jueves, 16 de mayo de 2019

CAPITULO 192





El vuelo fue espantoso, una tortura que parecía no querer terminar jamás.


La llegada a Londres fue todavía peor, porque Tobías vino solo a buscarme al aeropuerto y, al verlo y saber que no tenía que aparentar, ante mi cuñado y sobrina, una fortaleza que no tenía, me arranqué a llorar sin poder parar; lloré todo el camino hasta su restaurante, porque él debía ir a continuar con su trabajo y allí, en la oficina de mi hermano, en la parte posterior de la cocina, continué llorado, y lloré todavía más cuando Tobías se despidió de mí esa madrugada, después de dejarme a solas en la habitación que, desde hacía tanto, tenían reservada para mí.


Lloré a la mañana siguiente en el desayuno, escondida detrás de mi gran taza de café y, cuando Lila se fue al colegio, continué haciéndolo sobre el hombro de mi cuñado.


Con los días, el llanto me fue dejando, pero el dolor no; para mitigar su efecto, para intentar frenar sus ansias de comerme, me dediqué a aquello que había apartado a un lado por estar con Pedro.


Renuncié a Bravío y no me quedó más remedio que despedirme de Pablo, de Suri y de Érica por teléfono, aunque hubo promesas de que, en algún momento, volveríamos a encontrarnos; después de todo, la categoría regresaría al país en un año.


Martin llamó para avisarme de que Pedro había llegado a Alemania, y añadió que el viaje había hecho mella en él; los días siguientes me telefoneó para contarme que todo seguía igual, que Pedro no empeoraba ni mejoraba y, al cabo de una semana, cuando llamó a casa de Tobías una tarde, le pedí que no volviese a hablarme de él; ya no lo soportaba, no quería saber que su vida continuaba en peligro, que Mónica permanecía firme a su lado; aquello no hacía más que ensombrecer mis días.


Necesitaba seguir adelante, necesitaba hacer algo con mi vida para no pensar en él, para olvidarme de esos meses a su lado.


A veces la vida parece que se termina; sin embargo, casi sin que te des cuenta, vuelve a empezar.


Miraba con Tobías un muestrario de colores de pintura de pared para la pastelería que me ayudaría a abrir, mientras Martin corría y ganaba el Gran Premio de Estados Unidos. Por suerte, durante la carrera no mencionaron demasiado a Pedro; se limitaron a decir que el campeón continuaba convaleciente. Imaginé que ni siquiera ellos, que vivían tan de cerca el mundo de la Fórmula Uno, tenían una idea real de cuál era el estado del campeón y eso no me sorprendió; en lo tocante a su salud, tanto Pedro como todos en su entorno eran increíblemente herméticos.


Sí hablaron de Haruki y, si bien explicaron que él no estaría en condiciones de volver a correr en lo que restaba de esa temporada, se lo esperaba de regreso para el año próximo (si es que firmaba con algún equipo, porque nada se decía de que volviese a unir fuerzas con Bravío para el siguiente campeonato).


A Helena la acompañaba en el equipo el piloto de reservas de Bravío, un joven francés que no tenía demasiada experiencia, pero que dio todo de sí para seguirle el ritmo a la australiana, quien a duras penas podía ponerse a la par de la experiencia de Martin.


Mientras pintaba las paredes de mi pastelería, en compañía de mi hermano y de Tomas, vi en el televisor que habíamos puesto en el suelo, en un rincón, a Martin ganar de forma contundente el Gran Premio de México.


Desde Brasil, y a casi un mes del accidente, Martin y yo hablamos por Skype unas dos horas; apenas si se mencionó el nombre del campeón, quien seguía en Alemania, acompañado de su padre y de Mónica.


Me alegró saber que Pedro no había perdido la pierna. Lo que no me alegró tanto fue saber que su recuperación estaba resultando muy lenta y que sus médicos aún continuaban preocupados por su salud.


Si Pedro debía preocuparse por su salud física, yo debía ocuparme de mi salud mental y, para ello, llené mis días saliendo de cacería para comprar muebles antiguos, vajillas y demás objetos de decoración para la pastelería, además de cumplir con todos los trámites para obtener los permisos de la misma, disfrutar con mi hermano y su familia y comenzar a buscar un espacio propio al cual mudarme.


Con tanto trabajo y proyectos por delante, los días comenzaron a hacerse un poco más llevaderos, más normales. Lo que al principio sólo era dolor fue transformándose en la vida diaria, en las mismas tareas que le dan cuerpo a la existencia de cada cual.


Pese a que no estaba en mi mejor momento, fue un orgullo y una enorme satisfacción ponerle una fecha de inauguración a la pastelería y verla casi a punto para abrir sus puertas y comenzar a funcionar. Volví a ponerme manos a la obra, probando recetas y comprobando el resultado con mi hermano, su familia y amigos, e incluso en el restaurante.


Mis padres amenazaron con venir a la apertura y, si bien tal vez en otro momento de mi vida les hubiese dicho que aquel viaje no merecía la pena, en ese instante me alegró el alma la idea de volver a verlos.




CAPITULO 191




Desoyendo a Martin, empujé la puerta y los vi. Allí estaba ella, sentada en el borde de la cama, con sus manos cubriendo la mano derecha de él. Pedro tenía un aspecto espantoso, muy demacrado, sudoroso. Si hasta la debilidad se le escapaba por los poros, amenazando con no dejar nada de él, con vaciarlo por completo.


Ella se veía tan radiante como siempre.


Pedro —jadeé.


Martin llegó justo detrás de mí.


—¿Qué hace ella aquí? Te dije que le dijeras que no quería verla, que no la quería aquí; ella no entiende nada.


Las palabras de Pedro fueron para Martin, pero fui yo la que contestó.


—Pues si no quieres verme, si crees que no entiendo nada, me lo dices a la cara, no usando a tu mejor amigo para ahorrarte el mal trago, para evitarte el tener que presenciar que te diga que creo que eres un idiota, que todo esto es una locura, que poner en riesgo tu vida por salvar tu pierna no tiene ningún sentido. No es racional que valores un puto campeonato de Fórmula Uno por encima de tu salud, porque, sí, yo no creo que pierdas más que el campeonato de este año, porque sé que, incluso sin una pierna, podrías volver a ganar carreras e incluso campeonatos, porque eres fuerte, un luchador, y seguro que encontrarás un modo de conseguir lo que quieres, porque ya lo hiciste una vez y lo lograrías un centenar de veces más si te lo propusieras. Es tu vida, Pedrono tu pierna ni un campeonato. Es tu salud, la misma salud por la que luchas a diario por mantener. ¡¿Qué hay de toda la disciplina que te has impuesto a ti mismo para mantenerte lo más sano posible?! ¿Tirarás todo eso por la borda por conservar tu pierna? Mejor dicho, por intentarlo, porque imagino que, por más que viajes a Alemania, ellos tampoco podrán darte la seguridad de que no deban amputártela al final. ¿Es así, no? ¿No tienes la seguridad, no es cierto? Te conozco, Pedro, a mí no puedes mentirme. —Pedro apartó sus ojos de mí—. No lo hagas, por favor, no viajes; al menos espera aquí, a ver qué dicen los médicos.


—Los médicos de aquí dicen que debo operarme hoy mismo.


Pedro, por favor...


—Ellos no lo comprenden, tampoco tú.


—¿Y ella sí porque te sacará de aquí facilitándote esta locura, este gran riesgo que podría acabar con tu vida?


—Ella comprende todo esto. —Hizo una pausa en la que me miró fijamente con sus hermosos ojos. Tragó con dificultad y luego siguió—. Ella me entiende a mí.


Mónica le sonrió y alzó su mano hasta la pierna de ella para darle un apretón.


—Puede ser que Mónica entienda a Siroco... pero no te entiende a ti, PedroTú eres más que el campeón y de eso ni ella y ni tu padre comprenden nada. Sé muy bien que tu vida no se resume en la Fórmula Uno. Sé que lo que haces es tu vida, tu pasión; también intuyo que tú quieres mucho más que eso para ti, y si sigues con esto te arriesgas a perder eso, y a perder todo lo demás que también podrías tener.


—Es mi decisión, no la tuya.


Instintivamente, los dedos de mi mano derecha fueron hacia el anillo de compromiso en mi mano izquierda.


—De acuerdo. —Mi voz apenas salió de mi interior—. Es tu decisión, es tu vida, esto siempre es sobre ti, tan sobre ti que no te das cuenta de que pierdes a alguien que te ama como nunca amó a nadie, a alguien que hizo a un lado su vida para apoyarte en la tuya.


—Yo he hecho eso —exclamó Mónica.


—Claro —le contesté dejando que de dentro de mí surgiese una risa seca, torpe y dolorida. Volví mi cabeza en dirección a Pedro—. Pues aquí estoy, PedroMírame a la cara, dime que ya no me amas, que quieres que me largue y te deje en paz, y eso haré.


Pedro se quedó mirándome en silencio y, por un instante, creí que comenzaba a arrepentirse de esa locura.


—Viajaré a Alemania —fueron sus palabras; aunque no eran las que le había pedido que tuviese el coraje de decirme, surtieron el mismo efecto.


—Perfecto, campeón. Esto de aquí es lo que haces de tu vida. —Con las manos temblorosas, con lágrimas rodando por mi rostro, tironeé del anillo para quitármelo.


A duras penas mis piernas consiguieron llevarme hasta su cama. Sobre las sábanas, junto a su codo, dejé el anillo de compromiso.


Alcé por última vez la vista a sus ojos azul celeste. Lo único que conseguí ver fue a un muy débil Siroco; ni rastro de mi Pedro.


—Te amo y, de todo corazón, desde el alma, espero que todo salga bien. Cúlpame si quieres, pero yo no me arrepiento de nosotros. Imagino que tú sí, y lo siento. —Pedro no se movió—. Te amo. —Mis lágrimas rebotaron contra él, sin tocarlo. No pude decirle adiós. Mi mirada lo intentó, pero sus ojos ya no hablaban el mismo idioma que los míos. Di media vuelta y salí de allí corriendo, directa hacia los ascensores.


Martin vino tras de mí y me alcanzó justo dentro de la insípida cabina, cuando las puertas comenzaban a cerrarse.


De camino a mi hotel, Martin me dijo que intentaría hacerlo entrar en razón, que me quedase en Suzuka, que no me fuera a ninguna parte; yo ya no podía estar en esa ciudad con él allí; tenía que alejarme, tenía que correr lo más lejos posible para intentar dejar atrás mi dolor.


En cuestión de horas, recogí mis cosas y me largué al aeropuerto a esperar mi avión para Londres. Martin me llevó hasta allí y esperó a que cumpliese con todos los trámites.


Cuando nos despedimos, tuve una extraña sensación de déjà vu de cuando dejé a Lorena en el aeropuerto en Australia. Quizá ese día debí largarme con ella; tal vez, si lo hubiese hecho, en ese instante mi dedo corazón no se sentiría tan vacío ni mi corazón, tan roto y muerto.


CAPITULO 190




Llamé a casa y a Tobías; con mis padres más que nada, fue una conversación podríamos decir que técnica, para hablarles del aspecto médico del estado de Pedro. Con Tobías fue distinto; con él desahogue la angustia que llevaba dentro, el miedo de perderlo, de haberlo echado a perder. Le hablé de la sensación que tenía de haberle arruinado la vida, de la desesperación de no saber qué hacer para ayudarlo. Lloré y Tobías me escuchó. Las palabras de mi hermano me llegaban como las de nadie más en este mundo, pero, de cualquier modo, no consiguió levantarme el ánimo ni apartar del todo de mí la culpa y la desesperación que sentía.


Mientras me vestía, pedí de comer con la esperanza de recuperar un poco de energía y que eso reanimase mi humor.


La comida fue de ayuda para que mi cuerpo entrase un poco en calor; sin embargo, el miedo no desaparecía; tenía pánico de que Pedro volviese a reaccionar mal ante mí.


El taxista no condujo lo suficientemente rápido, el ascensor no ascendía por los pisos a la velocidad que debía. Tenía la impresión de que el mundo había ralentizado su avance para que mi reencuentro con él se demorase. Era como si alguien lo empujase lejos de mí a cada paso que daba.


Al abrirse las puertas del ascensor en el piso en el que tenían ingresado a Pedro, no lo pude creer. Lo que preferí no creer, cuando vi a Martin yendo y viniendo por el pasillo, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, fue una idea que me ahogó por completo: algo malo debía de haber sucedido con Pedro y por eso él estaba allí, montando guardia frente al ascensor, esperándome para darme la horrible noticia. Pensé en Pedro, en su vida, en lo que sería para mí perderlo, y, después, en lo que significaba para él perder su pierna.


Martin alzó la cabeza al oírme llegar.


—Ah, hola, te estaba esperando.


Él fue quien se acercó a mí, porque yo no tenía los medios para llegar a él, no con todo lo que me rondaba en la cabeza.


—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? ¿Han tenido que volver a operarlo...?


—Bueno, no está mejor; tiene fiebre y les está costando hacer que baje; además, su diabetes está un tanto incontrolable esta mañana. Los últimos análisis no salieron demasiado bien.


—¿Tendrán que operarlo? —solté entrando en pánico.


—Los doctores querían hacerlo hoy mismo. Su vida está en peligro. Las complicaciones son cada vez más notorias.


Sentí como si alguien me diese una patada en el pecho.


Pedro... pobre Pedro. Eso sería increíblemente duro de afrontar para él. El campeonato, sus sueños, todo para lo que él vivía y era.


—¿Ya se lo han dicho?, ¿cómo ha reaccionado?, ¿qué dice Alberto? —Me llevé ambas manos a la boca; tenía la impresión de que estaba a punto de vomitar todo lo que había desayunado, incluso me parecía que sacaría por la boca todas mis entrañas, que me quedaría vacía. La impotencia hizo que sintiese que mis brazos eran demasiado poca cosa para ayudarlo a mantenerse en pie. ¿Cómo sostendría su espíritu, si en ese instante no era capaz de sostener el mío?, ¿cómo lo mantendría con vida y con ganas de vivir si en ese momento yo no podía respirar?—. Tengo que verlo —jadeé desesperada—. Debo estar con él. —Di un paso para dirigirme hacia su habitación; no fui más lejos que eso, Martin se interpuso en mi camino—. ¿Qué? —Nos miramos a los ojos—. ¿Qué es lo que no me dices?


Pedro no quiere operarse.


—Pues alguien tiene que hacerlo entrar en razón. —Hice el amago de seguir con mi camino, pero Martin no me lo permitió—. Martin, por favor, déjame pasar. Tengo que hablar con Alberto; sé que él no será tan inconsciente como para permitir que Pedro ponga en riesgo su vida por seguir corriendo; además, ¿quién dice que no podrá correr? Podrían ponerle una prótesis, podrían...


Como Martin se había quedado mirándome sin parpadear, muy serio, me detuve. Supe que había algo más. Sus manos llegaron a las mías.


—Habla.


—Alberto tampoco quiere que lo operen. Pedro no quiere operarse.


—Es que... se trata de su vida, Martin. No puede poner en peligro su vida.


—Eso mismo: es su vida, Paula.


Me llamó la atención que Martin no me llamase Duendecillo.


—¿Qué es lo que pasa aquí?, ¿qué es lo que no me cuentas?


—Alberto, David y Pedro hablaron con los médicos; les dijeron que rechazaban la operación. —Hizo una pausa—. Han estado investigando y han encontrado un hospital especializado en Alemania.


—¿Qué dices? ¡Eso es una locura! ¡¿Qué harán, trasladarlo en el estado en el que está de aquí a Alemania?! ¡Son demasiadas horas de vuelo! No pueden permitirles hacer semejante locura. ¡Los médicos no pueden estar de acuerdo con esto!


—No, no lo están; los abogados de Pedro ya se han puesto en marcha y han conseguido elaborar un papel en el que Pedro se hace completamente responsable de lo que le suceda.


—¿Cómo...? ¿Cuándo ha sucedido todo eso? Sé que es casi media tarde, pero apenas me fui anoche y... ¡Tengo que hablar con Pedro! —Del terror, el corazón me dolía a cada palpitar.


—Esta madrugada, cuando se puso mejor, Pedro le pidió a su padre que llamase a Mónica.


En ese instante sentí como si una de las autocaravanas de Bravío me llevase por delante a toda velocidad; me sentí como debe de sentirse un pequeño insecto al ser aplastado por un camión a toda velocidad en medio de una ruta hacia ninguna parte.


—Mónica está con él, Paula.


Toda mi carne se heló. Tuve que sostenerme de sus manos para no caer.


—En un par de horas, ella se puso en contacto con los doctores de Pedro y éstos le recomendaron una clínica. Mónica se encargó de organizar su llegada allí. Ella tampoco quiere que lo operen.


Las lágrimas se me escaparon todas juntas.


—No es que yo quiera que pierda su pierna, Martin, es que no quiero perderlo a él, quiero que Pedro viva. Él tiene mucho más por lo que vivir aparte de la Fórmula Uno. Me tiene a mí; se suponía que tendríamos una vida juntos. Antes de la carrera me dijo que, en cuanto regresásemos a Montecarlo, podríamos pedir una cita en el... —Las lágrimas inundaron mi garganta; algo dentro de mí me decía que eso ya no tenía oportunidad de suceder—. Es sólo que no quiero perderlo, Martin; no quiero perder a Pedro. Lo amo. Quiero pasar el resto de mi vida a su lado.


—Lo único que puedo decirte es que creo que ellos quieren que Siroco viva y lo intentarán a toda costa.


Entendí a la perfección el significado de sus palabras.


—No quieren perder al campeón y yo no quiero perder a mi amigo. Le dije que todo esto es una locura y me echó de allí. Empezó a decir toda clase de cosas sobre... —Se interrumpió—. Dijo que tú y yo... estupideces. —Apartó la mirada un momento—. Y que ninguno de nosotros entendía lo que significa ser él, lo que le ha costado ser él.


—Tengo que verlo —solté empujando el peso de mi cuerpo hacia delante.


No conseguí otra cosa que dar contra Martin.


—Mónica está con él.


—Me importa una mierda si ella está allí, soy su prometida.


—No creo que sea buena idea. Te acompañaré a tu hotel.


—¡¿Al hotel?! No pienso ir a ninguna parte, Martin; él está aquí.


—Dijo que no quería volver a verte. Sé que hoy por hoy no debe de saber lo que dice, está muy turbado... Sólo intento ahorrarte el mal trago. Quizá cuando todo pase...


—¿Quizá cuando todo pase? ¿De qué hablas?


—Mejor nos vamos.


—No pienso ir a ningún lugar sin hablar antes con él. Yo no me largo cuando las cosas se ponen difíciles.


—Pues las cosas pueden ponerse difíciles o ponerse Pedro, Paula, y en este momento Pedro está muy Pedro, muy Siroco.


—¿Ha terminado conmigo y ahora está con ella? ¿Es eso? ¿Ha hecho eso sin ni siquiera estar yo aquí, sin mirarme a la cara?


La cariñosa mirada castaña de Martin, siempre tan llena de ánimo, cayó al suelo derrotada.


—Lo siento.


—¡Hablaré con él! —De un tirón, me liberé de las manos de Martin. De modo alguno permitiría que eso acabase así. Pedro podía ser muy Pedro, muy Siroco, pero yo era mucha Paula, mucho más que Duendecillo o su petitona.


—No lo hagas, Paula, por favor.


—Déjame en paz —bramé moviendo los brazos para alejarlo de mí mientras continuábamos camino a su habitación.


—Únicamente conseguirás que te lastime, que diga cosas de las que probablemente, cuando todo esto pase, se arrepentirá. No tiene sentido, Paula, no entres. Hoy no sabe lo que dice.