miércoles, 8 de mayo de 2019

CAPITULO 166




Todo sucedió de prisa. En un momento dado me vi dentro de la ambulancia, sentada a los pies de Pedro, mientras el facultativo comprobaba una vez más sus constantes vitales. Pedro ya no temblaba; sin embargo, continuaba igual de pálido.


Al instante siguiente, estaba sentada en el pasillo de un hospital, frente a Urgencias, descalza y con frío, sola y sin tener ni la menor idea de cómo se encontraba el amor de mi vida.


No podía creer que eso estuviese sucediéndole. 


Me dije a mí misma un millón de veces que era culpa mía, que no debí, en modo alguno, dejarlo solo.


Llorando a mares un vez más, después de tener que correr al baño a vomitar de nuevo, me acurruqué sobre la silla de la sala de espera, haciéndome un ovillo, mientras por el rabillo del ojo veía amanecer en ese idílico lugar.


Me abracé las piernas, cerré los ojos y por mi mente empezaron a desfilar los recuerdos de momentos que habíamos compartido juntos. Su sonrisa, sus enfurruñamientos, la concentración en sus gestos, en su mirada antes de salir a pista, el modo en que su voz sonaba cada vez que me decía que me amaba.


Lloré hasta que no me quedaron fuerzas, hasta que me venció el sueño.


—Señorita.


Oí la voz, pero no conseguí reaccionar.


—Señorita, despierte. Señorita... —Alguien tocó mi hombro con cuidado —. Señorita.
Abrí los ojos. Frente a mí había una doctora con bata blanca, pequeñas gafas de pasta y una gran sonrisa—. ¿Es usted la prometida de Pedro Alfonso?


—Sí, soy yo —contesté incorporándome y refregándome la cara para intentar espabilarme.


—Él quiere verla. Está despierto.


El mundo se estremeció bajo mis pies. El miedo debía leerse en mi rostro, porque a continuación la sonrisa en el rostro de ella se ensanchó.


—No se preocupe. Está bien. Mucho sol combinado con que llevaba demasiadas horas sin comer, sumado a un exceso de actividad física.


«Horas sin comer, demasiada actividad física...», pensé, y me sentí fatal.


Nunca debí dejarlo solo; debí despertarlo para que comiera porque, al igual que yo, no había ingerido nada desde el mediodía.


«Soy un asco, una pésima novia, una pésima persona», me recriminé mentalmente, rompiendo en llanto. Era incapaz de cuidar de él. ¿Cómo podía amarlo tanto y ser tan descuidada con su salud? Mónica jamás hubiese permitido que le sucediese eso; ella habría estado allí para él, ella le habría recordado que debía comer, que debía cuidarse; ella no se habría ido de fiesta por ahí aprovechando que él dormía, porque probablemente Pedro no hubiese aceptado acompañarme a aquella fiesta si se lo hubiese propuesto.


—Tranquila. Se pondrá bien. Ahora está hidratado y en un momento le llevarán el desayuno. Ya le hemos retirado la vía y, si continúa estable, esta tarde le daremos el alta.


—Gracias. —Me limpié las lágrimas de las mejillas y otras nuevas las empaparon una vez más.


—Te conseguiré un par de protectores de zapato de cirugía —me dijo bajando sus ojos hasta mis pies.


—Perdí mis chancletas anoche en la carrera de regreso a la habitación.


—En un segundo te los traeré, para que puedas pasar.


—Gracias.


Menos de dos minutos después, avanzaba por el pasillo de camino a la habitación ciento dieciséis, con los pies enfundados en unos protectores azules.


Llamé a su puerta y entré sin esperar respuesta; estaba demasiado desesperada por verlo, por pedirle perdón, por asegurarme de que se encontraba bien.


Al abrirse la puerta, Pedro giró la cabeza en mi dirección. Tenía mucho mejor color y su sonrisa terminó de romper mi corazón.


—¡Pedro! —chillé arrancándome a llorar una vez más. En dos zancadas, llegué a su cama y me tiré sobre él, abrazándolo sin poder parar de pedirle perdón—. Lo siento, lo siento, lo lamento tanto... No debí dejarte. Lo siento, perdóname. Lo siento tanto. Debí quedarme allí contigo, debí despertarte para que comieses algo, para que te pusieses la insulina. Debí quedarme allí contigo, porque allí es donde debo estar, contigo. Lo siento, Pedro. Soy una pésima persona. Perdón.


—Ey, ¿qué dices...? —Sus brazos me estrecharon.


—Perdóname, estás así por mi culpa. Lo siento.


—¿Tu culpa?


—Debí despertarte cuando desperté; debí ordenar comida para ti. Llevábamos horas sin ingerir nada. Debí quedarme contigo.


—No eres ni mi enfermera ni mi niñera.


—Pero te amo y la idea es que nos cuidemos el uno al otro.


—Por eso me asusté tanto cuando desperté y no te vi a mi lado. Cuando te llamé y no contestaste. Creí que algo malo te había sucedido.


—Debí quedarme contigo. Lo siento. Lo lamento, Mónica jamás hubiese permitido que te sucediese nada semejante; ella sabía cuidar de ti, seguro que con ella nunca te pasó algo así.


—No, la verdad es que no. —Me sonrió y limpió mis lágrimas con sus manos—. Con ella no perdía la noción del tiempo, con ella me importaba únicamente yo mismo, con ella todo giraba a mi alrededor, sobre mi salud. — Pedro negó con la cabeza suavemente—. No quiero eso, no necesito eso. Lo de anoche fue una irresponsabilidad mía, no tuya. Sé que debo cuidarme, que tengo que ser constante, y ayer quise hacer ver que podía tener un día como el de cualquier otra persona, que simplemente podía despertar por la mañana con un hambre furibunda y nada más. —Me dedicó una media sonrisa—. Pero no, conmigo no es así. De todas formas, la doctora me ha explicado que casi todo se debió a la insolación; por eso desperté con náuseas y vomité por todas partes.


Toqué con dedos temblorosos su labio inferior, que estaba hinchado.


—Resbalé con mi propio vómito en el suelo del baño y me golpeé con la bañera.


—Debí estar allí contigo; podrías haberte golpeado peor, podrías haber quedado inconsciente o haberte hecho verdadero daño.


—Fue una noche que no debí permitirme, pero no por estar contigo, sino por mi descuido. No puedo descuidarme y lo sé.


—Es culpa mía.


—No vuelvas a decir eso.


—Lo es.


—Chis... ¿Tú estás bien?


—Todo lo bien que puedo estar viéndote aquí en esta cama.


—No ha sido nada.


—Sí lo ha sido.


—¿Dónde estabas anoche?


Me arranqué a llorar una vez más y me costó reunir valor para contarle lo que había hecho. Al final lo hice y él me escuchó sin perder la sonrisa. Debería odiarme, no sonreírme.


—Entonces, ¿te fuiste de juerga sin mí? —entonó sonriente, y yo, muerta de vergüenza, escondí el rostro en su pecho—. Deja de llorar, por favor, o comenzaré a llorar contigo. No pasa nada, petitona, todo eso fue una tontería. Querías ver las estrellas y luego te entró hambre...


—Y me quedé allí bebiendo y bailando. Me quedé aprovechando que tú dormías, porque sé que no te gusta...


—No me gusta bailar y no puedo beber, pero me encanta verte a ti bailando y disfruto cuando te diviertes y eres así muy tú. —Pedro tomó mi rostro entre sus manos y me obligó a enfrentarlo—. Abre los ojos y deja de llorar.


—No puedo, siento demasiada vergüenza.


—Petitona...


—No puedo, Pedro.


—Ha sido una tontería; por favor, no te sientas culpable... porque, si lo haces, entonces yo me sentiré culpable por tener esta puta enfermedad, por ser tan débil, por ser incapaz de ser todo lo fuerte y alegre que tú eres y empezaré a pensar como antes: que no estoy a tu altura, que tiro de ti hacia abajo, que impido que seas tú misma, que te diviertas y que tengas una vida normal; la vida que tendrías si no tuvieses que estar preocupándote por la débil salud de tu prometido.


Me quedé de piedra al oír todo aquello.


—Eso no... eso no es así. ¿Vida normal? Nosotros tenemos una vida normal.


—No, eso no es cierto, y por eso siempre estaré en deuda contigo.


Pedro...


—Siempre lo estaré, porque, más allá de lo de anoche, yo sé que siempre será tu peor miedo y eso no es muy agradable. No quiero ser la bomba de relojería con la que tú tengas que cargar.


Pedro...


—Lo de anoche no fue culpa tuya. Mi enfermedad y mis padecimientos no son por tu culpa ni tu responsabilidad, ¿entendido? Como mucho, tú me ayudas si quieres y, por lo demás, debemos ser como cualquier pareja. No está mal que quieras tener tus cinco minutos de vida de soltera. Yo me paso horas montado en mi Fórmula Uno y tú las soportas sin quejarte, eso sin contar con los entrenamientos, las entrevistas y todos mis otros compromisos.


—Yo jamás te pediría que dejases nada de eso, porque sé que te hace feliz; quiero que sigas haciendo todas esas cosas.


—Y yo quiero que tu bailes y que, si te apetece beber, lo hagas. Bueno, no es que quiera que vayas por la vida borracha —soltó en broma, y yo reí y lloré —. Olvídalo, ¿de acuerdo? Ha sido solamente un recordatorio para mí de que debo cuidarme aunque nadie me recuerde que tengo que hacerlo.


—No volveré a dejarte solo.


—Si quieres hacerlo porque me amas demasiado y no puedes pasar un segundo sin mí, lo aceptaré, pero no porque creas que debes estar allí para cuidar de mí. —Pedro tocó mis labios con los suyos. Sentí su labio inferior hinchado y caliente—. Todo irá bien.


Acaricié su rostro.


—Todo irá bien —repetí—. Te amo.


—Y yo a ti, petitona.


El resto de los días que permanecimos allí en la isla, los vivimos con más sosiego, para permitirle a Pedro reponerse de la insolación y la descompensación. Él quiso hacer más excursiones, pero yo puse mil y una excusas para, simplemente, quedarme con él a la sombra, mirando el océano e impartiéndonos caricias.


Regresamos a una realidad a medias en Mónaco, en la que nos tomamos los días con más calma, si bien se respiraba Fórmula Uno otra vez porque Pedro volvió a su entrenamiento físico, a afinar sus reflejos otra vez, porque tuvo consultas médicas y porque se reunió con su padre y David para ajustar nuevos contratos con sus patrocinadores y con el equipo para el año siguiente.


Casi un mes más tarde, preparábamos nuestras cosas para partir hacia el Gran Premio de Bélgica.




CAPITULO 165





Vi la ambulancia allí detenida, frente a la puerta delantera abierta de una cabaña, e intenté convencerme de que no era la que yo ocupaba con Pedro.


Simplemente no podía ser, no debía ser.


Mis pies se quedaron pegados al asfalto igual que si estuviese caliente.


Tuve la sensación de que la goma de mis chancletas se había derretido, enganchándose allí, impidiéndome avanzar hacia él.


Las puertas traseras de la ambulancia estaban abiertas; allí no había nadie y la camilla no estaba.


A pesar del calor, mi piel se congeló.


Era nuestro bungaló.


—¡Pedro! —Su nombre desgarró mi garganta al salir de mis entrañas. Eché a correr—. ¡Pedro! ¡Pedro! —Apreté el paso y medio tropecé, una de mis chancletas se rompió y por poco me caigo de bruces al suelo—. ¡Pedro! —grité una vez más, al tiempo que echaba a correr de nuevo, dejando mi calzado allí —. ¡¿Pedro?! —¿Por qué nadie me respondía? ¿Por qué no me contestaba él? — ¡Pedro! ¡Pedro! —La isla daba vueltas a mi alrededor, pero no le permití detenerme, así que continué corriendo hasta toparme con la puerta abierta.


Desesperada, me lancé hacia el interior.


La primer persona que vi fue a la recepcionista de la noche y al conserje, los dos en la antesala de la cabaña, con cara de preocupación.


Uno de ellos, no sé cuál de los dos, entonó un «señorita» con voz de angustia. No me entretuve con ellos. Con el corazón dándome bestiales golpes en el pecho, me abalancé dentro de la habitación. Pedro no estaba en la cama, lo único que había allí eran sábanas revueltas y a un lado...


Un charco de vómito.


Giré la cabeza hacia la izquierda, porque, al bajar la vista al suelo, noté la luz y oí los ruidos; al fondo del espacio, tras los sillones y la pequeña sala de estar, la luz del cuarto de baño estaba encendida.


Alguien completamente vestido de blanco, moviendo una camilla, apareció en ese recuadro que conformaba la puerta.


—¡Pedro!


El enfermero giró su rostro en mi dirección. No tenía buena cara, sino cara de preocupación, y a mí otra vez me entraron ganas de vomitar, pero esta vez no por culpa del alcohol, sino por haberlo dejado allí solo.


—¡Pedro!


Me dio la impresión de que me costaba una eternidad llegar al baño.


Al entrar allí, lo vi tendido en el suelo, temblando como una hoja, pálido y con ojeras. Había vómito en el suelo a unos pasos de él y junto al inodoro.


En esa ocasión, su nombre escapó de mí en un débil jadeo.


Mis rodillas se aflojaron.


Pedro llevaba una máscara de oxígeno y una vía.


¿Por qué temblaba tanto?


En el suelo estaban los restos de lo presurosa de la intervención médica — jeringas, ampollas, cintas— que le había procurado el doctor, quien, al verme llegar, alzó la vista de Pedro a mí.


—¿Qué...? —gemí—. Es diabético —solté primero en español; es que, de los nervios, ni recordaba cómo hablar en inglés—. Diabetes, es diabético — solté a continuación, esforzándome. Tenían que saberlo, tenían que saber cuál era su problema.


—Sí, lo sé, él me lo dijo. ¿Eres Paula?


Pedro paró de temblar por una fracción de segundo y abrió apenas un poco los ojos, que habían permanecido cerrados y con los párpados muy apretados hasta ese instante. Lo vi buscarme con la mirada y me sentí fatal. Me abalancé hacia y, de rodillas, le pedí perdón por haberlo dejado solo.


Al caer a su lado, vi que se había hecho un corte en el labio inferior. Iba a tocarlo, pero me arrepentí; temí hacerle más daño del que ya le había hecho por dejarlo solo, por dejarlo solo y ni siquiera avisarlo de adónde iba, por dejarlo solo e irme de fiesta por ahí.


Pedro, lo siento —conseguí balbucir hecha un mar de lágrimas.


Él intentó acercar su mano en mi dirección, pero los espasmos eran tan fuertes que apenas si podía moverse.


—¿Qué le sucede? —le pregunté al médico mientras los enfermeros alzaban la camilla de Pedro, una de esas duras que utilizan para inmovilizar a las personas cuando sufren una caída; también llevaba un collarín.


—Ha sufrido una descompensación. Lo llevaremos al hospital para examinarlo más a fondo.


—El señor Alfonso llamó a recepción —explicó alguien desde fuera del baño —. Nos dijo que estaba indispuesto, que llamásemos a una ambulancia. Nos explicó que estaba solo y preguntó por usted.


—Yo... —Me quedé sin palabras al enfrentar a la recepcionista.


Los enfermeros desplegaron las patas de la camilla para dejarla a la altura de mi cintura.


—¿Viene con nosotros? —me preguntó el doctor.


—Sí, sí, claro —le contesté, y los seguí mientras el conserje y la recepcionista se hacían a un lado para dejar pasar la camilla.




CAPITULO 164




Hubo un espectáculo de danzas típicas, una representación histórica.


Empezaron a correr más cócteles frutales, que contenían más alcohol de lo que evidenciaba el sabor dulce de sus frutas y, un rato más tarde, en la pequeña carpa blanca que había montada a un lado de la playa, apareció detrás de las consolas una joven disyóquey de cabello muy corto y cuerpo muy delgado que le puso música a la noche. Se desató una fiesta increíble, en la que todos bailábamos con todos y, después de un rato de saltar y sudar, mi cabeza comenzó a dar vueltas y la bebida, a trepar por mi garganta.


Alguien me cogió por la mano e intentó hacerme dar vueltas sobre las puntas de mis pies.


—No puedo; para, para... —le dije y luego me tapé la boca con mi mano libre—. No puedo más; he bebido demasiado.


Alguien me preguntó si me encontraba bien. 


Hubo risas a mi alrededor.


Supe que debía regresar a la cabaña; a Pedro no le gustaban ese tipo de cosas. Él evitaba las multitudes y lo suyo no era el baile, y tampoco podía beber, por lo que rehuía ese tipo de encuentros. Por el contrario, a mí me encantaba estar con gente, rodeada de personas, y no le tenía miedo al ridículo. Crecer
rodeada de mis hermanos me había convertido en una persona a la cual el pudor le quedaba para lo mínimo indispensable; haber vivido en una casa constantemente llena de gente había provocado que muchas veces, desde que salí de ella, extrañase momentos como esos.


—¿Vomitarás?


Al quedarme quieta, todo bajó otra vez hacia donde debía estar.


—No, creo que no. De todos modos, debo regresar con Pedro.


Uno de los dos muchachos de la pareja se ofreció a acompañarme a mi cabaña.


—No os preocupéis, estaré bien.


—¿Seguro, preciosa?


—Sí, vosotros seguid divirtiéndoos. Os veré mañana. —De lejos, por miedo a devolverles encima, porque las náuseas me atacaban otra vez, les tiré unos besos a modo de despedida y partí en dirección a la cabaña, esta vez por el camino de la parte interior de la isla, no por la playa, porque no me sentía muy bien y no quería acabar tirada por ahí donde nadie pudiese verme.


Atravesé la recepción sin ver a nadie en el mostrador, lo que me llamó la atención. El hall estaba vacío y silencioso; ningún empleado a la vista a quien darle las buenas noches.


Salí del edificio y llegué a la calle posterior, cuya acera era de listones de madera, y eché a andar por el asfalto por el que circulaban pocos coches pero muchos cochecitos eléctricos de esos que se utilizan en los campos de golf, con los que llevaban a los huéspedes a sus bungalós. A esa hora no había nadie por aquí y la iluminación no era mucha, tan sólo algunas luces que, desde el ras del suelo, iluminaban las palmeras y el resto de la vegetación. Ni falta que hacía que hubiese más focos, la luna se encargaba de alumbrar mi camino.


Mis sienes se pusieron a latir y una ardiente bilis trepó por mi garganta.


Comencé a sentirme muy mal una vez más y, entonces, ya no pude contenerme.


Agradecí que no hubiese nadie por los alrededores, porque terminé abrazada a una palmera, vomitando sobre la tierra todo lo que había comido y bebido.


Mi estómago se revolvió una y otra vez hasta que ya no quedó nada dentro de mí.


Escupí para intentar sacarme aquel sabor agrio de la boca y, todavía con las piernas temblando por la flojera de los vómitos y las arcadas, me incorporé.


Esperaba tener la suerte de que Pedro continuase profundamente dormido para que no tuviese que verme llegar en ese estado. No había hecho muy bien en comenzar a beber sin tener nada en el estómago, pues mi última comida en condiciones había sido a mediodía.


Con la cabeza medio baja y los párpados apenas entreabiertos —sentía que la cabeza me iba a explotar de un momento a otro—, continué andando hasta que me pareció notar que mis pies eran iluminados por flashes de luces verdes y blancas; unas luces frías que se movían, parpadeaban.


Un mal presentimiento obstruyó mi garganta y así, en ese estado, alcé la vista para toparme de frente con aquellas hirientes luces que atravesaron mis retinas para clavarse en mi cerebro como agujas al rojo vivo.