martes, 23 de abril de 2019

CAPITULO 115




A nuestro paso, lo saludaban, lo felicitaban. Pedro no se entretuvo demasiado con nadie; su urgencia por salir de allí resultaba más que evidente, si hasta creo que dejó a más de uno con ganas de hacerse una fotografía con él, de un autógrafo y probablemente también de una charla que fuese un poco más allá del «felicidades», «muchas gracias», «este año el campeonato será tuyo», «para eso trabajamos».


Por lo visto, Pedro ya no estaba con ánimos de hacer vida social, y mucho menos de ejercer de «campeón del mundo». No podía decir que no me agradase la idea de que el resto de la noche simplemente fuese Pedro.


No resultó fácil dar con quienes buscábamos.


El primero que Pedro encontró fue a Pablo.


El director del equipo, nada más vernos llegar, pareció muy dispuesto a ser él quien se largase de allí en primer lugar; podía entender que no le gustase ni un poco tenernos en frente juntos, aún menos agarrados de la mano, y todavía menos para saber que nos marchábamos; es que nadie más que él tenía el poder de decidir si aceptaba o no las exigencias del campeón del mundo con respecto a mí; él debía de estar al tanto de que me quedaría allí con Pedro, y que viajaría con él a Mónaco para la siguiente competición.


Mientras se despedían, aparté la mirada. Para muchos, incluida yo misma, ésa sería una situación a la que poco a poco deberíamos acostumbrarnos.


La despedida, por suerte, fue rápida y, al instante de alejarnos de él, Pedro divisó a Alberto y a David en un rincón, conversando con una de las personas de relaciones públicas.


La mirada de Pablo hacia mí, al verme llegar con Pedro, había sido incómoda, pero de un modo tímido; la forma en que me miraron el padre de Pedro y su representante lo fue de un modo grosero. No es que hasta ese momento hubiesen sido descorteses conmigo —la verdad es que tampoco habían sido demasiado amables, pero no podía culparlos; lo mío con el campeón había surgido de una forma un tanto abrupta—, pero sí me dio la impresión de que, cuando Pedro los avisó de que pensábamos retirarnos, que estaba demasiado cansado y que no se sentía del todo bien, me miraron como si la culpa de todo la tuviese yo.


Inspiré hondo y procuré hacer ver que no lo notaba; si me daba por vencida tan pronto... Por Pedro, deseé que ojalá a su padre se le pasase el enfado o lo que fuese que lo hacía mirarme de ese modo; lo que menos me interesaba era ser un punto de conflicto entre ambos y, si bien yo salía con Pedro y no con su padre, esperaba poder tener una buena relación con él también; después de todo, Pedro sólo lo tenía a él.


Alberto no se mostró muy feliz cuando su hijo le dijo que partíamos, aunque tampoco pudo obligarlo a quedarse; lo intentó con más de una corta frase seca que sonó a orden, con más de una recomendación en la que veló reprimendas sobre sus responsabilidades y sobre lo que era mejor para su carrera. Quizá sorprendiéndome un poco, Pedro se plantó en su decisión y anunció nuestra marcha. Supuse que en muchas otras ocasiones habían ganado su padre y David; esa vez, prendido de mi mano, el campeón se dispuso a volar solo y me sacó de allí.


Ante la puerta, sin salir a la calle mientras esperábamos a que trajesen su automóvil, volvió a besarme y a sonreírme, ya mucho más relajado. Me hizo feliz verlo así.


—¿Sabes lo que acabo de hacer?


—¿Qué?


No le contesté que tenía la impresión de que acababa de hacer varias cosas: enojar a su padre; provocarle un problema a David, pues sería él quien debería hacerse cargo de excusarlo si alguien preguntaba por el campeón; decepcionar a muchos de los que habían acudido a la fiesta esa noche solamente para verlo... y también que, con lo que acababa de hacer, me había hecho sentir un poquito más importante y más dentro de su vida.


—He detenido el mapa y me he largado contigo —entonó sonriente.


Reí.


—¿Y eso?


—Es que eso es a lo que sabe mi existencia a veces. Es un mapa con una hoja de ruta de los sitios en los que debo estar, las cosas que debo hacer. Lo que acabo de hacer ha sido saltar fuera del mapa. —Me apretó contra sus costillas—. Tú y yo nos perderemos un par de días. —Me dio un rápido beso sobre los labios—. ¿Te parece bien?


—Siempre que eso no te cause demasiados problemas.


—Ningún problema, petitona. El problema lo hubiese tenido de seguir como hasta antes de conocerte.


Iba a comérmelo a besos, pero nos interrumpió una persona para avisarnos de que nuestro vehículo ya estaba en la puerta.


Los dos estábamos tan el uno en el otro que no nos importaron lo más mínimo los flashes que volvieron a estallar sobre nuestros rostros. ¡Y yo que imaginaba que ya se habrían ido!, pero para nada. Al vernos salir así abrazados, enloquecieron, desesperados por una foto, por un beso, por una declaración oficial que Pedro no tenía la menor intención de darles.




CAPITULO 114




El beso empezó como algo delicioso y dulce, como algo dulce muy suave, de textura sedosa, y luego cobró intensidad hasta convertirse en uno de esos suntuosos postres de chocolate que producen una sensación similar a la lujuria total. Jamás me conformaría con una pequeña cata; Pedro, con sus labios, su lengua, su perfume, su mano sobre mí, era la tentación que me incitaba a tomar una cucharada tras otra, y a no desear ver jamás el fondo de la tarrina. 


Deseaba continuar disfrutando eso siempre. Me negaba a perder ese sabor en mi boca, a dejar de sentir ese placer, esa sensación de bienestar extremo.


Su mano trepó por detrás de mi espalda debajo de mi blusa. Sus dedos recorrieron mi piel con tanta suavidad que me ericé por completo. Mi espalda se curvó hacia su mano, incitándola a imprimir en mí todo el tacto de su palma, mientras su boca no cedía a su intención de intoxicarme, de convertirme tan adicta a él como era adicta al chocolate en cuanto ponía en mi boca un pequeño primer trozo.


Enredé un brazo alrededor de su cuerpo, asiéndome de él, y me pegué a su pecho. Literalmente quedé colgando de él a unos quince centímetros del suelo cuando Pedro me apretó contra su cuerpo, sosteniéndome por la cintura.


—No pienso conformarme sólo con esto; así tenga que raptarte, te vienes conmigo a mi hotel.


Mordí su boca y él se rio.


—Algo me dice que no necesitaré secuestrarte.


Negué con la cabeza, moviendo mi boca sobre la suya.


—¿Podemos irnos ya o tienes que saludar a mucha gente más?


—Joder, si creo que comienzo a sentirme mal. Mejor me largo al hotel, estoy muy cansado —lanzó y me soltó.


Me asusté al ver que se ponía serio; en un parpadeo, la sonrisa se le había borrado.


—¿Qué tienes?, ¿qué sientes? ¿Quieres que vaya a buscar a David o a tu padre? Pedro, tienes que explicarme que...


Pedro se carcajeó.


—¿Qué te parece tan gracioso? Sé que no quieres, pero tienes que contármelo todo sobre tu salud, porque, si planeamos pasar tiempo juntos, debo saber a qué atenerme para, al menos, tener una idea de cómo reaccionar. Me desespera no... —Iba soltando las frases a toda velocidad, cuando lo vi llevarse la copa a los labios para beber un breve sorbo—. ¿No te encuentras bien y bebes?


—Era broma, petitona. En teoría tendría que quedarme un rato más, pero no podrán objetar nada si les digo que estoy muy cansado, que necesito marcharme. —Se detuvo y me miró con picardía.


Le lancé un golpe.


—Te mataría... por poco me matas tú a mí del susto. No me hagas esto nunca más, campeón.


Pedro me abrazó, riendo.


—No tiene gracia. Recuerda que no tengo ese tipo de experiencia contigo y no sé si te sucede algo en verdad o no.


—Cuando me suceda algo de verdad, te darás cuenta.


Sentí que se me escurría la cara del rostro. No tener ni idea de qué hacer si le daba una crisis o algo parecido era desesperante. Sentirme así de impotente, de inútil, a su lado, me asustaba; sobre todo porque se suponía que íbamos a pasar los próximos días juntos y que una de las principales cosas en una relación es poder cuidar el uno del otro.


—¿Y piensas que por decirme eso me quedaré más tranquila? —Esperé. Su sonrisa mudó en una mueca más tímida, un tanto angustiosa, que me arrepentí de provocar—. Te lo dejaré pasar por esta noche, pero ya hablaremos seriamente tú y yo.


—En ese caso, saldrás corriendo para poner la mayor distancia posible entre ambos.


—Haré ver que no has dicho eso. —Vacié el contenido de la copa en mi boca y después lo apunté con ésta—. Escúchame bien, campeón: jamás he necesitado el permiso de nadie para meterme en problemas; no necesito que me des permiso para meterme contigo... bueno, en realidad, sí para meterme contigo... En fin, ya sabes lo que quiero decir: te quiero por entero para mí. No me interesa tener a mi lado únicamente al campeón. Quiero también a este imbécil que cree que no puedo manejar esta situación, al idiota que tan a menudo demuestra ser tan antisocial e insoportable. No soy débil, campeón. — Lo amenacé con la copa—. He logrado sobrevivir a cuatro hermanos mayores del sexo masculino y tú, ni en lo bravo, ni en lo idiota, les llegas a la suela de los zapatos.


Pedro cedió, dedicándome un amago de sonrisa.


—Tendremos esa conversación y deberás aceptar, te guste o no, que, si me quieres a tu lado, yo seré una parte de eso que te sucede. No puedes pretender que me quede de brazos cruzados y de lo más fresca si te ocurre algo. Tú no te quedarías tranquilo y como si nada si a mí me sucediese algo.


Pedro me agarró por los codos.


—Sería distinto; por ti debería preocuparme, porque tú estás bien. No tienes problemas de salud...


—No digas una palabra más, ¿quieres? Si dices una sola palabra más, te golpearé y no será en tono juguetón. ¿De qué tienes miedo?, ¿de demostrarme que tienes debilidades, que eres vulnerable igual que cualquier otro ser humano? Me encanta que te creas fuerte, que te sientas capaz de cualquier cosa; sin embargo, es de idiota no pedir ayuda si la necesitas. Admiro tu fuerza y tu tenacidad, pero, si pretendes hacerme creer que eres perfecto, mejor terminamos esto antes de comenzar de verdad. Yo lo único que necesito de ti es que me demuestres que eres de carne y hueso.


Pedro me sonrió con timidez sin enseñar los dientes, apartando su mirada para poder huir de la mía, dándome a entender que era probable que con mis palabras hubiese raspado la superficie del problema.


Lo empujé sobre sus abdominales con un puño cerrado.


—Hablo en serio, campeón. Te necesito a ti, no sólo al personaje. Te repito que, si quieres que esto funcione, mejor me dejas entrar.


Lo vi morderse el interior de los labios, todavía con la mirada perdida en algún punto por encima de mi cabeza. Imaginé que, si me miraba a los ojos, no le quedaría más remedio que admitir sus propias debilidades y por lo visto todavía no estaba listo para hacerlo ante mí.


Lo dejé pasar.


—Te lo advierto, no soy perfecta —bromeé.


La sonrisa de Siroco se amplió, enseñándome su estupenda dentadura. Bajó sus ojos azul celeste hasta los míos.


—Tú sí que lo eres. No podrías ser más perfecta para mí.


—Naaa —canturreé—; para ser perfecta debería tener unos quince centímetros más de altura —bromeé de nuevo, y él se carcajeó.


—No necesito quince centímetros más de ti; así como eres, eres mucho más de lo que yo puedo manejar.


—No te hagas ilusiones, campeón: soy mucho más de lo que tú puedas manipular...


—¿Manipular...?, que agradable elección de palabra. Por cierto, volviendo a lo que has mencionado antes, ¿así que debo demostrarte que soy de carne y hueso?


Con una ceja en alto, me quedé mirándolo.


—Sería muy buen comienzo.


—¿Será recíproco?


—¿Tú qué crees? —le contesté, acercando mis labios a los suyos.


—Lo que creo es que en este instante iremos a despedirnos de todos. —Con un movimiento rápido, me arrebató la copa de la mano y dejó la mía y la suya sobre una de las mesas de apoyo de las que había repartidas por todo el local.


Una vez libre, tomó mis manos y se me vino encima para envolverle, con mis brazos y los suyos, por detrás de mi espalda; su boca quedó flotando sobre la mía—. Ya verás cómo, de camino al hotel, rompo con todos los récords de
vuelta. Verás lo que significa ir con el más veloz de la categoría —susurró tentador.


—Espero no seas tan rápido para todo —lo reté.


—Bueno, no soy una máquina para todo, para algunas cosas soy de carne y hueso.


Iba a reírme, pero no llegué a mucho, pues Pedro se comió mi risa con un beso que por poco me arranca hasta el alma. De pronto sus manos parecían estar en todas partes y las mías se me antojaron demasiado pequeñas para alcanzar a saciarme de su cuerpo; la necesidad era tanta que explotó en mí el miedo a perderlo por no ser suficiente, por no conseguir abarcar no sólo lo que lo hacía a él de carne y hueso, sino todo lo demás, lo que llevaba dentro.


Lo besé con todas mis ansias, con toda mi necesidad; degusté su boca con sabor a champagne y metí en mis pulmones el perfume de su piel y en mi cerebro, el tacto de su cabello, el de la piel de su cuello, incluso el de su camisa. Mi abdomen, mis piernas, mi pecho, todo mi cuerpo comenzó a reconocer sus formas, adelantándome a lo que deseaba que llegase cuando al fin estuviésemos solos.


Pedro apartó su boca de la mía, inspiró hondo y, todavía con los ojos cerrados, se relamió los labios.


—Mejor nos largamos de aquí ya. Ahora mismo buscamos a mi padre, a David y a Pablo para despedirnos.


La cabeza me daba vueltas cuando se apartó de mi lado. Era como si acabase de bajarme de una centrifugadora.


Pedro pescó mi mano y tiró de mí para meterse entre la gente que celebraba la victoria de Bravío en su tierra.


CAPITULO 113




Una camarera intentó escurrirse entre nosotros y la multitud que se agolpaba a nuestro alrededor. Por lo visto esa noche no importaba demasiado lo cansados que estuviésemos todos por el trabajo del fin de semana, nadie del equipo parecía tener planeado abandonar temprano la velada. Nos rodeaba un ambiente alegre, festivo y despreocupado. Era probable que todos supiesen lo sucedido entre Mónica y yo con la tarta de Pedro, pero nadie hizo ningún
comentario; sólo se hablaba de lo fuerte que estaba el campeón y todo el equipo esa temporada, de lo entusiasmados y confiados que estaban todos con respecto a la carrera de Mónaco y a las que le seguían.


Por supuesto, los mecánicos del equipo no se habían sorprendido al verme allí y, si bien frente a Pedro ellos no se relacionaban conmigo del mismo modo que cuando yo estaba sola, pues éste les inspiraba cierto respeto y sin duda mucho más recato del que solían demostrar en otras ocasiones, igual mantuvieron bastante la confianza que tenían conmigo fuera del ambiente laboral y, por eso, en parte creo que consiguieron aproximarse a Pedro un poco más de lo que acostumbraban. En un momento que acabamos rodeados de sus
mecánicos, el campeón hasta se soltó un poco, y eso les dio algo de espacio para bromear con él.


En ese instante, por suerte, estábamos solos otra vez.


La camarera parecía tener la intención de pasar de largo con todas las copas de champagne en su bandeja, pese a que las mismas estaban destinadas a saciar la sed de los presentes.


Veloz como solamente él podía serlo, y dando muestras de sus impresionantes reflejos (no por nada iba en carrera para hacerse con su sexto campeonato del mundo en un tiempo récord desde que entrara en la categoría), le arrebató dos copas de la bandeja.


La camarera lo miró sorprendida; sin embargo, no llegó a soltar palabra.


Pedro le dio la espalda para fijar sus ojos en mí otra vez, mientras me tendía la copa.


—Gracias. Creía que no bebías.


—No, no bebo, no debo. Será sólo un trago, para que brindemos porque, al fin —comenzó a decir en un largo suspiro—, te tengo para mí.


Le sonreí.


—Soy yo la que al fin te tengo para mí. Por lo visto todo el mundo quiere estar contigo, fotografiarse contigo, tocarte —acorté la distancia entre nosotros—; eres muy famoso y todos quieren un poquito de ti —añadí dentro de sus labios.


—Es porque voy primero en el campeonato, nada más —afirmó sonriéndome—. En cambio, los mecánicos... ellos querían arrebatarte de mi lado. Es probable que en este instante —giró la cabeza en dirección a donde estaban los chicos bebiendo y riendo— piensen que les gustaría tenerte allí como siempre. Si yo no fuese el campeón, si no fuese el primero, a nadie le importaría tenerme cerca o no.


—Dudo de que sea así, eso de que a la gente le daría igual tenerte aquí o no —hice una pausa—. ¿Celos de los chicos? —Lancé una mirada en dirección a los mecánicos—. Para que te quede claro, a mí no me daría igual este sitio sin ti. Yo deseo estar aquí contigo; también quiero un poco de ti, al menos un pedacito —añadí pícara, moviendo mi boca sobre la suya.


—¿Nada más que un pedacito?, ¿en serio te conformarás con eso?


Reí.


—La verdad es que no. —Despacio, caí sobre su boca para comenzar a besarlo. Atrapé sus labios con los míos; sentir su carne entre la mía resultaba una delicia y un privilegio. Nunca, antes de Pedro, había sentido semejante fascinación por una persona; además de amarlo, lo admiraba... Lo admiraba como piloto de Fórmula Uno, como deportista, como el hombre que no se había dejado dominar ni por su enfermedad ni por su destino, y que, pasando por encima de infinidad de impedimentos, había llegado no sólo una vez, sino cinco, a lo más alto de la categoría, y lo más memorable era que, en la actualidad, luchaba otra vez por ganarse el título. Tenía muy claro que a lo que Pedro apuntaba era a superarse a sí mismo y eso se ganaba por completo todo mi respeto. En mi vida había soñado con tener cerca a alguien así, con poder amar a alguien así. Pedro, además, era famoso, y su vida tenía mucho de eso que la mayoría de los mortales no experimentaríamos jamás. Su vida no era ni mejor ni peor que la mía, pero lo que a él le tocaba vivir era muy distinto, y tener la oportunidad de ver cómo se movía en ese mundo no paraba de sorprenderme.


Mi sensación en ese instante, quizá desde que llegamos al local para encontrarnos con todos esos fotógrafos esperándolo, era que había saltado de la realidad a la fantasía. Obviamente que la fantasía no era perfecta, pero poder besarlo... En resumen, poder besar a mi Pedro, a Siroco, al quíntuple campeón del mundo, a un hombre que movía millones en merchandising y publicidad, resultaba de lo más extraño.