidiaba.
CAPITULO 197
Sí, el fin de mi relación con Pedro había salido en la prensa escrita y dio vueltas por la Red durante mucho tiempo, incluso hablaron de nosotros en las transmisiones de las carreras, pero nunca imaginé que el personal de mi pastelería estuviese al tanto de que Pedro me había dejado con el corazón hecho pedazos para largarse otra vez con su exnovia y exprometida.
—Bueno, tú no tienes derecho a...
—¡Y tú no tienes derecho a estar aquí! —Eduardo alzó la voz, guardando su lápiz y su libreta en el bolsillo delantero de su delantal.
—¿Quién te crees que eres? No tienes derecho a hablarme así.
—Sí tengo derecho; la chef es mi jefa y todos la queremos. La hemos visto llorar por los rincones por culpa de lo que le hiciste.
Me agarré la cabeza. Dios santo, eso se ponía cada vez peor. ¿Tan pública había sido mi pena?
Me sentí patética y, al mismo tiempo, muy querida. En ese momento adoraba a Eduardo más de lo que lo había adorado desde el día en que lo conocí.
—Pues la verdad es que no me importa lo que tú pienses; he venido a verla y no me iré de aquí sin hablar con ella. Llámala, por favor.
Eduardo se cruzó de brazos.
—Ni lo sueñes, campeón. Mejor te largas por donde viniste.
—No eres quién para echarme —le contestó Pedro alzando la voz.
—¿Diabetes, no es cierto? Escúchame bien: no me importa si vas en muletas o si estás enfermo, ni lo que seas; si no te largas, te sacaré de aquí a patadas.
Un par de clientes se giraron a mirar a Eduardo, quien de pronto había cuadrado sus hombros, ensanchando su espalda.
—Escúchame tú a mí, idiota, mejor llamas a Paula o...
—¿O qué? No te tengo miedo.
—Llámala, dile que quiero hablar con ella.
—Eres un estúpido petulante y engreído, y a mí no me gusta la Fórmula Uno, me parece que todos los que corren en esa categoría tienen serios problemas con su hombría. El único que me cae bien es Martin, el amigo de la chef. Espero que gane el campeonato. Porque lo ganará, ¿no es así?
—Voy a partirte todos los dientes, idiota —rugió Pedro alzándose de su silla con dificultad.
CAPITULO 196
El salón estaba un poco más vacío y tranquilo.
Eduardo se aproximó a Pedro, quien hasta hacía un momento había estado revisando el salón. ¿Me estaría buscando? ¿Acaso en su cabeza se preguntaba dónde estaba yo?
Le di un sorbo a mi té y agucé el oído.
—Bien, ¿qué puedo traerte, Pedro? ¿Dime qué puedo hacer por ti? —Eduardo alzó su libreta y su lápiz y lo contempló expectante—. Creo que no te lo he comentado, pero nuestros especiales de hoy son el pan de plátano y canela, los cupcakes de dulce de leche, el pound cake de limón y arándanos, y la tarta vegana.
Pedro volvió a pasear la vista por todo el local; lo vi estirar el cuello para espiar en dirección a la puerta de la cocina, por la cual acababa de salir Étienne. A mí no me veía porque me tenía a su espalda.
—No puedo... es que no puedo comer dulces —le contestó Pedro, y su voz se metió en mis venas para hacerme sentir como si recibiese una descarga eléctrica.
—Ah, bueno, pues entonces tengo para ofrecerte panecillos de queso o sándwich de atún en pan de tres cereales.
Pedro puso cara de circunstancias.
—Tampoco como pan. Ahhh... —Pedro se quedó dudando una vez más.
—¿Puedo traerte una taza de té? —le ofreció Eduardo sin darse por vencido.
—Sí, supongo que sí. Sin azúcar.
—Pues... si no comes azúcar... ¿Puedo preguntare si es porque estás a dieta o porque tienes alguna enfermedad? Te lo digo porque la tarta que tenemos como especialidad del día no lleva azúcar, sino un edulcorante natural que se llama estevia. No estoy seguro, pero le preguntaré a la chef, porque creo que la masa de la tarta es apta para celíacos.
—¿La chef? —lo oí soltar en un jadeo.
—Sí, la chef, es la dueña. Pau es un amor. Le preguntaré si puedo traerte de comer eso si me dices qué tienes; ahora que, si no comes nada porque te cuidas para no subir de peso, has venido al lugar equivocado. —Eduardo rio—. Todo aquí es muy bueno y los que vienen una vez acaban viniendo por un bocadito rico cada día. Te lo advierto, este lugar es adictivo.
—Sí, ya he visto que había mucha gente.
Eduardo se quedó mirándolo y yo también.
Cuando Pedro entró ya no había tanta gente. ¿Acaso había estado apostado en la puerta un rato antes, sin decidirse a entrar o espiando?
—Sí, bien. Las mañanas de sábado son todavía más movidas. ¿Eres del vecindario o acabas de llegar? Ya lo verás, todos los que son de por aquí vienen una y otra vez. Poco a poco este local se ha convertido en el centro de reunión para todos en estas calles. Todos somos de por aquí. El vecindario es muy bonito. Mañana, después de pasar por aquí, deberías dar una vuelta por el mercado.
—Sí, bueno, no sé.
—¿No eres de aquí, no? Me refiero a inglés. ¿De dónde eres?
—De España.
—¡Ah, viva España! —entonó Eduardo en español—. ¡Ibiza! Un verano fui a Ibiza. Ese lugar es alucinante. ¿Eres de allí?
—De Barcelona.
—¡Uau! Barcelona también es espectacular. ¿Y qué haces en Londres? Tenéis mucho mejor clima allí que aquí. Últimamente no hace más que llover todo el tiempo y la temperatura baja cada día. ¿Acabas de mudarte a la ciudad? —soltó Eduardo a toda velocidad, sin darle oportunidad a Pedro a decir nada.
—No, solamente estoy de paso.
—¿Y qué te ha pasado? —Eduardo apuntó en dirección a las muletas con su lápiz.
—Me rompí una pierna.
Eduardo arrugó el rostro en un gesto de dolor. Me hizo gracia ver que estaba volviendo loco a Pedro, quien no paraba de mirar a su alrededor.
—Eso debió de doler. Yo, por suerte, nunca me he roto ningún hueso. ¿Cómo sucedió?
—Di contra unos neumáticos de contención a más de trescientos kilómetros por hora.
—¿Y eso? ¿Neumáticos de contención? ¿A trescientos kilómetros por hora? ¿Cómo es que estás vivo?
—Tuve mucha suerte.
—Ya me imagino que sí, compañero. ¿Y qué hacías a trescientos kilómetros por hora?
—Mi trabajo —le contestó Pedro.
—¿Tu trabajo? —entonó Eduardo, sorprendido.
—Sí —afirmó Pedro, para después mover la cabeza otra vez en dirección a la puerta de la cocina, por la cual volvía a irse Étienne, quien, por suerte, no había reparado en mi persona, allí escondida detrás de la estantería de vasos para llevar.
—¿Y se puede saber en qué trabajas? —Eduardo rio—. El único riesgo que yo corro trabajando aquí es ganar kilos; de hecho, creo que ya he engordado un par; es que Pau es una excelente pastelera. Es decir, la chef es excelente —se apresuró en corregir lo que debió de pensar que era demasiado informal.
Tobías había insistido en que debía hacer que los chicos me llamasen chef, como lo hacían con él sus cocineros; decía que así impondría más respeto. A mí me costaba más que a ellos acostumbrarme a ser llamada así. El único que no me llamaba chef, y eso se daba solamente cuando nos encontrábamos a solas, era Étienne.
—¿Paula?, ¿está aquí ahora?
Ante la pregunta de Pedro, Eduardo se quedó momentáneamente paralizado. Su rostro pecoso enrojeció.
—Soy piloto de Fórmula Uno —anunció Pedro ante el silencio de Eduardo.
—Sí, lo he imaginado —murmuró Eduardo.
—¿Lo has imaginado?
—Eres el campeón —Eduardo no sonó muy emocionado al articular aquellas palabras. La sonrisa se le había borrado del rostro. Por lo visto, a pesar de que no comentaban mucho el asunto delante de mí, todos allí debían de saber muy bien quién era Pedro.
Éste se echó hacia atrás sobre la silla.
—Sí. De modo que has oído hablar de mí.
Eduardo asintió con la cabeza.
Me dio la impresión de que Pedro no sabía si sentirse aliviado o preocupado porque Eduardo supiese de él.
—Entonces... ¿vas a pedir algo o sólo has venido para hacerle pasar un mal rato?
Casi vomito mi corazón al oír a Eduardo lanzar aquellas palabras en dirección a Pedro, con cara de muy pocos amigos. Ése no era para nada el
Eduardo que todos conocíamos, y no tenía ni idea de que fuese a reaccionar así si un día se cruzaba con Pedro. Bien, ahí, frente a mí, estaba la respuesta.
—Yo... —Pedro se quedó dudando.
—No creo que la chef supiera que ibas a venir, ¿o sí?
—No, Paula no sabe que yo...
—Eso pensaba. Mira, ¿por qué mejor no te largas? Todos aquí queremos mucho a la chef y sabemos que la dejaste.
En ese instante por poco se me salen los ojos de las órbitas.
—¿Lo sabéis?
—Sí, y no nos gustas.
«¡¿Qué?!», solté dentro de mi cabeza.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)