jueves, 25 de abril de 2019
CAPITULO 123
Se armó un revuelo considerable y se oyó un griterío feliz, que me provocó ese tipo de nervios bonitos que hacen que sientas cosquillas en el estómago.
La gente allí reunida se apartó de las mesas, dejó de bailar e incluso se olvidó de la comida, una paella que olía como los dioses, y vino hacia nosotros gritando vítores y riendo.
Pedro rio un poco más y todavía con muchas más ganas, lo que expulsó de mí toda ansiedad.
—¡Pedro, Pedro! ¡Campeón, campeón! —chillaban los niños de todas las edades que se nos echaron encima.
Pedro se vio obligado a detener el vehículo, porque quedamos rodeados de gente deseosa y muy alegre de tener la oportunidad no sólo de verlo, sino además de poder saludarlo.
El motor del coche quedó en silencio y entonces sólo se oyó la algarabía de la gente y la música.
Vi a Alberto avanzar hacia nosotros acompañado de dos hombres vestidos de manera muy formal y una señora muy mayor que, a pesar de tener los ojos velados por la edad, conservaba en gran parte el mismo color de ojos que Pedro y su padre.
—¡Pedro! Rosset meu! El carinyet de la iaia! —exclamó la mujer.
—¡Iaia Bruna! —soltó Pedro pareciendo un niño.
—¿Y eso?
—Mi abuela —me contestó con una sonrisa de oreja a oreja—. Mi abuela Bruna, la madre de mi padre.
—Sí, pero... ¿cómo te ha llamado?, ¿qué te ha dicho?
Pedro me sonrió con la mirada.
—Rubito mío. Cariño de la abuela.
—¿Puedo llamarte así también? Mi... ¿cómo era?
—Rosset meu?
—Mi rubito —canturreé pícara.
Pedro asintió con un parpadeo y una sonrisa ladeada que me hizo recordar los buenos momentos vividos durante la noche.
—¿Carin...?
—Carinyet —completó él—. ¿Aprenderás a hablar catalán?
—Puedo intentarlo al menos.
Pedro se inclinó sobre mí para besarme.
—Carinyet —articulé sobre sus labios.
—Petitona meva.
—Al fin llegas —oí gruñir al padre de Pedro.
—Rosset meu —repitió su abuela, extendiendo sus manos arrugadas hacia él con un gesto lleno de cariño y todavía más repleto de devoción y amor.
Pedro abrió la puerta del automóvil y la rodeó en un gran abrazo, que por poco hace desaparecer a la mujer.
Descendí por mi lado mientras la gente se agolpaba alrededor de ellos.
Su abuela le revolvió el cabello y finalmente enmarcó su rostro entre sus manos.
—Cada dia estàs més maco —le dijo para, al final, estamparle un beso en cada mejilla.
—No exageres, iaia, que estoy siempre igual, más viejo nada más.
—Tú no envejeces —lo reprendió la mujer—. Felicidades por la carrera, mi niño. Todos te vimos ganar. ¡Lo felices que estábamos por ti!
—Gràcies.
—Ens sentim tots tan orgullosos de tu, carinyet.
—Gràcies, iaia.
—No t’imagines com t’he trobat a faltar.
—Ya estoy aquí, no tienes que extrañarme más. Estoy aquí y no he venido solo. —Pedro giró sobre sus pies para extender un brazo en mi dirección—. Iaia, quiero presentarte a alguien muy especial para mí.
Caminé hacia ellos y cogí la mano que me tendía Pedro.
—Iaia, ella es Paula. Paula, ella es mi abuela Bruna, la madre de mi padre.
—Hola, es un placer conocerla.
—Qui és ella?
—És la meva xicota. Mi novia, iaia.
La mujer me miró muy seria. Por detrás de su cabeza, vi el rostro del padre de Pedro, mirándome también con cara de pocos amigos.
—I l’altre? La lunga?
Pedro soltó una carcajada y a mí no me hizo tanta gracia comprender a quién se refería con eso de la larga, en italiano.
—Iaia... —Pedro apretó los labios—. Mónica... ella y yo hemos terminado.
—Tu i ella... —La mujer pronunció aquello apuntándome con la cabeza, después de tomarse unos segundos para asimilar las palabras de su nieto.
—Sí, iaia. Ella y yo; por eso la he traído, para que la conozcas.
—I a què et dediques, tu? Et vaig veure amb la samarreta de l’equip. Ets pilot?
—Abuela, Paula no habla catalán. Y no, no es piloto; sí, la viste con la camiseta del equipo porque trabaja para el equipo.
—¿Pero habla castellano al menos?
—Sí, hablo español, soy de Argentina.
—Ah, bueno, al menos eres un poco más normal. La otra hablaba y no le entendíamos nada, porque con Pedro hablaba en inglés como en las películas o, si no, en italiano, e igual no se le entendía palabra. ¿Tú comes? —soltó eso último sorprendiéndome.
—¿Si como? —articulé entre risas nerviosas.
—Sí, sí comes, porque la otra no comía nada; simplemente se sentaba allí a mirarnos raro a través de esas gafas a lo Sofía Loren. Bueno, que Sofía Loren parece mucho más simpática. Entonces... ¿La italiana ya no vendrá más? —le preguntó su abuela volviéndose otra vez en dirección al campeón.
—No, iaia.
—¿Te gusta la paella? —disparó en mi dirección sin piedad. La abuela de Pedro parecía dispuesta a desvelar la mayor cantidad de dudas posibles sobre mí en un tiempo récord.
—Sí, me encanta la paella.
—¿Y comes pan? Los que no comen pan nunca son buenas personas.
Me carcajeé. La abuela de Pedro, definitivamente, era todo un personaje. Al menos ella ya no me miraba con mala cara, eso ahora era exclusivo del padre de Pedro.
—Sí, me gusta mucho el pan.
—Iaia, no digas esas cosas. Yo no como pan.
—Pero tú porque no puedes por tu enfermedad. Hay gente que no come pan porque es maniática.
—Iaia, eso son tonterías.
—Te vi besarla —lanzó yendo directa al grano, mirando fijamente a su nieto.
—Sí, imagino que sí.
—Tú y millones de personas más, mamá. Tu nieto no fue muy discreto.
—No le digas esas cosas, son jóvenes. Déjalos que disfruten.
—Mamá, no tiene que ver con que sea joven, Pedro tiene...
—Papá, éste no es ni el momento ni el lugar.
El ambiente se puso tenso.
—Sí, es cierto. —Soltó un suspiro de fastidio—. Al menos estáis aquí. Tarde, pero estáis aquí.
—Mejor dejamos eso para otro momento —le contestó Pedro, quien a continuación volvió a sonreírle a su abuela—. ¿Así que habéis preparado paella?
—¿Comerás un poco?
—Mamá, Pedro no puede...
—La probaré —lo cortó éste—. Seguro que está estupenda. Huele increíble.
—Queríamos agasajarte como te mereces, Pedro —entonó solemne uno de los dos hombres trajeados que acompañaban a Alberto.
—Gracias por la recepción. Es fantástico estar aquí.
—Esperamos que disfrutes tu estancia con nosotros y que pases un feliz cumpleaños.
—Seguro que sí.
Pedro me lo presentó; era el alcalde del pueblo y el otro, un concejal. Los niños lo rodearon y, cuando se hizo un poco de espacio, se nos acercó el resto de su familia.
El campeón le dedicó un pausado y muy sentido abrazo a una mujer también mayor que llegó acompañada del que supuse que era su marido, además de un hombre y una mujer algo más jóvenes. Pedro me los presentó también. Los de menor edad eran su tía Raquel, una de las hermana de su madre, y su tío.
Detecté en los ojos de su abuela Caritat la tristeza de haber perdido a su hija. Si bien le sonrió a Pedro, lo que encerraba su mirada era una pérdida irreparable. Pedro me había contado que la mamá de Mireia, su madre, jamás había estado de acuerdo con que él corriese; las guerras entre ella y su padre eran infinitas, y se habían vuelto más agrias desde que se detectó la diabetes de Pedro. Su abuela decía que el chico era lo único que le quedaba de su hija Mireia, y que su padre era un irresponsable por permitirle correr, por incentivarlo a hacerlo.
Pedro había dejado claro que la idea de correr había sido suya desde el principio y que nadie lo había obligado a emperrarse en continuar, incluso después de diagnosticarle la enfermedad.
Tras sus tíos y sus abuelos, llegaron dos de sus primos, Aitor y Laia, los dos más jóvenes que Pedro y que estaban en el pueblo de visita porque, en realidad, vivían y estudiaban en Barcelona.
Su padre era hijo único y otros primos lejanos y demás familia habían dejado el pueblo; no por eso hubo menos gente que presentarme: vecinos, amigos de la familia y algún que otro pariente lejano que no quería perderse la oportunidad de ver al campeón.
Cuando quise darme cuenta, tenía un vaso de vino en la mano y me invitaban a probar una docena de cosas distintas para comer, a la espera de la paella, que todavía no estaba lista.
Perdí a Pedro de mi lado; no de vista, y eso no me molestó, porque lo vi acompañado de un grupo de hombres, algunos muy mayores y encorvados y otros incluso demasiado jóvenes como para tener carné de conducir, quienes lo escuchaban hablar con gestos de adoración y complicidad en la mirada.
Todos estaban sumamente atentos a lo que él explicaba; supuse que sería algo sobre alguna carrera, porque sus manos imitaban dos automóviles compitiendo para llegar a una curva o algo así.
Los ojos de Pedro brillaban de entusiasmo, también los de un niño de no más de diez años que salió de detrás de quien debía de ser su padre. El pequeño tenía la cabeza alzada en dirección a Pedro, estaba boquiabierto y apenas si parpadeaba de lo fijo que observaba al campeón. Pedro bajó las manos, rio y todos rieron con él. El crío continuaba observándolo fijamente y Pedro lo notó.
Sin dejar de reír con los demás, extendió uno de sus brazos y, con sus bonitos dedos, revolvió el cabello del muchacho. Le dijo algo que por supuesto no oí y como no sabía leer los labios...
De cualquier manera, ni falta que hacía para comprender que aquellas palabras habían significado un mundo para el crío, que en ese instante sonreía de oreja a oreja con las mejillas sonrojadas.
CAPITULO 122
—Casi hemos llegado —me avisó Pedro, apartando la mano de la palanca de cambios para posarla sobre la mía, que descansaba encima de mis piernas—. ¿Estás bien?
Llevaba un par de minutos en silencio, intentando concentrarme en el horizonte para evitar prestarle atención a los pensamientos en mi cerebro. Es que no podía evitar estar nerviosa; allí, en su pueblo, nos esperaba su padre y el resto de su familia. Quería que todo resultase bien entre nosotros y parar de preguntarme si me aceptarían, si les caería bien o qué pensarían de que Pedro hubiese terminado su relación con Mónica para empezar, así tan pronto, una conmigo.
Inspiré hondo una vez más; allí frente a nosotros, el sol comenzaba su descenso hacia la espectacular línea del horizonte.
—Sí —contesté. No conseguí engañarme ni a mí misma.
—¿Sí? —Giró la cabeza en mi dirección, sonriéndome.
—Estoy nerviosa, Pedro; voy a conocer a toda tu familia.
—No pasa nada, no son tantas personas; seguro que tu familia es más grande. No quiero ni pensar en la hora en la que deba enfrentarme a tus hermanos.
—Es que... —Se me escapó el aire de los pulmones. Su mano apretó la mía para darme fuerzas—. Bueno, como lo nuestro es tan reciente y hasta hace nada todavía estabas con Mónica... quizá no vean esto con buenos ojos.
—Estoy seguro de que lo que desea mi familia es verme feliz, y yo estoy feliz aquí contigo.
—Sí, pero...
—Relájate, ¿quieres?
—Lo intentaré; de todas formas, sabes que tengo razón. A todo el mundo le sorprende verte conmigo. Ha sido un cambio muy...
—Yo no he cambiado a nadie por nadie, y lo mío con Mónica llevaba quizá demasiado tiempo finalizado, Paula.
—Ok, yo lo entiendo; sin embargo, es probable que la gente no lo vea así.
—¿Empiezas a arrepentirte?
—No, ¡no! No digas tonterías, no es eso, es que...
—Tendrán que aceptarte, porque yo te quiero conmigo. No me importa lo que los demás opinen sobre nosotros; es nuestra vida y la de nadie más, y yo hago con mi vida lo que quiero; bien, al menos hago lo que quiero con mi vida privada.
Intercambiamos una larga mirada.
—¿Qué? ¿Qué es lo que no me dices?, ¿qué es lo que tienes atragantado? Vamos, escúpelo, que te veo con tal cara de torturada que empiezo a sufrir por ti.
—No es nada —mentí para dejarlo pasar; no me atrevía a decirle que percibía cierta hostilidad por parte de su padre, sobre todo porque todavía no había pasado el suficiente tiempo con él como para saber si esa parquedad era real o sólo mi miedo a no ser aceptada, a no ser suficiente para Pedro, a no ser capaz de amoldarme a su vida y sus necesidades; en resumen, de no estar a su altura. Todos esos temores me estaban pasando factura en ese instante.
—No te creo. ¿Estás segura de que no quieres contarme de qué se trata?
—Nada... es eso, que estoy nerviosa.
—Bueno, no tienes por qué estarlo.
—¿Les has hablado de nosotros?
—No, yo no; de cualquier modo, imagino que lo han visto por televisión.
—Sí, cierto. —Cómo no, medio mundo debía de habernos visto besándonos.
—Tranquila, todo saldrá bien. Mira. —Despegó su mano de la mía y señaló hacia mi derecha.
Giré la cabeza para ver, en una esquina, en lo que comenzaba a ser un sitio algo más urbanizado de lo que había sido el camino hasta entonces, un cartel en el que ponía «Benvingut, Pedro. Quíntuple campió de la F1».
—Bienvenido, Pedro. Quíntuple campeón de la F1 —tradujo para mí—. Imagino que están esperándonos.
—Esperándote. Deben de estar orgullosos de ti.
—El hijo pródigo —bromeó.
—No lo dudo.
Pedro giró el volante para dirigir el automóvil hacia la entrada del pueblo.
—Algunos de mis familiares viven por aquí cerca; nuestra casa está un poco más arriba, queda un poco más perdida, más apartada; espero que te guste, es un lugar tranquilo, rodeado de naturaleza. Aquí no hay mucho que hacer, pero para cambiar la rutina sirve. Para tumultos de gente y civilización moderna ya tengo el resto del año.
—Suena muy bien para mí, yo sólo necesito estar contigo, que pasemos un poco de tiempo solos tú y yo y... —El resto de las palabras de la frase me las tragué, para que volviesen a bajar por mi garganta cuando vi a los lados de la calle, a la entrada del pueblo, una pequeña multitud reunida en lo que parecía una muy agradable celebración. Había mesas y sillas sobre la acera, luces colgadas de un lado al otro sobre el asfalto y de balcón a balcón entre las casitas, que tenían toda la apariencia de ser muy antiguas. La gente rodeaba las mesas, sobre las que divisé muchas botellas, vasos y platos con comida.
Sonaba música y había un par de señoras y señores mayores acomodados en sillas junto al cordón. Había también niños corriendo por todas partes, un par de ellos con gorras y camisetas de Bravío; algunos adultos también las vestían.
—No puedo creérmelo —soltó Pedro, riendo.
A un lado del camino habían organizado unos fuegos y, sobre éstos, detecté un par de paelleras grandes.
Era una fiesta de bienvenida con todas las de la ley.
Pedro tocó la bocina e hizo parpadear las luces de su automóvil, atrayendo la atención de todos.
Casi de inmediato, cuando todos se volvieron a mirarnos, detecté a Alberto no sólo porque llevaba puesto un jersey del equipo, sino porque, además, era rubio y alto como su hijo, con sus mismos ojos, sólo que en ese momento no me miraba con la misma alegría con la que lo hacía Pedro. ¿Acaso esperaba que hubiese desistido?, ¿que Pedro se hubiese arrepentido en el último momento de traerme o incluso de tenerme a su lado?
Alejé en lo posible aquella idea. Mi plan era disfrutar de esos días. Seguro que al progenitor de Pedro se le pasaría; debía de ser la sorpresa por todo ese cambio, por lo abrupto del inicio de nuestra relación.
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