lunes, 25 de marzo de 2019

CAPITULO 43




Él tenía la capacidad de ser muy locuaz sin pronunciar una sola palabra: su mirada rígida, sus manos crispadas, su musculatura tensa... Definitivamente su cuerpo no necesitaba un traductor. La dijese en catalán, español, inglés o en el idioma que fuese, la palabra arrepentimiento estaba allí en él, escrita del modo más claro posible.


A veces quieres que alguien te vea y luego te arrepientes; no pude culparlo por eso, ni por nada más.


Retrocedí e intenté recomponerme; no me sentía herida ni engañada, sólo confundida por él, desconcertada por lo que corría a toda velocidad dentro de mi cerebro.


Supe que se me pasaría y, de cualquier modo, en ese momento no podía lidiar con absolutamente nada, ni siquiera con tenerlo delante; era demasiado, tanto que deseé salir corriendo y si no lo hice fue porque no quería hacer un drama de lo sucedido, porque mi trabajo me gustaba, quería volar a China, quería verlo ganar allí y quería seguir descubriendo ese mismo mundo en el que él vivía.


Decidí que dejaría pasar lo ocurrido. Un beso no era gran cosa, ni siquiera cuando es increíblemente bueno.


—¿Le digo a Suri que lo prepare otra vez? —Con el mentón apunté en dirección a la mesa.


Pedro negó con la cabeza.


—Bien. —Me aclaré la garganta otra vez; no resultaba nada sencillo continuar observando el arrepentimiento que destilaba todo su ser—. Ok, mejor me retiro. Tengo mucho trabajo y tú... Nos vemos —solté finalmente, y me largué sin que él tuviese siquiera la intención de detenerme con un parpadeo.


Prácticamente corrí de vuelta a la cocina.


Suri me preguntó qué había dicho Pedro, por lo que pasé por un filtro lo sucedido en la autocaravana y le conté que se había dado cuenta de que el almuerzo no lo había preparado él y que no le había hecho ninguna gracia; añadí que, si no quería que renunciara a ese trabajo, no volviese a obligarme a prepararle la comida al campeón. Así lo llamé, «el campeón», para volver a poner las cosas en su sitio, para llevarlas de regreso a la realidad... porque sí, Pedro era real, de carne y hueso, un hombre, pero no por eso dejaba de ser el quíntuple campeón del mundo, un tipo con muchas habilidades, un poco de malos modos, quizá demasiada soberbia, una dosis de machismo y, sobre todo, una novia y una vida con las que yo no tenía nada que ver, y de la que ni siquiera sabía, puesto que mi existencia coincidía con la suya sólo en momentos muy puntuales y sin verdadera importancia.


La bandeja que le había llevado regresó a la cocina casi intacta y, eso fue definitivo para mí para volver a ponerme en mi sitio


Durante el resto de nuestros días en España, evité estar en contacto con él; es más, ni siquiera volví a pasar por los boxes, pues lo que menos me apetecía era perder mi trabajo, que no era exclusivamente eso, sino una de las más grandes aventuras de mi vida, por algo que en realidad no existía.


Me convencí de que Pedro simplemente me atrapaba porque no podía comprender cómo un hombre que era un icono, casi una leyenda viviente, tenía un trasfondo tan incompatible con lo que yo imaginaba que podría ser alguien a quien admirase tanto como lo admiraba a él como conductor de la categoría.


Sólo lo había idealizado, y él no tenía por qué ser lo que yo quería que fuese. Pedro, simplemente, tenía todo el derecho del mundo a ser un asco de persona y al mismo tiempo ser uno de los mejores pilotos de nuestra época




CAPITULO 42




Debía moverme de allí, pero no quería. No podía y sentía que no debía, porque no me lo perdonaría en la vida, así como tampoco me perdonaría hacer lo que sabía que estaba a punto de suceder. Sabía que me besaría y quería besarlo, o al menos eso suponía mi cerebro... y es que, el modo en que me miraba, la forma de la sonrisa en sus labios... Mi pulso se aceleró, obviando los cuestionamientos de mi mente.


Su brazo derecho me rodeó para llegar hasta mi nuca.


Por una facción de segundo, todos mis músculos se aflojaron, soltando los huesos de mi esqueleto, y casi quedo convertida en un saco sin forma sobre el suelo.


Me reavivó el tacto de su mano contra mi cabeza, sus labios moviéndose hacia mí y sus ojos sonriendo.


—Para que termines de convencerte de que soy real —declaró, y entonces sus labios, en una mueca deliciosa, hicieron contacto con los míos con la suavidad y la delicadeza supremas y expertas de quien controla con maestría un vehículo a trescientos kilómetros por hora por una pista demasiado angosta y peligrosa.


Su boca se deslizó sobre la mía de un lado a otro y por poco me da algo.


Eso sí que era muy real: su nariz sobre mi mejilla, sus labios contra los míos, su respiración haciéndome cosquillas, su mirada infinita y afilada, la cual planeaba no permitirme escapar.


¡Qué importaba si no probaba mi comida! ¡Qué más daba si había ganado cinco campeonatos mundiales! En ese instante tan sólo éramos él y yo, un hombre y una mujer, nada más.


Sus labios se movieron en sentido contrario para acariciarme otra vez.


Las curvas de sus labios eran todavía más peligrosas que las que él tomaba a toda velocidad.


Su boca era suave, carnosa, ligera... y no pude pensar en otra cosa que no fuese tenerla presionando contra la mía, o incluso sobre mi cuello; a decir verdad, sobre cualquier otra parte de mi cuerpo también hubiese estado bien.


Sin que me diese cuenta, mi puño se desplegó sobre su cuello y así mi piel hizo pleno contacto sobre la suya. Ésta era suave, pero, lo que había debajo, firme como el acero y resistente como la fibra de carbono.


Ni el más descabellado de mis delirios hubiese creído eso posible.


¿Por qué sucedía?


¿De verdad me planteaba preguntarme el porqué, en vez de disfrutarlo?


La mano de Pedro, al infiltrarse en mi cabello sobre mi nuca, me impidió seguir pensando y se lo agradecí. No era momento de reflexionar, sino solamente de sentir, de dejarse llevar.


Pedro soltó mi muñeca para así permitirle a mi brazo enredarse en su cuello.


Era agradable que fuese más alto que yo. Su estatura era perfecta para mí, aunque quizá la mía no fuese suficiente para él.


Aparté aquel pensamiento a un lado cuando sus labios apretaron y tironearon de un lado de mi labio superior.


Mi boca quedó entornada sobre la suya, atrapada y deseosa de más. No quería perderme su mirada en ese momento, pero su mano en mi nuca hizo que se me nublase la vista. Mis párpados cayeron, pesados.


Pedro apretó su boca sobre la mía. Que me comiese la boca era mucho mejor que que se comiera el maldito almuerzo que le había preparado. Si mi sabor era bueno para él, pues... ¡Su sabor! Su sabor irrumpió en mi boca cuando él decidió saltarse la delicadeza de antes para besarme con ganas; con esas mismas ganas que yo tenía de besarlo a él.


Nuestros cuerpos chocaron mientras su lengua y la mía casi peleaban por tomar la primera curva en primer lugar. Salimos empatados; es que su beso iba a la par del mío y parecimos reconocer que ninguno de los dos tenía un motor más fuerte o un mejor diseño aerodinámico. Su ingeniero de pista debía pasarse datos con el mío y viceversa. Me sentí reflejada en él, en su deseo, en el modo en que pegó su musculoso cuerpo contra el mío, en el que yo prendí todas mis fibras contra él, sintiéndolo incluso a través de su gruesa bata y de mi uniforme del equipo.


Con el beso fue como si eclosionase entre nosotros una realidad distinta y, cuando su boca se movió sobre la mía ladeando mi rostro hacia el otro lado, terminé de perder la cabeza. Quería un beso así, para mí, para siempre.


Pedro podía tener muchos defectos, pero besar mal no era uno de ellos; todo lo contrario, besaba igual como corría carreras. En un par de segundos ganó sobre mí todos los campeonatos de la historia y no me molestó la idea de tener que subir al podio a entregarle su premio, a felicitarlo.


Su boca se detuvo entreabierta sobre la mía, jadeando, soltando la combustión de su cuerpo sobre mí.


Mi carburador, en ese momento, se recalentaba.


Pensé eso, pensé en él acariciando mi boca con su lengua y labios, y reí.


Eso era tan ridículo, tan increíble, tan irreal.


De pronto recordé dónde me encontraba, del cuello de quién estaba colgada, qué pecho latía contra el mío.


Cerré los ojos y lo vi en el habitáculo de su vehículo. Lo vi quitándose el casco para correr a besar a su novia. Lo vi pasando de mi comida y hablándome en un tono desagradable.


No quise arruinar el instante; sin embargo, todo eso, dentro de mi cabeza, hacía cortocircuito con el beso que justo acabábamos de darnos.


Pedro se apartó un poco y yo abrí los ojos.


Vi el fin de lo que nunca comenzó, allí mismo, en sus ojos celeste.


Quitó su mano de mi nuca y, con torpeza, y un poco de vergüenza, descolgué mi brazo de su cuello.


Retrocedió y se limpió los labios con una mano.



CAPITULO 41




Di un paso hacia atrás y él un par más hacia delante para alzar la campana de metal que cubría su comida.


Observó los platos con la campana en alto en su mano derecha. Vi su entrecejo fruncirse y a sus labios perder la fugaz sonrisa que me había dedicado.


—Esto no lo ha preparado Suri.


Lo vi olfatear la comida.


¿De verdad?


¡¿Cómo demonios podía adivinar que no la había preparado Suri?!


Giró su rostro hacia mí.


—¿Quién lo ha hecho? —Apuntó hacia los platos con la cabeza.


No pronunció aquello en un tono precisamente amable ni feliz.


Temí que la broma que pretendía gastarme Suri al mandarme prepararle la comida a Pedro nos costaría muy cara a ambos.


Ante mi falta de respuesta, Pedro tapó la comida.


—Sueles ser mucho más locuaz que esto.


Sin emitir palabra alguna, pasé frente a él con la intención de recoger la bandeja para quitársela de la vista lo antes posible; quizá todavía pudiésemos recomponer la situación.


Cruzando sus brazos entre los míos, tal cual había hecho con el carro en Baréin, asió la bandeja por detrás de mis manos y la incrustó otra vez sobre la mesa.


—¡No! —exclamó, y me llené de miedo; es que no tenía ganas de pasar un mal rato con él.


—Perdona, tendrás tu almuerzo antes de darte cuenta —le dije sin apenas levantar la cabeza. 


Me costaba mirarlo a los ojos y no tenía idea de dónde había salido aquello.


Apreté los dientes y lo enfrenté.


—Lo he preparado yo. Suri me pidió que lo hiciera; no creí que fueses a darte cuenta de que no lo había hecho él.


Abrió los ojos desmesuradamente.


—No es que quisiese engañarte, no era ésa la idea. La verdad es que lo he cocinado siguiendo al pie de la letra la receta de Suri; te juro que no he cambiado nada. Suri... él... fue una tontería. De verdad, no pretendíamos... Si no quieres comértelo, le diré a Suri que lo prepare de nuevo.


Intenté alzar otra vez la bandeja y él la aplastó de nuevo contra la mesa, tirando de mí hacia abajo.


Su costado quedó pegado al mío. Percibí su calor, su aliento a menta (debía de haberse cepillado los dientes un momento antes). Casi pude saborear su piel de tan cerca como lo tenía.


—Yo no he dicho que no quiera comer el almuerzo.


—Pero preferirías que yo no te preparase nada de comer. Está bien, lo entiendo. No lo comas. Disculpa, ha sido una tontería; no tardaré nada en traerte otro...


—Suelta —entonó como respuesta al tirón con el que pretendí alzar la bandeja de la mesa.


—Si no lo quieres.


—¿Acaso estás sorda?


—No, no estoy sorda.


—Entonces tienes algún otro problema; acabo de decirte que en ningún momento he hecho mención de no querer comer lo que tú has preparado; es que he visto que los platos están servidos de forma distinta a como los emplata Suri.


¿Hasta en eso se fijaba? No debió de sorprenderme saber que era obsesivo y detallista hasta ese extremo.


—No tengo ningún problema. El problema lo tenías tú en la cara al mirarme como si tu almuerzo, por no haber sido preparado por Suri, fuese un peligro para la humanidad; bueno, quizá la humanidad no te importe demasiado, solamente tu vida. —Quise morderme la lengua al oírme reaccionar así. Él provocaba que tuviese arranques de ese estilo y no me gustaba, no quería tenerlos, no quería tenerlos con él.


Solté la bandeja. Él hizo lo mismo. Los dos enderezamos nuestras espaldas.


Pedro se quedó observándome.


—Es lo mismo que te prepara Suri, lo juro. —Pedro continuó en silencio y yo simplemente deseé poder desaparecer de allí en un parpadeo. Debí moverme, caminar, salir... nada. 


Mis ojos continuaban pegados a los suyos.


—Todavía me miras como si no vieses a alguien real.


¿Qué tenía que ver eso con el almuerzo?


—No volveré a preparar ninguna de tus comidas —solté, y me di la vuelta para escaparme.


—Esta conversación todavía no ha terminado. —Una de sus manos pescó mi muñeca derecha, deteniéndome en seco; mis ganas de largarme de allí por poco me provocan que me dislocase un hombro—; de hecho, no terminará hasta que yo lo diga.


Giré un poco sobre mis talones, no quería enfrentarlo por completo.


—Suéltame.


—No tengo ningún problema con lo que cocinas.


—Bueno, eso en verdad no importa, porque Suri siempre prepara tus comidas. Yo me ocupo del equipo.


—¿Estás enfadada? ¿Hiere tu orgullo de chef que no coma tus comidas? — Entonó aquello con un cierto deje de sorna que, en vez de hacerme sentir lástima por el modo en que lo había tratado un momento atrás, me diesen ganas de darle una patada en la entrepierna.


Cuando me sonrió con suficiencia, todo empeoró.


—Eres un idiota —le espeté, y ya no hubo vuelta atrás.


Pedro se rio.


—Ahora me vuelves un poco más real —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.


—¿Alguna vez has chocado a mucha velocidad y te has dañado el cerebro o ya naciste así?


Pedro volvió a reír.


—Habré nacido así. —Tiró de mi muñeca hacia él, y con mi muñeca, del resto de mi cuerpo.


Bien podría haber opuesto al menos un poco de resistencia; él era mucho más fuerte que yo, pero ni siquiera me molesté en intentar evitar que acortase la distancia entre nosotros.


—Es gracioso poder mirar por encima de ti, divertido. —Sonrió y su mirada, en vez de bajar hasta mí, pasó por encima de mi corto cabello.


—¿Estás llamándome enana?


—Eres pequeña.


—Al menos no estoy rellena de estupidez, como otros. Dentro de ti parece caber mucho de eso. Y ya conoces el dicho: lo bueno viene en frasco pequeño.


Pedro se carcajeó.


—Nunca había oído eso.


—No importa; de cualquier modo, tus oídos parecen sufrir sordera selectiva.


—Te ofende que hable de tu comida, que hable de tu estatura...


—Insisto: parece que ni siquiera eres consciente de las palabras que salen de tu boca, más allá de las que debieran llegarte por los oídos. Es tan fácil hablar de los demás, criticar.


—No te estaba criticando. No te conozco, no puedo criticarte. Ni juzgarte; no lo hagas tú conmigo.


—Lo poco que me llega de ti no es precisamente... —Ante su sonrisa ladeada y una mirada amable, que hizo que sus ojos se viesen muy distintos, enmudecí.


Pedro pegó mi muñeca y antebrazo a su pecho. 


Mi mano, de costado y cerrada en un puño, tocó su cuello. Me estremecí al sentir su pulso en esa parte de su anatomía.


Su cuerpo se pegó más a mi lado derecho.