martes, 26 de marzo de 2019
CAPITULO 46
La cámara tomó un primer plano de Mónica, la novia de Pedro, con los puños apretados frente a su muy bien proporcionado rostro, con la vista fija en el monitor. Por detrás de su perfil se veía el tenso rostro del padre de Pedro, Alberto, a quien yo conocía más a través de las imágenes de televisión que por habérmelo cruzado. Junto a él, David, su representante, con quien también tenía escasa relación. Yo para ellos era del tipo de gente invisible que no tiene mucho que ver con sus existencias, de esas miles de personas con las que se cruzaban en cada circuito. A Suri lo conocían, sabían su nombre porque lo tenían muy presente por ser quien se encargaba de los alimentos de Pedro, pero a mí ni siquiera me veían. En condiciones normales, eso no me hubiese perturbado demasiado. Sí me molestaban los malos modos que ocasionalmente se les escapaban al pedirme tal o cual cosa; lo que más me dolía era la indiferencia, porque veía la forma en que ellos y Mónica conformaban ese grupo compacto que rodeaba a Pedro a donde quiera que fuese y yo, por muy estúpido que me pareciera, pese a esa horrorosa manera que tenía de relacionarme poco o nada con Pedro, quería formar parte de dicho grupo.
La transmisión volvió a centrarse en lo que sucedía en la pista; faltaban sólo cinco vueltas para que cayese la bandera a cuadros y, tras clasificarse tercero, Martin, no con poco esfuerzo, había conseguido pasar a Haruki para
colarse en el segundo lugar después de calzar sus neumáticos de recambio en su último pit stop diez vueltas atrás. Desde entonces, el brasileño no hacía más que acortar la diferencia entre Pedro y él, vuelta tras vuelta, hasta llegar donde se encontraba ahora, pegado a la cola del monoplaza de Pedro, invadiendo sus espejos retrovisores, pegándose a él en la succión, manteniendo en vilo al público que abarrotaba las gradas del circuito.
Suri no paraba de morderse las uñas a mi lado.
No decía nada, pero de tanto en tanto, cada vez que Martin le mostraba que su motor todavía tenía potencia para pasarlo, asomándose en las curvas, pisando a fondo en cada recta, soltaba gemidos de sufrimiento.
Pedro estaba haciéndolo bien; Martin, también.
Cuando las cámaras mostraron lo que sucedía en el box del equipo Asa, comprendí que a ellos esa circunstancia les provocaba pura felicidad y entusiasmo; incluso si Martin no lograba sobrepasar a Pedro, debían sentir que, si no era en esa carrera, sería en la próxima, pues definitivamente habían conseguido lo que se necesitaba para hacerle frente a Bravío en la lucha por el campeonato. La pantalla quedó dividida en dos: nuestros mecánicos, con cara de preocupación, tensos sobre las sillas plegables, unos cruzados de brazos, otro aferrados a sus asientos, todos con la vista alzada hacia el monitor; los mecánicos de Martin, sonrientes, expectantes, vitoreando cada uno de los intentos del brasileño por colarse por uno u otro lado de los flancos del automóvil de Pedro.
—No creo poder seguir mirando —musitó Suri—. Mi corazón no lo resistirá.
Levanté un brazo y le palmeé la espalda; estábamos los dos sentados sobre unas banquetas altas, en mitad de la cocina, mirando la carrera desde allí, encerrados; los sonidos que procedían del televisor se mezclaban con los que entraban por la puerta abierta.
Los relojes marcaban que Haruki comenzaba a recuperar terreno en relación con Martin, pero de todas maneras no lograría superarlo: faltaban
sólo tres vueltas y, por más que continuase así, no podría alcanzar al brasileño, y mucho menos sobrepasarlo.
Bajé la vista por un momento para coger mi taza de té verde de la encimera y, cuando la levanté de nuevo, vi lo que supuse que, hasta ese instante, todos creían imposible.
Suri emitió un gemido lastimero y largo, que duró mientras la maniobra de Martin demostraba una de las razones por las cuales el carioca había sido dos veces campeón mundial.
Martin aceleró a fondo después de la recta principal y se tiró hacia el lado interno de la pista para atacar aquella primera cerrada curva de un modo temerario y preciso. Los dos monoplazas quedaron a la par. La pantalla se dividió otra vez en dos para mostrar lo que captaban las cámaras instaladas a bordo de ambos automóviles. Quedaron morro con morro.
Aquello no duró más que una milésima de segundo, pues por la cámara del bólido de Pedro se vio el coche de Martin adelantarse cada vez más... hasta que lo rebasó. La transmisión dejó la señal de una sola de las cámaras a bordo, la de Martin, y, de hecho, también emitieron el audio de la conversación que éste mantenía con su equipo. Mi amigo gritaba de felicidad.
Nuestro monitor se llenó con una imagen aérea del nuevo líder de la carrera: Martin, quien, con el correr de los segundos, se despegó más y más de Pedro.
En nuestro box, los mecánicos se agarraban la cabeza y rezongaban.
Mostraron a Mónica con los ojos abiertos de par en par, pasmada por lo que sucedía.
En el rostro del padre de Pedro sólo cabía un gran enojo.
David negaba con la cabeza.
En el box de Martin todos lo celebraban.
No supe si sonreír por Martin o preocuparme por Pedro. Dentro de mí sucedían las dos cosas al unísono.
Por el rabillo del ojo, vi que Suri se agarraba la cara.
Última vuelta.
Martin iba a ganar, a menos que su motor estallase por los aires. Si el mundo no llegaba a su fin por culpa de un meteorito que nos aplastara a todos, el brasileño iba a ganar la carrera.
Vi al director del circuito de China acomodarse contra la pared de boxes con la bandera a cuadros ya lista para recibir al ganador.
Las cámaras siguieron a Martin durante su última vuelta, enseñando así la diferencia que, en cuestión de pocos kilómetros, le había sacado de ventaja a Pedro.
Mi felicidad por Martin creció y mi amargura por Pedro formó un pozo oscuro dentro de mi abdomen. Rogué para que la victoria de Martin no derivase en otras consecuencias aparte de las que tenía la suma de puntos para el campeonato; es decir, que no influyese en la vida fuera del trazado. Imaginé que, si Martin quería tanto a Pedro, Pedro debía de sentir lo mismo por él, y por tanto ambos debían de tener muy claro que lo que sucediese dentro de la pista...
Martin pasó por delante de la bandera a cuadros chillando y riendo, con un puño en alto, pasando muy cerca del muro para felicitar a sus mecánicos, quienes habían salido corriendo hacia allí con los puños en alto para recibirlo con toda la ilusión que implicaba el haberle hecho frente al equipo más fuerte de la categoría y a su campeón. Es que, además, aquello no quedaba en Martin; Fabien, el francés compañero de equipo del brasileño, llegó en cuarto lugar, justo por detrás de Haruki.
El audio del equipo Asa vibró en mis oídos. En inglés, felicitaban al brasileño por la victoria.
Martin se lo agradeció y los felicitó por el trabajo bien hecho. Estaba exultante; tanto era así que la mitad de lo que soltó le salió en portugués y la otra mitad, en inglés.
No pude evitar sonreír ante su alegría.
A mi lado, Suri tenía cara de velorio.
CAPITULO 45
Si Martin no se percató de la mirada ácida que Pedro me lanzó cuando él soltó el «mi chica», yo sí. Pedro y yo volvíamos a tener puramente la misma relación que manteníamos antes de la noche en el circuito de Baréin, cuando creí que la tirantez entre ambos había aflojado. No es que buscara una amistad con él, pero sí un poco de paz. Ilusa de mí, quedaba claro que, después de lo sucedido en su autocaravana, no tendríamos eso ni ninguna otra cosa, porque para él no había sido más que un error.
—No, te estaba buscando.
—Bueno, pues aquí estamos. —Martin le sonrió.
—Sí, ya lo veo, no estoy ciego. ¿Nos vamos?
Pedro estaba listo para salir. No me costó admitir que, a pesar de su personalidad, estaba muy atractivo con esa camisa negra y esa chaqueta de cuero. La brisa del anochecer chino me trajo su perfume, el que tan de cerca
había degustado cuando me besó. Todo mi cuerpo se estremeció de placer con el recuerdo de todas las sensaciones que quedaron impresas en mí tras esos perfectos segundos en los que el mundo pareció convertirse en un lugar muy distinto al que era en ese exacto momento con él, cuando me miraba desde lo alto de su podio particular del que, por lo visto, no se bajaba jamás. Bueno, quizá bajó un peldaño cuando me beso, pero fue evidente que la vista desde allí abajo no le gustó y volvió a trepar de un salto a aquel sitio que le pertenecía, para dejarme a mí en el último puesto, muy lejos del champagne, del área de Carmen que sonaba con cada victoria, de los besos de felicidad que acompañaba cada uno de sus logros.
—En cuanto termine de ayudar a Paula. Échanos una mano, acabaremos antes.
Pedro puso cara de horror y a mí me saltaron todas las alarmas. ¿Acaso Martin estaba loco? ¡No podía sugerir aquello!, ¡¿es que no veía la mueca en el rostro del campeón?!
—No, no, no, no —exclamé—. De ninguna manera. Vete ya, Martin. No querrás llegar tarde a tu cena.
—Sí, sí, sí, sí —replicó, y se agachó para recoger una caja.
—¡Martin!
Éste le tendió la caja a Pedro.
—¡¿Qué haces?! —chillé.
Pedro estaba tan sorprendido que no atinó a negarse a sujetar la caja que el brasileño colocó en sus manos. Su cara se descompuso por completo.
Quise morirme en este mismísimo instante. Temí que Pedro me despreciara por completo y, pese a todo, no quería eso.
Con las piernas como gelatina, debido a un miedo irracional, acorté la distancia que nos separaba y agarré la caja.
—Perdón —le dije, y tiré de la misma hacia mí.
Había estado intentando no mirarlo a los ojos, pero, sin querer, alcé la vista y me topé con tu terrible mirada azul celeste. Mis piernas terminaron de reblandecerse cuando el aire que soltó por la nariz llegó a mí. Su perfume era demasiado intenso a esa corta distancia y resultaba demasiado fuerte y tentador —un tanto tortuoso también — tener sus labios a escasos centímetros de los míos sabiendo que no podía
tocarlos con mi boca y ni siquiera con las yemas de los dedos y ¡por Dios que quería tocarlos!
Mis anhelos sintieron vergüenza de sí mismos ante la mirada soberbia que me dedicó.
Decir que me sentí ridícula es poco.
Intenté quitarle la caja de las manos, y no me lo permitió.
—Mejor os vais ya. Puedo sola con esto —comenté mirando hacia cualquier otra parte que no fuesen sus ojos o el resto de su cuerpo.
—En un minuto —entonó Martin. Su voz evidenció el esfuerzo de recoger una caja.
—No, no... —Tiré otra vez de la caja que sostenía Pedro y lo arrastré conmigo—. Os marcháis ya mismo. Os ensuciaréis. Puedo sola con esto; de verdad que os lo agradezco, pero... —Pedro cortó mi discurso desesperado dando un tirón más que brusco, arrastrando la caja consigo, y a mí, para girarse.
La caja se me escapó de las manos.
Por encima de un hombro, vi que Martin venía hacia nosotros con otra caja en los brazos.
—Anda, Duendecillo, recoge una y guíanos hasta tus dominios —pidió el brasileño a modo de broma.
En cuanto terminásemos con las cajas, ya no serían mis dominios. Me desterrarían de la categoría.
—Andando, campeón.
Vi a Martin pasar junto a Pedro para darle un empujón hombro contra hombro.
Apreté los párpados, angustiada. El carioca pasó de largo en dirección a la cocina. Noté que Pedro no se movía de su sitio. Me observaba fijamente. Volví a pedirle disculpas y, como respuesta, obtuve un resoplido de fastidio que derivó en un meneo de su cabeza para culminar en el movimiento de sus pies al girar para seguir a Martin.
Recogí una caja del suelo y fui detrás de ellos.
A mis cortas piernas les costó seguirles el ritmo, sobre todo porque las cajas eran pesadas y ellos tenían un entrenamiento físico que, a pesar de que yo llevaba un par de semanas contagiada de ese entusiasmo que reinaba en el equipo, no lograría alcanzar por más esmero que pusiese en ello. Además, las piernas de Pedro y Martin tenían unos cuantos centímetros más que las mías.
De un salto lleno de energía, Martin entró en la cocina.
Apreté el paso, pero luego me detuve en seco en cuanto vi a Pedro detenerse para darse la vuelta y enfrentarme.
«¡La que se me viene encima!», exclamé dentro de mi cabeza; su rostro tenía la apariencia que bien podría tener como resultado de que alguien le hubiese obligado a ingerir algo preparado por mí.
—No me gusta lo que haces —murmuró.
No supe qué contestar o hacer.
—Ya te he pedido disculpas. No era mi intención que te obligase a ayudarme. Tampoco quería que él me ayudara. —Procuré contener mi tono.
—No es sólo eso.
Él no contuvo el suyo.
«No pelees, no caigas en su provocación, mantén la paz —me repetí mentalmente una y otra vez, cual mantra—. Recuerda que este empleo te gusta, que pretendes conservarlo.»
Apretando los dientes, guardé silencio.
—Estás fuera de lugar.
Al oír eso, apreté los dientes y los labios. Bajé mi caja al suelo y le quité la que él cargaba en las manos.
—No, el que no pertenece a este lugar eres tú. Ésta es la cocina, no la pista de carreras. Gracias por tu ayuda.
Martin apareció en la puerta de la cocina.
—Es hora de que vosotros dos os larguéis a disfrutar de la noche. —Le di la espalda a Pedroy, al pasar junto a mi amigo, le estampé un beso en la mejilla —. Disfrútala —añadí sonriendo—. Mañana me cuentas qué tal ha ido todo.
—No, si todavía no hemos terminado.
—No me repliques. Vete ya.
—Pero si...
—Pero nada, Martin. Que pases buena noche. Pasadlo bien los dos.
—Paula, no seas...
No le permití seguir: con la caja que sujetaba, lo aparté. Me puse más nerviosa de lo que ya estaba, porque Pedro no apartaba su mirada reprobatoria de mí.
Por fin Martin pareció notar que el campeón no se sentía muy predispuesto a continuar echándonos una mano. Se me acercó y me susurró al oído que no me preocupara. Besó mi mejilla y me dio las buenas noches en portugués.
Se alejaron de mí, Pedro sin volver a emitir una palabra. De cualquier modo, ni siquiera necesitaba despegar los labios para hacerme saber lo que experimentaba. El campeón podía ser muy transparente para demostrar su desprecio.
Procuré no angustiarme y pensar en todo lo positivo que tenía en mi vida desde que me había unido a la categoría. Era incapaz de controlarlo todo y, si él no podía ser nada bueno en mi vida, pues... mejor que me fuese haciendo a la idea de dejarlo regresar a la suya, lejos de allí, lejos de mí.
«Tan lejos», pensé. Y así, en un parpadeo, me sentí pequeña. Mi corazón cayó al suelo, con mis latidos tras él tornándose cada vez más débiles, como pasos de un sediento arrastrándose hasta la única fuente de agua que quedara en el mundo.
Intenté respirar y mi garganta se cerró. Mi cabeza se nubló por culpa de una sensación que no quise sentir.
Por poco se me cae la caja de las manos.
Continué encogiéndome sobre mí misma mientras veía a Pedro alejarse.
CAPITULO 44
Llegamos a China a comienzos de semana, agotados y un tanto perdidos.
Obviando el sopor causado por la diferencia horaria, me deleité y enamoré de unas vistas y una cultura completamente distintas a las mías.
—Ya me preguntaba yo por qué mi chica todavía no había venido a saludarme.
Solté la caja sobre la pila y me enderecé al oír la voz de Martin, feliz de saber que mi amigo estaba allí. Llevábamos dos semanas sin vernos, si bien habíamos hablado por FaceTime, pero no era lo mismo que poder darle un abrazo, que tenerlo frente a mí.
Martin se acercó y me abrazó con fuerza. Se le notaba en el rostro que su viaje a Brasil le había sentado bien. Estaba bronceado y tenía cara de descansado. En sus brazos, me apretujó.
—¿Cómo estás?, ¿qué tal te trata China? —inquirió sin soltarme. Olía a recién duchado y, de hecho, antes de abrazarlo me dio la impresión de que lucía como si tuviese una salida programada y no como si hubiese venido al circuito a ver qué tal iba todo; el caso es que la actividad de los pilotos todavía no comenzaba, y los primeros días sólo nos encontrábamos en el recinto quienes nos ocupábamos de montar la parte posterior de la escena. Por tanto, nada tenía aún un aspecto glamuroso, ni había flashes ni cámaras para inmortalizar el momento; se trataba de ese tipo de trabajo que no sale por la televisión ni en las fotografías.
Martin me soltó.
—Compré las vitaminas que me recomendaste; no sé si me han servido de mucho, el cambio horario me pesa; estoy más estúpida que de costumbre. De todos modos, vamos bien; trabajamos tranquilos y hasta ahora no ha surgido ningún problema —me llevé una mano a la cabeza—, toquemos madera. ¿Qué tal tú? Por lo visto has aprovechado las playas de Río de Janeiro.
—Sí, un poco, y ha estado genial. La próxima vez que me escape y que tú tengas unos días libres, te vienes conmigo; así descansarás.
—Ya veremos. Por lo pronto sigo al circo. Además, sabes que intento ahorrar.
—Sí, con respecto a eso... He estado dándole vueltas a un asunto y he llegado a la conclusión de que podríamos ser socios, o al menos podrías considerar la idea de que te preste un poco de dinero para cuando decidas abrir tu propia pastelería allí donde desees, y si necesitas ayuda... bueno, ya sabes, después de diciembre ya no tendré trabajo.
—Serás un pobre desempleado —bromeé y recogí la caja.
—Así es.
Hizo el intento de quitarme la caja que cargaba.
—No, que te ensuciarás todo. —Tiré de la caja hacia mí—. ¿Tienes una cita? Siempre vistes bien, pero diría que hoy vas más arreglado de la cuenta simplemente para venir a echar un vistazo por aquí.
—Sí, voy a cenar. —De un tirón me robó la caja—. Coge otra; te ayudo, así terminarás antes.
Acepté su ayuda; recibir un gesto así de él no me molestaba, todo lo contrario. No era como fue con Pedro aquella vez con el carro. Martin, por encima de todo, era mi amigo; después era piloto y campeón de la categoría.
—Qué bien, una cena. ¿Puedo ser curiosa y preguntar con quién?
—Con un montón de hombres a los que les sobra testosterona. Una cita única, ¿no crees? —bromeó.
—A ver cuándo te echas una novia, que creo que, de todos los pilotos, eres el único que no tiene —lo tanteé. En realidad, Haruki también estaba soltero y sabía que algún otro también.
—Por lo pronto estoy bien así. —Nos pusimos a andar; yo marqué el rumbo hacia la cocina, mientras por nuestro lado pasaba un grupo de gente autóctona, hablando en su idioma. Al cruzarnos con ellos, nos saludaron amablemente inclinando la cabeza tal como hacen ellos.
Seguimos andando.
—Y bien, ¿quiénes son esos hombres de tu cita? ¿Es algo que te han pedido los de relaciones públicas de tu equipo?
—No, nada de eso; es una cena que he organizado yo. Es mi año de despedida de la categoría y tenía ganas de hacer algo especial, de modo que hice una reserva en un restaurante italiano para todos los pilotos que quisiesen venir a comer conmigo.
—Eso es genial. ¿Van a ir todos?
—Casi. En realidad los que no vendrán son los que aún no han llegado; sabes que hay un par de equipos pequeños que no pueden darse el lujo de pagar hospedaje con tantos días de antelación a la carrera.
—Sí, bien. Entonces, será una reunión de peces gordos. Supongo que todos ellos te echarán de menos la próxima temporada.
—Sí, por supuesto. —Rio.
—¿Los extrañarás tú?
Asintió con la cabeza.
—Extrañaré todo esto, mucho. Esto es mi vida, lo ha sido desde que tengo uso de razón; como la mayoría de nosotros, empecé en este mundillo siendo demasiado pequeño y no tengo muchos recuerdos de mi vida antes de subirme a un karting. Será muy raro estar lejos de todo esto.
Su rostro se entristeció un poco.
—Podrías correr un año más. Estás llevando una excelente temporada.
Negó con la cabeza.
—Se lo prometí a mis padres y a mi familia, y me lo prometí a mí mismo. Esto es mi vida, lo ha sido desde siempre, de un modo tan literal que muchas otras cosas quedaron lejos de mí. He amado cada segundo de esta vida, pero también quiero experimentar la que hay fuera de aquí, fuera de este circo. No me estoy quejando de lo que fue y siempre será esto para mí, sino que, más allá de los viajes, de todas las increíbles cosas que he experimentado gracias a la categoría, necesito hacer un cambio. Necesito poder comer lo que quiera, no tener que matarme en el gimnasio, no perderme tantos cumpleaños, nacimientos, bautizos o incluso entierros. No quiero dormir dos tercios de las noches del año en un hotel. Y sí, muchos aquí tienen novia o esposa, pero no es tan sencillo; lo he intentado un par de veces y, si esa otra persona no está dispuesta a viajar contigo, si tu pareja también tiene una carrera, un hogar o lo que sea, todo se complica. Quiero saber cómo es tener una vida fuera del circuito, una vida normal. Echaré de menos todo esto, no te imaginas cuánto —hizo una pausa—, pero necesito parar. —Su rostro, más que triste, lucía sombrío.
Supongo que Martin notó que me había percatado de su mueca y entonces sonrió.
—Además, me hago viejo —bromeó—. Uno de mis sobrinos me lo dijo hace unos días al descubrirme una cana. ¿Puedes creerlo?, me salió una cana.
—Eso no te hará más lento en la pista. —Le di un codazo amistoso.
—Eso espero. Los del equipo están muy entusiasmados con la carrera y yo también; el automóvil funciona muy bien, hemos hecho muchos avances.
—Ya tengo ganas de verte en la pista.
—¿Sí?, ¿aunque pueda amenazar el primer puesto de nuestro chico?, porque eso es siempre a lo que él apunta, a ganar.
—Bueno, supongo que será lo que deba ser.
—Que no te oiga nadie de tu equipo decir eso o puedes considerarte en el paro —soltó en tono burlón, aunque era probable que así fuese.
—Sí no me han despedido hasta ahora...
—No te despedirán.
—Supongo que Pedro ha intentado que lo hicieran, pero no resultó, así que imagino que, con un poco de suerte, seguiré hasta el final de la temporada.
—¿Por qué dices eso?
—Sabes que no soy santo de su devoción.
—Pedro es difícil, lo sé, pero...
—Muy difícil y sin peros —repliqué cortándolo.
—Todos tenemos nuestras cosas.
—Él las tiene todas. ¿Podemos cambiar de tema? —Abrí la puerta de la cocina. Suri no estaba, porque asistía a una reunión con Érica y otras personas del equipo.
Deposité la caja a un lado de la puerta y Martin acomodó encima la que cargaba él.
—No es mala persona.
—En realidad no importa lo que sea. Sé que es tu amigo, lo entiendo. Hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo? —Si él no cambiaba de tema, entonces lo haría yo—. Si tienes una cena de chicos, ¿por qué estás aquí?
—Porque he venido a buscar a mi chico. Está en una reunión; iremos juntos al restaurante. Me dijo que estaría aquí y he venido a buscarlo.
—Haruki también está en el circuito, es raro que no haya pasado por aquí a saludar.
Con el piloto japonés mantenía una relación completamente distinta a la que tenía con Pedro.
No esperaba que Pedro viniese a decir hola, no después de lo sucedido entre nosotros, pero Haruki sí era de pasar a saludar tan pronto como llegaba; él era un tanto más tímido y callado, pero muy amable, respetuoso, educado y hasta divertido, sólo que de un modo muy tranquilo.
Eso me gustaba de él, su calma. Otra cosa que me encantaba de Haruki era su forma de reírse por todo y con cierto grado de timidez naif cuando bebía un poco de más.
—No, todavía no ha venido; supongo irá desde su hotel.
—Ah, bien. —Bueno, al menos habíamos apartado a Pedro de la conversación.
—Si lo conocieses realmente, seguro que te llevarías bien con él.
Comprendí que se refería a Pedro y que por lo visto éste no le había contado palabra de nuestro beso en España. Mejor así, en todos los sentidos definitivamente era mucho mejor así, para dejar claro que aquello no había sido más que un hecho fortuito e inexplicable que, para bien o para mal, no se repetiría jamás. Así debía ser.
—Bueno, eso no sucederá, de modo que no importa. —Salí de la cocina y él me siguió.
—Si intentases hablar con él... —amagó.
Me carcajeé falsamente. Martin captó mi tono socarrón.
—Lo digo en serio.
—No necesito conocerlo.
—Él tiene una vida fuera de aquí, no es sólo ese que va por la pista pulverizando tiempos de vuelta. Me conoces a mí y conoces a Haruki, a Kevin y a Helena porque salimos juntos... él también es un ser humano.
—Sé que lo es; sin embargo, me da la impresión de que no quiere serlo: hace todos los esfuerzos para ser una máquina de ganar campeonatos.
—Está muy dedicado a su carrera.
—¡Bien por él! De verdad, cambiemos de tema. ¿Cómo se encuentra tu madre? —Martin me había comentado, la última vez que habíamos hablado, que su mamá había tenido últimamente la presión alta.
—Se encuentra mejor. El médico le cambió la medicación, y tiene un control en un mes —respondió—. ¿Eres consciente de que no sabes casi nada de él?
Suspiré fastidiada. Martin, cuando quería, también se ponía en papel de cabeza dura y no paraba hasta conseguir lo que pretendía.
—Ni necesito saber nada más. —Cogí el siguiente pasillo; el resto de las cajas estaban allí, esperando por mí.
—Pero yo necesito que lo conozcas, porque os quiero mucho a ambos y...
Le puse una mano sobre el hombro para detenerlo.
—Y yo te quiero a ti, sabes que sí —entoné entre broma y realidad—, te aprecio y todo lo demás; pero debes tener claro que no siempre tus amigos pueden ser buenos amigos entre sí.
—Sabes lo que ese chico significa para mí, Pedro es más que un buen amigo.
—Lo lamento, Martin, pero eso no funcionará bien: no le gusto y no me gusta. —En verdad no era tan simple como eso, porque su beso todavía continuaba dando vueltas en mi cabeza, pero...
—Me preguntaba dónde te habrías metido.
Su llegada hizo que me preguntase a mí misma dónde podía meterme para ocultarme de él, porque, por la expresión de su rostro, quedaba más que en evidencia que había oído las palabras que acababa de soltar. Quité la mano de encima de Martin.
—¡Pedro! —exclamó el carioca, alegre, sin dar importancia a la mala cara de éste—. Estaba aquí, ayudando a mi chica para que terminase pronto con eso. Iba a ir a buscarte en un momento, imaginé que todavía estarías en la reunión.
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