viernes, 12 de abril de 2019
CAPITULO 80
Pedro me soltó en el suelo y, con un par de empujones muy poco caballerosos, me apartó hasta la cola del camión, en lo más profundo del angosto corredor entre los vehículos, debajo del techo de lona que los unía.
Por lo visto él también podía dar muestras de lo poco educado que era, al igual que su novia.
¡¿Dónde se ha visto que un hombre empuje así a una mujer?!
—¡Suéltame ya! ¡¿Qué crees que haces?! —Di un traspié cuando él volvió a empujarme por la espalda—. ¡Te denunciaré por esto! ¡No puedes tratarme así! —Furiosa, casi lanzando espuma por la boca y con lágrimas de odio en los ojos, clavé los pies en el suelo y me di la vuelta para enfrentarlo.
Su cara de cabreo me supo fatal, aunque tuviese ese aspecto demasiado atractivo, con la barba crecida y el entrecejo fruncido, y la camiseta del equipo, las mejillas bronceadas por el sol, y los ojos brillándole... y condenadamente todo él tan para mí. Odié ese instante de principio a fin.
Mi mano tomó vida propia y voló hasta él. Ahí fue a parar, directa hacia su hermoso rostro, que poseía esa nariz tan particular que nada tenía de perfecta pero que yo adoraba. Mi segunda bofetada de la jornada.
Mi palma impactó contra la mejilla de Pedro a toda velocidad.
Admito que, por haber crecido rodeada de cuatro hermanos varones y mayores, no le tenía mucho miedo, que digamos, al enfrentamiento cuerpo a cuerpo con un hombre, pero mis hermanos eran mis hermanos y sabía que ellos nunca me lastimarían; en cambio, Pedro...
Pedro grito, más de furia que de dolor, imaginé, porque mi cuerpo era mi cuerpo y el suyo... mejor no pensar en el suyo en ese instante.
Lo siguiente que emergió de su garganta cuando movió la cabeza para enfrentarme fue un gruñido que hizo que, así como mi mano había reaccionado sola segundos antes para dar contra su mejilla, mis pies se pusiesen en marcha para retroceder en pos de alejarme de él. Sabía que el pasillo entre los dos camiones debía tener un final, probablemente no muy lejos de donde me hallaba, pero salir corriendo hacia la calle exterior resultaba misión imposible, el corredor era muy angosto y, con Pedro delante, jamás lograría pasar.
Pedro se lanzó sobre mí y yo corrí hacia atrás, ahora sí, dándole la espalda; de ser necesario, treparía por uno de los camiones para huir de él.
Porque ya no quedaba espacio para temer al ridículo y la verdad era que poco me importaba si embarraba todavía más mi posición, comencé a gritar como una loca, pidiendo ayuda.
—¡Paula! ¡Chis!
No paré de chillar porque di de frente con la parte trasera del vehículo que estaba estacionado en la calle al otro lado y, al mirar los camiones, vi que no tenía ni un mísero resquicio en el que meter los dedos o las puntas de las zapatillas para trepar.
—¡Chis! —Pedro me agarró por un hombro con una mano y, con la otra, intentó taparme la boca.
Lo mordí, gritó y yo volví a gritar. Sus dedos volvieron a mis labios. ¿Por qué su piel tenía que oler tan fantásticamente bien?
¡Urgente! Tenía que apartarlo de mí.
Le lancé una patada a los tobillos, tal cual hacía con mis hermanos cuando jugábamos al fútbol y ellos se ponían demasiado bestias conmigo.
Por el alarido que soltó, comprendí que en esa ocasión sí le había dolido.
Lo vi medio inclinarse para tocarse el tobillo dolorido y detecté mi oportunidad de salir corriendo. Ya no estaba en condiciones de discutir con él todo lo que me pasaba; no podía decirle que me había enamorado de él pese a su carácter podrido, pese a que tenía novia, pese a que nada en mi persona le gustaba. No podía decirle que, si no quería saber nada de mí, hiciese el favor de dejarme en paz. Mirarlo a la cara en ese momento provocaría que me
desarmara por completo y se suponía que debía seguir trabajando... si es que no había perdido ya mi empleo.
De un salto, me impulsé para salir corriendo y poner la mayor distancia posible entre nosotros, y por poco se me descoyunta la articulación del hombro cuando mi cuerpo siguió adelante y Pedro me agarró de la muñeca para impedir mi retirada. El tirón seco hizo que mis músculos y tendones diesen un latigazo que me llegó al cuello. En los músculos traseros de la nuca y el cuello, sentí como si me los atravesaran con un hierro caliente.
El dolor, el tirón... Resbalé con la mano de Pedro todavía sujetando mi muñeca.
Por el rabillo del ojo vi que todavía estaba con un pie en el aire por culpa de mi patada. Todo sucedió muy rápido y ninguno de los dos atinó a evitar la caída. Yo caí y lo arrastré a él conmigo.
Ni siquiera tuve ganas de amortiguar la caída.
Que el suelo me recibiese como quisiese, que el mundo se terminase allí, sobre nosotros. Ya no podía seguir mintiendo; mucho menos mintiéndome a mí misma.
Pedro soltó un rosario de insultos en su catalán natal.
Sobre el suelo, dolorida y exhausta, inspiré un par de veces. Lo oí hacer lo mismo.
Giré la cabeza y lo vi en el suelo, todavía agarrándose el pie.
Se me escapó una lágrima.
—¿Estás bien? —le pregunté angustiada, temiendo haberlo lastimado.
—No vuelvas a patearme así. —Guardó silencio un instante, giró la cabeza y me miró—. ¿Te encuentras bien?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Lo siento... esto y lo de allí fuera. —Con los ojos, apunté hacia atrás—. He perdido el control. —Me alcé sobre mis codos—. Ahora sí que creo que perderé mi trabajo, y me lo merezco, por idiota.
Pedro soltó su tobillo apoyando el pie contra el suelo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque me he peleado con tu novia. He montado un espectáculo demasiado deprimente. Estaba como ida, he enloquecido. No he debido decirle todo lo que le he dicho.
—¿Qué le has dicho?
—Prefiero no repetirlo —jadeé agotada.
—¿Dime qué ha sucedido?
Me senté.
—Seguro que ella te lo contará. —Inspiré hondo y solté un suspiro.
—Quiero que me lo cuentes tú.
—Espero que me despidan después de la carrera; si lo dejo solo ahora, Suri me matará.
—Nadie te despedirá.
—No puedo creer lo que he hecho.
—¿Qué has hecho? —insistió, con sus ojos azul celeste fijos en los míos. Inspiré hondo una vez más.
—No quieres saberlo.
Pedro se sentó.
—¿Qué es lo que está ocurriendo aquí?
—¿No está claro?
Negó con la cabeza.
—Me he descargado con ella y no tendría que haberlo hecho. Debería haber mantenido una conversación clara contigo, decirte algo más que eso que solté en Sochi. Me importas, Pedro... mucho, demasiado. Más de lo que jamás me ha importado nadie antes. Por eso te dije aquello de que no te lanzaras a correr esa carrera si no pensabas llegar a la meta, que no lo hicieras... Cuando me besaste... no era mi intención enamorarme de ti. Sucedió, es todo y a pesar de todo. Es ridículo y vengo cargando con esto desde hace semanas, creo. Debí decírtelo en Sochi, cuando... —Se me escapó el aire de los pulmones—. Ni siquiera sé por qué te amo. Lo que ocurre es que esto que hacemos, quizá tú sin darte cuenta, está volviéndome loca. No puedo seguir así. Lo he pagado con ella y no he debido hacerlo. Tendría que haber mantenido esta conversación contigo antes, para no llegar a esto. Bueno, ahora ya lo sabes.
Pedro llevaba sin parpadear desde que yo había empezado a hablar.
—No debería ser así; por más de una razón, Mónica no me cae muy bien y dudo de que me equivoque al aseverar que tampoco le gusto ni un poco. No diré más, porque imagino que cualquier cosa que pueda añadir sobre ella será tomada como las palabras de una mujer celosa y es probable que haya bastante de eso. Ok, parece que hoy estoy gastando toda mi cuota de vergüenza anual, primero con ella y ahora aquí contigo. Pensé que, más allá de lo superficial de nuestra última conversación, te había dado al menos una pista de lo que me pasa contigo. —Su silencio, que continuaba constante y profundo, provocó que se me revolviesen las tripas y encogiese el corazón. No esperaba que me confesara que sentía lo mismo por mí, ¿o sí?—. Si dejo esos langostinos al sol por más tiempo, se echarán a perder.
Pedro se pasó una mano por la frente.
Ésa era mi respuesta: su agobio.
Me puse en pie.
—Mejor me voy.
—Lo siento, no sé qué decirte —articuló poniéndose de pie.
—Bueno, no necesitas saberlo; es decir, si lo supieses, no necesitarías pensarlo y no estaríamos discutiéndolo ahora, sino besándonos. —Se me escapó una sonrisa triste. Eso era patético—. Esto último que acabo de soltar estaba de más.
Pedro abrió la boca para decir algo, pero no salió de sus labios ni un solo sonido.
—De acuerdo, ahora sí me voy. —Me di media vuelta y lo dejé atrás, sintiendo que, a cada paso que daba, iba perdiendo trocitos de mí, trocitos que había ganado para mi persona desde que lo conocí. Llegué a la calle para encontrar mi carro con langostinos y las bolsas de panko allí solos. De Mónica, ni rastro.
CAPITULO 79
Visualicé mentalmente a Meteoro y al monito que lo seguía a todas partes en la serie de anime japonesa Mach Go, Go, Go, y pensé en ella como en ese animal, y no como Trixie, la chica del protagonista.
Mi ánimo ese día estaba para ese tipo de cosas, para que me pusiese quizá un tanto malvada y desafiante.
Por qué no admitirlo: tenía muchas ganas de dejarla calva.
Le sonreí del modo más empalagoso y falso que pude, para que se diese cuenta de que no podía ni verla.
—Yo estoy haciendo mi trabajo. —Me planté sobre mis pies, enfundados en zapatillas deportivas del equipo, y alcé los hombros, los cuales se veían un poco más anchos desde que estaba con Bravío, debido al ejercicio que hacía tanto fuera como dentro del gimnasio—. En cambio, por aquí no veo a ningún piloto que entrevistar.
«Ok, esto no tiene vuelta atrás», pensé.
—¿Disculpa?
Ella estaba perpleja. Yo también.
Probablemente, descargar mi frustración con ella no era lo más coherente.
Debí de hacerlo con Pedro, debí de decirle lo que sentía y quizá insultarlo al menos un poco por volverme tan loca, por empujarme hacia ninguna parte, por tirar y aflojar de la cuerda con la que me tenía atada a él, fuese aquello intencionado o no; dudaba de que no se diese cuenta de lo que hacía, o quizá sí, no lo sabía... el asunto es que debía aclararlo con él, no enfrentarme a su novia por cualquier cosa.
Tras esa reflexión, por fin pude controlar mi boca y mi genio.
Aparté la mirada de ella, colgué el walkie-talkie de la cintura de mis pantalones y, con toda la intención de echarme a andar otra vez, agarré la manija del carro.
Creo que no llegué a dar ni un solo paso.
—¡¿Adónde crees que vas?!
—A seguir con mi trabajo —le dije, sacudiéndome para quitar su mano de encima de mi brazo.
—No puedes hablarme así y menos aún irte sin pedirme disculpas.
La temperatura empezó a subirme otra vez. Ella no colaboraba con mis intentos de permitir que ese enfrentamiento acabara y mantener así la tapa cerrada a todos mis sentimientos.
—Las dos hemos chocado y yo tengo que ir a la cocina y tú, a continuar con tus entrevistas.
—Estás muy fuera de lugar, Duendecillo.
Que me llamase así, y en el tono en el que lo hizo, terminó de pelar todos los cables en mis circuitos, provocando chispas que iban a iniciar un incendio en cuestión de segundos.
—Conozco muy bien mi lugar, y no te pega llamarme así.
—No, imagino que ese modo de llamarte es exclusivo de Martin —Hizo una pausa—. Las cosas no funcionan así aquí.
—Aunque hace muy poco que estoy aquí, creo que ya he descubierto de qué forma funcionan las cosas, y no es de tu incumbencia de qué modo me llaman mis amigos.
Todavía no había buscado el significado de aquello que me llamaba Pedro de vez en cuando; por eso me guardé esa situación para nosotros, para lo que éramos y no éramos con él, y por eso no se lo solté a la cara, para cantarle lo justo.
—Tienes muchos amigos.
—Sí, por suerte no tengo problemas para relacionarme con la gente y valoro más de lo que puedas imaginar la amistad.
Los ojos de la italiana se abrieron de par en par.
—Creo que tu noción de amistad no es la misma que la mía. Te vi hablando con Pablo en Sochi, la noche de la carrera.
—¿Sabes qué creo?, que deberías ocuparte más de mirar en tu dirección y por dónde vas. Ahora, si me disculpas, tengo demasiado trabajo que hacer.
—Mónica, vamos, se nos hará tarde —le dijo su cámara, acercándose. En el rostro se le notaba que su única intención era separarnos.
—Si se me hace tarde es porque ella no me ha pedido disculpas.
—También me atropellaste.
—Sé lo que haces, no creas que no me doy cuenta. Todo el mundo lo ve. No es ninguna novedad encontrarse a alguien como tú por aquí, las he visto pasar a cientos. Se creen que esto es fácil, que pueden ganárselo todo. A los que estamos aquí nos ha costado mucho llegar. Lo más ridículo es que tú ni siquiera das la talla —su mirada me recorrió de pies a cabeza—, en ningún sentido —acotó en tono despectivo.
Listo, ahora sí tenía ganas de despellejarla viva usando mis dientes.
—No es una cuestión de tamaño, es una cuestión de calidad. No es culpa mía si en Italia las fabrican por metros. —Ahora sí, ya le había declarado la guerra, y me hizo gracia porque ni de adolescente había tenido una discusiónpelea en un tono similar.
—¡Haré que te echen del equipo!
—¿De verdad? Me había parecido entender que creías que yo estaba con Pablo o algo así.
Mónica se inclinó sobre mí.
—Aléjate de Pedro —me gruñó—. Por mí puedes acostarte con todo el equipo, pero no quiero volver a verte cerca de mi novio. Te arrepentirás si lo haces.
—Bueno, no es culpa mía que tengas que decirme algo así y creo que ésta es una conversación que debes mantener con tu novio y no conmigo.
—No eres más que una molestia temporal —soltó, y me propinó un empujón.
—Y tú no eres más que una arpía sobre zapatos caros. —Mis palmas dieron contra sus hombros; sin embargo, no logré moverla ni un milímetro—. Soy libre de hacer lo que me dé la real gana y no es ni responsabilidad ni culpa mía que tu novio sea exactamente igual que tú. ¿Quiénes os creéis que sois? — Sacudí la cabeza—. No quiero tener nada que ver ni contigo ni con él. Es evidente que vosotros dos estáis muy mal y no entendéis absolutamente nada de la vida. Es una pena, porque en verdad estáis aquí, pero os perdéis lo verdaderamente importante de todo esto.
No esperaba lo que sucedió a continuación.
La mano de Mónica impactó contra mi mejilla, y mi piel y mi carne quedaron rojas, con una mezcla de ardor y picor.
Eligió muy mal día para cruzarse en mi camino.
En mi vida le había levantado la mano a nadie; aun así, me pareció correcto devolverle lo que acababa de darme sin que yo se lo hubiese pedido. Bueno, quizá sí lo había hecho, las dos lo provocamos.
Mis manos no eran tan grandes como las suyas, pero tenían un buen entrenamiento de trabajo duro en la cocina y mis brazos y hombros habían ganado fuerza esas últimas semanas.
Imagino que mi bofetada le dolió al menos un poco, puesto que a mí la mano me quedó dolorida, mejor dicho, latiendo como si un camión me hubiese pasado por encima.
La mejilla en la que mi mano acababa de impactar no fue la única que se le puso roja.
Sin soltar la cámara, su compañero de la televisión italiana intentó contener a Mónica. El escándalo se desató. Ésta se sacudió para liberarse de él, y al pobre se le cayó la cámara.
La italiana se me vino encima. No estoy muy segura de lo que hice, solamente sé que creo que tendí mis manos hacia delante para defenderme y quizá me abalanzara un poco hacia ella, con ganas de saltarle a la yugular, ni más ni menos que lo que ella hizo.
Mis gritos de loca se fundieron con los suyos.
Me cegué.
Apareció gente, no tengo ni idea de dónde, y hubo gritos, pero no llegamos a agarrarnos de los pelos, aunque ganas no nos faltaron. Alguien tiró de ella hacia atrás y alguien me sujetó a mí por la cintura, alzándome del suelo.
Pataleé con toda la intención de zafarme de quien me tenía aferrada y de darle a ella en los condenados pantalones blancos que enfundaban sus esbeltas piernas.
—¡Basta, Paula! ¡Ya basta! ¡¿Acaso te has vuelto loca?!
No sé si me impactó primero su perfume o su voz. Saber que era él quien me sostenía en el aire, con sus brazos rodeando mi cintura, mandó al traste toda mi valentía, toda esa falsa bravura que había desplegado frente a su novia.
Deseé cerrar los ojos y no abrirlos nunca más.
Claramente no pensaba cuando le di rienda suelta a eso.
Quise morirme en ese instante. No podía terminar de asimilar que por poco acabo agarrada de los pelos con la novia del campeón del mundo en pleno circuito de Cataluña.
La vergüenza tomó el lugar de cada rastro genético en mi sistema.
Dejé de patalear viendo cómo la figura de Mónica se hacía cada vez más pequeña.
Pedro me arrastró hasta el lateral de uno de los camiones del equipo, mientras a ella se la llevaban en sentido contrario. Quedamos ocultos de todos, incluso del sol.
CAPITULO 78
Era como si el aire cambiase su composición.
No se trataba sólo del aroma que flotaba sobre el circuito o de los sonidos que se colaban por cada rincón, ni siquiera la cantidad de estímulos visuales o la adrenalina que corría por mis venas porque mi cerebro anticipaba lo que sucedería.
Lo era todo, era esa vida, porque realmente me gustaba; era permitirle a ese circo que me sorprendiera en cada carrera, con cada nueva fecha, con los rostros que llenaban las tribunas, con las energías renovadas de los mecánicos, los pilotos y el resto del equipo.
Casi como sufriendo —bueno, en verdad sin sufrir, sino más bien saborear — una experiencia religiosa, me detuve en mitad del camino entre los camiones, con el carro cargado de mariscos detrás de mí.
Érica pasó por mi lado y me saludó con la mano que tenía libre, pues la otra la utilizaba para pegar a la oreja su móvil, al que le hablaba a toda velocidad. Ella siempre estaba muy atareada; jamás se quedaba quieta y, por lo general, la encontraba haciendo más de dos cosas a la vez.
En sentido contrario pasaron dos de los mecánicos de Haruki.
El walkie-talkie que colgaba de mi cintura comenzó a sonar. No podía ser otro que Suri.
—¿Dónde estás? Necesito mis langostinos aquí y ahora. ¿Ha llegado también el panko?
—Sí, Suri; ha llegado; ya lo tengo todo. —Reanudé el movimiento de mis piernas.
—Bueno, ¿y por qué no estás aquí todavía?
—Voy de camino, Suri. No sé si lo has notado, pero resulta que la entrada de proveedores está en la otra punta del circuito y eso no queda precisamente cerca de la cocina.
—Debí pedirle a Pedro que te llevase en su bólido —bromeó.
—No te preocupes, en seguida llego. —Mi estómago se retorció de acidez; al ser Barcelona la base del equipo, la actividad para Bravío había empezado mucho antes que para los otros equipos. Sabía que Pedro había llegado al país
antes, cuando yo disfrutaba de mis supuestos días de descanso, en los que más que nada no hice otra cosa que pensar en él. Los dos pilotos y Toto llevaban una semana infernal en compañía del dueño del equipo, dando ruedas de prensa, siendo el entretenimiento principal de los más variados eventos promocionales y publicitarios, asistiendo a entrevistas en televisión y acudiendo a fiestas.
Si bien había podido evitar a Pedro dentro del circuito desde que la actividad comenzó allí, no pude evitar toparme con él en la pantalla de televisión de mi hotel.
A la par iban mis ganas de verlo y las de esquivarlo; por eso, al andar por el circuito apenas si alzaba la vista del suelo. Quería levantar la cabeza y buscarlo y, al mismo tiempo, encerrarme en la cocina y apagar el monitor para evitar la tentación de aferrarme a su rostro... tal vez sobre todo para evitarme el dolor que me causaría verlo con ella otra vez. Ya tenía suficiente con el desgraciado de mi cerebro, que me recordaba a cada rato los besos que él le daba al final de las carreras al ganar o aquel tierno beso que le vi darle la noche en que ganó en Sochi.
Ése no iba a resultar un fin de semana sencillo, pues, nada más empezar con el trabajo, Érica me avisó de que se planeaba que el equipo hiciese una pequeña celebración por el próximo cumpleaños de Pedro, que era el 19 de mayo pero que festejaríamos por adelantado, para lo cual yo debía preparar una tarta.
Por miedo a sonar despechada, probablemente porque así me sentía, no me molesté en explicarle a Érica que Pedro jamás probaba lo que yo elaboraba.
—Date prisa, que tenemos muchísimo trabajo por delante. Todavía tienes que empezar con el bizcocho para el pastel de Pedro y...
—Si intentas ponerme nerviosa, está dando resultado.
—Lo que quiero es tenerte aquí ahora.
—Ya llego... —El nombre de Suri llegó hasta mis labios, pero me lo tragué al chocar con alguien que venía de frente, evidentemente con mis mismas prisas y distracción.
—¡Pero ¿acaso estás ciega?!
No estoy segura de qué me molestó más, si reconocer su voz, su tono o el empujón que me dio para apartarme de ella, provocando que se me escapase el walkie-talkie de la mano.
—Deberías tener más cuidado.
Giré la cabeza para ver a Mónica plantada sobre sus altísimos tacones, vestida casi íntegramente de blanco, sin una mancha ni una arruga y con su impactante melena castaña reluciente y sin un cabello fuera de lugar, erguida frente a mí con su móvil rosa metalizado en una mano. La seguía su cámara, el mismo que cubría con ella cada carrera de la categoría reina.
Si yo iba distraída, ella también.
Recogí el walkie-talkie del suelo.
—Creo que no soy la única que venía con la cabeza en otra parte —le solté, porque no se me ocurrió otra cosa que no fuese insultante pero que al mismo tiempo la pusiese en su sitio del modo más políticamente correcto.
Ésta me lanzó una mirada asesina.
—Eres tú la que carga con eso. Podrías lastimar a alguien. —Apuntó con la cabeza hacia el carro, con el cual ni en mis más retorcidos sueños hubiese podido atropellarla para dejarla aplastada contra la tierra, tal cual se me antojaba.
—No te he tocado con el carro.
—Por poco. No deberías hablar por walkie-talkie y al mismo tiempo acarrear esa cosa.
Le sonreí con sorna.
—No deberías caminar y hablar por teléfono. —En cuanto terminé de pronunciar la frase, me arrepentí. No podía haberme topado con ella en peor momento.
—Y tú deberías estar en la cocina. Mejor sigue tu camino.
Apreté los dientes. Tenía demasiadas ganas de arrojarle encima una caja de langostinos.
—Si te apartas del mismo. —Por lo visto, los intentos de contener mi lengua no daban resultado.
—Eres tú la que está plantada en medio de mi camino —replicó plantándose frente a mí. La vi estirarse y cuadrar los hombros.
Eso se nos estaba escapando de las manos a ambas y yo no tenía ni idea de por qué ella actuaba así. Por supuesto que sabía muy bien de dónde provenían mis ganas de matarla, de acabar con ella, de borrarla del mapa; las suyas no tenían demasiada razón de ser. Ese simple choque, que en realidad no había sido gran cosa, no podía ser más que una excusa. O quizá Mónica, simplemente, tenía muy mal carácter y se creía la reina de la Fórmula Uno por ser la novia del rey.
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