sábado, 6 de abril de 2019

CAPITULO 60




Entre sus palabras y su acción, no medió ni un segundo. Pedro se agachó a mi lado, tiró de mi brazo izquierdo y, con éste, rodeó sus hombros. 


Su brazo derecho pasó por mi cintura. Mi nariz quedó por un instante justo sobre su cuello. Mi cuerpo, ya de por sí flojo por el alcohol, se convirtió en una masa informe.


Pedro me puso de pie, apartándome de su cuello; de cualquier modo, tenerlo así de pegado a mí —tan tortuosamente pegado a mí— resultaba desesperante.


Los chicos nos dieron las buenas noches y, con mis piernas, que iban como las de una marioneta, y sus brazos sosteniéndome, llegamos a la puerta que una de las camareras llegó presurosa a abrir con el gesto más servicial y amable del mundo.


En cuanto pusimos un pie fuera, sentí un frío abismal. Era ese frío destemplado de la madrugada combinado con el agotamiento y la borrachera.


Una sensación única y espantosa, que me hizo desear encontrarme en mi cama del hotel, arropada, en un parpadeo.


Pedro echó a andar en la dirección en la que creía recordar que quedaba mi hotel.


—¿Sabes dónde me hospedo?


—¿Tú no?


Le gruñí en respuesta.


—Claro que sé en qué hotel se queda la gente del equipo.


Su mal humor era evidente.


No repliqué nada, porque me sentía tan torpe, tan mareada... No tenía mucha idea de dónde ponía los pies y me molestaba pasar vergüenza delante de él. Sabía que, si en ese instante me soltaba, caería despatarrada al suelo. Con suerte, así, de su agarre, avanzaba medio haciendo eses. Si me soltaba, ni gateando conseguiría llegar a mi hotel. La calle estaba desierta. Nadie me ayudaría.


—Tienes las manos heladas. —En condiciones normales, tener su mano sobre mi cintura desnuda, ya que la camiseta roquera se me había subido por el torso, a causa de caminar toda torcida y medio colgada del hombro de Pedrohubiese sido una experiencia agradable; en este momento sólo conseguía ponerme la piel de gallina.


—Es un pena que no me haya traído guantes, y que tú lleves puesta una camiseta a la que le falta la mitad inferior.


—A mi camiseta no le falta nada; si fuese más larga, sería un camisón. Además, es así porque tiene el cuello barco para que cuelgue de un hombro o del otro.—La cerveza hacía que se me escaparan las palabras más estúpidas.


En los labios de Pedro apareció, una vez más, un amago de sonrisa.


—Le sobran adornos para ser camisón.


—Bueno, no sé... no uso camisón para dormir.


—¿Duermes desnuda? —entonó pícaro.


Me puse roja como un tomate maduro.


—En camiseta —le aclaré—. Imagino que estás acostumbrado a las sedas y los encajes.


—Sí, deberías ver lo bonito que me queda el encaje —soltó muriéndose de la risa. Su cuerpo tembló de las carcajadas, sacudiéndome a mí.


Nos habíamos detenido en una esquina.


—No lo decía por ti. ¡Serás idiota! Era por tu novia.


—Por favor, Paula, déjalo ya. Te estoy tomando el pelo.


—Sí, todo el tiempo.


—No, no todo el tiempo.


—Te molesta mi cabello, mi comida, mi ropa...


—Eso lo dices tú. No lo hagas más.


—No tienes que acompañarme al hotel. —Pedro quiso retomar la marcha y no se lo permití.


—No seas necia.


—Mira quién habla. —Intenté resistirme a sus tirones, pero, borracha y con todos los centímetros de diferencia en altura que había entre él y yo, eso me resultó físicamente imposible.



CAPITULO 59




—Muy bien, petitona meva, llegó la hora de que te lleve a tu hotel.


La exclamación de Pedro por poco me mata. Su tono fue dulce y, a la vez, quizá demasiado efusivo, y yo estaba entre dormida, mareada y con un dolor de cabeza tal que me parecía que me estallaría el cráneo.


—Chis, no grites, por favor. —Me retorcí de dolor por dentro y sé que le puse mala cara.


—¿Te sientes mal? —me preguntó al llegar a mi lado izquierdo.


—¿A ti qué te parece?


Alcé la vista y lo descubrí sonriéndome con suficiencia. Allí estaba otra vez su pose altiva.


Mi cerebro llegó a la conclusión de que solamente se había comportado bien conmigo porque Martin estaba presente. Con el brasileño camino a su hotel, podía volver a ser un asco conmigo.


Asco... eso mismo sentía yo en ese instante. 


¡Qué ganas de vomitar!


—A mí lo que me parece es que te has pasado de la raya y mañana tendrás una resaca memorable. Ya eres mayorcita, de modo que hazte cargo.


—Qué gusto que debe darte regañarme.


—Y tener la razón —acotó con una gran sonrisa—. Andando. En pie. ¿Puedes levantarte?


—Eres un pedante. —La cabeza me dio vueltas y cerré los ojos.


—No, no puedes. —Rio.


—Continúa molestándome y juro que haré todo lo posible por vomitar encima de tu precioso cabello rubio.


Pedro se carcajeó con ganas.


—¿Te parece precioso mi cabello? No lo sabía.


Quise morirme en ese instante.


Pedro cogió mi chaqueta del respaldo de la silla.


—Ven. Intentemos hacer que vomites allí fuera y no aquí dentro, para que no pases vergüenza y para que la pobre gente que trabaja aquí no tenga que limpiarlo.


—Gracias por hacerme sentir peor.


—De nada, es un placer. Siempre a la orden.


—Desgraciado.


—Estás borracha.


—Y tú eres un idiota, y eso no se te quitará por la mañana. Yo tendré resaca; sin embargo, la borrachera se me pasará... y no estoy tan ebria.
Farsante —lo acusé—, solamente eres amable conmigo cuando Martin está presente.


Pedro agarró mi muñeca derecha para encajar mi brazo en la manga del abrigo y el contacto de su piel contra la mía me hizo amarlo y odiarlo; quise pedirle que se sentara a mi lado frente al inodoro mientras devolvía para acariciar mi espalda y también quise vomitarle encima para que tuviese que irse a su hotel apestando.


—Bueno, si te saco mucho de quicio, recuerda que al final de la temporada te irás a seguir con tu vida y ya no tendrás que soportarme.


—Ni tú a mí, y me imagino que entonces estarás feliz de la vida.


Pedro me rodeó y tomó mi otra muñeca para acabar de colocarme el abrigo.


—Mejor no digas nada más.


—Seguro que mis palabras hieren tus perfectos oídos.


—Por lo general, las palabras que soltamos sin pensar suelen herirnos más a nosotros mismos que a quienes se las dedicamos.


Tenía razón, pero, de todos modos, no pensaba dársela.


—Ahórrame tu filosofía de «cinco veces campeón del mundo».


—Es la cerveza la que habla.


—Dicen que los niños, los viejos y los borrachos dicen siempre la verdad.


Pedro se quedó en silencio, observándome desde mi lado izquierdo.


—Estoy muy cansado y la verdad es que no he tenido muy buen día. Le prometí a Martin que te dejaría a salvo en tu hotel, me hizo jurárselo; de otro modo, te dejaría aquí tirada. Lo mínimo que puedes hacer es colaborar un poco cerrando la boca al menos.


—Eres desagradable —le dije, porque de pronto él, tan sobrio y perfecto, tan campeón del mundo y tan distante, me hizo sentir pequeña.


—A ti a veces también te sale muy bien.


—Jamás debí besarte.


Noté que a nuestro alrededor se formaba un profundo silencio. Por el rabillo de mi ojo derecho vi que los mecánicos nos observaban confusos.


«La he cagado», pensé.


—Está muy borracha —soltó Pedro y después me miró—. Nos vamos ahora.




CAPITULO 58




Kevin no se levantó cuando Pedro volvió un par de minutos después y, pensándolo en frío, quizá fuese mejor así. Vi a Pedro mirarme desde el otro lado de la mesa y mi cerebro se convirtió en un revoltijo de masa gris, tan confundido e imposibilitado de racionalizar absolutamente ninguna situación que me sentí estúpida por sentirme tan cómoda con nuestra conversación anterior, por caer en la tentación de imaginar que, a partir de entonces, todo con él sería así.


Martin se bebió su nueva cerveza en un suspiro y a mí no me duró mucho más; de hecho, la ingesta de alcohol se me fue de las manos.


No sé cuánto tiempo más tarde, Helena y Amanda se despidieron de nosotros. Las chicas me ofrecieron acompañarme a mi hotel; no pude decirles que sí, pese a que debí hacerlo. 


Aferrarme a esa noche extraña no tenía sentido,
¿o sí? No podía decidirlo. En ese momento, mi estómago, al igual que mi cabeza, era un revoltijo.


Un par más nos abandonaron y el bar se fue vaciando.


Haruki se había ido con Helena y los que quedaban eran un par de mecánicos de Asa, Kevin, Pedro, Martin y yo; bueno, lo que quedaba del brasileño, porque estaba demasiado perdido como para ser contado como una entidad consciente.


Martin fue a apoyarse en sus codos para soportar sobre sus manos el peso de su cabeza, se resbaló y por poco se parte todos los dientes contra el borde de la mesa.


Todos saltamos del susto. Por suerte Kevin lo sujetó, evitando que se cayera al suelo.


—Me parece que es hora de que te lleve a tu hotel.


—Não, não precisa, eu estou bem. Ótimo.


—Has empezado a hablar en portugués; ésa es la señal para sacarte del bar. Ya lo has celebrado suficiente, tu noche termina aquí. —Kevin apartó su silla para ponerse en pie y Martin gruñó en respuesta.


—Es cierto, todos sabemos que, cuando comienzas a hablar en portugués... —empezó a decir Pedro.


—Que no pasa nada, estoy bien. Puedo quedarme un rato más con vosotros. Además, no puedo dejar a mi chica aquí sola —entonó Martin con la lengua resbaladiza.


—Yo me ocuparé de ella, la llevaré a su hotel.


Giré la cabeza tan rápido para mirar a Pedro que todo el bar dio vueltas a mi alrededor. Por culpa de eso, más el alcohol, me costó poder enfocar la vista otra vez. Cuando dejé de ver doble, vi que Pedro se ponía de pie.


Kevin, a mi lado, ya se colocaba su abrigo.


—¿Me ayudas a subirlo a un taxi? Éste de aquí debe de pesar como hormigón; a ella no te costará levantarla de la silla.


—Oye, que yo no necesito que nadie me levante de ningún sitio; además, mi hotel queda a unas pocas calles de aquí, llegué andando y me iré andando.


Kevin, con toda esa apariencia de holandés que no podía ocultar, se rio de mí. Envidiaba su capacidad de beber casi sin inmutarse. La única señal de que había estado bebiendo tanto o más que yo eran apenas unas mejillas coloradas, y era probable que eso, más que nada, se debiese a que tenía la piel muy blanca y dentro del local el aire estaba un tanto viciado.


Yo en cambio...


No debí beber tanto. No estaba borracha... pero casi.


Vi a Pedro ponerse su chaqueta mientras avanzaba hasta mi extremo de la mesa.


Martin medio que dormitaba, reclinado hacia atrás en su silla. Kevin comenzó a intentar espabilarlo.


Una mano se posó sobre mi hombro derecho; su perfume invadió todo mi espacio vital. Pedro se inclinó sobre mí.


—Espérame aquí. No pienso permitir que vayas sola a ninguna parte, ni a pie ni en taxi. Ayudaré a Kevin a meterlo en un taxi y vendré a por ti. Ellos se hospedan en el mismo hotel, de modo que no habrá problema en que se vayan juntos —anunció muy cerca de mi oído derecho; por eso mi pelo se puso de punta como si yo fuese un erizo que buscara defenderse. Resultaba tan bueno y tan aterrador tenerlo así de cerca.


Se apartó de mí y sentí que el alcohol me arrastraba muy lejos de este mundo y de él.


Me agarré la cabeza.


—Boa noite, meu bem —entonó Martin, mirándome al tiempo que Kevin y Pedro lo alzaban de su silla—. Mi chico cuidará de ti.


Me hablaba a mí.


—Mi chico es buen chico —canturreó girando la cabeza en dirección a Pedro—. A veces se comporta como un verdadero filho de puta, pero en el fondo es buena persona.


—Sí, ya sé que me quieres, Martin.


—Eu te amo. Você sabe. Es que a veces tú... como con ella... Você...


—Ok, ya terminamos por hoy la clase de portugués. Despídete de todos y andando. Necesitas descansar y quizá vomitar.


—Boa noite, galera; amo todos vocês. Gracias por venir.


Los presentes, en sus idiomas natales, le dieron las buenas noches mientras reían y le decían que también lo querían.


—No te muevas de aquí —me ordenó Pedro al pasar por mi lado, y me miró de un modo tal que sentí que yo también necesitaba vomitar, porque me atacaron los nervios. No quería que él se encargase de llevarme, porque sentía que estaba hecha un asco. Todo me daba vueltas y sabía que mi aliento debía de estar impregnado en alcohol, creo que hasta mi piel olía a cerveza. Además, tenía muchas ganas de besarlo y no quería atreverme a hacerlo por miedo a dar de lleno a trescientos kilómetros por hora contra una pared en concreto, es decir: él.


Me relamí los labios, incapaz de hacer otra cosa. 


Deseaba poder moverme, levantarme de la silla y largarme a mi hotel por mis propios medios; ni siquiera conseguí empujar la silla hacia atrás y para qué hablar de ponerme el abrigo.


Ojalá alguno de los chicos se hubiese ofrecido a llevarme, pero la verdad es que ninguno de ellos parecía tener intención de abandonar el bar.


—¿Te encuentras bien? —me preguntó uno de los mecánicos—. Tienes cara de estar a punto de devolver.


Asentí con la cabeza; era un sí a todo, al mismo tiempo.