martes, 7 de mayo de 2019

CAPITULO 161




Pedro marcó el mejor tiempo en las pruebas libres de la mañana y, por la tarde, repitió con la misma confianza de siempre, demostrando que podía ser el mejor, el más veloz.


El sábado, otra vez de regreso en mi puesto de trabajo y después de una noche de viernes de compartir con familiares, amigos y también con el equipo las vivencias del día anterior, vi a Pedro quedarse con el primer puesto de la parrilla de salida de la carrera del domingo, que sería la última antes del receso de verano, para el que ya teníamos planes. Queríamos escaparnos a un lugar paradisíaco; cuando me mostró las fotos del sitio esa misma mañana, así dormida como estaba, pensé que eran dibujos, ilusiones de un lugar que no podía existir ni en sueños.


Pedro terminó la primera mitad de la temporada de un modo espectacular, ganando de forma aplastante y contundente, demostrando su eficiencia en la pista, por encima de todos los demás. Los dos monoplazas de Bravío tuvieron problemas con la secuencia de marchas; Haruki no pudo controlar su coche y llegó en quinto lugar, mientras que Pedro se las arregló no sólo para mantener su puesto conduciendo en esas condiciones, sino que, además, le sacó al segundo clasificado una diferencia de más de cinco segundos.


Así, Pedro compartió su podio con los dos jóvenes pilotos de un equipo que desde hacía un par de carreras iban en alza.


Eso no privó al equipo de celebrarlo, puesto que en el aire ya se respiraba aroma a vacaciones.


Mónica no volvió a ser tema de conversación ese fin de semana y, si bien después del suceso del viernes Pedro me pidió disculpas por ella, la italiana no volvió a molestarnos o a hacerle preguntas fuera de lugar a Pedro, ni a insinuar
nada. Pedro me dijo que ella ni siquiera había intentado acercársele más allá de lo que los unía en lo laboral, y eso fue un alivio.


Fue así, con Pedro liderando el campeonato por una diferencia muy cómoda y con nosotros dos muy unidos, cómo terminamos la primera parte de la temporada.





CAPITULO 160




Un ejército formado por gente del equipo llegó para asistirnos. Lo agradecí porque, por mi cuenta, jamás hubiese sabido cómo salir de allí dentro, si es que no tenía ni la menor idea de cómo soltar los cinturones de seguridad, pese a que me habían explicado cómo hacerlo (lo cual no era muy seguro y responsable por mi parte).


Pedro salió del interior del habitáculo antes que yo y, después de que liberasen mi cuerpo, fue él quien me tendió una mano para ayudarme a salir.


La adrenalina en mí era tanta que, al poner los pies fuera del biplaza, sentí que debía correr y saltar pese a que las rodillas me temblaban. Pedro tenía su casco todavía puesto, y yo también; lo miré a los ojos y liberé el gran abrazo que quería darle, saltando sobre él para colgarme de su cuello.


No quedó fotógrafo que no aprovecharse para registrar el momento; sin embargo, eso no me importó lo más mínimo; no pensaba guardarme todo lo que sentía.


Después de mantenerme apretada contra su cuerpo riendo de felicidad, por lo que sentí su cuerpo temblar de la manera más agradable contra el mío, Pedro me bajó al suelo.


Fotos, flashes y más fotos mientras me ayudaban a quitarme el HANS y el casco, y luego comenzó el circo: los encargados de relaciones públicas del equipo nos acompañaron hacia el vallado para que nos entrevistaran.


Las preguntas fueron diplomáticas y acotadas a las vueltas que habíamos dado en el circuito, a toda la experiencia. Lo más atrevido que nos preguntaron fue dirigido a Pedro; un periodista compatriota suyo le planteó cómo se había sentido al llevar a su prometida en el asiento trasero.


—Increíble —fue su respuesta.


Y entonces nos movieron para plantarnos frente a ella.


Sus ojos se lanzaron directos a mí, cargados de una mirada asesina que por poco me hace retroceder. Resistí y, de la mano de Pedro, nos acomodamos frente a Mónica. Su mirada pasó del odio a la adoración cuando dirigió el rostro hacia Pedro. Sonrió al campeón y fue imposible no notar el amor en sus gestos, si bien hubiese preferido no verlo. Por un instante pensé en lo angustiante que debía de ser estar en su posición. Me dije que, si Pedro rompiese conmigo, no tendría la fuerza o la valentía suficientes como para enfrentarme a él y a su prometida, por más que se tratase de una obligación laboral. Me imaginé a mí misma con el corazón partido por él, por saber que él no sentía lo mismo que en ese momento sentía por mí.


Me dio lástima, pero, acto seguido, cuando Mónica lo saludo y él le devolvió el saludo con una inmensa sonrisa y ojos cálidos, me atacaron los celos. En el modo en que la miraba Pedro no había amor romántico, pero sí los restos de años de compañía, lucha y logros juntos. Ellos dos se conocían muy bien y habían sido compañeros mucho tiempo, demasiado, y por más que me amase, nada podía mandar al olvido lo que habían vivido juntos. Entendía que era infantil desear que él no pensase en ella con cariño, respeto y reviviendo todos los esfuerzos y sacrificios compartidos; sin embargo, me molestaba porque, en un parpadeo, comencé a sentirme invisible. La mano de Pedro continuaba sobre la mía, pero su atención estaba completamente centrada en ella.


Mónica le había preguntado algo, no tenía ni idea de qué, y él le contestaba con entusiasmo y soltura, del mismo modo en el que se habían hablado siempre, como si nada hubiese sucedido.


Intenté mantener la sonrisa de un momento atrás y no lo conseguí; mis mejillas se aflojaron y percibí que se escurrían hacia abajo por mi rostro, por miedo e inseguridad.


Allí estaba Mónica, la de siempre, esbelta, con la melena al viento e impecablemente vestida, maquillada y con sus uñas cuidadas. Yo continuaba enarbolando la misma simplicidad de siempre, con las uñas sin esmalte, apenas un poco de máscara de pestañas y ese cabello tan corto que ni siquiera necesitaba peinar.


Pedro le contestó algo que no llegué a escuchar y entonces Mónica movió su micrófono en mi dirección. El objetivo de la cámara siguió el movimiento de su mano hacia mí.


—De modo que eres muy valiente.


Percibí el sarcasmo en su voz. Imaginé que a los televidentes tampoco les habría pasado por alto la animosidad en el modo en el que se dirigió a mí.


Pedro intentó mantener la sonrisa al girarse en mi dirección.


—¿Qué has sentido al correr por el circuito con el campeón?


El campeón, no mi prometido; su elección de palabras no debió de ser al azar.


—La experiencia ha resultado increíble; la velocidad, el automóvil y el circuito ya de por sí son algo impresionante, y saber que tu novio va al volante lo hace todavía más emocionante.


Del rostro de Mónica se esfumó la sonrisa con la que me hacía frente.


—Los dos lo hemos disfrutado mucho —añadí. 


Era un duelo de miradas.


—Sí, ha sido fantástico. Estoy agradecido de haber tenido la oportunidad de compartir esto con Paula. Los dos le damos las gracias al equipo por habernos brindado la oportunidad de disfrutar estas vueltas, que han sido apasionantes.


—Entonces... —Mónica movió el micrófono otra vez en mi dirección—. ¿Te han dado permiso para salir de la cocina para este evento o ya no trabajas para el equipo? ¿Tus servicios ya no son requeridos por Bravío?


Pedro por poco se le desmiembra toda la columna por girarse a mirarla con furia en los ojos, la misma con que entonó su nombre.


—Mónica, toda la escudería adora a Paula... dudo de que alguien en su sano juicio crea que puede prescindir de sus habilidades y, sobre todo, de su presencia. Desde el director de equipo hasta los mecánicos, Paula ha sabido
ganarse el corazón de todos con gestos amables, con buen humor y brindándoles su amistad; por eso, cuando se habló de traer el biplaza para este evento, su nombre surgió de los labios de casi todos en Bravío. No se trata de que le hayan dado permiso para abandonar por un día su trabajo, en el que es realmente buena y por el que todos en el equipo la respetan, sino que se trata de un gesto de cariño, porque todos consideraban que se lo merecía. Ojalá pudieses comprender la diferencia.


Pedro me apretó todavía más contra su cuerpo y depositó un dulce beso sobre mi frente, sonriendo otra vez.


—Y sí —comenzó a añadir—, Paula es valerosa, fuerte, decidida, amable, divertida y espontánea, por eso no se ha privado de disfrutar la experiencia gritando de emoción. Han sido las mejores vueltas de mi vida en un Fórmula Uno. Creo que nunca me había sentido tan bien al volante, tan feliz o tan libre.


Muchos reporteros rieron, extendiendo sus micrófonos hacia mí.


—¿Planeas hacer carrera como piloto en alguna categoría?


—¿Hasta cuándo te quedarás en Bravío?


—¿Cómo es tu relación con el equipo?


—¿Algún otro equipo te ha ofrecido trabajo?


—¿Cuándo contraeréis matrimonio?


Las preguntas comenzaron a caer sobre nosotros por docenas. La rueda de prensa había perdido el orden y la gente de relaciones públicas y publicidad no conseguía reconducir la situación, porque los periodistas estaban muy sonrientes y animados después de las declaraciones del campeón.


Mónica fue literalmente tragada por sus compañeros de profesión, por lo que no pudo preguntarnos nada más o, mejor dicho, fastidiarnos más, y, además, en su rostro vi que no le quedaban ganas de decir ni media palabra.


—¿Volveréis a repetir la experiencia? —soltó alguien en un inglés con un acento muy italiano.


—¡Ojalá! —soltamos Pedro y yo a coro.


Mónica desapareció, entonces sí, llevándose a su cámara consigo. El resto de las preguntas de los periodistas fueron diplomáticas; alguno que otro intentó infiltrar cuestiones algo más personales, pero Pedro, que tenía sobrada experiencia en eso, lo manejó con mucha maña. Con el correr de los minutos pude relajarme y, al final, terminamos los dos hablando de la experiencia frente a las cámaras como si estuviésemos conversando con amigos, como si compartiésemos con ellos esa vivencia que ninguno de los dos olvidaría jamás.





CAPITULO 159




Pedro me ayudó con los auriculares y la capucha ignífuga. Pablo, que había estado sosteniendo en sus manos mi casco, me asistió para colocármelo mientras Pedro se preparaba. 


Sosteniendo mi cabeza por el casco, el director
del equipo me colocó el HANS y lo fijó al mismo.


El hecho de que iba a dar unas vueltas al circuito en un Fórmula Uno conducido por Pedro se volvía cada vez más real, más palpable.


Los fotógrafos, cámaras y periodistas no se perdieron ni uno solo de nuestros movimientos mientras me instalaban a mí en la parte trasera del vehículo, en un espacio que resultaba minúsculo hasta para mi tamaño.


Comencé a sudar y a preguntarme cómo hacían los pilotos para soportar eso durante al menos una hora y media.


Pedro se acomodó frente a mí mientras los mecánicos e ingenieros pululaban a nuestro alrededor terminando de instalarnos todas las piezas de protección y conectarnos a todos los cables; el principal, el que me regaló la voz de Pedro y la de Toto, ambos preguntándome si los oía alto y claro y si estaba cómoda.


—¿Cómoda? Me siento como una sardina, muchachos.


Toto se carcajeó de mí.


—Tranquila, petitona; cuando lo ponga en marcha ya no te sentirás como una sardina.


—Te sentirás como en un cohete espacial —acotó la voz de Pablo. Los había visto a él y a Toto alejarse hacia el pit wall, pero con la cabeza de Pedro por delante de mí, no alcanzaba a verlos allí sentados, hablándome.


—Recuerda no vomitar, Paula —me dijo Toto.


—Púdrete —le contesté en broma, falsamente enojada.


Fue el turno de Pedro de reír.


—Muy bien, campeón; acaban de darme el aviso de que tienes la pista toda para ti. Acaban de anunciarlo, así que la gente os espera allí fuera. Cuando quieras, la pista es toda tuya; repito: pista abierta, podéis salir cuando queráis —informó Pablo a Pedro, y yo también lo oí en mis auriculares.


—Ok, entendido —contestó—. ¿Estás lista, petitona?


—Todo lo que puedo estarlo.


Pedro rio suavemente otra vez.


—Muy bien, amor, allá vamos. Toto, estamos listos. Cuando tú me dejes, me voy de paseo con mi novia.


—Ahhh, los dos tortolitos —canturreó Toto, y la comunicación hizo un par de clics y chisporroteó.


De refilón vi a un par de mecánicos alejarse de nosotros, llevándose consigo las fundas que mantenían calientes los neumáticos.


—Listos para partir —anunció la voz de Toto, y entonces, con un gruñido ronco e increíblemente potente, el biplaza comenzó a vibrar. Lo sentí vivo a lo largo de toda mi columna, en mi abdomen, en la parte superior de mis muslos, en los latidos de mi corazón.


Se me escapó un estúpido grito de emoción que no conseguí contener.


—¿Te gusta? —quiso saber Pedro, con la voz llena de emoción y orgullo.


—Esto es increíble —jadeé extasiada.


Pedro aceleró el motor sin que nos moviésemos de nuestro sitio y los rugidos por poco me lanzan a la estratosfera por la emoción.


—Ok, chicos. Nos vemos luego —entonó Pedro.


El mecánico, que estaba situado al lado del morro del vehículo manteniéndolo en alto, lo bajó y se apartó, llevándose consigo el carrito.


—¿Nos vamos, petitona?


—Cuando quieras, Siroco.


Vi el pulgar de Pedro apenas asomar por el lado derecho del automóvil.


No pude ni parpadear una vez más antes de que Pedro avanzara con el coche. Nos movimos despacio hacia fuera del box, muy a ras del suelo. Parecía completamente increíble estar viéndolo todo desde ese ángulo, desde esa posición. Mis ojos no daban crédito y mi corazón no se sentía demasiado capaz de soportar tamaña emoción.


Con el controlador de velocidad, el Fórmula Uno avanzó por la calle de boxes con un ronroneo contenido de fiera enjaulada que espera a ser liberada a su máxima expresión.


El semáforo de la salida de boxes nos daba vía libre allí delante, al final de la calle.


—Recuerda que te amo —me dijo Pedro cuando nos acercábamos al final de la línea de edificios.


Entendí que lo decía en broma y para advertirme de que estaba a punto de acelerar.


—Ok, ok —le contesté con voz tímida—. Lo recordaré, tú acelera.


—Te prometo que eso haré. —Rio—. Sostente fuerte.


Contuve el aire justo a tiempo. Cruzamos la línea del final del box y Pedro aceleró considerablemente para tomar el camino a la pista, pero no fue hasta que dimos de frente con el circuito que no experimenté realmente lo que significaba la velocidad desde allí dentro.


Grité de felicidad, sin importarme a cuántos ingenieros o mecánicos dejara sorda. Pedro rio con ganas y pisó el acelerador todavía más al tomar la recta.


Eso era absolutamente increíble.


Una curva a la izquierda y pensé que nos iríamos al pasto y a continuación contra la pared. Otro tramo y una curva hacia el otro lado. Los tirones en mi cuello por la fuerza eran impresionantes, y de las aceleraciones para qué hablar: sentía como si estuviesen aplastándome contra el asiento y, aun así, eso era lo más excitante y estupendo que había hecho en toda mi vida, y no lo olvidaría jamás.


Oí a Pedro y a Toto intercambiar información; después Pedro volvió a preguntarme si me encontraba bien. Cuando le contesté que perfectamente, que eso me encantaba, me respondió que al empezar la siguiente vuelta aceleraría de verdad, porque la vuelta anterior sólo había servido para acabar de darle temperatura a los neumáticos.


Y eso fue lo que hizo. El mundo a los lados del vehículo dejó de ser algo preciso para pasar a convertirse en pantallazos mezclados con adrenalina y una pizca de temor que no hizo más que volverme todavía más loca de felicidad. Pedro iba hablándome, explicándome lo que hacía al tomar tal o cual curva o el porqué de si se tiraba hacia un lado o al otro de tal o cual recta... El pobre intentó indicarme qué había a cada lado de la pista, como si eso fuese un paseo turístico, pero yo no conseguiría recordar nada de eso, solamente su voz, el calor de nuestros cuerpos allí dentro... la velocidad, el viento dando contra mí, él... Siroco, mi Siroco.


Fueron las diez vueltas más estupendas del universo y, por mí, podrían haber sido muchas más. No grité de miedo, sino para dejar escapar un poco toda la alegría y la energía de la que Pedro me proveyó al llevar el automóvil al máximo por cada curva y cada recta, deleitando a los espectadores.


Si es que incluso tuve ganas de bailar y de saltar dentro del biplaza.


—Se terminó, petitona. Lo siento. Prometo intentar llevarte de paseo alguna otra vez —me anunció Pedro tomando la entrada a boxes.


—¡Mil gracias! ¡Gracias! Ha sido estupendo, Pedro. Demencial y, a la vez, increíble; he adorado cada segundo. Te amo; gracias por esto, campeón.


—¿Has oído eso, Toto? Nos debes a los dos una cena. Puedes ir diciéndole a Ilse que esta semana vamos a ir los dos a comer a tu casa.


Toto rio.


—Campeón, sabes que mi esposa cocinará para ti cuando tú quieras. De acuerdo, he perdido, no ha devuelto sobre tu espalda —dijo Toto fingiendo voz de desahuciado.


—¡Toto! —chillé a sabiendas de que podía oírme.


—Estamos todos muy orgullosos de ti, Paula —entonó éste.


—Gracias por esto a todos; de verdad que ha sido una experiencia alucinante.


—Por aquí todos nos sentimos muy felices de que lo hayas disfrutado — sonó la voz de Pablo por los auriculares. Una pausa—. Excelentes vueltas, campeón.


Entramos en la calle de boxes propiamente dicha y entonces vi a todo el equipo y a los periodistas esperándonos.


—Gracias por esta experiencia, Pedro. De verdad que ha sido increíble. — Me estiré todo lo que pude para intentar llegar con mi mano a él; Pedro alzó la suya hacia atrás y las puntas de nuestros dedos enfundados en guantes se rozaron.


—Gracias por regalarme este momento, petitona. Quién me hubiese dicho que un día llevaría a mi futura esposa en un biplaza de la categoría.


—Pues yo jamás soñé con enamorarme de un cinco veces campeón del mundo de la Fórmula Uno. Te amo, Pedro.


—No más de lo que yo te amo a ti, petitona.


—Ahh... pero qué tiernos —canturreó Toto, burlándose de nosotros; en respuesta, Pedro lo insultó en alemán en tono jocoso. Éste estaba exultante de felicidad y qué más podía pedir yo que verlo así de dichoso.


Los objetivos y los flashes nos rodearon por completo cuando Pedro detuvo el automóvil. No entraron el vehículo hacia atrás como solían hacer durante las pruebas libres, sino que lo dejaron delante de la entrada del box, imaginé que para que, allí mismo, nos sacaran algunas fotografías y nos entrevistaran.