miércoles, 27 de marzo de 2019
CAPITULO 51
—Sentaos aquí, junto a Paula, que hay espacio —oí decir al brasileño, y me entraron ganas de matarlo. ¿A mi lado?
Giré un poco hacia mi izquierda y vi aparecer a Martin sosteniendo una silla que colocó entre la mía, en la cabecera, y la de Jose, uno de sus mecánicos, que estaba sentado en el extremo del lateral—. Toma asiento, Mónica.
Giré la cabeza y la vi a ella, con su porte imponente, aparecer. Noté que intentaba sonreír. No le salía muy bien. Moví la cabeza un poco más y me topé con la mirada de Pedro; él había quedado entre su novia y yo.
—Búscate una silla, campeón —le soltó Martin con el desparpajo de siempre—. Duendecillo, muévete un poco para que él pueda acomodarse.
«¡Perfecto!», chillé dentro de mi cabeza; allí estábamos su novia, él y yo, los tres apretujados en la cabecera de la mesa.
Tragué en seco y me coloqué un poco más contra Amanda, moviendo mi silla hacia la suya. Vi que la santa de la novia de Helena le sonreía a Pedro, dándole las buenas noches, y me sentí como una perdedora, porque ni siquiera fui capaz de volver a mirarlo, y para qué hablar de saludarlo o saludar a su pareja.
Su silla apareció a mi izquierda, mientras Mónica se acomodaba junto a Jose.
Pedro se quitó la chaqueta y el aire que movió al girarse para situarla sobre el respaldo de la silla me tiró encima todo su perfume.
Mentalmente le pregunté si deseaba matarme despacio.
Pedro se apretujó contra mí con su silla, y se acomodó en su asiento. Movió la silla hacia delante. Procuré no reparar demasiado en sus formas y no respirar muy hondo.
La conversación se reanudó, básicamente para darles la bienvenida a los recién llegados. Sin demasiado ánimo, Pedro respondió los saludos.
Nadie los invitó a un trago.
Martin llegó a su silla y la camarera apareció a mi lado para recoger mi vaso vacío y poner frente a mí uno lleno.
—¿Podrías traernos una copa de vino blanco y una botella de agua, por favor? —le pidió Pedro. La chica asintió con una sonrisa tímida y un movimiento de cabeza.
Al apartarse la camarera, su mirada se topó con la mía.
—Buenas noches —me saludó como si justo en ese instante acabara de reparar en mi presencia.
—Hola —contesté.
El rostro de Mónica apareció por detrás del de Pedro. Ella agarró la mano que éste tenía sobre la mesa. Noté que en sus dedos llevaba un par de anillos de importancia.
El pensamiento de que ella era exactamente el prototipo de novia/esposa de los pilotos de la categoría me angustió; daba perfectamente la talla.
—Mónica, ella es Paula; trabaja con Suri en la cocina del equipo —me presentó Pedro a su novia y dueña.
Con tal introducción, sentí que quedaba impreso a fuego sobre mi piel el título de perdedora, y eso, a decir verdad, no tenía demasiada razón de ser, porque yo amaba mi trabajo y no me parecía que debiese avergonzarme de trabajar en la cocina. Sin embargo, que él lo dijese así, en ese tono, resumiéndome a esas palabras que no fueron dichas en un tono precisamente elogioso, hizo que desease zambullir la cabeza en mi enorme vaso de cerveza.
—Ah, sí, claro. Creo que te he visto un par de veces. —La italiana no podía tener una voz más elegante.
Ni siquiera recordaba que me había visto en la autocaravana de Pedro.
—Hola, ¿cómo estás? —la saludó Amanda.
—Bien, gracias —contestó ella. Pese a todo, se conocían y, así le hiciese o no gracia a Pedro que Helena fuese gay, mantenían las apariencias—. ¿Cómo estás, Helena?
—Bien, gracias. ¿Y tú? —La australiana no hizo demasiados esfuerzos por entablar conversación, pues, tan pronto como terminó de articular aquellas palabras, se llevó el vaso a los labios.
—Bien, muy bien. —Mónica se acomodó sobre su silla. Las conversaciones volvían a emerger, pero, allí, entre nosotros cinco, el ambiente no era demasiado amistoso, sino más bien tenso. Josa se reía a carcajadas con George.
El silencio cayó sobre nosotros cinco.
Helena alzó su vaso de cerveza y me miró de reojo. Era evidente para ella, tanto como para mí, que la presencia de Pedro inhibía nuestro comportamiento habitual. Era como si Pedro fuese el director del colegio y nosotras tres, alumnas revoltosas a las que no les quedaba más remedio que guardar las formas en su presencia.
Tenía que resistir la tentación de volverme a mirarlo, porque no podía contener mi necesidad de respirar y así evitar que su aroma se metiese por mi nariz, nublando mis pensamientos de un modo todavía más peligroso que la cerveza.
Al día siguiente tendría resaca por la cerveza y por él, lo sabía. La de la cerveza, se me iría por la tarde; la de él no se me curaría tan rápido, porque Pedro tenía por delante un par de días de descanso en los que regresaría a Montecarlo, donde residía la mayor parte del año, mientras el resto del equipo, lo que me incluía a mí, volvería a España para hacer más pruebas, en las cuales participarían Haruki y Helena.
Vi sus muslos enfundados en esos pantalones negros. No fue intencionado, pero me fijé en su entrepierna y eso me provocó todavía un poco más de celos de la kilométrica italiana. Mis ojos subieron por su abdomen, hasta que Pedro se movió. La camarera llegaba con sus bebidas.
Pedro le tendió la copa de vino blanco a Mónica y se quedó con la botella de agua. Él le dio las gracias a la camarera, y el silencio volvió a caer, pesado, sobre nosotros.
Si continuábamos así, la noche resultaría un completo fracaso; la verdad es que no se me ocurría qué decir o hacer para intentar hacer, de nuestro extremo de la mesa, un lugar menos incómodo.
Jose se rio con ganas una vez más y hundió la mano en el cuenco de snacks que compartíamos de ese lado.
Por detrás de Pedro, vi el rostro de Mónica descomponerse considerablemente. Cuando Jose se metió la comida en la boca, ella le lanzó
una mirada de asco al cuenco.
George hizo que se riera todavía más y Jose por poco vomita sobre la mesa. Lloraba de la risa y, cualquier otra noche, nosotras nos hubiésemos
reído también; sin embargo, en este instante ni Amanda ni Helena ni yo nos atrevíamos a reaccionar.
—¿Aprovecháis los días de parón que tenéis para estar juntos en Montecarlo?
La pregunta la formuló Amanda; iba dirigida a Pedro. La hizo en un tono amistoso, como si ella también estuviese deseando poder tomarse unos días libres en compañía de Helena para descansar y alejarse, al menos un poco, de la locura del campeonato.
—Yo regreso a Italia a primera hora de mañana —contestó Mónica, dejando a Pedro con la boca abierta en su intención de responder—. Es decir, en pocas horas —se corrigió tras lanzarle una mirada al impactante reloj colocado en su muñeca derecha.
—¡Qué pena!
—Intentaré alcanzarlo en un día o dos. Tengo trabajo. Sin embargo, haré todo lo posible para unirme a Pedro pronto; nos merecemos un descanso. — Mónica se colgó del brazo del susodicho. Ella ni se molestó en pasar su mirada sobre mí, pese a que yo estaba justo al lado de Pedro. En realidad no había demasiada razón para que me mirase, pero, bueno, es que como estábamos todos allí, tan juntos...
Yo sí había estado observándola, estudiándola; en resumen, angustiándome.
—Eso está muy bien.
Mónica le sonrió del modo más sintético imaginable a Amanda.
—¿La acompañarás a España? —le preguntó Mónica mientras sus respectivas parejas y yo guardábamos silencio.
—No, esta vez no. Debo regresar a casa, tengo trabajo. Pero iré al Gran Premio de Rusia, no me lo perdería por nada.
—A Pedro le gusta mucho ese circuito —comentó la italiana con orgullo.
—Sí, eso mismo dice Suri —solté yo sin mala intención. En cuanto mi voz murió, todos se quedaron en silencio. Alcé la vista de mi vaso de cerveza y me encontré con sus iris, y con una mueca indescifrable en el rostro. Mis ojos se
quedaron enredados en su mirada, la cual, para mi sorpresa, no parecía tener la intención de repelerme—. ¿Te gusta Sochi? —añadí para salvarnos del silencio.
—¿Conoces Rusia? —disparó Mónica en mi dirección.
Negué con la cabeza sin apartar la mirada de Pedro, sin parpadear.
—Sí, me gusta Sochi. Rusia es increíble, ya lo verás.
Pedro parpadeó y yo también.
—El circuito es increíble —acotó.
—Y se le da estupendamente. Será una victoria segura —sentenció Mónica por detrás del hombro de Pedro.
Éste, con la vista baja, espió hacia atrás. Fue un parpadeo, una milésima de segundo en que no diría que lo vi dudar, sino más bien... Seguro que interpreté mal su gesto cuando me pareció atisbar un deje de tristeza en su cara.
—Ganaste allí el año pasado, ¿no? —le preguntó Amanda, cortando lo extraño del momento.
—Sí, ganó —contestó Helena—. Es un circuito que le va muy bien al diseño y a la configuración de nuestros monoplazas.
—Definitivamente —certificó Mónica, para acto seguido llevarse la copa de vino blanco a los labios.
—Hay que correr cada carrera. Jamás doy una carrera por ganada antes de acabarla.
Pedro entonó estas palabras mirándome.
CAPITULO 50
Justo a unos pasos de la puerta estaba Pedro, vestido de modo impecable, de ese modo que hacía que me olvidase de lo despreciable de su conducta en ocasiones.
Me entraron calores, de tal magnitud que hasta mi corto cabello me molestaba, y para qué hablar de mi camiseta, que todavía olía a nueva.
Empecé a sudar e intuí que el maquillaje se derretiría y escurriría por mi rostro.
Necesitaba otra cerveza, porque lo poco que me quedaba en el vaso debía de estar demasiado caliente como para mi necesidad de refrescarme.
Lo único que me faltaba en este instante era babear por él. Mi nariz, como si tuviese cerebro y memoria propios, me trajo el recuerdo del varonil perfume de su piel; si hasta sudado, después de abrirse el mono ignífugo, olía como los dioses. Así, sin más, en un flash, mi mente me devolvió una imagen suya saliendo del automóvil, con cara de preocupación y concentración durante las pruebas, cuando no veía nada más allá de sus números en los tiempos de sus vueltas, cuando no oía más voces que las de Otto y sus mecánicos, cuando todo para él era ser el número uno en el campeonato.
Sí, pese a todo, Pedro no podía hacer nada para que yo dejase de admirar su talento en la pista... y, para mi desgracia, tampoco para que pudiese desprenderme de la visión de su físico, de su aspecto, de su mirada, su cabello, sus manos, sus ropas... Justo cuando comenzaba a desvariar, acerté a reparar en que no iba solo y, si él se veía estupendo así vestido, completamente de negro y con su cabello rubio medio revuelto, ella estaba absolutamente perfecta, libre de defectos. Mónica, su novia italiana, estaba allí con él; la tenía rodeada con un brazo por la cintura, mientras ambos buscaban algo con la mirada: a nosotros.
La italiana, que ya de por sí era incluso más alta que Pedro (apenas unos centímetros), en esa ocasión sobrepasaba su altura alzada sobre unas sandalias bellísimas que me hubiese gustado tener en mi guardarropa. Vestía un simple pantalón gris oscuro, una camisa blanca y una chaqueta negra de corte impecable, y llevaba la melena suelta; melena a la que le sobraba cabellera y volumen. Yo jamás tendría una igual, con el poco cabello que salía de mi
cuero cabelludo, que, además, tenía la desventaja de ser fino y quebradizo como el de un bebé. No tenía por costumbre compararme así con otras mujeres, pero, con ella, me resultaba inevitable, y angustiante.
No necesitaba que nadie me explicase por qué me comparaba con Mónica.
Me hubiese encantado ser yo a la que Pedro besara después de cada carrera; me
hubiese gustado haber compartido con él todo el tiempo que llevaban juntos y ese recorrido que lo llevó a la Fórmula Uno y que lo hizo campeón; me hubiese entusiasmado estar allí con él cada segundo, y anhelaba conocerlo como debía de conocerlo ella, porque, sí, todavía tenía la esperanza de que Pedro tuviese otra cara, además de la que nos mostraba a nosotros, los
plebeyos. Quería descubrir en él lo que veía Martin, lo que veía ella o incluso lo que percibía Amanda.
La parte baja de mi espalda se sintió muy sola, porque el brazo de Pedro estaba allí con ella y no conmigo.
Éste bajó la mirada y me vio, nos vio a todos, pero, por un fugaz segundo, sus ojos se quedaron prendidos de los míos.
Pedro alzó una mano y, entonces, en la voz de Martin estalló el nombre del campeón.
Me emocioné y le sonreí. Por supuesto, Pedro no me vio; se ocupaba de su novia, ayudándola a quitarse la chaqueta tipo sastre que llevaba.
Agradecí que no me descubriera, habría quedado como una idiota. ¿Qué podía hacer yo sonriéndole?
Oculté mis ganas de él en el trago de cerveza que le quedaba a mi vaso.
Martin saltó de su silla para recibirlos. Rodeó la mesa en la que estábamos Helena, Amanda y yo. Al pasar por detrás de ellas, me guiñó un ojo. Como pude, le contesté con una sonrisa.
—Al final se ha dignado a aparecer. Todavía no me lo creo.
Amanda reprendió a Helena con una mirada.
—Bueno, es que ha venido —exclamó con una mueca de incredulidad—. Además, lo ha hecho acompañado. Mónica no suele ir más que a las cenas formales del equipo, jamás a un bar a beber con los otros pilotos o mecánicos.
No salgo de mi asombro.
—Necesito otra cerveza. —Bajé el vaso. Tenía ganas de girar sobre la silla para mirarlo, pero me contuve; no quería toparme con ella. De pasada y muy de lejos, nos habíamos vuelto a ver después de aquella primera ocasión en la autocaravana de Pedro; lo que menos me apetecía era verla allí, en ese momento, en una reunión muy de amigos. La odié un poquito y me odié a mí misma un poquito más por eso.
Oí la voz de Pedro cada vez más próxima; conversaba con Martin, que les daba la bienvenida a él y a su novia, y toda mi piel se tensó. Sentí los cabellos cortitos de mi nuca erizarse, y no por un motivo desagradable. La voz de Pedro se metía en mi sistema nervioso, reblandeciendo cada una de mis fibras.
Helena me miró en silencio y Kevin alzó una mano para volver a llamar a la camarera, a la que le señaló mi vaso vacío. Noté que su mirada se había oscurecido. Después de su partida de Bravío, la relación entre él y Pedro había empeorado; bien, en realidad nunca había sido demasiado buena; por lo que supe por boca del propio Kevin y gente del equipo, más de una vez por poco llegan a las manos. El holandés no era tan diplomático como Haruki, quien, por cierto, en ese instante no parecía muy feliz. El japonés no le haría un desplante ni nada por el estilo, pero quedaba claro que la presencia de Pedro lo incomodaba. De hecho, incomodaba a todos los presentes; nadie sabía qué hacer con su mirada ni con su llegada. Súbitamente, las risas y las conversaciones decayeron, transformándose en un silencio un tanto tenso, interrumpido por algún que otro murmullo y miradas furtivas.
Imposible culparlos por no quererlo allí, pues eso lo generaba Pedro con su forma de ser y actuar.
CAPITULO 49
Por suerte, el lugar escogido por Martin para el encuentro quedaba a unas pocas calles del hotel en el que me hospedaba, por lo que pude ir a pie, perdiéndome por esa ciudad tan distinta a las que conocía, Shanghái.
Al llegar al bar un poco más tarde de la hora indicada, hallé al ganador de la carrera en compañía de su compañero de equipo, un par de sus mecánicos y su ingeniero de pista, además de Kevin, Helena con su novia, Haruki y, Vittorio y Sergio, otros dos pilotos amigos del brasileño.
Respiré aliviada al comprobar que, en las mesas que el grupo ocupaba, no estaba Pedro, ni quedaban sillas vacías. Al instante me sentí mal por no verlo allí, pero no por mí; la verdad es que no me hubiese hecho ningún bien tenerlo
alrededor de las mesas con los demás, pues, desde nuestra charla-discusión antes de toparnos con Martin en el circuito, no podía parar de pensar en él, en nuestro beso, en sus palabras y en mis ganas de no llevarme mal con él, porque, pese a todo lo despreciable que pudiese resultarme, una parte de mí deseaba conocerlo, quería entender cómo funcionaba su cerebro y, sobre todo, su corazón; anhelaba descubrir qué había detrás del campeón. Quizá me hacía demasiadas ilusiones, fantaseando con lo que pudiese haber detrás de ese hombre que tenía por costumbre mirarnos a todos desde arriba de su podio; necesitaba creer que había algo más, porque no tenía ganas de aceptar que estaba permitiendo, del modo más infantil, que el cosquilleo que me recorría cuando lo tenía cerca o incluso cuando simplemente pensaba en él tomase el control cada vez con más frecuencia y mayor intensidad. También se tornaban una constante mis ansias de sacudirlo para intentar hacerlo entrar en razón y, por ello, me repetía que mis razones no necesariamente debían ser las suyas y que su vida era muy distinta a la mía; por eso él era quien era y yo era yo; compararnos o unirnos era imposible, y me cabreaba conmigo misma cada vez que me asaltaban esos arranques de juzgarlo o pretender cambiarlo.
Inspiré hondo ese aire que en China olía tan distinto al de Australia, al de España o al Baréin, y continué avanzando en dirección a la mesa.
Martin ya me había visto y se había puesto de pie para llamarme a gritos, con el fin de que pudiera oírlo por encima de la música y del bullicio reinante en el local.
Fuera como fuese, por esa chispita racional que todavía quedaba en mí, comprendí que Pedro tendría que haber venido para celebrar con su amigo su victoria, pese a su derrota personal. Me dio pena por Martin; él sonreía, pero yo tenía claro que la ausencia de Pedro le pesaba. Mi alivio me supo todavía peor cuando el brasileño me abrazó, agradeciéndome mi presencia.
—De nada. —Le di un beso en la mejilla—. No pensaba perdérmelo por nada del mundo. Perdona el retraso, es que hemos tenido que trabajar hasta tarde y no podía venir sin recomponer un pelín mi aspecto.
Martin me devolvió el beso.
—Tú estás siempre hermosa, Duendecillo.
Me reí.
—Creo que ya has bebido demasiado —bromeé. Tenía aliento a cerveza y la mesa estaba repleta de botellas vacías; sin embargo, sabía que no estaba borracho ni nada por el estilo; solamente había dicho eso porque me dio vergüenza su apreciación sobre mi persona.
—Nada de eso. —Me sonrió—. Gracias por venir.
—Ya te he dicho que no me lo hubiese perdido por nada —contesté. Noté que se ponía un tanto melancólico, pues ya conocía sus miradas y sus sonrisas. Decidí desviar el rumbo que tomaba la situación—. De modo que no me habéis esperado y habéis empezado la fiesta sin mí —bromeé.
—Has llegado tarde —me soltó Martin en el mismo tono.
—Estoy aquí, lo que ya es mucho decir. Estoy reventada; este fin de semana me ha dejado para el arrastre. —Comencé a quitarme la chaqueta de cuero, mientras saludaba al resto de los presentes intercambiado besos y abrazos. Kevin, conocedor de mis gustos, le pidió una cerveza a la camarera que se acercó después de que él la llamase para pedir otra ronda.
Como Martin estaba rodeado de la gente de su equipo, fui a sentarme al otro extremo de la mesa, junto a la novia de Helena, en la cabecera que quedaba vacía, rescatando antes una silla de una mesa contigua.
Mientras todos regresaban a sus conversaciones y risas, Helena se inclinó por delante de Amanda para hablarme.
—Ya creía que no vendrías.
—Casi. Estoy agotada, pero no podía perderme esto. —Me recoloqué mi camiseta roquera, llena de tachas, lentejuelas y demás decoraciones, sobre el pecho. Cuando la compré, me pareció estupenda; ahora me daba la sensación de que era demasiado exagerada. Estaba tan cansada que creo que puse demasiado ahínco en recuperar mi imagen y me pasé de la raya; los demás iban vestidos más casuales. Se me había ido la mano con el rock-glam de mi atuendo.
—Estás estupenda. Me encanta tu camiseta —me dijo Amanda.
—No se te nota el cansancio —acotó Helena, sonriéndome.
—Me parece que me he pasado con el maquillaje, ¿no? —Me entraron ganas de ir al baño a quitarme un poco de la sombra de ojos y del resto del maquillaje con el que había procurado disimular mi cara de cansada.
—No, estás genial —me animó Helena.
—Una pena que seas hetero —bromeó Amanda.
—Y que tú tengas novia —le espetó Helena en el mismo tono de cachondeo.
Las tres nos reímos. Mi cerveza llegó y me sentí un poco menos incómoda con mi apariencia.
Como yo acababa de llegar, Kevin propuso un nuevo brindis en honor a Martin, y Fabien, que sí había bebido un poco de más, soltó un discurso en francés dedicado a su compañero de equipo que la mayoría de nosotros sólo entendimos a medias.
Bastaron un par de minutos para que volviésemos a ser los de siempre, para que la conversación recuperase el ritmo distendido de otras noches. De cualquier modo, se notaba que era una ocasión especial; todos estábamos más que felices por Martin y él rebosaba entusiasmo.
—Entonces... del campeón, ¿ni rastro? —le pregunté a Helena cuando ésta se me acercó para tenderme uno de los cuencos de snacks que había en el centro de la mesa; si continuaba bebiendo con el estómago vacío y el agotamiento que cargaba encima, alguien tendría que arrastrarme de regreso al hotel. Bueno, además, pedirle la fuente me había servido de perfecta excusa para tener un poco de privacidad con ella otra vez. El caso es que, hasta hacía un instante, habíamos estado hablando todos medio a gritos y entre carcajadas.
Helena negó con la cabeza.
—La última vez que lo vi fue en el circuito, cuando íbamos saliendo. —Sus ojos se desviaron por una fracción de segundo hasta Amanda—. Estaba con Mónica.
—Imaginé que vendría.
—Si jamás viene cuando estamos todos, Pau. El campeón no se mezcla con los plebeyos, ya sabes cómo es. Me sabe muy mal por Martin.
Pensé lo mismo.
—No digas esas cosas, Helena —la reprendió Amanda.
—La verdad es que no se merece que hablen de él de otro modo.
—Amor, sabes que no es así. Estás enfadada porque a veces se comporta como un idiota, pero no...
Helena no le permitió a Amanda terminar.
Pese a que Pedro, por lo que yo sabía, tenía una actitud un tanto deplorable con Helena y Amanda por su relación, Amanda era muy paciente con él e instaba a Helena a serlo. Creo que ni ella ni yo teníamos su aguante o sabiduría, así como la de Martin; ni a Helena ni a mí nos entraba en la cabeza que Pedro tuviese esas actitudes tan obtusas.
—No es solamente a veces. Ok, no me gusta comportarme así, pero no soy la única a la que desquicia Pedro. A Pau le sucede lo mismo.
Puse cara de horror por el tono infantil utilizado por Helena, a pesar de que en mi cara se plasmó una mueca similar a la de una niña que intenta defenderse, muy parecida a la que puso ella al pronunciar sus palabras.
—A ver las dos: que cada quien tiene que lidiar con su vida. Vosotras no sabéis qué pasa por su cabeza.
—De acuerdo, eso te lo concedo, Amanda; sin embargo, creo que lo defiendes demasiado. Ése de allí —apunté con el mentón en dirección a Martin — es su único y mejor amigo, y no ha sido capaz de venir a celebrar su triunfo con él, pese a que él dejará la categoría este año. Debería darle vergüenza no estar aquí ahora. Entiendo que están compitiendo por el campeonato, pero hay cosas más valiosas que un título y no... —Me detuve porque noté que Helena y Amanda enderezaban sus espaldas y estiraban los cuellos como si estuviesen viendo algo muy interesante detrás de mí.
—Pues no tiene de qué avergonzarse —afirmó Amanda, indicándome con una mirada cómica que no tenía razón.
Giré sobre mi silla para apoyarme sobre el respaldo y mirar hacia atrás.
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