domingo, 7 de abril de 2019
CAPITULO 63
Podía no tener camisón de seda y encaje; sin embargo, mi sujetador era negro y muy sexi.
Pedro clavó sus ojos en mí y encajó, sin mucha ceremonia ni cuidado, la camiseta por mi cabeza. ¿Se había puesto nervioso o era impresión mía?
Forcejamos para meter mis brazos por las mangas.
—No puedo dormir con sujetador. —Verbalicé aquello mientras metía las manos por detrás, entre la camiseta y mi espalda.
—Información innecesaria —comentó Pedro mientras yo forcejeaba con los ganchos del sujetador.
—Mierda, no puedo —gruñí.
—Y luego no quieres que te desnude. Espera. —Posó una rodilla sobre el colchón y, de un manotazo, me apartó las manos. Las suyas subieron mi camiseta y soltaron los ganchos.
Musité un «gracias» mientras se alejaba y yo soltaba los tirantes metiendo los brazos por dentro de las mangas de la camiseta.
Me quité el sujetador tirando por dentro de la manga izquierda. ¡Libre al fin!
—Recuéstate, que te quito los vaqueros.
—No, vete; suficiente vergüenza para mí por un día.
—Por una noche, querrás decir, y ya es un poco tarde para eso. Para ser una chica que tienes cuatro hermanos, tienes demasiados remilgos con los hombres.
—No tengo remilgos con los hombres y tú no eres mi hermano.
—Me intriga saber cómo son.
—Son normales. Como cualquier hermano.
—Bueno, no tengo ni la menor idea de lo que significa tener un hermano. Acuéstate sobre las almohadas; si intento quitarte los pantalones así, te caerás de la cama.
—Puedo sola.
—No has podido ni desabrocharte el sujetador.
—¿Tenías amigos de pequeño? —dije accediendo a su petición. Gateé hacia atrás sobre la cama hasta que mi cabeza chocó contra el cabezal. Mis reflejos eran un asco.
—No muchos. Imagino que mi vida ha sido muy distinta a la tuya. Yo compito profesionalmente desde los cinco años. Si no estaba en la escuela, estaba en el circuito practicando o corriendo. Amo lo que hago desde que tengo uso de razón y siempre me he dedicado a esto por entero. No me ha quedado mucho tiempo para otras cosas.
—Oí por ahí que dicen que tu padre... —Me detuve al ver que me miraba mal. Pedro había trepado con las dos rodillas sobre el colchón y se había frenado en su avance hacia mí.
—¿Mi padre? ¡Mi padre no ha hecho otra cosa que apoyarme y darlo todo por mí! Él me incentivó, me dio valor, y jamás me dejó flaquear en mi camino hacia mi objetivo. Me enseñó a ser disciplinado, a no rendirme, a cuidarme, a esforzarme por dar lo mejor de mí mismo para llegar a ser el número uno. Estoy harto de que todos crean que mi padre me gobierna, que me manda, y de que rumoreen que no hago más que lo que él quiere.
—Yo no he dicho eso, no tenía...
—Todo el mundo lo dice, es un rumor generalizado. Yo hice y hago de mi vida lo que quiero; mi padre no me controla. Díselo a quien te haya venido con el chisme ese de que mi padre me ha criado como una máquina de ganar campeonatos. Eso es lo que comentan de él, lo que dicen de mí.
—Yo no he dicho...
Pedro otra vez me impidió terminar.
—Por eso me cierro con la gente, porque estoy harto de que hablen sin saber; nadie tiene ni la menor idea de lo que nosotros dos vivimos después de que mi madre muriese; no tienen la menor idea de todo lo que mi padre ha sacrificado por mí, de todo lo que yo he sacrificado por llegar donde he llegado. Todos piensan que mi vida comenzó cuando gané mi primer campeonato, que fue fácil, tan sencillo como un parpadeo, llegar a lo más alto. Pues te tengo noticias: no fue así y no es así; lucho cada día, entreno como un desgraciado hasta el agotamiento. No paro, dedico mi vida a lo que hago porque es mi pasión, es como el aire que respiro. Las victorias no son ni fáciles ni gratuitas; casi todas tiene un precio muy alto, pero la gente prefiere no verlo. Para todos resulta más fácil pensar que vivo una vida de lujos sin esfuerzos o sacrificios, que voy por ahí follándome a cuanta mujer bonita se me cruza en el camino.
—Pedro, perdona, te juro que no quise decir eso.
—No debería estar aquí. Debería estar en mi puto hotel cinco estrellas follándome a alguna mujer bonita de esas que, según todos, se tiran a mis pies.
—De verdad que lo siento.
—Sí, claro —refunfuñó, y avanzó de rodillas por el exterior de mis piernas para llegar a mí. Cuando quise darme cuenta, lo tenía encima, con sus manos en el botón de mis pantalones—. No dicen más que tonterías. Lo que ninguno sabe es que necesito ser lo que la gente espera que sea, que quiero ser lo que necesito ser y que no puedo ser menos que eso. Mi vida no resulta sencilla.
Sus manos bajaron el cierre de mis pantalones y me quedé helada, frenando al instante sus manos con las mías.
Pedro me miró a los ojos, deteniéndose también.
—Perdón —le dije, sintiéndolo desde lo más profundo de mi alma—. Yo... yo no quiero ser así contigo, es que hay algo acerca de ti que...
—¿Qué te hace aborrecerme? —amagó.
Negué con la cabeza.
Pedro soltó un suspiro y apartó sus manos de mí para moverse hacia atrás.
Cogió la cintura de mis pantalones y alzó mi trasero para bajarlos un poco.
De milagro no me arrancó la ropa interior también.
En silencio y sin mirarme, arrastró los pantalones hacia abajo, hasta mis rodillas. Moví las piernas para ayudarlo a bajarlos por mis pantorrillas.
—Me arrepiento de haberte besado, pero no por las razones que imaginas.
De una sacudida, Pedro estiró mis tejanos para depositarlos luego sobre la cama.
—No sé qué razones pueden ser ésas —murmuró por lo bajo.
—Porque me encantaría besarte otra vez, pero tú no haces más que empujarme lejos para luego volver a atraerme hacia ti, para después despreciarme otra vez y volver a alejarme... y yo me siento como un yoyó y, si sigo así, perderé la cabeza antes del final de la temporada.
Pedro me tiró la sábana sobre las piernas.
—Estás borracha, petitona. —Se bajó de la cama y fue hasta el minibar.
No pude decir nada más. Mi cabeza latía otra vez.
Sacó una botella de agua de la pequeña nevera, la cual abrió de regreso a mí.
Colocó la botella abierta sobre la mesita de noche y apagó la luz.
—Duérmete, que es tarde.
Su rostro, en la oscuridad, era tan bonito como a plena luz del día.
—Te veré en Rusia.
Sin añadir nada más, Pedro dio media vuelta y abandonó mi habitación.
De su partida me costó recuperarme. Quizá tardé media hora, quizá fuese menos o más, no lo sé. Tan sólo sé que, cuando me entró frío, me metí completamente en la cama.
Me levanté una vez más a vomitar; fuera todavía estaba oscuro. La siguiente vez, ya brillaba el sol en el cielo.
Dormí, dormí, dormí y soñé con esa noche, con sus palabras y con él diciéndome que quería que fuese su tercera mujer.
CAPITULO 62
Los siguientes minutos se perdieron dentro de mi cabeza. Creo que pasamos por la recepción de mi hotel, que él pidió la llave de mi cuarto mencionando mi apellido. El recepcionista lo reconoció y le dijo que era una suerte conocer al campeón. ¿Fue real el que le dijera que lamentaba que no hubiese ganado ese día?
Tengo el vago recuerdo de haber atravesado, colgada del cuerpo de Pedro, el vestíbulo del hotel en dirección a los ascensores.
Imagino que fue él quien me sacó del interior de la cabina del ascensor.
Me sentía tan mal cuando llegamos a mi puerta que sólo atiné a soltarle un «la puta puerta» en un español muy porteño.
Pedro abrió la puerta de un golpe y yo me lancé directa al baño para caer de rodillas frente al inodoro justo a tiempo para vomitar un poco más. Y otro poco más también cuando él llegó a mí para posar su mano sobre mi espalda y con la otra sostener mi frente empapada en sudor frío, mientras las arcadas me dejaban sin aliento.
Con un gesto amable, me pasó una toalla para que me limpiase los labios.
Lo vi mirarme y volví a caer por un pozo.
Lamentable espectáculo estaba dando en su presencia.
—¿Has acabado?
—Dudo de que quede nada más dentro de mi estómago o en mis tripas, creo que he sacado hasta la primera papilla.
—Sí, lo he notado. Ven aquí, te llevaré a la cama.
—No, vete; ya has hecho suficiente.
—No pienso dejarte tirada aquí en el suelo del baño, está helado. Tienes que llegar a la cama, quitarte esa ropa empapada en sudor y abrigarte. Estaría bien que intentases beber un poco de agua.
—No quiero agua ni quiero que me desvistas.
—Paula, te enfermarás si te quedas así; además, no pasa nada.
—Sí pasa.
Pedro no dio opción a mis replicas. Se levantó del suelo y, acto seguido, me puso en pie de un tirón.
Salimos a la habitación.
Mi cuarto era pequeño, acondicionado con una cama que se suponía que era de matrimonio, pero que no resultaba mucho más grande que una cama individual; junto a la ventana había una mesa con dos sillas. Mi equipaje estaba medio repartido por ahí y, todo lo que me había probado antes de salir en busca de un atuendo perfecto, regaba el suelo por todas partes. No solía ser así de desordenada, pero no me había dado tiempo a poder colocar las cosas en su sitio antes de salir, porque no quería llegar a la celebración de Martin todavía más tarde de lo que llegué.
Lo vi echarle un vistazo a todo y me entró vergüenza.
En penumbra, Pedro me acompañó hasta la cama y sobre ésta me sentó.
Encendió la luz de la mesita de noche.
Tenía ganas de derrumbarme sobre el colchón; hice un esfuerzo para mantenerme sentada.
Pedro se agachó ante mí y me quito un zapato.
—No hagas eso, yo puedo.
—No, no puedes.
Aparté la pierna, pero él atrapó mi tobillo a mitad de camino. Me quitó el otro zapato.
—Por favor, no me hagas esto.
—Estoy ayudándote a meterte en la cama. No es una tortura, Paula.
—Es una tortura que lo hagas tú.
Sacudió la cabeza, ignorándome. Se puso en pie y me agarró la mano derecha para sacar mi brazo fuera de la chaqueta.
—Esto es patético.
—No te emborrachas a menudo, ¿o sí?
—No. Llevaba años sin ponerme así. Bebo un poco, pero... hoy... No suelo coger estos pedos, tienes que creerme.
—Perfecto —dijo haciendo fuerza para liberar mi brazo izquierdo del abrigo—. Te creo, no pasa nada. —Dejó la prenda a un lado—. ¿Dónde tienes la camiseta con la que duermes, o al final será que tienes un camisón de seda y encajes?
—Duermo con una camiseta de Bravío que me regaló Érica.
—Tú sí que luces la camiseta de Bravío. Da gusto contar con gente así entre nosotros. Ni cuando duermes dejas de pensar en el equipo.
Corrección: en él.
Pedro echó un vistazo a su alrededor.
—¡Ah, allí hay una!
Sobre la mesa, entre un montón de ropa, descansaba la prenda.
Pedro se alejó de mí y me tambaleé. Recogió mi camiseta de encima del mueble y, de regreso a mí, la olió. Casi me desmayo, todo mi cuerpo se encendió.
—Huele a limpio, a perfume. A ti, pero a limpio.
—¿Es un insulto?
Pedro se rio.
Llegó frente a mí otra vez.
—Mejor te meto en esa cama cuanto antes. Alza los brazos.
—Puedo cambiarme sola. No me verás en sujetador.
—No hagas tanto alboroto, Paula, ni que fuese la primera vez que veo a una mujer en sujetador.
—No, seguro que tu vida adulta ha sido un desfile de mujeres bonitas del estilo de tu novia. Imagino que así debe de ser cuando eres campeón del mundo.
—Por Dios, no vuelvas a beber así. Te hace mucho daño. No dices más que ridiculeces.
—Seguro que a lo largo de tu vida te has acostado con cientos de mujeres —solté, y rompí a llorar otra vez. Él, a reír.
—Yo no me he acostado con cientos de mujeres. Paula, estás borracha.
—No, ya no lo estoy.
—Bien... si no lo estás, entonces te diré que no han sido cientos ni de lejos.
—¿Cuántas? —lo increpé sin sentido. No podía controlar ni mi boca ni ninguno de mis actos.
—Si te lo digo, ¿me permitirás quitarte esa camiseta, que es un peligro andante, sobre todo para dormir con ella puesta? —Pedro se cruzó de brazos apretujando mi camiseta de Bravío entre su pecho y sus brazos.
—¿Me dirás la verdad?
—¿Qué necesidad tendría de mentir?
—Bien.
Me contempló serio durante un par de segundos.
—Dos.
—Dos, ¿qué? ¿Dos decenas, dos docenas, dos tercios de la población femenina de Montecarlo?
Pedro se rio con ganas.
—Dos mujeres, Paula.
—No necesitas mentirme.
—No, por eso mismo no miento. Mi primera novia y Mónica.
—Te burlas de mí.
Negó con la cabeza.
—Alza los brazos ahora. Dos, tres... la anatomía es la misma.
—Mi anatomía no es como la de tu novia. Su genética y la mía no son iguales.
Pedro se carcajeó.
—A mí me faltan algunos de sus genes. —Me cubrí los pechos con las manos sobre la camiseta y él rio con más fuerza.
—Estás loca. Levanta los brazos de una puñetera vez para que pueda cambiarte.
—¿Es verdad que son dos?
—Sí, Paula, dos. Conocí a Mónica cuando tenía quince años y por aquel entonces estaba con mi primera novia, con la cual debuté. Terminé con mi novia, pasé un tiempo solo y después comencé a salir con Mónica... y llevo con ella desde entonces. Ahí tienes a las docenas de mujeres, al centenar, a los dos tercios de la población femenina de Montecarlo.
—Tienes que estar bromeando.
Negó con la cabeza. Me sujetó por las muñecas y alzó mis brazos.
—No todos los hombres sienten la necesidad de acostarse con los dos tercios de la población femenina de Montecarlo. —Pedro se inclinó hacia delante y agarró mi camiseta por la cintura para tirar hacia arriba—. No digo que no haya otras mujeres que me parezcan sexis, pero yo amo a mi novia, estamos bien tanto dentro como fuera de la cama; además, trabajo demasiado y estoy muy dedicado a lo que hago. No necesito nada más.
De un tirón acabó de sacarme la prenda.
CAPITULO 61
Pedro acomodó sus dedos entre los míos, tirando un poco más de mí. Su mano izquierda estaba igual de fría que la derecha. Me eché a temblar. Una ola ácida trepó por mi garganta.
Me sobrevino una arcada que no pude contener.
Mi cuerpo se dobló en dos.
Me solté de él, pero él no me soltó, no al menos del todo. Su mano se quedó en mi espalda; la otra, aferrada a la mía para sostenerme mientras yo se la estrujaba al vomitar, soportando una arcada tras otra.
No devolví encima de él, ni encima de mí.
Vomité en una esquina china, de la mano del cinco veces campeón del mundo, por el cual estaba completamente loca en el más amplio espectro de la palabra.
Las arcadas provocaron que mi estómago se retorciese hasta tocar fondo, hasta vaciarse por completo.
Acabé empapada en sudor, temblando como una hoja, deseando estar en algún sitio que me fuese familiar, junto a alguien que me resultase familiar, que me tranquilizara. Me sentí miserable y tan tonta que no pude hacer otra cosa que arrancarme a llorar cual magdalena, todavía aferrada de su mano, con mis dedos entrelazados a los suyos, con su otra mano sosteniéndome la cintura para apretarme contra su cuerpo.
Sus manos eran tan suaves y fuertes, su perfume tan varonil...
Lloré todavía con más fuerza.
—¿Mejor?
Negué con la cabeza.
—Me siento fatal. Horrible. He vomitado delante de ti. Soy un asco, esto es un asco y no puedo parar de llorar. —Lo que trepó a continuación por mi garganta no fue una nueva arcada, sino ardiente angustia—. Soy un desastre.
—Mañana por la tarde, después de dormir un poco, quizá vomitar un poco más y darte una ducha, te sentirás mejor.
—No es solamente eso.
—Vamos, Paula, todavía tienes alcohol circulando por tus venas. Mañana te encontrarás mejor y lo verás todo de otra manera.
Me tapé el rostro con mi mano libre para esconderme de él y volver a llorar. No quería sentir que él era mi lugar seguro, mucho menos que me sentía segura con su presencia, así... tan a gusto con él. ¡No debí beber, mi cabeza era mi perdición en ese instante!
—No pienses más. —Pedro me llevó hasta la
pared del edificio más próximo y, con ésta, apuntaló el peso de mi cuerpo. Sus manos me abandonaron para ocuparse del cierre de mi chaqueta, que se había abierto—. Mañana necesitarás aspirinas y beber agua en grandes cantidades, y comer bien sano.
—Como tú —solté llorando.
Pedro sonrió.
—Sí, como yo.
—Tú no has bebido.
Negó con la cabeza, sonriendo todavía.
—Sólo agua. —Lloré y él se rio con más fuerza.
—Paula...
—Hasta para eso eres bueno.
—Quizá, y según tú, para eso y nada más. Ahora que ya estás abrigada, permite que te lleve a tu hotel; necesitas meterte en la cama cuanto antes. Estamos a menos de una calle.
Sentí que moqueaba y me dio vergüenza. Debía de tener mocos, lágrimas y vómito por toda la cara, y ni me atrevía a pensar en lo que debía ser la sombra negra de mis ojos. Me entró todavía más bochorno.
Pedro me recogió de la pared para sostenerme en un abrazo.
—Con un poco de suerte, no recordarás nada de esto por la mañana.
—No estoy tan borracha y tú sí lo recordarás, porque has bebido agua y no cerveza —solté hipando.
—Juro solemnemente que procuraré olvidarlo.
—No te costará ni dos parpadeos olvidarte de mí.
Pedro no contestó, continuó guiando nuestros pasos hacia no sabía dónde.
Yo ya estaba completamente perdida y no tenía ni idea de dónde ponía los pies.
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