viernes, 10 de mayo de 2019

CAPITULO 172



Llamé a la puerta; sabía que estaba allí, pues en la recepción me habían dicho que había llegado un par de horas atrás, solo.


Pedro dejó el circuito sin avisarme. Cuando fui a su casa rodante, al finalizar mis obligaciones en la cocina, él ya no estaba allí. Su ausencia me provocó más temor, sobre todo porque no había tenido tiempo de escaparme para ir a verlo antes y, de lo sucedido, no habíamos tenido oportunidad de cruzar ni una palabra.


Al no obtener respuesta cuando fui a su autocaravana, me preocupé; intenté abrirla, y estaba cerrada. Estaba entrando en pánico cuando una de las chicas de relaciones públicas que justo pasaba por allí cargando unas bolsas con el logotipo del equipo me dijo que había visto a Pedro irse del circuito horas atrás.


—¿Estaba con su padre o con David? —le había preguntado al tiempo que descendía el par de escalones de la entrada.


—No, estaba solo, bueno, su chófer... pero no, iba solo.


Que Pedro se hubiese largado solo del circuito, sin Alberto, sin David, sin ni siquiera avisarme, no era buena señal.


Llegué al hotel en un minibús del equipo con el resto del personal que se había quedado trabajando hasta tarde en el circuito. Durante todo el camino me mordí mis casi inexistentes uñas.


Llamé a la puerta una vez más.


—¿PedroPedro, ¿estás ahí? Abre, por favor, necesito saber que estás bien. —Imprimí más fuerza a los siguientes golpes de mi puño—. Pedro, soy Paula. Abre, por favor. —Saqué el móvil y lo llamé al suyo una vez más. De nuevo saltó directamente el buzón de voz.


No llamé a su padre ni a David por teléfono, porque si Pedro se había ido solo del circuito era porque no los necesitaba rondando a su alrededor. Ya conocía de sobra la simbiosis entre esos tres y el modo en que se potenciaban, el modo en que, con ellos, Pedro, por encima de todo, era el campeón, Siroco.


Tras lo sucedido, imaginé que Pedro necesitaba tomar distancia de todo aquello.


Mis nervios se habían diluido un poco cuando, al llegar a la recepción del hotel, me informaron de que Pedro ya estaba en nuestro cuarto y que había pedido la cena hacía dos horas. Me ofrecieron pedir algo de comer, pero en ese instante apenas podía pasar saliva por mi garganta.


Al menos no había descuidado sus comidas y, por ende, su salud.


Pedro, abre la maldita puerta de una vez —solté alzando la voz y aporreando la puerta, todo al mismo tiempo. Si no abría pronto, les diría a los de recepción que interviniesen y me importaba una mierda si se montaba un escándalo—. Pedro Alfonso, abre la condenada puerta en este instante o la tiraré abajo. —Esperé pegando la oreja a la superficie de madera, sin conseguir captar absolutamente nada—. ¡Pedro! —chillé, dándole a continuación un par de puntapiés a la puerta—. Abre ya o todo el mundo se enterará de lo que sucede. Abre en este instante o haré que llamen a tu padre, que pidan una ambulancia y que avisen a todos los medios de comunicación. ¡Pedro! —solté desgañitándome y, al segundo, los ocupantes de la suite a mitad de pasillo abrieron la puerta para ver qué ocurría—. Te advierto de que los de la habitación de en frente ya han salido al corredor. Abre la puta puerta, que estoy preocupada por ti. No puedes dejarme aquí fuera. ¡Pedro! —exclamé sin bajar el tono de voz.


Oí un ruido, a continuación otro, y al final el cerrojo.


La puerta comenzó a abrirse.


—Mierda, Pedro —jadeé al ver su rostro enrojecido, sus ojos opacos y sus facciones sin fuerza—. ¿Estás bien? —le pregunté empujando la puerta para abalanzarme dentro de la habitación—. ¿Qué sucede contigo? ¿No oías cómo te llamaba? ¿Es que quieres matarme de un susto? —Lo enfrenté avanzando hacia él, y él, de espaldas dentro de la habitación en penumbras. La suite debía de estar iluminada solamente por la luz de la luna que entraba por la ventana—. ¿Por qué no me avisaste de que te ibas?, ¿por qué te fuiste solo?


Pedro retrocedió un paso para alejarse de mí.


Bajo la cabeza como si estuviese arrepentido o quizá avergonzado, y entonces lo vi cogerse la mano derecha, envuelta en una toalla, con la izquierda. La toalla blanca tenía manchas de sangre.


—¿Qué...? —Alejándome de él, fui hasta la pared para encender la luz. En cuanto le di la espalda a la pared y vi la suite, lo comprendí—. Pero ¿qué rayos ha...?


O había habido una pelea, o alguien había llegado aquí bastante furioso.


Pedro retrocedió otro paso en la misma pose.


—¿Te encuentras bien?


Los almohadones del sofá habían volado al otro lado de la sala de estar; el florero, que adornaba la mesa de centro justo delante de la entrada, ya no estaba en su sitio, sino en el suelo, hecho añicos, y las flores, de tonos claros, desperdigadas a su alrededor. Un par de las sillas del comedor habían sido volcadas.


Pedro había pedido la cena, pero la comida continuaba allí sobre la mesa; un festín de un montón de cosas que él no debía ni podía comer, a menos que quisiese enfermar todavía más. Me dio la impresión de que los platos no habían sido tocados. Lo que sí había sido tocado era el bar: la puerta estaba abierta y, sobre la barra, había varias botellas de distintas clases, abiertas.


—¡¿Qué has hecho?! ¡¿Te has vuelto loco?! —Acercándome a él, lo olfateé y sí, olía a alcohol; sin embargo, no parecía muy borracho—. ¡Pedro!


Ante mi grito, se encogió sobre sí mismo, apretando más su mano herida contra su pecho, escondiendo más su cabeza entre sus hombros, como si quisiese taparse los oídos con éstos.


—Es... tú... —Las palabras no me salían. El corazón me subió a la garganta.


Suerte que no había tenido tiempo de cenar, porque en ese caso estaría vomitándolo todo en ese instante.


Corrí hacia la barra; las botellas eran al menos siete, o eso me pareció. Las manos me temblaban cuando las pasé de un lado al otro, revisando si quedaba algo en ellas. Vodka, brandy, whisky, ron y no sé si algo más—. Mierda, mierda, mierda... —Con la mirada, requisé la habitación en pos de la bolsa que contenía sus medicinas—. ¿Te has inyectado? ¿Dónde están tus cosas? ¿Te has medido el azúcar?


Ante mis gritos, Pedro permaneció en su sitio con la cabeza gacha; parecía un niño en penitencia.


—¡Joder, Pedro! —chillé fuera de mí para lanzarme directa al minibar.


Sobre todo, con un clima como el de allí, su insulina debía ser conservada en frío. Tiré de la puerta, las botellitas y la lata de gaseosa se sacudieron y me angustió comprobar que faltaba una de estas últimas. Antes había dos de cada y, de refilón, vi que también faltaba una de Coca-Cola y otra de algo que no tenía ni la menor idea de qué era; una bebida de allí, en una colorida lata con fondo verde chillón. Eso no podía ser todavía peor.


—¡Si querías matarte, más fácil hubiese sido que te tirases por la ventana! —le espeté incorporándome.


Pedro se tapó la cara con ambas manos; mejor dicho, se clavó las palmas de las manos en los ojos, tanto que sus brazos se tensaron, igual que sus hombros y su cuello.


—¿Querías darme esa sorpresa? ¿Que te encontrase muerto o casi muerto aquí, al llegar? ¡¿Es eso lo que me merezco?! —le grité, pero él no reaccionó —. ¿Dónde mierda están tus cosas? Tengo que medirte el azúcar. ¡Pedro! ¡Pedrohabla de una puta vez! ¿Qué has hecho? ¡¿Dónde están tus cosas?! —Mis manos temblaban tanto que dudaba de que pudiese conseguir pincharlo sin antes sacarme un ojo. Las piernas me tiritaban.


Llamaría a una ambulancia.


—¡¿Te parece que lo sucedido es para tanto?! ¿Qué es todo esto?, ¿qué planeabas hacer con la comida?


—No me grites —balbució con un hilo de voz.


—¡¿Que no te grite?! —chillé histérica—. Has bebido alcohol, gaseosa, Coca-Cola y algo más; has pedido un menú potencialmente mortífero para ti; no me abrías la puerta; te has ido del circuito solo y sin avisar, y, además de todo eso, estás herido. ¿Y me pides que no te grite?


—No necesito una niñera, tampoco una madre, es tarde para eso —me soltó, vociferando, en respuesta.


Sus palabras paralizaron mi corazón.


—¡Eres un estúpido! —repliqué procurando cambiar el tono; es que él había soltado aquello último con tanta angustia que me dieron ganas de acunarlo contra mi pecho, de protegerlo, de eliminar de su cuerpo la enfermedad y de devolverle a su madre de la muerte—. ¡Debería matarte yo misma! —lancé, porque él no necesitaba de mí ni una niñera, ni una madre, sino una compañera, a su novia.





CAPITULO 171



Pedro había firmado por dos temporadas más con Bravío, con una suma que superaba lo exorbitante. Incluso tenía entendido que Helena también estaba confirmada como integrante de Bravío para el próximo año.


—Si Haruki no consigue buenos resultados en esta carrera, creo que las cosas se pondrán muy feas para él.


Preferí no seguir escuchando. Me largué de allí tan rápido como mis piernas me lo permitieron.


Como era de esperar, Suri se dio cuenta de que algo me sucedía; imaginé que creyó que había discutido con Pedro.


La prueba de clasificación dio comienzo.


Suri empezó a morderse las uñas.


Martin fue el primero en marcar un buen tiempo.


A continuación marcó el récord el joven piloto italiano del cual ya decían por ahí que se convertiría en el próximo Pedro; por supuesto al campeón no le gustó ni un poco leer eso en el periódico en mitad de nuestro desayuno, durante uno de los días que pasamos de vacaciones en Montecarlo. Pedro en seguida me dijo que, a la edad de ese chico, él ya acumulaba varios podios, con un par de primeros puestos.


Pedro salió a pista cuando el tráfico en ésta se calmó y marcó su tiempo.


Haruki, tras él, se quedó con el segundo mejor tiempo.


Pedro se quedó con la Q1, con la Q2 y entonces...


A nada del final, cuando todos creíamos que la pole era de Pedro, los tiempos de Haruki en el monitor comenzaron a ser mejores que los de Pedroambos iban por su última vuelta después de la caída de la bandera a cuadros.


A mitad de vuelta, Haruki era notoriamente mucho más veloz que Pedro y a menos que cometiese un error...


Parecía como si todo el circuito estuviese conteniendo el aliento. Los únicos que quedaban en pista eran Pedro y Haruki. Todos en los boxes y en las tribunas seguían sin parpadear lo que quedaba de la vuelta.


«Ahí está la presión», me dije. Haruki estaba empujando con todo lo que tenía y lo que no para quedarse con la pole position, para demostrarle al equipo que podía estar a la altura del campeón.


Nerviosa, me retorcí los dedos de una mano con los de la otra, mientras pensaba en las consecuencias de eso, porque, conociendo a Pedro, sabía que las habría.


No podía no estar contenta por Haruki, pero sabía que eso a Pedro no le sentaría bien. Que no se quedase con la pole no implicaba que al día siguiente no pudiese alzarse con el primer puesto en la carrera, pero, sin duda, no estaría nada feliz de saber que su compañero de equipo había podido sacar de su coche mucho más que él del suyo, eso sin mencionar que tampoco le haría muy feliz saber que quizá Haruki tuviese un mejor vehículo del que habían podido brindarle sus propios mecánicos e ingenieros.


Giré la cabeza y espié a Suri. Estaba pálido, serio. Olfateaba problemas, igual que yo. Sus ojos se cruzaron con los míos. No comentó nada, ni falta que hizo, pues su mirada lo decía todo.


Volví la vista hacia el frente. Haruki había perdido una ínfima porción de tiempo, no lo suficiente para perder la vuelta con Pedro, quien, pese a continuar a buen ritmo, no lograba ponerse a la altura de su compañero de equipo.


Mi pulso se fue al demonio cuando la cámara encuadró el inicio de la recta y el contador de tiempo de la vuelta de Haruki, en comparación con la vuelta de Pedro, era mejor; de seguir así, ocuparía el primer lugar en la parrilla de salida.


Quería mirar y no mirar; quería que Haruki hiciese la pole y al mismo tiempo esperaba que la primera posición quedase en manos de Pedro.


Mis esperanzas, mis ilusiones, nada de eso importó.


El comentarista gritó como desaforado, lleno de energía y felicidad, cuando Haruki pasó por la línea de la meta ciento treinta y siete milésimas por debajo del tiempo de Pedro.


Las tribunas se pusieron en pie. Las cámaras, a continuación, mostraron a los mecánicos del japonés saltar de sus sillas para celebrarlo.


Ya nadie parecía recordar que el campeón debía de estar terminando su vuelta.


¿Dónde estaba la transmisión de la cámara a bordo del coche de Pedro?, ¿dónde su tiempo? ¿Qué sucedía?, ¿por qué nadie lo mencionaba?


Contuve el aliento.


Se me puso la piel de gallina.


La cámara a bordo que mostraron fue la de Haruki y el audio, el de su ingeniero de pista diciéndole que la pole position para la salida de mañana era suya.


—Mierda —jadeé sin querer.


La cámara de la transmisión entonces enfocó a Pedro.


—Segundo puesto —anunció la voz de Toto, quien debía de estar avisándolo de que Haruki se había quedado con el primer lugar.


—¡¿Qué?! —estalló la voz de Pedro en el audio, para que el mundo entero la oyese.


—Haruki ha hecho la pole, Siroco. Mañana saldremos desde la segunda posición.


—¡¿Qué mierda dices?! Tienes que estar bromeando.


Pedro debía de haber olvidado que su audio podía ser captado por el mundo entero.


—Segundo puesto —se limitó a repetir Toto, y entonces la conversación murió.


Tuve que decirle a mis pulmones que volviesen a tomar aire, porque estaba ahogándome.


—¿Eso realmente acaba de suceder? —me preguntó Suri.


—Eso parece —balbucí.


—Bueno, no importa; incluso con un segundo puesto en carrera... —Suri se detuvo—. El campeón es un luchador empedernido, una pole más o menos no cambiará... tiene mucha diferencia en el campeonato.


—Sí, claro —comenté. Eso no impediría que Pedro estuviese de un humor de perros. Lo conocía de sobra como para saber que eso no sería para él un detalle menor; solamente me restaba intentar suavizar sus efectos.


Haruki transitó por la calle de boxes y se detuvo justo frente a la zona de pesaje para salir de su coche y celebrar su merecido primer puesto. 


Uno de sus ingenieros se le acercó para felicitarlo y, cuando se quitó el casco, más que felicidad vi alivio en su rostro, al menos una pizca.


Los periodistas se pusieron a gritar su nombre y Haruki se animó con una sonrisa y saludó con la mano al público, que estaba feliz de verlo en el primer lugar.


Cuando el monoplaza de Pedro comenzó a aproximarse por la calle de boxes, Haruki, acompañado de su ingeniero y de alguien de la FIA, se metió en el edificio para cumplir con los procedimientos establecidos.


Volví a contener el aliento al ver a Pedro aminorar la marcha hasta detenerse.


«Y una mierda», musité dentro de mi cabeza al ver salir a Pedro de su coche tironeando con fiereza del cinturón de seguridad, de los protectores y del HANS.


Toto se le acercó.


Pedro se quitó el casco. Parecía querer comérselo crudo.


El campeón se arrancó los auriculares de las orejas. Su rostro estaba empapado en sudor y rojo; quizá no por el calor, sino más bien por el cabreo y la decepción, que eran evidentes en cada uno de los músculos de su cara.


De oído a oído, cruzaron un par de palabras. 


Toto hizo amago de sujetarlo por el hombro un par de veces, como si quisiese calmarlo, pero Pedro se lo sacó de encima. Llegó un punto en el que el campeón retrocedió un par de pasos y, gesticulando, lo increpó. Las cámaras no llegaron a captar lo que Siroco dijo, pero imaginé que, quienes los rodeaban, sí lo oyeron. Toto se acercó a él y, con un gesto poco elegante, lo agarró por la tela del mono ignífugo justo por encima del hombro. Pegó su rostro al de Pedro y le dijo algo. La mala cara de Pedro no cambió, pero, al menos, dejó de intentar zafarse del agarre. Toto añadió algo más y quiso llevárselo hacia dentro, rodeándole los hombros con un brazo; Pedro se escapó de él, perdiéndose en la oscuridad del interior del edificio.


La transmisión pasó de aquella imagen a la de Pablo en el pit wall, girado sobre su asiento, observando con cara de preocupación lo que sucedía en la zona de pesaje.


Tuvimos que esperar un rato para tener frente a nosotros la rueda de prensa con los tres primeros clasificados. Haruki, en el centro, con el número uno, y a sus lados, Pedro en el segundo lugar y Martin en el tercero. El brasileño lucía satisfecho; Pedro, furioso. Mientras terminaban de acomodarse en sus sillas, Martin lanzó en dirección a Pedro un par de miradas de preocupación.


La primera pregunta, como siempre, fue a Haruki, por tener el primer puesto. Le pidieron que explicase su vuelta y cómo había hecho para lograr superar el tiempo de Siroco.


Cuando el periodista mencionó su apodo, el entrecejo de Pedro se tensó, al igual que su frente, y sus labios se convirtieron en una línea dura.


Haruki habló con un poco de ansiedad y no fue capaz de dar demasiadas explicaciones. Fueron poco más que monosílabos y miradas de reojo en dirección a Pedro, quien parecía decidido a ignorarlo por completo, como si se negase a aceptar la situación.


Cuando se dirigieron a él, Pedro simplemente dijo que no esperaba que sucediese lo que sucedió y que haría lo necesario para ganar la carrera al día siguiente. El periodista insistió, intentando sacarle, quizá, una confesión de decepción, o tal vez de derrota. Yo sabía que había mucha gente que debía de estar saltando de felicidad porque el campeón no estuviese, al menos por una vez, en primera posición. Pedro no dio su brazo a torcer, dijo que no tenía nada que añadir y que se reuniría con sus ingenieros y mecánicos para poner el automóvil a punto para la carrera.


Quien dirigía la rueda de prensa al final se cansó de insistir y se dirigió a Martin, que intentó, como siempre, con su carisma y su buen humor, remontar la situación. Realizó un gran esfuerzo para ello, pero, cuando las preguntas volvieron a Haruki, el ambiente se tensó de nuevo, porque el japonés no tenía ganas de hablar, y aún menos Pedro, quien directamente se cruzó de brazos y repitió que no tenía nada más que añadir.


La rueda de prensa fue incómoda hasta para los que la seguíamos por televisión y terminó mucho antes de lo esperado.


La transmisión volvió a los comentaristas en el estudio y una cámara se ocupó de mostrar a Haruki en el recinto destinado a las entrevistas, hablando de su pole.


Pedro se presentó allí, seguido de una de las personas de publicidad de Bravío; prácticamente no dijo nada, simplemente le enseñó a los objetivos su peor mala cara. Otra vez, todo acabó muy pronto.


La jornada terminó con todo el énfasis puesto en la carrera del día siguiente. Más de uno no pegaría ojo esa noche, a la espera de lo que pudiese suceder durante las cincuenta y seis vueltas al circuito de Sepang. Una de esas
personas sería yo. Yo, que ya estaba preocupada por el estado en que encontraría a Pedro cuando pudiese librarme del trabajo en la cocina para ir a verlo a su autocaravana.