miércoles, 15 de mayo de 2019
CAPITULO 189
Alcé la cabeza al oír a alguien aproximarse.
Era David, quien, con cara de cansado, me sonrió. En silencio, vino a sentarse a mi lado.
La noche se extendía allí fuera y yo tenía la impresión de que no habían pasado días, sino años, desde el accidente.
—¿Cómo está? —le pregunté. El padre de Pedro y él habían permanecido en su habitación hasta ese momento.
—Ahora duerme. Le dieron unos sedantes. Alberto se ha quedado con él; no quiere separarse de su lado. Le ha subido la fiebre. Creen que tendrán que volverle a operar la pierna; esperarán hasta el amanecer. Necesitan volver a estabilizarlo.
—¿Operarlo?
—Tranquila —David puso una de sus manos sobre mi antebrazo en el apoyabrazos del sillón—, todavía no se han rendido; continúan haciendo todo lo posible para salvarle la pierna.
—Solamente lo necesito vivo —balbucí y, para las últimas letras pronunciadas, se me quebró la voz.
—Lo sé.
—Quiero lo mejor para él.
—Sé que él también lo sabe, Paula. No te preocupes por lo que dijo. Todo saldrá bien.
Nos quedamos en silencio.
—Ojalá hubiese podido evitarle todo este dolor.
—No podías, no estaba en manos de ninguno de nosotros.
—Creo que ni siquiera soy capaz de ayudarlo a reponerse.
—Claro que sí. —Me dio un apretón sostenido en el brazo; inspiró hondo —. Conozco a Pedro desde hace mucho y jamás lo he visto tan feliz como desde que está contigo.
—Yo creo que, básicamente, piensa que este año se ha escapado completamente de su control.
—Por eso, ahora es más libre.
—Casi lo paga con su vida.
—No es culpa tuya.
—Si pierde la pierna... —Si le cortaban la pierna, entonces ese año sería una puta mierda para él y todo lo que vivimos, lo que él creyó que era mejor para él, lo que lo alejó del Pedro que solía ser, del Siroco que ganaba campeonatos y era implacable, del que estaba destinado a dejar su marca personal en la historia del automovilismo... todo eso pasaría a ser una puta mierda también. Si hasta lo imaginé deseando volver el tiempo atrás... ¿Le hubiese sucedido eso de estar todavía con Mónica, de haberme largado a casa después del Gran Premio de Australia, de haberle hecho caso a Tobías y renunciado a la categoría para, de una buena vez, dedicarme a abrir mi propio negocio y trabajar de lo que de verdad me gustaba?
Era probable que Pedro no hablase en serio cuando dijo todo lo que dijo; sin embargo, me sentía muy culpable y no tenía ni idea de cómo reparar lo hecho o cómo hacer para evitarle, al menos, un poco más de sufrimiento.
—No perderá la pierna. —Su apretón volvió a hacerse más firme—. Escucha, ¿por qué mejor no regresas al hotel e intentas descansar un poco? Prometo que te llamaré si surge algo.
—No puedo irme.
—Si no descansas, no podrás ayudarlo. Tienes que estar bien para eso y en este momento no lo estás. Tienes que dormir un poco, comer.
—No tengo hambre.
—Ve a descansar; mañana, después de unas horas de sueño, todo lo verás más claro.
—No sé si debo.
—Sí, debes. Duermes unas horas y regresas. Eres la que más horas ha pasado aquí. ¿Sabes una cosa? —Me sonrió—. Eres muy parecida a él, jamás te rindes. No necesitas agotarte así, no tienes que llegar al punto de romperte; todos hemos visto ya tu esfuerzo y sabemos que eres capaz de dar todavía mucho más. Eres fuerte como él y, al mismo tiempo, también continúas siendo humana y, si no vas a descansar, tú también terminarás ingresada aquí; ninguno de nosotros quiere eso.
—Es que...
—No te preocupes, no le diré a nadie que te has ido a dormir, no desvelaré tu secreto de que eres de carne y hueso y que necesitas unas horas para ti. — David rio para darme ánimo—. Anda, vete. Nos veremos por la mañana y verás que, entonces, todo estará mucho mejor.
David me convenció.
Un taxi me llevó al hotel.
Con la habitación a oscuras, fui desvistiéndome de camino al baño. Tomé una ducha, me preparé un té, comí un par de galletas de chocolate y me metí en la cama. Pese al cansancio, no fue fácil conciliar el sueño. Las palabras de Pedro continuaban sonando en mis oídos, y mi miedo, retumbando en mi corazón. Lloré mucho antes de que el sueño terminase por vencerme.
Cuando desperté era casi mediodía.
CAPITULO 188
—Alguien que yo sé despertará con una terrible contractura en el cuello y la espalda. Si me lo hubieses pedido, te habría hecho sitio en la cama.
Oí las palabras, pero, entre el sueño, la confusión y el dolor, no conseguí identificar aquella débil voz.
Me dieron un par de palmaditas torpes en la cabeza.
—Aquí, conmigo, en cada cama en la que despierte.
Imposible no identificar esas palabras.
De un salto, me enderecé sobre la silla y, sin querer, aparté su mano.
Pedro se quejó de dolor. Fui a rescatar su mano mientras lo miraba a los ojos.
—¡Pedro, has despertado!
—Bueno, eso espero. —Sonrió por debajo de la máscara—. Hola.
—¡Pedro! —No conseguí contener mi emoción y me lancé sobre él para abrazarlo—. Estás despierto. ¡Estás despierto! Has despertado —repetí riendo y llorando.
—Sí, aquí estoy, y me duele absolutamente todo. Tengo la impresión de haberme estrellado contra un muro a más de trescientos kilómetros por hora.
—Bueno, en realidad diste contra los neumáticos de contención... fue más o menos eso lo que te sucedió.
Pedro soltó unos quejidos y se movió un poco sobre el colchón; en verdad solamente fue como si intentase reacomodar su espalda; no podía moverse de su sitio, porque su cuerpo seguía sujeto por un montón de almohadones y correas.
—Me duele todo —gimió. Estiró un poco su brazo derecho, como en un intento de tocarse la pierna—. La pierna me está matando.
—Te la rompiste.
—La siento como si me hubiesen pasado por encima todos los coches de la categoría.
—Tienes suerte de estar vivo. Llevas días inconsciente.
—Esta cosa es muy incómoda. —Con la misma mano con la que había intentado tocarse la pierna señaló en dirección a su rostro.
—Es un respirador. Has tenido un par de problemas con los pulmones.
—Me duele el pecho —apretó los párpados y su boca se hizo un nudo de tan fruncida—, y la cabeza. En realidad, me duele todo y tengo sed, mucha sed.
—Llamaré a las enfermeras. —Hice el amago de salir a buscarlas, pero Pedro, con sus pocas fuerzas, se prendió de mi mano—. No, no, quédate conmigo. No quiero volver a quedarme solo. —Apretó los párpados una vez más—. Cuando vi que volaba directo hacia las contenciones... no pude hacer otra cosa que pensar en ti; no quería dejarte, no quería irme a ningún lugar en el que tú no estuvieses.
—Estamos aquí juntos. Estaré contigo todo el tiempo que me quieras a tu lado, Pedro. —Besé su mejilla y lo abracé.
—Por cierto, ¿dónde estamos?
—En el hospital, todavía en Japón. Hoy es jueves, llevas desde el domingo inconsciente.
—¿Y mi padre?, ¿y los demás?
—Anoche, cuando entré a verte, tu padre dormía en la sala de espera.
—Dios, lo que debe de haber sido esto para él. El pobre tuvo suficiente dosis de hospitales para toda una vida con mi madre. Quiero irme de aquí. — Hizo el amago de incorporarse. Se quejó de dolor; sin embargo, no sé cómo, consiguió despegar la espalda del colchón. Fue un instante, y vi su rostro agriarse por completo.
—Pedro... ¿estás bien?
—¿Qué le ha pasado a mi pierna?, ¿por qué está así? —jadeó con un tono de voz que me dio a entender que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico o algo así; varios de los aparatos a los que estaba conectado también acusaron su excitación.
—Te la rompiste.
—He visto piernas rotas con anterioridad... —Se puso pálido. Vi su cuello ensancharse cuando tragó.
Los médicos todavía no estaban del todo seguros de poder salvarla; las heridas no evolucionaban del modo esperado y Pedro todavía continuaba con fiebre. La carne tenía un color oscuro y las heridas seguían tan frescas como el domingo.
—Los médicos están haciendo todo lo que pueden, Pedro.
—¡¿Qué dices?! —rugió alterado.
—Es por la diabetes, cariño. Hacen todo lo que pueden; lo más importante aquí es tu salud, que puedas recuperarte.
Pedro entendió al instante lo que encerraban mis palabras.
—¡Yo no puedo recuperarme sin mi pierna! ¡¿Cómo se supone que voy a volver a correr sin mi pierna?! ¡No puedo perder la pierna! Tengo que ganar el campeonato, debo volver a competir. No puedo perder mi pierna. Tienen que poder curarla. ¡No puedo perder mi pierna! ¡No permitiré que me la corten, es mi pierna! Necesito volver a correr. Ellos no lo entienden, jamás lo entenderán.
—Pedro, cálmate; por encima de todo está tu salud y si tu pierna no...
Los aparatos que controlaban sus constantes vitales si dispararon, enloquecidos. El rostro de Pedro se empapó de sudor al instante.
—¡Tú no lo entiendes! ¡No puedo perder mi pierna! ¡No puedo, no puedo, no puedo! —gritó intentando levantarse de la cama—. ¡Sácame de aquí!
—Pedro, no puedes ir a ninguna parte en este estado.
—¡Ayúdame, no puedes permitir que me corten la pierna! ¡Ayúdame, sácame de aquí! —Empezó a tirar de la máscara del respirador.
—No, Pedro, no, no puedes quitártela. —Sus manos y las mías se enredaron en el forcejeo—. Pedro, por favor. No puedes quitarte la máscara y no puedes salir de aquí. De milagro no te hemos perdido, y no puedes arriesgarte a
perder la vida por no perder tu pierna. Hacen todo lo que pueden, hacen todo lo que pueden —repetí, todavía luchando con él para que dejase la máscara en su sitio.
—Si me dejas aquí, me la cortarán —lloró tirando de mis manos para que las apartase de la máscara.
—No, Pedro. —La mirada de terror que me dedicó me partió el alma—. No, amor, hacen todo lo que pueden. Nadie quiere que eso suceda.
—Por favor, ayúdame —me rogó sin dejar de llorar.
—No puedo sacarte de aquí, Pedro; lo siento.
—Ayúdame —lloró—. ¿Por qué no quieres ayudarme? Moriré aquí.
—No, Pedro —mis brazos temblaron ante su fuerza—, no morirás. Tienes que entender que todos aquí hacen lo posible por ayudarte.
Negó con la cabeza, con aquella mirada azul celeste suya, ahora anegada en pánico, desbordando lágrimas.
—Sé cómo es esto; ellos no entienden que mi vida es correr, que no podré seguir adelante con una sola pierna.
—Pedro, te prometo que harán todo lo posible.
—No es cierto —lloró—. Por favor, petitona, sácame de aquí, te lo ruego.
—Pedro, yo no haré eso. Te quiero vivo.
—No me hagas esto, por favor.
—No estoy haciéndote nada.
—Me abandonas —soltó hiperventilando.
—No, no te abandono.
—Me das la espalda.
—No, Pedro... —lloré con él.
—Si no vuelvo a correr, ya no seré nada.
—Claro que sí, continuarás siendo Pedro. Seremos nosotros dos con toda una vida por delante.
—¡¿De qué vida me hablas?! —berreó con el rostro empapado en lágrimas.
—Pedro...
—No soy nada sin esto.
—No puedes hablar en serio.
—No soy nada más que esto.
—No puedes pensar eso. Pedro eres tú y jamás dejarás de ser Siroco, aunque no corras, y, además, incluso en el peor de los escenarios... podrías correr igual.
—¡¿Explícame cómo demonios hará un lisiado para correr carreras y ganarlas?! ¡No quiero ser esa persona! ¡Quiero seguir siendo quien era antes del accidente! —Pedro apretó los labios; lágrimas, lágrimas y más lágrimas continuaban rodando por su cara, cuesta abajo, al igual que mi corazón—. No puedo creer que esto esté sucediéndome. Esto no puede estar sucediéndome; no puede ser cierto. Este año era un año perfecto. Todo debía salir bien, estaba todo calculado para que saliese bien, para que ganase el campeonato. —Tragó con dificultad—. Todo se descontroló, todo comenzó a ir cada vez peor. No se suponía que debía ser así.
Oír esas palabras emergiendo de sus labios me hizo sentir espantosamente mal. ¿Así de malo había sido su año?
—No puedo creer que esté pasándome esto —lloriqueó tapándose la cara con las manos—. Por Dios, no —hipó—. Ojalá pudiese volver el tiempo atrás. Quiero mi pierna. Quiero mi pierna. No puedo perder la pierna.
—Lo siento, Pedro.
Pedro apartó las manos de su rostro.
—No lo sientes; no tienes ni la menor idea de cómo es esto, no entiendes nada, no puedes entenderlo.
Cada palabra suya fue un disparo a mi corazón.
—Cúlpame a mí si quieres; sé que en este momento sólo buscas con quién descargar tu rabia, pero no digas que no lo siento, que no te entiendo. Yo te amo, Pedro, y verte sufrir me mata.
—Pues no parece que lo entiendas.
Me limpié las lágrimas de las mejillas.
—Si lo hicieras, me sacarías de aquí.
—Pedro, no digas tonterías.
—¡Lárgate!
—Pedro, por favor.
—Quiero a mi padre; tú no entiendes nada, él sí lo entenderá. Él sabe lo que es esto para mí. Tú no lo comprendes. Quiero mi pierna, necesito mi pierna. No puedo permitir que me la corten. ¡Lárgate! ¡Quiero mi pierna!
Pedro perdió el control otra vez, volviendo a intentar levantarse de la cama.
En esa ocasión, a tirones, se arrancó de su piel, de su carne, los contactos con las máquinas que vigilaban sus constantes vitales; incluso, pese a mis intentos por evitarlo, se quitó una de las vías y comenzó a sangrar. Pedro estaba completamente fuera de sí y, pese al accidente, quizá debido a ese ataque de ansiedad, o lo que fuese que estaba sufriendo, consiguió ser más fuerte que yo al luchar conmigo por levantarse de la cama sin parar de gritar que quería su pierna y que yo estaba dándole la espalda.
Las enfermeras llegaron justo a tiempo para ayudarme a devolver su espalda al colchón. Aparecieron los médicos y llegaron Martin, Alberto y David.
Pedro no paraba de gritar que necesitaba su pierna, que no podían quitarle su pierna, que sin su pierna no sería nada, porque no podría volver a correr.
Su diabetes se fue al demonio. Pedro se descompensó por completo y no sólo tuvieron que sedarlo, sino que, además, nos echaron a todos de allí porque estaba teniendo una crisis. Su corazón enloqueció y el oxígeno en su sangre bajó en picado.
Los médicos y enfermeras nos sacaron a todos, mientras Pedro continuaba gritando.
CAPITULO 187
Llegué del hotel después de haber ido hasta allí para darme una ducha y cambiarme de ropa, y me acomodé en mi sitio en la sala de espera. En ese momento allí no había nadie del equipo; sin embargo, los fans continuaba en la entrada.
Dejé mi bolso a un lado y me tomé un segundo para asimilar que estaba allí otra vez. Conté tres respiraciones con los ojos cerrados y, al abrirlos, vi a Martin de pie junto a la entrada.
—Hola, Duendecillo.
Me puse de pie y fui hasta él mientras él se acercaba a mí. Compartimos un abrazo.
—Vengo de verlo. Sigue igual. Todavía continúa con unas décimas de fiebre.
—¿La oxigenación?
Martin meneó la cabeza.
—Sin cambios.
—¿Su pierna?
Se encogió de hombros.
—¿Y Alberto?
—Cuando llegué lo convencimos con David para que fuese al hotel a descansar un poco.
—¿Hay alguien con Pedro ahora?
—No, sólo las enfermeras. —Martin me guio hasta las sillas—. Vino Mónica —comenzó a decirme cuando llegamos a éstas—. Estuvo un par de minutos dentro y se fue.
—Está bien. No soy tan obtusa como para impedir que lo vea.
—¿Pasarás la noche aquí?
Asentí con la cabeza.
—Bien, aquí me quedaré contigo.
—Gracias.
Martin me sonrió.
—¿Sabes una cosa?, ese idiota no nos merece. Lo que nos hace sufrir con esto... —bromeó.
Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Cómo podía ser que llorase una y otra vez, sin que se me acabasen las lágrimas.
—Despertará, ya lo verás. Despertará pronto, para fastidiarnos la vida con ese mal genio suyo.
—Adoraría poder padecer su mal humor en este instante.
Martin rio.
—Sí, claro, te entiendo; no eres la única.
—Necesito que despierte, Martin. Suena terriblemente egoísta, pero lo necesito conmigo. Lo quiero aquí.
—Todavía está aquí. No pierdas la esperanza.
—No quiero perderla.
—Justo ahora, antes de salir, se lo he advertido; le he dicho que, si no despertaba pronto, le arrebataría el campeonato. —Martin me guiñó un ojo—. Verás cómo despierta de un momento a otro.
—Entonces, seguro que despierta —le seguí la corriente.
—Sí, el muy jodido haría cualquier cosa con tal de impedir que le quiten el título de campeón.
Los dos nos forzamos en sonreír. Conversamos un poco más. Entré a ver a Pedro un rato, en él no había cambios. Su padre me reemplazó, luego Pablo, quien vino a despedirse porque ya no podía demorar más su partida; tenía que volar a España para reunirse con el resto del equipo.
David le hizo un rato de compañía, luego Martin otra vez y, como ya era tarde y el padre de Pedro se había quedado dormido sobre tres sillones, entré yo. Si no podía acostarme a su lado, al menos me sentaría allí, pegando lo más posible la silla a su cama.
Allí me quedé, sujetando su mano, intentando, con mi respiración, darle fuerza a la suya, hasta que el sueño me venció y me quedé dormida
Suscribirse a:
Entradas (Atom)