martes, 19 de marzo de 2019

CAPITULO 23




Al instante mi cabeza desarrolló el escenario de la partida de Kevin: segundo en un equipo de primera, con un compañero al que le sobraba soberbia y al que todo el mundo consentía. ¿Se habría cansado de ser el segundo, de tener que mantenerse a la fuerza detrás de Pedro? Bueno, también cabía la posibilidad de que Pedro fuese mejor que él, pero también sabía cómo funcionaban muchos equipos y lo que se decía acerca de lo que padecían muchos pilotos cuando se los limitaba a ser los segundos. De pequeña había visto en más de una ocasión esos momentos en los que a la pista llegaba la orden de equipo y el segundo estaba obligado a dejar pasar al primero para que sumase más puntos en el campeonato de pilotos.


—Si vemos a Kevin, te lo presentaré. Es muy agradable y para todos nosotros; sigue siendo como de la familia.


—Genial —comenté comiéndome todas las suposiciones que había hecho.


Nos aproximamos a los boxes y Érica me hizo señas para que me colocase los tapones que colgaban de mi cuello por la tira.


A la entrada de los boxes, nos detuvimos y ella cruzó un par de palabras con quien estaba en la puerta.


Los motores bramaron como animales enjaulados que pedían ser liberados al circuito. El suelo vibró debajo de mis pies, mis tripas temblaron; el sonido resultaba sobrecogedor y me encantó. De pronto entendí al ciento por ciento qué hacía toda esa gente allí. La competición era simplemente impresionante.


Me sentí movilizada en todos los sentidos, a la vez que pequeña ante el poder de aquellas máquinas, y muy grande por estar allí, por ser parte de eso al menos durante unos días.


Después de hablar con quien estaba en la puerta, Érica volvió a ponerse el auricular que había apartado de su oreja derecha y me llamó con un dedo. Ella traspasó la puerta y yo detrás.


Estábamos en el box y del resto del equipo nos separaba una mampara de quizá un metro ochenta de alto que no alcanzaba el techo, por lo que podía verse parte de las cañerías que lo recorrían, de los cables que colgaban de allí.


Ese pasillo, que era un recodo para ingresar al box propiamente dicho, se acababa unos tres metros más allá, frente a una pila de cajas de metal plateado acomodadas sobre un carro.


Me puse increíblemente nerviosa, como si fuese yo la que debía montarse en uno de esos vehículos con apariencia de mortífera flecha.


Al final del recodo se hizo la luz y entonces el sonido estalló en mis oídos todavía con más fuerza, una que los tapones que llevaba apretujados en los canales de mis oídos no fue capaz de contener.


Creí que mi pecho y mi estómago estallarían debido a la onda expansiva.


Toda la escena me llevó por delante al girar la cabeza: allí estaba el vehículo blanco, violeta, negro y plateado de Bravío, estacionado con el
morro hacía la calle de boxes, rodeado de una docena de mecánicos que cargaban herramientas, neumáticos e incluso ordenadores portátiles.


También estaba él, parado a los pies del lado derecho de su bólido, con su traje ignífugo puesto, cerrado hasta arriba del todo. Otto se encontraba junto a él, enseñándole algo en unos papeles.


La persona que estaba agachada junto al habitáculo del monoplaza, del lado opuesto a Pedro, con un portátil en las manos, alzó la cabeza y miró al piloto.


Sin que nadie lo condujera, el coche dio un acelerón.


Pedro alzó un pulgar y Otto le sonrió.


Una persona del equipo se acercó al campeón y le tendió su casco; nunca le había prestado atención. Era plateado y tenía justo en la parte frontal un gran rostro que parecía de piedra; de su boca, muy abierta, emergía un remolino que debía de ser de viento o algo así. Finalmente, divisé unos dibujos en los laterales, aunque no conseguí descifrar qué eran, y, por detrás, en la parte inferior, la bandera española junto a la catalana.


Pedro se pasó ambas manos por el cabello para tirárselo hacia atrás, se metió en las orejas unas cosas que pegó con cintas y después sacó de dentro del casco, que todavía sostenía el asistente, la capucha ignífuga. Con cuidado y parsimonia, la acomodó sobre su rostro y alrededor del resto de su cabeza, y por debajo del cuello del traje ignífugo para sacar el cable que conectaba esas cosas que había metido en sus orejas. Se subió la cremallera y otra persona le tendió el protector de cuello.


Érica y yo nos mezclamos con los demás, mientras todos nos saludaban al pasar, pero sin descuidar sus trabajos.


Otto nos vio.


El motor enmudeció, pero había otros que continuaban rugiendo.


Al ver que Otto saludaba a alguien, Pedro se volvió en nuestra dirección. No dio señales de percibir mi presencia. Quizá una levísima mirada, nada más que eso.


Agarró el casco de las manos del asistente y se lo enfundó.


El del portátil desconectó el cable que unía su máquina con el vehículo de Pedro y se puso en pie. Cuatro mecánicos se agacharon frente a los neumáticos, todavía cubiertos por los protectores que les daban calor.


Érica me sonrió, dejándome ver el espectáculo.
Otto palmeó la espalda de Pedro y éste alzó su pie izquierdo; su zapatilla era violeta y tenía una estrella amarilla en la parte posterior del talón. 


Cuando alzó la pierna derecha para terminar de entrar en el habitáculo, vi que su otra zapatilla era negra y no tenía ninguna decoración.


Pedro se sentó dentro de su monoplaza y entonces otras dos personas lo rodearon para ayudarlo a conectarse con el automóvil y añadir el protector sobre sus hombros. El volante estaba sobre la parte delantera y alguien se lo
pasó para que él lo cogiese con las manos enguantadas de negro y colocarlo así en su sitio.


Giré la cabeza y vi a Haruki dentro de su vehículo. Un hombre de unos cuarenta años, ojos claros y cabello castaño estaba arrodillado junto a él, mostrándole unos datos en una tableta. Las manos de Haruki descansaban sobre el volante. En cualquier momento saldrían los dos a la pista.


Por la calle de boxes frente a nosotros pasó a buena velocidad un automóvil completamente rojo y, detrás de éste, uno negro y amarillo, uno verde, blanco y rojo, y por último uno azul con una franja naranja en el centro delineada por tiras blancas. Otro vehículo más.


Alcé la cabeza hasta uno de los monitores y vi que la pista acababa de ser abierta para las pruebas. Los pilotos tenían hora y media para seguir preparando sus configuraciones de carrera y para reconocer el estado de la pista.


La transmisión dio paso a un barrido de las tribunas; la gente allí estaba eufórica. Dudé de que lo estuviesen más que yo, pues encontrarme donde me encontraba me resultaba completamente surrealista. No podía creer que sobre mi pecho cayese la misma camisa que llevaban todos los que daban vueltas por allí.


Bueno, no todos; en un rincón, con la vista fija en el coche de Pedro, había un sujeto de unos cincuenta años muy bien vestido con una chaqueta deportiva azul, camisa blanca, pantalones claros, un reloj enorme y una cabellera increíblemente negra, que enarbolaba sobre su frente un mechón de canas completamente blancas. En su mano derecha, una gafas de sol y, en la otra, un móvil.


Lucía como alguien con mucho dinero y con demasiado tiempo libre, puesto que estaba bronceado. No me quedó la menor duda de que tenía la manicura hecha.


Sobre su pecho y de una tira con el nombre del equipo colgaba una identificación como la mía.


Érica también advirtió su presencia, pero ella no lo escaneó con la mirada; le sonrió y lo saludó con una mano.


Alguien pasó por detrás de nosotras y se dirigió a él. Era un hombre muy alto, también vestido de civil; un hombre mayor que en su juventud debió de ser muy rubio, pero que en ese momento tenía el cabello casi totalmente blanco.


Saludó al tipo alto y elegante con un abrazo, incluyendo palmadas, y luego se apoyó contra la encimera, al igual que el de la chaqueta azul, para alzar la vista en dirección al monitor; los primeros pilotos en salir ya daban la primer vuelta por el circuito.


No necesité que Érica me explicase quién era el hombre de cabello casi blanco, pues su hijo había heredado muchos rasgos de él.


—Allí está Helena —me dijo Érica al oído, quitándome el tapón por un instante. Me señaló hacia la esquina opuesta del box, por detrás del coche de Haruki.


Giré la cabeza para toparme, en una de las esquinas frontales, a una rubia de larga melena que debía de tener mi altura, pero que era un tanto más corpulenta (puro músculo), enfundada en el uniforme del equipo. Por lo bronceada que estaba, la claridad de sus ojos y lo brillante de su melena clara, más parecía surfista que piloto de carreras. Ella y alguien que supuse que era uno de los tantos ingenieros del equipo tenían la cabeza alzada hacia un monitor.




CAPITULO 22




Me metí en la boca el último trozo de plátano, tragué y, acto seguido, bajé el bocado con un sorbo de agua de la botella que tenía sobre la encimera.


—Deberías comer algo más que eso —me dijo Suri a modo de reprimenda —. Ya lo tenemos todo encaminado; podrías sentarte cinco minutos a comer como es debido.


—No tengo hambre, con esto tengo suficiente.


—Sí, claro... Tú sigue así, preparando esas tartas y postres tan exquisitos, y yo terminaré hecho una pelota por comerlos. Es contraproducente tener a un pastelero excelente en el equipo.


Reí.


—No te quejes, Suri, que estás genial. —Le di una palmada en los abdominales. Él, al igual que casi todos los integrantes del equipo, tenía por costumbre ir al gimnasio; al menos eso me había contado. Estar en forma no era sólo una cuestión de los pilotos, pues dentro del equipo se fomentaba que todos llevasen una vida saludable. Suri iba al gimnasio del hotel, igual que los mecánicos. Con respecto a Pedro y a Haruki, eso ya era otro tema: ambos tenían
sus propios preparadores físicos y seguían rutinas mucho más estrictas.


Imaginé que por eso Pedro tenía un menú especial, aunque entonces no cuadraba que Haruki comiese lo mismo que todos los demás. 


En fin, ni me molesté en preguntarle a Suri sobre aquello; Pedro y su menú eran una cuestión
aparte en la que no me interesaba inmiscuirme.


—Dudo de que consiga mantenerme así por mucho tiempo.


—Serán sólo unos días y luego volverás a la normalidad. Ya extrañarás mis dulces.


—¿Has hablado con tu hermano, el de Londres?


—No, no he tenido tiempo de llamarlo.


—Como me contaste que te invitó a quedarte allí, quizá con su ayuda podrías montar una pastelería o trabajar para él en su restaurante.


Lo bueno de Suri era que con él, mientras trabajábamos, podía charlar sobre cualquier cosa; tanto mi lengua como la suya se habían aflojado con el paso de las horas de trabajo compartido en ese reducido espacio y, por ello, casi nos habíamos contado la vida y obra de nosotros mismos. Suri sabía que yo no tenía demasiada idea de lo que haría al regresar a Buenos Aires.


—Sí, bueno... la verdad es que no sé qué hacer, Suri.


—Quédate aquí conmigo.


Reí otra vez.


—Sí, claro. Tú lo que quieres son mis postres y no a mí.


—No digas eso, Duendecillo, me ofendes. Ten. —De una de las cajas que acababa de ir a buscar a la entrada de proveedores, sacó y me tendió una barrita de chocolate que venía envuelta en papel violeta, con el nombre de Bravío impreso en plateado.


—Gracias.


Acepté la barrita, pero... ¡si hasta me daba no sé qué desenvolverla! Sin duda esos días con el equipo serían de los más remarcables del viaje.


—Tengo algo más para ti.


—¿Ah, sí? ¿Qué es?


—De camino hacia aquí me he topado con Érica, y he logrado convencerla. En cualquier momento vendrá a buscarte para llevarte a los boxes para que veas al menos un par de minutitos de la prueba libre.


La primera sesión de pruebas libres había sido al mediodía; sólo había conseguido oír los motores desde allí dentro y enterarme por el boca a boca de que Pedro se había destacado, tal cual se esperaba. Experimenté unas enormes ganas de asomar la nariz fuera de la cocina para ver un poco del espectáculo y, además, sentí curiosidad por ver a Pedro trabajando con los mecánicos; me intrigaba descubrir qué trato mantenía con ellos y, para qué negarlo, mi pulso se aceleraba al imaginarme la oportunidad de verlo rodar sobre la pista.


—¿Bromeas? —jadeé. No podía creer que al final iba a poder ver, al menos, un poco de la competición en directo. Mi pulso cobró velocidad.


Suri negó con la cabeza.


—Nada de eso; Érica tiene que ir hasta los boxes a hacer no sé qué cosa y aceptó llevarte con ella; además, por el momento lo tenemos todo bajo control aquí. Puedes ir y echar un vistazo, y luego regresas conmigo.


No sé por qué me puse tan nerviosa. Apreté ambos puños y me los llevé a la boca.


—¿De verdad?


—¡Que sí! Pero debes saber que no lo hago de modo desinteresado, sino para que esto te guste todavía más y no quieras abandonarme.


—¡Suri! —chillé llena de felicidad. Me lancé hacia él y lo abracé—. ¡Gracias, gracias!


—Una buena forma de agradecérmelo sería quedándote conmigo.


—Suri, no sueñes. Además, si eso fuese remotamente posible, creo que hay alguien a quien no le haría muy feliz tenerme en el equipo hasta el final de la temporada.


—¿Qué dices?


—Hola. —Érica asomó la cabeza por la puerta—. Bueno, aquí estoy.


—¡Acaba de llegar tu guía! Justo a tiempo. —Suri se volvió en dirección a Érica—. Se lo he dicho hace dos segundos.


—Bien, puedes venir ahora. Voy con retraso y no tengo tiempo que perder. Tengo demasiadas cosas que hacer. Además, las pruebas comenzarán en un par de minutos.


—¿De verdad puedo ir, Suri?


—Sí, Duendecillo. Si al final te necesito por algún asunto urgente, te mandaré llamar, tú no te preocupes. Échale un vistazo a todo y asegúrate de que nuestro campeón haga su trabajo.


—Sí, claro.


—¿Vamos? —propuso Érica, tan acelerada como siempre.


—Sí. ¡Sí, por supuesto! —Dejé el chocolate sobre la encimera y me lancé rumbo a la puerta.


—¡Paula!


—¿Qué?


—El delantal —señaló Suri cuando me di la vuelta después de pasar junto a él.


—Sí, sí. —Reí—. Estoy nerviosa.


—Sí, ya me he dado cuenta. —Suri me arrebató el delantal violeta de las manos—. Anda, ve, disfrútalo.


—No tengo toda la tarde —murmuró Érica.


—¡Ya salgo! —exclamé riendo. De un saltó, aterricé junto a ella en el área de comedor, que estaba desierta. Todo el mundo debía de estar atento al comienzo de las pruebas. Vi que Érica cargaba una bolsa de papel con el nombre del equipo.


—Gracias por esto.


—No hay de qué; además, si Suri puede dejarte ir unos minutos, no es ninguna molestia. Sé cómo es cuando estáis en la cocina, no tenéis demasiado tiempo para enteraros de cómo van las cosas aquí fuera.


—Sí, es una locura.


—Suri está muy contento contigo.


—Le gustan mis dulces.


—No, no es sólo eso... Se lo ve más relajado. Freddy era un excelente cocinero, pero, cuando él estaba aquí, las cosas no eran así. ¿A ti te gusta este trabajo?


—La verdad es que sí. Con Suri nos llevamos estupendamente y hacemos buen equipo dentro de la cocina. A veces, cuando el lugar de trabajo es pequeño y los tiempos son muy cortos, uno es más propenso a estar irritable. Con Suri no pasa, es adrenalina de la buena.


—Me gusta que estés contenta con el trabajo; fue una suerte encontrarte.


Llegamos a donde estaban los camiones del equipo y entonces los primeros motores comenzaron a rugir de forma ensordecedora.


—Casi lo olvidaba. —Érica se llevó una mano a uno de los bolsillos traseros de su pantalón, sacó una cajita muy pequeñita, también violeta, cerrada con un precinto adhesivo de papel metalizado plateado con el nombre del equipo en negro—. Son para ti, para que te protejas los oídos, o los motores te dejarán sorda.


Ella, como la mayoría de los empleados del equipo que tenían acceso a los boxes, llevaban casi constantemente al cuello grandes auriculares para amortiguar los sonidos.


Abrí la cajita; dentro había dos pequeños tapones de goma violeta unidos por una cuerda negra.


—Te presentaré a Helena, tengo que darle esto. 


—Alzó la bolsa.


—¿Quién es Helena?


—Nuestra piloto de pruebas.


—¿Una chica? No tenía ni idea.


—Sí, es buenísima. Personalmente deseo que ojalá un día podamos tenerla como piloto. Ella y Haruki eran nuestros probadores hasta el año pasado. Kevin, que era nuestro segundo piloto, se fue al equipo Marit para correr con ellos este año. Una pena, es muy bueno; terminó justo detrás de Pedro el año pasado.



CAPITULO 21




Media hora después, Suri regresó a la cocina con las dos tazas de té vacías.


Uno de los platos en los que había colocado tarta y galletas estaba también vacío; el otro, intacto.


—Duendecillo, si te quedas con nosotros acabaré la temporada con sobrepeso. No he podido contenerme y me lo he comido todo. Eres un peligro para mí —canturreó dejando la bandeja sobre la encimera 


—Me alegra que lo hayas disfrutado. —Comencé a ocuparme de la vajilla.


Suri robó una galleta del otro plato, el que había dispuesto para Pedro y del que él no había tocado. Se la metió en la boca, entera, y fue hasta la pizarra; del cordón quitó parte de las hojas y, con un gancho negro, colgó las nuevas.


Pedro ha cambiado algunas cosas de su dieta; no te preocupes, nos las arreglaremos bien.


El piloto tenía su propio menú; era el único del equipo que comía algo distinto y encima, así, a esa hora, se le ocurría hacer variaciones.


Intenté dejarlo pasar, pues si a Suri no le molestaba... Me dio pena por él, pues tendría que soportar las manías del campeón durante los próximos meses que durase la temporada.


—Claro. —Me aclaré la garganta, di media vuelta y seguí con lo mío.


—¿Todo bien?


—Sí, Suri, perfecto —mentí, y seguimos trabajando.


Esa noche me acosté igual de cansada, pero mucho más entusiasmada.


Resultaba increíble lo pronto que me había acoplado al trabajo y lo mucho que me gustaba. 


Antes de dormir llamé a mi madre y le conté las novedades; le expliqué que estaba trabajando como subchef para el equipo y que el trabajo
estaba muy bien y me motivaba. Mi intención era tantear el terreno, para algo que en realidad era muy probable que no sucediese. Hasta ese momento nadie, excepto Suri, había mencionado ni media palabra acerca de mi continuidad en Bravío. A ella le pareció bien y la noté complacida y más tranquila; de todos modos, no perdió la oportunidad de volver a repetir un par de veces lo mucho que le entusiasmaba mi regreso a casa. Lo mismo ocurrió con mi padre y con el menor de mis hermanos... y mi cabeza ya se disparaba en la misma dirección que la de Suri.


—No te hagas ilusiones —me dije en voz alta a solas en mi habitación, con la luz de la luna que bañaba Melbourne entrando por la ventana.