martes, 14 de mayo de 2019
CAPITULO 184
Vi a Helena meterse en su vehículo y, en el monitor, a las cámaras siguiendo a Pedro de cerca.
Me enfocaron a mí, por lo que pude verme con el rostro alzado hacia el monitor. ¿Por qué tenía tal cara de preocupación?
Los automóviles salieron a la pista para colocarse, uno a uno, en su posición en la parrilla de partida. Los pilotos salieron de sus habitáculos, mientras algunos mecánicos se encargaban de cubrir los neumáticos con las mantas térmicas y otros ultimaban detalles del setup.
La grada se llenó de famosos, de los invitados del equipo y del jefe supremo de la categoría; también de fotógrafos y periodistas. Vi a Mónica rondar cerca de los monoplazas de Bravío. Las cámaras de la transmisión oficial de la FIA la mostraron aproximarse a Pedro con su micrófono en alto.
Éste la recibió con una media sonrisa. Ella le formuló una pregunta que él respondió de manera muy escueta y allí terminó todo; la italiana se alejó en dirección a Helena, a la que también entrevistó brevemente.
Los minutos pasaron, los pilotos regresaron a sus coches. De eso a la vuelta previa y, de allí, a que mi pulso se acelerase.
Me abracé a mí misma, allí quieta, donde me había dejado Pedro, mirando cómo su padre y Pablo mantenían los ojos fijos en el monitor, esperando a ver la salida, al igual que todos los demás.
Vivir la carrera desde allí me ponía mucho más nerviosa; la adrenalina, en ese lugar, sí, era más alta, al tener los automóviles tan cerca, apenas a unos metros más allá de la calle de boxes.
Las cinco luces terminaron de ponerse rojas y entonces el tiempo se detuvo cuando se apagaron.
Vi a Pedro quedarse muy relegado en la salida.
Había salido muy tarde y Helena lo había hecho bien; Martin, estupendamente, por lo que, desde su tercera posición, se metió por en medio de los dos coches de Bravío, acelerando a fondo, pasándolos un par de metros hacia delante hasta que Pedro reaccionó y se lanzó a su caza.
Martin y Pedro llegaron a la primera curva casi al mismo tiempo. Helena, a nada de distancia.
En una maniobra muy cerrada, Pedro logró pasar a Martin, y Helena, aprovechando el efecto del adelantamiento de Pedro sobre el brasileño, también se lanzó a intentar relegarlo otra vez a la tercer posición; no lo logró en la primera curva, pero sí en la segunda, mientras Pedro se alejaba cada vez más de ambos.
La carrera, poco a poco, se acomodó. Hubo un par de toques en el fondo del pelotón, pero todos los corredores continuaban en pista, con pocos cambios de posiciones respecto a la parrilla de salida.
A medida que las vueltas comenzaron a sucederse, pude relajarme un poco.
Pedro parecía estable y seguro en su primera plaza; igual de inamovible, Helena en la suya.
La carrera se tranquilizó; solamente quedó un poco de lucha, no demasiado fiera, por los últimos puestos puntuables. Todavía era demasiado temprano para arriesgarse a quedarse fuera de la competición por intentar ganar un poco más.
Como no sucedía demasiado, los comentaristas de la competición mostraron imágenes del accidente de Haruki; en la parte inferior de la pantalla, informaban textualmente de que la salud del piloto evolucionaba favorablemente.
Los mecánicos del equipo estaban muy tranquilos, acomodados en sus sillas. Pedro me había dicho que apostarían a una sola parada y eso no sucedería hasta mitad de carrera, suponía que entre las vueltas veinte y veinticinco, a más tardar, dependiendo de la degradación de los neumáticos.
Un vehículo de uno de los equipos de final de pelotón pasó frente a nosotros: una parada no programada.
Érica se detuvo a mi lado.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó después de que el sonido del coche se alejase.
—Sí, estoy bien —mentí; no lo estaba del todo.
—No te preocupes, el campeón estará bien. Venimos de unos días complicados, pero ya verás como todo volverá a la normalidad. Para la siguiente carrera, todos estaremos más calmados y podremos disfrutar de la competición.
Me obligue a sonreírle.
—Sí, claro. —Podía ser que el campeón volviese a la normalidad, pero ¿y Pedro? Había algo raro en él cuando se despidió de mí.
Érica me puso una mano en el brazo y me sonrió.
—Tranquila, ya verás, podremos celebrar juntos el campeonato y, cuando eso suceda, estos días oscuros quedarán olvidados.
«Ojalá sea así», entoné dentro de mi cabeza.
—Prepárate para la fiesta, porque seis campeonatos no se ganan todos los días.
—Claro. —Otra sonrisa forzada por mi parte.
—Disfruta de ver a tu prometido liderar la carrera —soltó, y luego se despidió de mí para continuar con su trabajo.
Las vueltas pasaron y yo permanecí quieta en mi sitio, deseando que la carrera terminase pronto, que pudiésemos regresar cuanto antes a Montecarlo.
Los primeros pilotos fueron llamados a boxes y, entonces, en la vuelta veintitrés...
—Pedro, al box. Pedro, al box. Pedro, al box en esta vuelta. Repito, al box en esta vuelta.
Los mecánicos de Pedro se pusieron de pie, fueron a por los neumáticos que tenían preparados para él y salieron a la calle de boxes.
Pedro era uno de los últimos pilotos que faltaba ser llamado a cambiar neumáticos. Helena ya había entrado y Martin también rodaba ya por la pista con un set de neumáticos distinto.
En el monitor vi a Pedro desviarse de la pista para entrar en la calle de boxes aminorando la marcha.
Los mecánicos ya estaban allí para él.
El motor de su coche comenzó a rugir en mis oídos. Sentí el corazón de Pedro sobre mi pecho, su mirada iluminando mi sonrisa, el aroma de su cabello en mi nariz, el tacto de sus labios sobre el dedo en el que llevaba mi anillo de compromiso.
Pedro frenó delante de sus mecánicos. Quedé sorda mientras veía a estos últimos moverse a toda prisa a su alrededor.
Intenté ver su casco, encontrar la visera, poder tener aunque fuese un pantallazo de su rostro a través de ésta.
No logré ver más que el número uno a un lado de su coche, cuando el sonido de su motor regresó a mis oídos al apartarse los mecánicos y Pedro volver a acelerar.
Giré la cabeza para seguir su salida de boxes.
Pedro llegó al final de la calle de boxes y entonces el sonido de su motor dejó de sonar amortiguado para liberarse. Pedro pisó la pista una vez más...
Ni siquiera conseguí ver qué vehículo fue el que se cruzó por delante de él a toda velocidad, sólo vi a Pedro maniobrar de forma brusca.
Su neumático delantero izquierdo salió volando, también el alerón delantero.
El coche mordió los cordones a toda velocidad, la otra rueda salió de su sitio, pero no llegó a salir volando. Completamente fuera de control, el monoplaza de Pedro salió de la pista sin ni siquiera levantar polvo, y eso se debió a que no tocaba la cama de leca o el pasto, porque volaba. Volaba y su velocidad era alta porque nada lo frenaba.
Mi corazón se estrujó sobre sí mismo. Sentí una punzada en el pecho. Un larguísimo «no» salió de mis labios, mientras veía las protecciones acercándosele de manera peligrosa.
El mundo finalmente estalló y se quedó en silencio cuando de frente, y a toda velocidad, Pedro quedó incrustado en las protecciones.
De refilón, vi a todo el mundo allí dentro agarrarse la cabeza, y al padre de Pedro tambalearse mientras David se partía en dos.
Ya no podía respirar, no podía sentir, y creí que no podría vivir si no lo veía, pronto, salir del interior de su automóvil.
Todavía no sé cómo corrí hasta el monitor. Érica llegó a mí y me cogió por los hombros.
CAPITULO 183
Pedro lideró las pruebas libres del sábado y demostró por qué, a pesar de todo, era el líder de la categoría.
Helena fue muy rápida, mucho más que el resto de los pilotos, pero fue Pedro el que se despegó por completo del pelotón, demostrando que, si lo empujaban a rendir más, él podía dar más.
Allí estuve con él, cuando regresó de marcar su pole, porque Érica me había avisado de que Pedro había pedido verme en cuanto se bajase del automóvil.
No pude decirle que no y me alegré de no haberlo hecho, de decidir estar allí para él, pese a que lo primero que pensé cuando Érica me llamó fue que ése era uno de los caprichos del campeón.
Supe que algo no iba como siempre cuando Pedro descendió de su coche y su único festejo fue abrazarse con Toto para luego darse la vuelta en dirección a las cámaras para no hacer más que alzar un puño en alto.
El campeón ni siquiera sonrió.
Sus ojos me buscaron y, cuando me encontró, vino hasta mí, para pegar su cuerpo al mío, con el vallado de por medio. No me besó, no hubo pasión, sino un abrazo sentido, uno que demostró una necesidad que yo pensé que ya no tenía, una que creía haber cubierto.
Una espantosa sensación de desasosiego se apoderó de mí.
Pedro se aferró a mi camisa y yo, a su traje ignífugo.
Oía los flashes rodearnos, las preguntas de los periodistas caer sobre nosotros... Aparté todo aquello a un lado.
—¿Te encuentras bien? —le susurré al oído.
—Si yo soy el viento, tú eres una tormenta de azúcar. Una tormenta que me atrapó, en la que quedé en medio sin saber hacia dónde huir. No me molesta haber quedado envuelto y perdido en ti, porque te necesito y no me cuesta admitirlo. El problema es que continúo perdido. —Pedro me estrujó un poco más contra él y mejor así, porque, en ese instante, sus palabras aflojaron mis rodillas y todo mi cuerpo y no por una buena sensación. Lo miré a los ojos y, en efecto, lo vi perdido. Perdido y cansado, y por mi parte no supe si estaba viendo a Siroco o a Pedro, o quizá a ninguno de los dos.
Jadeé su nombre.
Pedro tiro hacia arriba las comisuras de sus labios; sin embargo, su intento de sonrisa no duró ni un parpadeo.
—Te amo —me dijo, y después me soltó—. Ahora debo irme. Te veo luego.
—Sí, claro. —La voz me tembló, porque el resto de mi cuerpo temblaba.
Toto lo llamó una vez más y Pedro fue hacia él para cumplir con la rueda de prensa y, previamente, con el pesaje.
Cuando se apartó, vi a Mónica, parada detrás de la valla, siguiendo a Pedro con la mirada. Ella tampoco tenía buen aspecto, pese al maquillaje y a que iba impecablemente vestida como siempre. Estaba tan sería y su mirada puesta en Pedro, tan opaca, tan... Mi garganta se cerró.
No tenía ni idea de lo que sucedía allí, pero no era nada bueno. Podía sentirlo en mi piel, en el pulso de mis venas.
Pedro tuvo mucho trabajo el resto del día; es que allí, más que en ninguna otra parte, los pilotos tenían contacto con los fans en diversos eventos que se desarrollaban a lo largo de todo el fin de semana.
Otra vez, cuando llegué al hotel, él ya estaba en la cama. En esa ocasión no leía comentarios en Internet, sino que veía una película en blanco y negro en la televisión.
Me acurruqué a su lado y me abrazó. No hablamos de la categoría, no hablamos de trabajo, solamente fuimos nosotros dos, como cualquier otra pareja, metidos en la cama, procurando descansar, dándonos cariño.
A la mañana siguiente fue otra historia; era día de carrera y todos en el circuito tenían un único objetivo: dar lo mejor de sí y partir de Suzuka con el mejor resultado posible. Para eso estábamos todos aquí.
Bueno, yo no estaba en el box para eso: técnicamente no tenía nada que hacer allí y, además, estando allí descuidaba mi trabajo, pero Pedro me había vuelto a llamar y no pude decirle que no.
Faltaban apenas pocos minutos para que abriesen la calle de boxes. Pedro me vio llegar y caminó hasta mí para apartarme de los demás.
Sus labios dieron con mi boca en un beso dulce.
—Puedes quedarte aquí, ya he hablado con Pablo. Mandará a alguien a ayudar a Suri.
—¿Qué?
—Quiero que te quedes aquí.
—Pedro, es mi trabajo.
—Vamos, si os conozco; sé que para esta hora tenéis todo el trabajo hecho y la cocina bajo control. Alguien le echará una mano con lo que precise. Además, yo te necesito aquí conmigo.
—Tú estarás en la pista corriendo, no aquí.
—Sí, pero necesito saber que estarás aquí.
—Pedro, por favor... —La angustia se transformó en una bola que atrancó mi garganta; Pedro volvía a tener el mismo aspecto que el día anterior después de la clasificación, y eso no estaba bien, no se sentía bien.
—Solamente quédate aquí. Esto es mejor cuando estás aquí para recibirme.
—Puedo hacer mi trabajo y estar aquí para recibirte, Pedro.
No dijo nada; tomó mi mano izquierda y la alzó hasta sus labios para depositar un beso en mi anillo de compromiso.
—Quiero casarme contigo.
Le sonreí.
—Sí, bueno, lo sospechaba. Me diste el anillo, ¿recuerdas? —bromeé.
—Me refiero a que deseo hacerlo pronto. Deberíamos elegir una fecha. Podemos regresar a Mónaco y hacerlo. Pediremos una cita en el ayuntamiento y nos casaremos.
Se me escapó una gran sonrisa.
—Eso suena muy bien.
—Sí, ¿no? Nosotros dos, para que me convierta en tu hombre y tú, en mi mujer. No tiene sentido que esperemos si ya lo somos. No quiero esperar más.
—Está bien. Me encanta la idea; tampoco necesito esperar, tengo muy claro que te quiero a ti y a nadie más.
—¡Qué afortunado soy! —Acercó su rostro al mío—. Te amo, petitona.
—Y yo a ti. —Le devolví el beso y después, por el lado de su hombro, vi a Toto con una mueca de no querer interrumpir lo que sucedía entre Pedro y yo —. Creo que te necesitan en tu coche, campeón. Anda, ve y diviértete mucho. —Otro beso rápido sobre sus labios—. Disfruta de la carrera.
—Eso haré.
Otro beso de él hacia mí.
—Quédate aquí y no te muevas.
—De acuerdo, no me iré.
—Te amo, Paula.
—Y yo a ti, Pedro.
—Te amo —repitió apenas dando un paso hacia atrás.
—Vete ya o Toto hará que me saquen de aquí si no te metes en tu bólido.
—Te amo.
—Lárgate de una vez —le dije riendo.
—Te amo más de lo que imaginé que podría amar.
—Pedro, es en serio, ve a correr.
—Sé que mi madre estaría feliz de saber que tú estás conmigo.
Se me puso la piel de gallina.
—Te amo —me dijo una vez más—. Nos vemos luego.
—Claro. —Parpadeé lentamente para guardarme su sonrisa—. Te amo.
Pedro me sonrió de nuevo y luego dio media vuelta para enfrentar la carrera.
CAPITULO 182
Empujé la puerta y suspiré aliviada de estar por fin en lo que, al menos por estos días, llamaba hogar. La habitación era inmensa y muy confortable; demasiado impersonal, pero quedaba fuera de la vista de ojos curiosos y allí estaba él, todo lo que yo necesitaba para olvidarme del cansancio.
Tenía ganas de abrazarlo, de besarlo, de inspirar profundamente su perfume, de proponerle que nos largásemos los dos muy lejos de allí, a vivir otra vida, a un largo descanso, a ser solamente nosotros y nada más.
Cerré la puerta y me arranqué las zapatillas deportivas nada más dar un paso.
Solté mi bolso y mi abrigo sobre uno de los sillones.
—¿Pedro?
Había unas pocas luces encendidas a mi alrededor; sin embargo, lo que más brillaba eran las luces y el paisaje nocturno al otro lado de los cristales de las ventanas.
—¿Pedro? —repetí, alzando un poco más la voz.
—En la habitación —contestó.
No necesitaba decir ni una sola palabra más para que yo captase que no estaba de buen humor.
Procuré armarme de valor y paciencia. Él necesitaba compañía, apoyo, aflojar las tensiones y descansar para la clasificación del día siguiente.
Desde la puerta, lo vi en la cama, con su Mac sobre las sábanas; estaba sentado, cruzado de piernas, inclinado hacia delante mirando la pantalla.
A los pies de la cama había una bandeja con los restos de su cena; sobre la mesita de noche, el estuche y el resto de sus medicinas.
Fui hasta él. Desde el borde del lecho, lo abracé y le di un beso en la coronilla. Se había duchado y olía a su champú.
—Hola —susurré—. Hueles muy bien. —Inspiré hondo sobre su cabello una vez más—. Tenía tantas ganas de verte... —Pedro no reaccionó a mis palabras lo más mínimo. Me aparté un poco de él—. ¿Qué miras? —le pregunté, apoyándome en su hombro para espiar en dirección a la pantalla del Mac.
—Un foro de discusión sobre los pilotos de Fórmula Uno. —Hizo una pausa—. Alguien entró y preguntó si alguien sabía dónde vivían los pilotos de la categoría. Mira esto. —Con un dedo apuntó la pantalla—. «Pedro vive en su fortaleza helada de soledad» —leyó—. «Pedro no vive en ninguna parte; al final de cada carrera es empaquetado y enviado a fábrica para su reparación para la próxima carrera. Los comisarios se turnan para llevárselo a su casa, ése es el pago que él les da porque todos se pongan a su favor.» —Dijo esto último con los dientes apretados.
Por lo visto el día iba de mal en peor.
—Pedro, no les hagas caso. Esas cosas las escriben personas que no tienen nada que hacer con sus respectivas vidas; es gente que usualmente no tiene el valor de luchar por nada... y no tiene otra cosa que hacer que hablar de los demás. No les hagas caso.
—No tienen ni idea de cómo es mi vida —gruñó cerrando el Mac de un golpe.
—Por eso mismo, porque no tienen idea de cómo es tu vida, de lo que sacrificas a diario, de lo que te ha costado llegar hasta aquí, y, aunque lo supiesen, no lo han vivido, de modo que jamás lo comprenderían. No te amargues por eso.
—Me amargo porque esa gente es parte del público que asiste y ve las carreras por televisión. Yo no les pago nada a los comisarios para que estén de mi lado, nos juzgan a todos por igual. No me dan un trato especial y ¡no hago trampa! En Bravío ni siquiera hay órdenes de equipo. Yo no necesito que nadie me facilite las cosas para ganar, y eso sería lo último que desearía. Odio que piensen que lo que tengo es porque alguien me lo ha regalado. —Se puso en pie saltando de la cama—. Me dejo la vida en cada carrera, literalmente lo hago. Mi carrera no es falsa; he dado cada paso para llegar hasta aquí y no ha sido fácil. Tuve que aprender a golpes todo lo que sé, y jamás he robado información a nadie ni he ido por detrás de nadie para socavar su posición. Si he llegado donde he llegado ha sido a base de esfuerzo, de sacrificio. ¡No ha sido suerte! ¡Tampoco porque yo sea una máquina! ¡No soy una puta máquina!
—Pedro, déjalo ya. No tienen ni idea, no saben de lo que hablan; además, es tu trabajo... Ahora estás aquí, no pienses en la carrera hasta mañana. Procura relajarte, pensar en otra cosa.
—¡No lo entiendes! —gritó interrumpiéndome—. Esto es lo que hago, lo que soy.
—Lo sé, por eso mismo. Ellos no tienen ni idea, ya te lo he dicho; es que simplemente hay mucha gente enfadada. Los últimos días...
—¡¿Enfadada?! —bramó impidiéndome terminar la frase.
—Por lo que ha sucedido con Helena. Déjalo estar, siempre habrá alguien que someta a riguroso escrutinio tu vida, que le dé cientos de vueltas a cada una de tus palabras.
—¡No tienen ningún derecho!
—Pedro, no te pongas así.
—Todo esto es culpa de Helena o, peor aún, de su novia. Seguro que les ha faltado tiempo para salir por ahí a hablar de mí.
—Amanda no haría tal cosa y lo sabes, ninguna de las dos. Helena quiere lo mejor para el equipo y todo lo que se ha estado diciendo estos días daña a Bravío, no solamente a ti. No puedo explicar lo de hoy, pero sin duda no ha sido algo que ella quisiera; es más, es probable que Helena sólo aceptase de sus ingenieros la sugerencia de los cambios que les pasaron, ni siquiera debía de saber de dónde provenía la información.
Pedro resopló fastidiado.
Intenté acercarme a él, pero se alejó de mí.
—No la defiendas.
—Pedro, no defiendo a nadie. Simplemente no les prestes atención, ¿quieres? Olvídate de ello y no vuelvas a entrar en esos foros, no sirve de
nada. No leas las cosas que escriben. No escuches a nadie. Haz lo que te gusta, disfrútalo. Vive tu vida por ti, no por los demás o por lo que puedan decir.
Pedro me lanzó una mirada de odio.
—¿Por qué me miras así?
—Estás de acuerdo con toda esa gente. —En un movimiento parecido a un latigazo, su mano me señaló el Mac.
—Yo no estoy de acuerdo con esa gente, Pedro. Sé que no eres una máquina y que tampoco eres de hielo.
—Seguro que estás enfadada por lo que he dicho de Helena. Supongo que lo has visto, ¿no? No hacen más que pasarlo una y otra vez por televisión. Incluso han subido el vídeo a YouTube.
—Eso no te lo niego. Tu comentario ha sido ridículo y sexista. Me ha molestado y me molesta que creas que una mujer, por ser mujer, no es suficientemente buena como para correr en la categoría.
—¡Ahí lo tienes!
—¡Oye, deja de gritarme así! No he sido yo la que ha escrito esos comentarios, y no quiero volver a discutir contigo por lo de Helena. Tú tienes tu opinión y yo, la mía. Me fastidia que te asalte esa vena machista; sin embargo, me niego a reñir contigo otra vez, menos aún en este momento, cuando tan alterado estás, cuando tan tensa es la situación.
—Estoy alterado porque ni siquiera tú me apoyas.
—No digas estupideces, claro que te apoyo. No con lo de Helena, pero sí con todo lo demás. Me gustaría partirle los dientes de un puñetazo a la gente que escribe esas estupideces, pero no valen la pena.
—Todo esto es culpa de Haruki. Debió de tener más cuidado.
—¡¿Culpa de Haruki?! Pedro, no digas gilipolleces... Haruki no chocó para complicarte la vida. Fue un accidente.
—Él no estaba lo suficientemente concentrado en su trabajo.
Resoplé fastidiada.
—Sí, Pedro, esto es lo que nos sucede a los seres humanos: no somos perfectos y, a veces, cometemos errores.
—¡No puedes cometer errores en la Fórmula Uno, ya te lo expliqué!
—Ok, Pedro, creo que es momento de que cortemos la conversación aquí. Tu mal humor es demasiado evidente y no quiero que acabemos teniendo...
—¿Teniendo una discusión sobre algo que obviamente no comprendes?
—Suficiente, no pienso decir una palabra más. Cuando te calmes, si quieres, hablamos. No ahora, no contigo así, buscando a alguien con quien descargar tu mala leche y toda la tensión que llevas dentro.
En vez de contestarme con palabras, Pedro me contestó dando un portazo al salir del cuarto.
Fui tras él.
—¡Pedro!
Otro portazo suyo, esta vez para salir de la habitación.
—Pedro, no te vayas —grité corriendo en dirección a la puerta, de la cual tiré para abrirla y ver que las puertas del ascensor se cerraban a sus espaldas.
Mis hombros cayeron rendidos.
Lo dejé marchar.
En algún momento de la noche, cuando apenas empezaba a conciliar el sueño, él llegó a mi lado y me abrazó; luego besó mi cuello, pidiéndome perdón. Me dijo que me amaba y se acurrucó a mi lado. Así, juntos, nos quedamos dormidos.
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