domingo, 28 de abril de 2019

CAPITULO 132




Avancé por el pasillo todavía sonriendo. Lo que me pasaba con Pedro hacía que hasta las cosas más tontas y simples me produjesen una felicidad tal que me daba la sensación de que me estallaría el corazón.


Al poner un pie en el recibidor de distribución, comprobé con alegría que el sol brillaba. Si seguía así, en cualquier momento me pondría a cantar y bailar por el apartamento al mejor estilo de La novicia rebelde.


Lo hubiese hecho de no ser porque, al dar dos pasos más, oí que alguien manipulaba la cerradura de la puerta principal.


Fugazmente pensé en ladrones, y al instante aparté la idea de mi cabeza.


¿Ladrones forzando la entrada de una casa en pleno corazón de Montecarlo?


Es más, ni siquiera estaban forzando la entrada; fuera quien fuese quien estaba al otro lado de la puerta, tenía llave, de eso no me quedaban dudas.


¿Sería alguien del servicio de limpieza o de mantenimiento del edificio? ¿Su padre? ¿Acaso David?


Di medio paso dubitativo hacia atrás, semicubriéndome las piernas desnudas con las manos.


La puerta se abrió.


Otro paso hacia atrás. Iba a pasar vergüenza; también cabía la posibilidad de que fuese su entrenador personal, César; Pedro había mencionado que llegaría ese día.


No era ninguna de las personas en las que había pensado, sino aquella a la que menos esperaba.


Mónica.


Durante un largo segundo nos quedamos mirándonos la una a la otra, imagino que las dos en la misma situación de no comprender qué hacía la otra allí.


Mónica sacó la llave de la cerradura y plantó sus dos largos y delgados pies, enfundados en zapatos de tacón de aspecto muy elegante y caro, sobre el mármol del recibidor de distribución.


—¿Qué haces aquí? —me espetó en inglés con ese acento italiano tan suyo.


—¿Qué haces tú aquí? —le contesté en el mío, con tonada porteña.


—¿Qué haces así vestida, mejor dicho, desvestida? ¡Ésta es mi casa! — chilló dando un portazo.


«¿Su casa? ¡Un cuerno!», quise gritarle, pero me contuve; no pensaba formar parte de otro patético espectáculo como el que dimos con la tarta de cumpleaños de Pedro.


—Ésta no es tu casa, Mónica, y no me parece que haya sido buena idea venir sin avisar antes a Pedro.


Sus ojos por poco me perforan el cráneo con la mirada de odio que me lanzó.


—¿Cómo puedes creer que eres suficiente mujer para él? No tienes ni idea de lo que significa acompañarlo o ser capaz de cumplir con sus necesidades.


—Creo que soy muy capaz de cumplir sus necesidades —la enfrenté, llevándome las manos a la cadera. Ella podía tener altura de los pies a la cabeza, pero le faltaba otro tipo de altura, esa que le da entereza a la gente, la que nos convierte en seres humanos con todas las letras.


Mónica soltó una risa socarrona, cruzándose de brazos.


—¿De verdad? ¡Qué ingenua eres! No durarás ni una semana a su lado. Dale unos días y se aburrirá de ti; eso si tú no sales huyendo antes, con el rabo entre las piernas. No estás capacitada para ayudarlo en caso de que lo necesite; no tienes ni idea de lo que implica ser la mujer que él precisa a su lado y, aunque lo supieses, tanto da. Tarde o temprano volverá conmigo. Fui yo la que lo acompañó y ayudó a convertirse en lo que hoy es. Tú ni siquiera tienes derecho a ponerte a su lado o a prepararle su comida. Éste es solamente un acto de rebeldía hacia su vida, una fuga de presión por todo lo que vive, porque desea más que nada ganar el campeonato y porque comenzamos a ponernos serios con lo del matrimonio. No llegarás ni a la mitad de la temporada con él. El campeonato lo celebrará conmigo, como siempre. Yo que tú no me acostumbraría mucho a esto, porque te durará un suspiro.


—Mejor te largas.


—¿Por qué no te evitas la vergüenza, coges tus bártulos y te vas tú, antes de que le hagas un daño todavía mayor del que ya le estás haciendo?


—Vete.


—Es mi ropa la que está colgada en el vestidor. —Alzó el mentón—. ¿Quién crees que se encargó de la decoración de cada uno de los ambientes de esta casa? ¿Quién crees que escogió la cama o que compró las sábanas en las que dormiste anoche? Nada de lo que te rodea te pertenece o te pertenecerá jamás.


—Lárgate —le dije tragándome la rabia y la angustia que esa mujer me provocaba. No podía permitirle que me hiciese perder el control una vez más —. Él ya no te ama.


—¿Eso te ha dicho? ¿Quién crees que le enseñó a amar? Pedro no tenía ni idea de lo que era eso antes de conocerme. —Furiosa y con un aspecto amenazador, soltó sus brazos y dio un paso hacia mí—. Pedro ni siquiera es él mismo sin mí. Ésta no es nuestra primera crisis y ciertamente no será la última. No me preocupa, tú no me preocupas; no eres más que una molestia momentánea. Sólo me inquieta lo que dirán todos de esto y sus repercusiones; de todos modos, no me asusta saber que allí tendré que estar para él, para ayudarlo a reparar este error, para hacer que la gente se olvide de que un día exististe en su vida.


—¿Eres así de vil con todo el mundo? Entiende de una vez que lo tuyo con Pedro se terminó. No volverás a su lado por insultarme o intentar lastimarme con tus palabras, Mónica. Lo que había entre tú y él se acabó; cuanto antes lo asumas, mejor. Por eso te pidió que te llevases tus cosas, lo vuestro ya no tiene futuro.


—Todo lo que hay aquí es mío, incluyéndolo a él.


—Ok, creo que ya te he permitido decir más de lo que debía. Mejor te largas.


—Me gustaría ver cómo intentas sacarme de mi casa.


—Mónica, por favor.


—Vístete y lárgate.


—Vete.


Mónica negó con la cabeza.


—Lárgate.


Mónica dio otro paso al frente y yo le obstruí el camino.


—¿Adónde crees que vas?


—A darle los buenos días a mi futuro esposo y a sacar tus insignificantes pertenencias de aquí.


—Inténtalo.


La italiana se carcajeó en mi cara, para después propinarme un empujón que no tengo ni idea de cómo resistí. No sólo contuve su fuerza, sino que además la hice retroceder.


—Vete. ¿No ves que éste no es el modo? No puedes imponerte en su vida así, a la fuerza. Pedro ya no te ama. Eres tú la que pasará vergüenza y todavía no te has dado cuenta.


Mónica me sobresaltó al soltar un gruñido furioso.


Su siguiente empujón hizo que mis pies descalzos resbalasen sobre el mármol hacia atrás. La agarré por los brazos en un intento de impedir que continuase avanzando. En su progreso, me arrastró con ella. Vista en otro momento, quizá la situación hubiese resultado de lo más cómica: yo colgando de ella y ella arremetiendo en dirección al pasillo. Me sentí como un monito intentando impedir el avance de un orangután. Forcejeamos un poco más. Ella clavó sus largas uñas rojas en mis brazos desnudos y creo que las costuras de su fina camisa de seda crujieron por culpa de mis tirones.


—No tienes ningún derecho a meterte aquí así —gruñí.


—¡Es mi casa! —vociferó ella en respuesta.


—¡Ya no! —Tironeamos y la empujé contra una de las paredes del corredor. Ella me devolvió la cortesía. Mi cabeza golpeó contra la pared. Se me escapó un chillido de dolor.


—¡Lo es!


—¡Vete! —Sujetándola como pude, intenté hacerla recular. No conseguí más que sacudir sus brazos.


—¡Eres tú la que se irá de aquí, y directa al hospital! —chilló y ni siquiera tuve oportunidad de volver a coger aliento antes de que su zapato diese de lleno contra los dedos de mi pie izquierdo desnudo.




CAPITULO 131




Su boca dio contra la mía llena de voracidad, de esa misma necesidad de darlo todo, de empeñar hasta su último aliento, igual que sucedía con cada una de las carreras. Nuestras bocas hicieron contacto y ya no hubo forma de aminorar la marcha; los dos íbamos a por todas y no bajamos la velocidad siquiera en las curvas. Cada vez que nos tocábamos, nos necesitábamos más.


Cuando llegamos otra vez al interior de su habitación, yo sin camiseta y él sin su camisa, con nuestros besos, caricias y pasión, sacábamos chispas en cada roce igual que los bajos de los monoplazas de los Fórmula Uno al raspar el asfalto de la pista.


Perdía la cabeza por cada una de sus miradas cómplices en la intimidad; con ellas me decía que le sucedía lo mismo que a mí; que, por encima de la atracción física, haciendo a un lado nuestras diferencias y su carácter y mi carácter, juntos éramos más de lo que hubiésemos podido imaginar ser. La confianza, la entrega, la seguridad que marcaba en mi piel y en la suya, nuestras caricias y besos, tornaban imprescindible cada segundo.


Lo mejor era que un momento compartido tras otro me brindaban la pasmosa certeza de que con Pedro podía animarme a todo, atreverme a un futuro en el que hasta entonces no había pensado jamás.


Con Pedro dentro de la cama era algo similar a descubrir un universo nuevo cada vez, sentirme así de deseada y saber que era capaz de despertar tanta pasión resultaba absolutamente nuevo para mí, así como experimentar con la misma persona, con quien el sexo eran fuegos artificiales, los momentos más tranquilos como podía serlo el simple hecho de contemplar el horizonte en silencio. Igual de emocionante y divertido podía resultar ir de compras al mercado, escaparnos al cine a ver una película de acción o salir a dar una vuelta en bicicleta por Montecarlo, mientras él corría junto a mí, esforzándose a un nivel que me hizo admirarlo todavía más.


Si hasta podía disfrutar al verlo concentrado frente al dispositivo que utilizaba para entrenar sus reflejos, disparando golpes precisos a cada una de las pantallas en la que la luz azul se encendía.


Me encantaba que tuviese su rutina de ejercicios en el gimnasio y que me permitiese compartir esos ratos con él, incentivándome a atreverme con nuevos aparatos o movimientos que ejercitarían músculos que yo ni siquiera sabía que tenía. Así mismo, me resultaba fácil reconocer esos instantes en los que él necesitaba su soledad o su silencio, así como él reconocía y respetaba los míos.


Memoricé los nombres de sus medicinas, sus dosis y para qué servía cada una, y él reconoció mis gustos en los menús de los restaurantes, en la música que ponía para entrenar y la que me gustaba tener de fondo para cocinar.


Empezamos a recomendarnos libros y a aceptar nuestras manías.


Hasta en lo que no estábamos de acuerdo nos complementábamos.


Lo único que desentonaba entre nosotros, bueno, en realidad no entre nosotros, sino más bien allí en el apartamento, era la ropa y demás objetos personales que Mónica se había dejado en su parte del vestidor. Pedro me había dicho que quedaría con ella en esos días para que pasara a retirar todas sus pertenencias, o al menos para que lo empaquetase todo y él pudiese enviárselo donde ella quisiese; él no quería retirar sus cosas de allí, decía que le parecía un tanto rudo y descortés, y la verdad era que a mí también me parecía bastante hostil, sobre todo porque Pedro y ella habían convivido más de dos años en ese apartamento y otros tantos en una propiedad que Pedro había poseído con anterioridad.


Sólo me restaba desear que sus cosas desapareciesen de los armarios y cajones lo antes posible, e imaginaba que así sería pronto, porque ella acudiría a cubrir el Gran Premio de Montecarlo.


Para el martes siguiente, al abrir los ojos y darle los buenos días después de que el despertador sonara y él me diese un beso en el cuello para avisarme de que era un día radiante, ya tenía la impresión de conocerlo de toda la vida, de haberme enamorado de alguien que bien podría haber conocido en mi más tierna infancia y que, sin duda, querría durante el resto de mis días. 


Nunca le tuve demasiada fe a la gente que decía que su pareja era el amor de su vida, su único amor. Siempre creí que el «para siempre» debía de tener una fecha de caducidad, puesto que la gente cambia y la vida no es sencilla, menos aún la vida en pareja; sin embargo, sentía que lo que me unía a Pedro continuaría allí así nos jurásemos un odio a muerte, así discutiésemos por cualquier estupidez.


Si es que sentía que mi vida había sido marcada por su amor en espera, por mi amor esperándolo. Sí, sonaba increíblemente cursi, pero, de todas formas, era imposible negar que eso que llevaba en el pecho, que me unía a él, provocaba que mis ojos se aguasen con tan sólo pensar en perderlo.


Tomé sus brazos y los estreché todavía más a mi alrededor. Pedro, para reforzar mi demanda, enredó sus piernas en las mías.


—¿Me has echado de menos durante la noche?
—bromeó.


—Sí, un poco.


—Yo te he extrañado mucho. Jamás debí comprar una cama tan grande — susurró en mi oído, apretándose todavía más contra mí.


Reí. Giré la cabeza y le di un rápido beso sobre los labios.


—Mejor me levanto a preparar el desayuno, que tienes un día ajetreado por delante y no quiero que se te haga tarde y menos que salgas sin alimentarte bien.


—La verdad es que la idea de quedarme aquí contigo en la cama me gusta más que la de tener que reunirme con Alberto de Mónaco.


—¡Eso no me lo puedo creer! ¡El campeón sin querer cumplir con sus responsabilidades!


Pedro se carcajeó.


—Vamos, que es realeza, campeón. Además, no puedes dejarlo plantado, vives en su país.


—Y además me conoce de sobra, sabe dónde vivo.


Soltándome de sus brazos, giré sobre el colchón.


—¡¿Es eso cierto?!


—Sí, vivo aquí y he ganado unas cuantas carreras de Mónaco, por lo que lo veo a menudo en el podio.


—Alardeas.


—Además, soy un miembro activo de la comunidad: asisto a los muchos eventos de caridad que organiza la familia y también a diversas celebraciones, y hemos coincidido en más de una fiesta. El evento de hoy lo organiza él, de modo que no puedo faltar; me encantaría quedarme.


—Anda, si te divertirás. Me dijiste que Martin también estará allí y que otros pilotos asistirán. Es tu mundo, Pedro. En cuanto los veas, te entrarán ganas de aprovecharlo; además, te envidio: suena muy bien eso de dar un paseo por Montecarlo en automóviles antiguos, y para qué hablar del orgullo de ser el piloto de Alberto de Mónaco. Eso no es para cualquiera, campeón. —Le palmeé el hombro y me senté.


—Ven conmigo.


—No estoy invitada y, además, me explicaste que el automóvil que conducirás es cupé; solamente dos asientos, ¿recuerdas? ¿No pretenderás que me siente sobre las rodillas del rey o príncipe o lo que sea que sea Alberto de Mónaco?


—¡Ja! ¡Ya quisiera él, pero eso no sucederá! Vamos, ven conmigo; anímate.


Pedro, no estoy invitada y es un evento oficial. Además, dudo de que tenga nada que ponerme para ir a una celebración así, eso por no mencionar que Martin vendrá a cenar y que quiero tenerlo todo listo para la ocasión, lo que implica salir de compras... entre paréntesis, espero no perderme. Serán nada más que un par de horas y, para cuando regreses, yo estaré aquí invadiendo tu cocina.


—Por mí puedes invadir todo el apartamento.


—Te tomo la palabra. A ver cuánto tardas en desear echarme.


—Eso no sucederá. —Pedro puso una de sus manos en mi cuello y tiró de mí hacia abajo—. Ven aquí.


Me resistí, riendo.


—Llegarás tarde. —Le di un par de palmadas en el muslo—. Arriba, campeón. Vamos, tú puedes. Despega tu humanidad de ahí y ve a darte una ducha, que tienes que estar guapo y perfumado para la realeza.


—Prefiero estar guapo y perfumado para ti.


—A mí me gustas incluso sudado, así que no me convencerás con eso. — Bajé de la cama de un salto—. Te doy veinte minutos, Siroco. Si no te veo en la cocina para entonces, vendré a buscarte y te llevaré allí por una oreja.


—Me encanta esa manía tuya de dormir con la camiseta de Bravío; sobre todo porque llevas la del número uno.


Me carcajeé.


—Das asco, campeón. Mueve tu trasero, que este fin de semana te toca trabajar y el trabajo comienza ahora. Desde este instante tienes que demostrar que continúas siendo el número uno.


—Puedo demostrarte... —empezó a decir, rodando sobre la cama para insinuar su cuerpo desnudo debajo de la sábana.


—¡Arriba, Pedro! —chillé interrumpiéndolo.


—Eres peor que mi padre, David, Toto y Pablo juntos. ¡Bien! ¡Ya mismo me levanto! —exclamó y saltó desnudo de la cama, para enseñarme su perfecto trasero, que movió bromeando de camino a la ducha.


—No tienes vergüenza, campeón. —Reí.


Él se rio conmigo y prosiguió su camino al baño mientras yo daba la vuelta para dirigirme a la cocina.




CAPITULO 130




Sus brazos me estrecharon todavía más y, aun así, sentí vértigo, un vértigo que nada tenía que ver con la altura a la que nos encontrábamos. Mi historia con Pedro me había caído encima como una de esas grandes olas que surfeaban algunos locos en Australia, en Superbank.


—Andando, te enseñaré el resto. Subamos.


Me dio un último beso rápido para, a continuación, guiarme de regreso al interior del apartamento. Llegamos hasta el recibidor y nos montamos en el ascensor que conectaba las dos plantas.


La cabina era pequeña y completamente espejada, por lo que Pedro y yo nos reflejábamos eternamente desde todos los ángulos.


A nuestro reflejo en el lado derecho de la cabina, el lado que yo ocupaba, él le sonrió.


—Me veo bien a tu lado —bromeó.


—Sí, te favorece estar de pie junto a mí; hago que parezcas más alto de lo que eres.


—No me refería al aspecto físico —me miró a los ojos a través del espejo —, me veo diferente.


Las puertas se abrieron, interrumpiendo el momento.


—Es por aquí. —Apuntó con la cabeza hacia fuera; tomándome de la mano una vez más, me sacó del cubículo—. Abajo hay dos habitaciones, pero aquí está la principal; hay otro cuarto más y el gimnasio. —Pedro apuntó con una mano, la que sostenía la mía, hacia la derecha—. Allí está el gimnasio y por aquí hay una sala de estar que da acceso a la terraza.


Giré sobre mis talones bajo su dirección y di con un ambiente creado por una caja de cristal, esto es, techos y paredes, que daba a la terraza y a una vista panorámica todavía más amplia que la de la planta inferior; simplemente quitaba el aliento.


—Ven, te mostraré la habitación principal; luego, desde allí, saldremos a la terraza.


Tomamos el pasillo hacia la izquierda.


Pedro empujó la primera puerta; era un cuarto amplio, también con vista a la terraza, a las laderas que desembocaban en el puerto y al increíble cielo azul.


Retomamos nuestro andar para dar de frente con la entrada de puerta de doble hoja que daba a la habitación principal.


El campeón me guiñó un ojo antes de abrir ambas partes de la puerta.


Ante mí quedó una habitación de proporciones estupendas, luminosa, clara por todas partes: las paredes, los suelos, la madera de la cama con reminiscencias asiáticas, igual que las mesitas de noche, el cubrecama y los almohadones. Incluso el enorme cuadro que colgaba en la pared sobre la cabecera, de todo su ancho y casi alto hasta el techo, era blanco con unas pinceladas rústicas de lo densas que eran, en tonos no más oscuros que los del marfil.


Había un rincón con un par de sofás también color marfil, un par de lámparas muy modernas de metal plateado y nada más. El resto de la decoración de la estancia la aportaba la vista que se veía por el ventanal que daba a la 
terraza.


Al fondo de la habitación había una puerta.


—¿Te gusta?


—Con esas vistas, dudo de que pueda pegar un ojo aquí —comenté señalando hacia los ventanales con la cabeza.


—Ojalá lo que te desvele por las noches no sea la vista —tocó mis labios con los suyos—, sino otra cosa. —Rio—. De todas formas, de noche es increíble.


—Me lo imagino.


—No tendrás que imaginarlo por mucho tiempo, porque esta noche dormirás aquí conmigo.


—Creo que podría acostumbrarme a eso de dormir aquí contigo. —Me colgué de su cuello y comencé a besarlo—. Me gusta tu cama. Parece confortable. —Apreté su labio inferior entre los míos.


—Lo es. —Una de sus manos se coló por la espalda de mi camiseta, la otra bajó hasta mi trasero—. También aquellos sillones. —Apuntó hacia el fondo de la habitación, donde estaban las otras tres piezas de mobiliario además de la cama y las mesitas de noche; dos sillones y una pequeña mesita auxiliar—. Y la piscina está allí fuera, está climatizada. ¿Eso te dice algo?


—¿Que no pasaré frío? —le contesté, regalándole una sonrisa pícara.


—De que no pases frío ya me ocuparé yo. ¿Quieres verla?


—¿El qué? —pregunté confundida; la cabeza me daba vueltas por culpa de la cercanía de su cuerpo. Cuando su perfume se metía así de reconcentrado en mis pulmones, no podía pensar en nada más que en él.


—La piscina —contestó entre risas.


—Si no queda más remedio —dije abriendo los ojos.


Pedro me dio una palmada en el culo.


—No te arrepentirás. Lo prometo.


Revoleé los ojos.


—Ok, muéstrame la piscina.


Mis pies dieron tumbos detrás de los suyos. De pronto no necesitaba más que besarlo, que estar con él muy pegada a su piel. No sentía que dependiese de nada más en este mundo que de su proximidad, ni siquiera del oxígeno.


Fácilmente su energía podía convertirse en la mía y sus besos, en mi oxígeno.


Salimos a la terraza, que era una mezcla entre un toque provenzal y modernidad extrema.


Había un par de tumbonas en tonos marfil; del mismo color era la sombrilla, la mesa con sillas, las velas repartidas por todas partes, situadas dentro de jarrones de cristal, y las dos hamacas.


La piscina estaba a un lado, elevada a quizá media docena de escalones de madera. Era mucho más grande de lo que creí que sería y quedaba en parte al abrigo de una pérgola, rodeada de los techos de tejas de las habitaciones y el gimnasio. El espacio fluctuaba con suavidad entre la edificación y el paisaje, con un gran pico a nuestra izquierda y la bahía a la derecha. Toda la escena, simplemente, quitaba el sentido.


Pedro me abrazó por la espalda.


—Aquí tendremos espacio suficiente para ser solamente nosotros dos. Eso suena bien, ¿no?


—Suena perfecto.


Pedro besó mi cuello.


—No te haces una idea de lo feliz que me hace tenerte aquí.


—Y tú no alcanzas a imaginar lo feliz que me siento de estar aquí.


—Creo que puedo hacerme una idea. En este momento me siento igual que cuando estoy dentro de mi automóvil en la parrilla de partida, esperando a que el semáforo se apague para salir quemando ruedas. La adrenalina que corre por mis venas es incontrolable y creo que, si me tomasen el pulso ahora, me enviarían directo al hospital... y lo peor del caso es que esto no dura como en la salida, unos pocos segundos, sino que es una constante. Una constante desde que te besé debajo del podio en España. —Pedro se curvó sobre mí, encerrando mi cuerpo dentro del suyo—. Jamás había sentido nada semejante. —Rio manso sobre mi oreja derecha—. Tengo la impresión de que, de ahora en adelante, las carreras me aburrirán.


—Eso no me lo creo.


Besó mi mejilla.


—Me hará muchísimo más feliz saber que estarás esperándome en la meta, debajo del podio, para besarte cada vez que gane.


—Allí estaré, pero debes prometerme que me besarás muchas veces más.


—Lo prometo. Es más —me hizo girar entre sus brazos para que quedásemos frente a frente—, empezaré ahora mismo.