martes, 9 de abril de 2019

CAPITULO 69




Encendí la luz de la mesita de noche y me recosté. Mi mirada recorrió la habitación, hasta llegar a la ventana, la cual, a diferencia de las habitaciones más caras, en vez de dar al mar, daba a la montaña. La vista era sobrecogedora; ni más ni menos valiosa que la vista al mar... la vista que disfrutaba aquella sombra sobre la terraza.


—¡Mierda! —gruñí en voz alta. Dentro de mí se retorcía cierta culpa, de la cual sabía que no era sólo responsabilidad mía. Él tampoco era tan inocente, y no debía ser tan endeble como para no soportar no ganar una carrera... y, si no ganaba el campeonato, sería el próximo año o el siguiente; incluso si no volviese a ganar nunca uno...


Mi pensamiento derrapó en aquella curva veloz de mi cerebro. Me sentía tan mal por él y al mismo tiempo me daban tantas ganas de abofetearlo para que reaccionara. Con todo, estaba preocupada por Pedro.


«Su novia debe de estar con él», me dije.


«Pero... si es él quien está en la terraza, está solo», pensé.


De un respingo, me senté sobre la cama, deseando ir a asegurarme de que se encontraba bien.


Volví a acostarme entonando en voz alta que no podía hacerle una visita; la mera idea de ir hasta allí a esta hora no tenía sentido. Además, tenía medianamente decidido que me mantendría alejada de él porque, en adelante, me había propuesto darle una oportunidad a cosas menos autodestructivas, es
decir, a Pablo, con quien, pese a las juiciosas distancias que manteníamos estando dentro del circuito, en esos días habíamos encontrado demasiados momentos en los que coincidir el uno con el otro para cruzar unas palabras, para estar en silencio disfrutando de un trocito del paisaje de Sochi o incluso del vestíbulo del hotel o de sus alrededores.


¡Mierda, mierda, mierda! ¿Y si Mónica no estaba con él?, ¿y si se encontraba solo y realmente preocupado?


Pedro no necesitaba comerse la cabeza con pensamientos oscuros, con dudas; él tenía que tener claro que era capaz de ganar, al menos de intentarlo, y, si al final no lo lograba, tampoco sería el fin del mundo. No tendría que tener aquella cara que captó el cámara al final de las pruebas; debería verse feliz, no tan angustiado y casi como si estuviese enfermo.


—¡Mierda, Siroco! —chillé, y de un salto me levanté de la cama para así, en pantalones de pijama y camiseta, calzarme las zapatillas deportivas del uniforme del equipo y ponerme la gruesa chaqueta de abrigo. ¡Los rusos estaban locos si creían que eso, en verdad, era una temperatura primaveral!


¡Fuera estaba helando!


Cerré la cremallera de la chaqueta hasta el cuello, recogí mi llave magnética de la mesa de entrada y salí de mi habitación.


No me preocupó la posibilidad de toparme con nadie; en ese instante debían de estar todos inconscientes en sus respectivas camas. ¡Si es que cada vez quedaba menos para que volviese a amanecer!


El vestíbulo del hotel estaba desierto, iluminado a medias. Prácticamente me escabullí para dirigirme hacia las villas, encogiéndome dentro de mi chaqueta, con la capucha echada sobre mi cabello mojado para evitar que cogiese una pulmonía y, de paso, también para intentar no ser reconocida; es que casi me cubría toda la cabeza. Cuando brillaba el sol, la brisa marina resultaba agradable; en ese momento, helaba.


Apuré el paso hacia la villa de Pedro. No pensaba dármelas de kamikaze; antes de llamar a su puerta comprobaría que estuviese todavía despierto. Si no estaba en la terraza y no había ninguna luz encendida, ni loca llamaría a su puerta... y si las luces continuaban encendidas y él estaba allí, intentaría cerciorarme de que Mónica no estuviese con él; cómo haría eso, pues no tenía ni la menor idea.


Al acercarme a la villa, lo vi y no pude creerlo. 


Sí, era su alojamiento y él continuaba allí, de cara al mar. Seguían encendidas las mismas luces, o al menos eso me pareció recordar.


Si hubiese sido mi novio, dudo de que hubiese podido resistirme a la tentación de acompañarlo allí fuera, aunque fuese en silencio, solamente brindándole mi compañía.


Quise echarle a Mónica la culpa de la soledad de Pedro y al instante me arrepentí de pensar mal de ella. Conociendo a Pedro al menos un poco, imaginé que él debía de ser adepto a la soledad, a apartar a la gente de su lado. Ok, bien, quizá no lo hiciese con ella; que me apartase a mí era algo muy distinto, a mí no me conocía y nosotros apenas si nos tolerábamos y cuando...


«¡Basta, deja de pensar!», me grité mentalmente.


La piscina estaba iluminada, al igual que el camino de ascenso hasta la casa.


Allí, a esa distancia, no me quedó duda de que era él.





CAPITULO 68




Mi trasero saltó de mi asiento y por eso me desperté.


Abrí los ojos. El interior del microbús estaba a oscuras y apenas se oían un par de conversaciones. Era demasiado tarde; con Suri, los mecánicos y muchos otros miembros del equipo, nos habíamos quedado trabajando hasta
altas horas y justo en ese momento regresábamos al hotel. De hecho, el bote que hizo que me despertase fue el que pegaron las ruedas del vehículo al pasar por encima de la banda de frenado de la entrada al recinto del hotel. Un par de voces más sonaron, por lo que me percaté de que no era la única que acababa de despertarse.


Suri dormía plácidamente a mi lado.


Le toqué un hombro para espabilarlo. Se sobresaltó.


—Hemos llegado; es mejor que te despereces, soy demasiado pequeña para llevarte a cuestas hasta tu cuarto.


—No puedo ni despegar los párpados. Estoy agotado.


—Sólo tienes que bajarte del bus, atravesar el vestíbulo y meterte en el ascensor.


—Se suponía que Rusia siempre era una experiencia emocionante y yo sólo quiero regresar a España para dormir un poco más.


—En unos días, Suri, en unos días... —canturreé dándole unas palmaditas en el muslo. Giré la cabeza y miré por la ventana. El microbús remontaba el camino hacia la entrada del resort. Por entre el paisaje y las luces nocturnas, divisé las villas. Yo sabía que Pedro había dejado el circuito horas atrás. Lo imaginé durmiendo allí, en la casa en la que se había alojado, en compañía de Mónica. Con ella sí me había cruzado ese día en el circuito; me ignoró, y la verdad es que, pese a su mal gesto, resultó un alivio que lo hiciese, puesto que no tenía ganas de hablar con ella. Una parte de mí prefería obviar que existía, al igual que hacía con Pedro.


Una de las villas tenía un par de luces encendidas a pesar de la hora. La terraza estaba iluminada y hubiese jurado que una sombra oscura estaba parada frente a la baranda, de cara al Mar Negro.


El microbús llegó a su destino. Todos nosotros, cargando a cuestas nuestras caras de sueño y agotamiento, nos despedimos frente a los ascensores para repartirnos entre ellos y, así, subir a nuestras habitaciones para dormir un par de horas antes de que la actividad en Sochi comenzara de nuevo.


Mi cuarto estaba en una de las primeras plantas; allí me bajé, tras darle un beso en la mejilla a Suri, el cual ni se enteró, pues estaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el fondo de la cabina; respiraba profundamente; sólo le faltaba roncar.


Me arrastré hasta mi habitación. Deseaba darme una ducha caliente, pero deseché esa idea, pues apenas podía moverme.


Con la estancia a oscuras y después de cerrar la puerta de una no muy femenina patada, me dejé caer sobre la cama. Al hacerme un ovillo sobre la colcha, me percaté de que todo mi cuerpo olía a comida. No podía acostarme así.


Casi con los ojos cerrados, cogí mi camiseta de Bravío, ropa interior limpia, un pantalón de pijama y me dirigí a la ducha.


El agua caliente cayó sobre mi cabeza y fue una sensación deliciosa. Me lavé el pelo y mi piel renació con cada pasada de la pequeña pastilla de jabón.


Agradecí el haberme levantado de la cama para eso; seguro que descansaría mejor.


Fue agradable sentir la camiseta y el pantalón de pijama con olor a limpio; si incluso así me sentía más relajada... y también un poco desvelada.



CAPITULO 67



—Suri, ¿quieres calmarte?


—No puedo.


—Relájate, si está yendo todo muy bien. Sus tiempos son los mejores.


—Sí, lo veo en la pantalla; es que, ya te lo he dicho, lo he notado nervioso.


Ansioso y un tanto pálido.


—No necesitas entrar en pánico. Además, son sólo las pruebas libres, nada más.


—Dices eso porque no has visto la cara que tenía.


Sí, por suerte y gracias a todos los santos, desde que llegamos a Sochi no me había cruzado ni una sola vez con Pedro; solamente lo había visto de muy lejos y, en ese momento, en el monitor. Agradecía que, pese a estar alojados en el mismo hotel, estuviésemos alejados el uno del otro.


Para mí pensé que, además, Suri no tenía demasiado de qué preocuparse.


Martin estaba sufriendo mil y un problemas con su vehículo y, en los tiempos, estaba por detrás de Haruki y de su compañero de equipo; había quedado en cuarto lugar.


Cuando hablé con el carioca después de la primera tanda de entrenamientos, me comentó que le preocupaba la clasificación del día siguiente; el automóvil no lograba adaptarse del todo a la pista. Aun así, era un logro que Asa, su equipo, hubiese logrado mantenerse por delante de todos los equipos excepto el nuestro, siguiendo de cerca a Bravío, la monumental bestia del circo a vencer.


—Debe de estar incómodo por haber llegado el segundo en China. Se le pasará el domingo, cuando gane.


—¡Qué sorpresa oírte decir eso!


Cerré el grifo y lo miré.


—¿Por qué lo dices? —Me sequé las manos con el paño que colgaba de mi delantal.


—Porque me alegra que quieras que gane.


—No es... tampoco es que quiera que pierda.


—Sé que no te gusta y él...


—Suri, no tiene que gustarme. No quiero que pierda el equipo y tampoco le deseo ningún mal. Deja de darle tantas vueltas a todo. Ya verás cómo gana. Está pulverizándolos a todos con sus tiempos. Está nervioso, no tiene por costumbre perder y, según él, el que llega segundo es el primero que pierde. De cualquier modo, va bien en el campeonato.


—Sí... el campeonato.


La segunda prueba del viernes terminó en ese instante. Los dos alzamos la vista hacia monitor. Como era de esperar, Pedro había marcado el mejor tiempo.


—Lo ves; te lo dije: todo saldrá a pedir de boca.


—Insisto, no lo he visto bien —murmuró Suri, girándose para seguir con su tarea.


Yo volví a alzar la vista al monitor. Pedro había entrado a boxes ya y en este momento salía del habitáculo de su automóvil. Lo seguí con la mirada mientras se quitaba el casco. Suri tenía razón, no tenía buena cara. Un gesto entre preocupación, enojo y quizá algún malestar cubría su rostro.


Toto se acercó a hablarle y le dio una palmada en el hombro. Noté que quería decirle que todo iba bien, pero Pedro, al igual que Suri, no parecía del todo convencido.


Con su mala cara, Pedro alzó la vista y el cámara hizo zoom sobre sus ojos.


La mirada del campeón era fiera, como si desease que corriese sangre.


Definitivamente estaba concentrado en lo suyo. Pedro no se permitiría perder ese fin de semana; la presión que ejercía sobre sí mismo estaba aplastándolo y lo mataría si no conseguía los resultados que pretendía.