lunes, 8 de abril de 2019

CAPITULO 66




Pablo abrió la puerta y lo seguí.


La decoración de la villa era muy moderna, igual que la de mi cuarto, pero allí los espacios eran bastante más amplios y luminosos. Destacaban un par detalles de color y, sin duda, las vistas eran simplemente increíbles. Bueno, los baños de mármol blanco no se quedaban atrás y amé la cama de la estancia principal, con sus postes negros.


Después de inspeccionar toda la villa, incluidos los armarios de la cocina para ver si estaban todas las provisiones que Pedro requería para su estancia (por no llamarlos caprichos), el director del equipo me guio hasta la última planta de la casa, en la cual se encontraba la terraza. Salimos juntos al exterior.


En silencio, caminamos hasta la baranda que daba al extremo de la propiedad, que quedaba más cerca del mar.


Los dos apoyamos las manos sobre la baranda.


Lo oí inspirar hondo mientras yo hacía lo mismo.


—Este silencio es un cambio agradable en relación con los rugidos de los motores, ¿no te parece?


Solamente llegaba a nosotros el murmullo del mar.


Asentí con la cabeza para no interrumpir lo que las olas nos decían.


—¿Te parecería mal que un día te invitase a beber algo? —soltó de repente —. También puede ser un café. O té. O lo que sea —se apuró a añadir ante mi silencio.


¿En verdad estaba sucediéndome eso a mí? ¿El director de Bravío me pedía una cita?


—Para ser un hombre que ya ha estado casado una vez, me ha costado mucho reunir el valor para hacer esto —añadió sonriente—. Me divorcié hace un año.


Continué muda. La verdad era que no resultaba ni incómodo ni difícil estar en su presencia; sin embargo, la invitación me había cogido por sorpresa.


Mirándolo con otros ojos, no con los que miraría al director del equipo Bravío, no suponía un problema, pero...


—No sales con nadie, ¿no es así?


—No. —De ahí venía tanta pregunta sobre Martin y nuestra relación.


—Bien, entiendo que quizá te parezca extraño. Quizá no he debido lanzarme... —En un gesto muy juvenil, Pablo se rascó la nuca.


No debía de llegar a los cuarenta, y resultaba amable, simpático. También era innegable que se veía muy bien, y además no tenía ninguna objeción a lo que yo cocinaba, todo lo contrario.


—No, está bien, es sólo que... —«Que tengo que quitarme a Pedro de la cabeza», me dije a mí misma—. Claro, me encantaría que quedásemos para ir a beber algo, así sea un café.


Pablo me sonrió.


—Nunca... no suelo... No hay muchas mujeres en el equipo. No quiero que creas que hago esto a menudo, ni nada parecido.


—Está bien, confío en tu palabra.


Pablo miró el mar y, a continuación, me observó de reojo.


—Explícame por qué todavía estás soltera, trabajando en un mundo donde somos casi todos hombres. —Rio—. Eso sin mencionar que eres muy guapa y que cocinas como los dioses.


Nada acostumbrada a los halagos, me sonrojé.


Disfrutamos de las vistas durante un rato más y después Pablo me habló sobre él, de cómo llegó a convertirse en director de equipo a una muy temprana edad, treinta años, lo cual era un hito para la categoría reina. Eso había sido ocho años atrás y todavía contaba con el beneplácito y toda la confianza del dueño de Bravío.


También me habló un poco sobre su matrimonio con una modelo alemana, y sobre el resto de su familia. Le conté cosas de la mía, sobre mi viaje de mochilera. Él me explicó cosas sobre sus estudios de niño, interno en un colegio, de las travesuras que hacía allí, sus estudios universitarios posteriores.


Nos contamos detalles de vidas muy normales, que poco tenían que ver con Sochi o con la categoría. Hablamos un buen rato de las mismas cosas de las que hablaría cualquier pareja que intentara conocerse.


Pablo era de trato amable, ameno, sin complicaciones. Estar a su lado no era un estallido de emociones, ni se me disparaba el pulso cuando me sonreía, pero era un cambio agradable respecto a lo que me provocaban otras personas.


Bueno, para ser completamente sincera, a lo que me hacía sentir Pedro, pero aquello tampoco era saludable ni me llevaría a ningún sitio.


Cuando salíamos de la villa, conversando como si nos conociésemos de toda la vida, decidí que le daría una oportunidad, más allá de lo raro que pudiese resultar por ser quiénes éramos, cada uno, dentro del equipo.




CAPITULO 65




Apuntó a la siguiente casa, no la que yo había estado observando.


Sin esperar mi respuesta, reanudó la marcha. Lo seguí; no iba a decirle que no al jefe ni aunque me pidiese que lo llamase por su nombre de pila; señor o Pablo, tanto daba, él continuaba siendo el director del equipo Bravío.


Di un saltito y lo seguí.


—¿Qué tal tu habitación? —inquirió cuando lo alcancé.


—Muy bien, gracias.


—¿Y qué tal te sientes formando parte del equipo? Por lo que sé, has encajado muy bien con el grupo. Parece que todos te adoran.


Quizá no todos.


—Bueno, no sé si me adoran. —Reí—. La verdad es que resulta una experiencia increíble y con los chicos me llevo fenomenal. Con los mecánicos, quiero decir. En realidad todos me han recibido bien, me han dado la bienvenida, desde los ingenieros... Me siento feliz de formar parte de Bravío.


—¿Y qué me dices de Pedro? Sé que te llevas muy bien con Helena y Haruki; el campeón es un hueso duro de roer.


Pedro hace su trabajo y yo, el mío.


Pablo me miró de reojo y se encaminó por el acceso a la villa que ocuparía Pedro, sacando de uno de los bolsillos traseros de su pantalón una tarjeta magnética.


—Eres buena amiga de Martin.


No supe deducir si aquello era una pregunta, una afirmación o si me culpaba de espionaje o algo semejante.


—Se le echará de menos el año próximo —respondí.


—Sí —soltó; era mi amigo y estaba segura de que se lo echaría de menos por los circuitos—. Martin es uno de los pilares de la categoría; no solamente por ser buen piloto, con una técnica y destreza increíbles, sino, además, por su carisma. Todo el mundo lo quiere, tanto la gente de los equipos en los que ha trabajado como en aquellos en los que no. El público lo adora. Donde vayas, hay gente preguntando por él, queriendo sacarse una foto con él... Es amigo de todo el mundo, afable con todos.


—Sí, definitivamente. Es muy divertido.


—Me he enterado de que también fuiste a beber con él en China para celebrar su victoria.


Me detuve apretando los labios. ¿Iba a regañarme por eso? 


Pablo se rio.


—Borra esa cara de susto, por favor —dijo riendo a carcajadas para retomar el paso—. De haber podido, también hubiese ido. Admito que no hubiese estado muy bien visto, pero me alegro por Martin... aunque no tanto por el campeonato. De todas formas, hemos trabajado muy duro para llegar aquí; Pedro lleva dos semanas preparándose, concentrado en la carrera exclusivamente. Por eso estamos aquí, para cerciorarnos de que todo esté como debe y que él no tenga que preocuparse por otra cosa que no sea la carrera.


¿Había un mensaje velado detrás de sus palabras?


Me puse nerviosa. Imaginé que debió de llegarle lo de nuestra escena en el bar en China. Si es que había dicho en voz alta que nos habíamos besado.


¡Mierda!


Sentí que me ponía lívida.


A dos metros de la casa, Pablo se detuvo.


—Entonces, con Martin sois buenos amigos.


Que volviese a la carga con aquello me descolocó. Toda esa conversación estaba convenciéndome de que acabaría despedida.


—Sí, somos buenos amigos.


—¿Algo más? Se os ve juntos muy a menudo por ahí. Te he visto en su compañía y se nota que congeniáis muy bien.


Reí a causa de los nervios y negué con la cabeza.


Pablo se movió hasta la puerta.


Me sonrió y negó también con la cabeza.


—¿Eso es un «no somos nada más» o que no congeniáis tan bien como parece?


—Adoro a Martin, pero sólo somos buenos amigos, nada más.


La sonrisa de Pablo se amplió. Sus ojos se alegraron.


—Ven; entremos a echar un vistazo para saber cómo vivirá el campeón los próximos días.





CAPITULO 64




Sochi es un sitio de lo más extraño y hermoso, increíble. Igual que otros de los lugares que tuve oportunidad de conocer desde que empecé a formar parte del equipo Bravío, Rusia parece un mundo completamente aparte.


Nuestra llegada fue vía una escala en Moscú; por desgracia no pude visitar la ciudad; sin embargo, Sochi merecía la pena. Por el momento me quedaría con las ganas de ver el Kremlin. Tendría que contentarme con tener frente a mí las azules aguas del Mar Negro y, a mis espaldas, detrás del hotel y del Parque Olímpico, las montañas nevadas del Cáucaso.


Así era Sochi, un punto en el mundo con un pie en el invierno por desgracia no puede visitar la ciudaderno y otro en el verano. Con sus doscientos días de sol al año, tanto podías ir allí con tus esquíes como con tu traje de baño.


¡Playa...! Mis ojos brillaron de cara a las piscinas que tenía delante, y al mar por detrás.


Imaginé que el agua debía de estar helada y, si bien la noción de verano que tienen los rusos no contempla las mismas temperaturas que la de los argentinos o la de otros ciudadanos de lugares más cálidos, el hotel en el que nos instalaron tanto a los miembros del equipo como a los pilotos era una verdadera delicia paradisíaca, digna de cualquier sitio turístico del Caribe.


Quedé boquiabierta al entrar en el vestíbulo y se me cayeron los calcetines cuando descubrí los restaurantes y bares durante una visita guiada que me organicé yo misma a la hora de llegar. Quería recorrer cada centímetro de ese lugar y sabía que no tendría ocasión en cuanto comenzara la locura del fin de semana.


Además, resultaba extraño tener un rato para mí misma, para separarme del resto del equipo, ya que habíamos estado todos pegados y revueltos durante demasiados días de prácticas en España. El estado de ánimo allí había
sido un tanto tenso después del segundo puesto de Pedro en la carrera de China.


Según decían todos, el circuito de Sochi era muy exigente con los vehículos y, más allá de que a Pedro le gustase mucho el trazado, Helena probó y probó hasta el cansancio su automóvil para intentar consolidar la configuración del
monoplaza, sus últimos avances y ajustes.


La tensión era tanta que más de una vez terminé a gritos con Suri e incluso de malos modos con Helena. Sumada a la tensión del equipo, estaba la mía después de lo sucedido con Pedro en China. Ninguno de los mecánicos había
mencionado ni una palabra de mi borrachera; que yo supiese, no había corrido ningún rumor. 


La verdad era que no me importaba demasiado si ellos lo sabían o no, lo problemático era que Pedro lo sabía, porque había sido testigo directo de todo el asunto... Mejor dicho: partícipe, y yo todavía no tenía idea de cómo haría para mirarlo a la cara otra vez. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que soñé con él todas esas últimas noches; lo soñé besándome y desvistiéndome con propósitos menos nobles que meterme en la cama después de una melopea; también lo soñé gritándome, despreciando todos mis actos, desde mis comidas hasta mis ganas de alentarlo para que volviese a ganar.


Sochi y mi relación con Pedro eran lo mismo: un contraste de frío y calor.


Por lo que me habían contado, sabía que Pedro estaba en Moscú desde hacía un par de días, entrenando, aprendiéndose hasta el último milímetro del trazado de Sochi. Tenía programado llegar al hotel esa misma noche y se alojaría en una de las villas que en ese momento tenía en frente; una edificación de tres plantas que poseía cuatro habitaciones con espectaculares balcones, cuatro cuartos de baño, piscina privada, una cocina completamente equipada, área de comedor, una sala de estar con una enorme televisión de pantalla planta y una terraza con vistas al Mar Negro que debía de ser un privilegio único al anochecer.


Imaginé que allí, por la noche, al no haber tanta contaminación lumínica, el cielo debería de ser un espectáculo que, además, se reflejaría en el mar.


Bueno, mi habitación era en un piso más bajo y por supuesto no tan lujosa, sin aquellas vistas. 


De todas maneras, Sochi continuaba siendo Sochi para mí y, sin duda, a mis ojos debía de ser mucho más importante que a los suyos.
Retrocedí un poco sobre el camino de piedras claras. No tenía ni idea de en cuál de las villas iba a alojarse Pedro, y llevaba demasiado tiempo contemplando la que tenía delante; no quería que sus huéspedes pensasen que era una acosadora, si es que estaba ocupada.


Me aparté y giré sobre mis talones para ver aparecer al director del equipo.


Pablo Merian avanzaba hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. Desde la vez que me había topado con él, el día en que Pedro me ayudó con el carro, no lo había tenido delante más de cinco segundos y, si bien siempre era cordial y
jamás fallaba en sonreírme y elogiar mis dulces, no me apetecía quedar frente al jefe supremo, no en ese estado en el que, más que nada, era una chica que pensaba en un chico al que no tenía acceso. Cuando era una más de Bravío, era una cosa; sin embargo, en ese momento ni siquiera vestía el uniforme del equipo y él tampoco, y eso tornaba la situación un tanto extraña, como con los límites desdibujados, lo que desestabilizaba el orden de las cosas.


Decidí mantener la formalidad con la que siempre lo trataba.


Me llamó la atención lo joven y despreocupado que parecía.


Alzó una mano y entonó mi nombre.


Lo esperé; no podía largarme para seguir mi paseo sin saludarlo antes. A pesar de no estar trabajando en ese momento, no hubiese sido correcto que me alejase de él corriendo... como me apetecía.


—¡Paula, qué alegría verte por aquí!


—Encantada de verlo, señor. —No lo tuteaba y así continuaría.


El director de Bravío me tomó por sorpresa al inclinarse sobre mí para estamparme un beso en la mejilla derecha y luego otro en la izquierda. 


Me quedé medio petrificada por sus besos y por su efusividad. Hacía poco más de setenta y dos horas nos habíamos visto en España y, entonces, nada de eso habría sido posible.


—¿Qué tal tu vuelo?


—Muy bien, señor; gracias. ¿El suyo?


—Largo, pero bien. De cualquier modo, paré un día en Moscú para ver a Pedro. Entiendo que vosotros hicisteis escala en otro aeropuerto.


—Sí, pero valió la pena; es increíble poder estar aquí.


—Sochi es fantástico, ¿no?


—Sí, y este hotel es espectacular.


—Me alegro de que te guste. ¿Has tenido tiempo de recorrerlo?, ¿no habéis llegado todos esta mañana muy temprano?


—Sí, me he echado un rato —se me escapó una sonrisa—, pero no podía dormir más, con todo esto rodeándome. Tenía que echar un vistazo, ahora que podía.


Pablo Merian me sonrió con ganas.


—Es increíble tener el mar ahí atrás —apunto en esa dirección con la cabeza— y las montañas nevadas allí delante. Y cuando veas el circuito...


—Estoy ansiosa. Tengo entendido que iremos esta tarde.


—Bueno, por mí, si te prestan alguna de las cocinas de aquí para que puedas preparar las cosas ricas que tú haces, no necesito nada más.


Reí medio nerviosa; mantener esa conversación a solas con el jefe me resultaba extraño.


—Sería un placer poder cocinar en una de estas cocinas; estoy segura de que deben ser estupendas y que deben estar equipadas con todo lo último. El hotel parece muy nuevo.


—Lo es.


—Pero no me parece justo privar a los chicos de mis postres —bromeé—. Además, a Suri le daría algo si no aparezco por el circuito a ayudarlo con las comidas, señor.


—Si vuelves a llamarme señor, me dará algo a mí. Soy Pablo.


Carraspeé. ¿De dónde salía esa familiaridad?


—¿Estás ocupada?


—No, la verdad es que no. Sólo recorría el hotel.


—Bueno, ¿quieres acompañarme a ver la villa que ocupará Pedro? Quiero asegurarme en persona de que todo está como debe.


¿De verdad estaba pidiéndome eso?


—Anda, ven conmigo; es ésa de allí.