sábado, 20 de abril de 2019

CAPITULO 106




Pedro se acomodó entre mis piernas y yo me dejé caer hacia atrás. Sabía que no llegaríamos mucho más allá de las caricias y los besos, al menos por el momento, pero necesitaba eso y, si Suri había esperado hasta entonces, también podía esperar quince minutos más. No pensaba apartar las manos de Pedro de mi piel, ni su boca de la mía, ni su mirada de lo más profundo de mi ser.


Si Pedro tuviese idea de lo poco que necesitaba para hacerme feliz...


Me di el gusto y lo besé con ganas, dejé que devorase mi boca; eso era mucho mejor que que se comiese lo que yo cocinaba. En tantas tonterías había pensado, tantos miedos e inseguridades metí de por medio entre él y yo... y en ese instante, con mis manos en su cabello y las de él requisando mi cuerpo con una necesidad imposible de ocultar, quedó claro que llegamos allí en el momento exacto, oportuno, ni antes ni después.


Resultaba increíble tenerlo así para mí, tener sus besos en mi boca y su vida, no solamente una parte de su existencia, así frente a mí.


Mi corazón sonó igual que el motor de su bólido en plena aceleración. Le permití rugir con gusto.


El único problema fue alejarme de Pedro, quien no apartó sus manos de mí hasta que descubrimos a Martin yendo y viniendo por delante de su autocaravana. Al vernos juntos, el brasileño me preguntó si todo estaba bien y,
cuando yo le di el «ok», se abalanzó sobre nosotros para abrazarnos y, en ese abrazo, hacernos saltar con él de felicidad. Sin duda debíamos parecer tres idiotas; sí, la felicidad provoca eso...


Por suerte Martin me echó una mano para sacarme a Pedro de encima y así poder regresar a la cocina.


Procuré seguir trabajando con normalidad. Ilusa de mí, llegué a pensar que sería sencillo. Suri me hizo pasar por un estricto interrogatorio, un tercer grado, y, después de eso, de vuelta al hotel en el microbús con los mecánicos y el resto del equipo, fue una locura de burlas cariñosas, gritos y carcajadas, a las que me uní.


No pude decidir si la felicidad de los chicos del equipo era tanta o más que la mía.


No, más que la mía seguro que no.


Ni el recuerdo de lo sucedido con Mónica ensombrecería lo magnífico de ese día.


«Te amo, Siroco», entoné mentalmente, esperando que el mensaje llegase directo a su mente, a su corazón.


CAPITULO 105




Acariciándome con sus labios, llegó hasta mi cuello.


—Deberías ir a cambiarte, y deberíamos largarnos de aquí.


—No veo por qué —balbucí apartando la cabeza para permitirle libre acceso a mi cuello.


—Estas ropas, además de tener olor a nuevo, huelen como Martin, y eso es muy extraño.


Sus labios le sacaban llamaradas a mi piel.


—Y estamos en su autocaravana. Podría regresar en cualquier momento.


—Llamará antes de entrar —susurré poniendo una de mis manos sobre la suya en mi muslo; deseaba que continuase tocándome, no quería volver a permitir que se alejase de mí. Apartar el aroma de su piel, así, con el sudor seco y todo, y esa mezcla de olores entre su perfume y lo que se le pegaba a las ropas y al cabello después de correr, era como si me quitasen el oxígeno.


El campeón que quería ser perfecto. Si él comprendiese lo perfecto que ya era porque era simplemente él... Cuánto que gustaría hacerle entender que no necesitaba ser nada más de lo que ya era para ser único, para dejar una marca en el mundo o incluso en el universo.


Hizo el amago de apartarse de mí; para evitarlo, atraje su boca hasta la mía.


Me besó y luego tocó con su rostro el mío, soltando un largo suspiro; si estaba agotado, ésa era la única señal que daba. Abrí los ojos para encontrarme con los suyos cerrados, con los párpados relajados. Pedro inspiró sobre mí.


—Podría quedarme aquí toda la vida —me dijo en voz muy baja.


—No te creo —le contesté en el mismo tono—. ¿Dejarías de competir?


Sin despegar los párpados, contestó con una tímida sonrisa.


—Ya me parecía a mí que no, y ni falta que hace. Correr es lo que te hace feliz; mientras así continúe siendo, a mí me hará feliz que lo hagas.


—Para muchas cosas me gustaría tener tu tranquilidad, tu paz. ¿Cómo es que te resulta tan sencillo aceptar todo lo que se cruza por tu camino?


Su comentario me hizo reír.


—¿Y quién te ha dicho que sea así?


Pedro abrió los ojos.


—Salvo cuando estás conmigo o cuando alguien te hace enojar, pareces una laguna en calma. ¿Es solamente la superficie?


Le di un rápido beso.


—¿Será que hay locura por debajo?


—Por suerte siempre hay un poco. Yo sólo intento ser feliz, Pedro. Incluso cuando no todo sale como quiero, cuando las cosas no son perfectas, cuando no soy del todo dichosa.


—Desearía ser un poco como tú. ¿Se me pegará por osmosis? —preguntó juguetón, besando mi mejilla.


—No sé. —Reí—. Podríamos llevar a cabo un experimento. A ver si, estando tu piel pegada a la mía durante largos períodos, absorbe un poco de mí.


—Suena bien. —Su nariz rozó la mía, sus labios atraparon mi labio superior—. Creo que necesitaremos más contacto de piel que éste.


Reí entre sus labios.


—Estamos de acuerdo en eso. Mucho más contacto, para asegurarnos de la efectividad del experimento.


—Mucho más contacto y por mucho más tiempo —susurró—. ¿Qué te parece si lo intentamos esta semana? Podríamos hacer un primer intento si te quedas aquí en España conmigo después de las pruebas. Con mi padre, teníamos planeado permanecer aquí unos días, en nuestro pueblo, para hacer una pequeña celebración familiar por mi cumpleaños. El plan inicial era quedarnos en Barcelona, pero no quiero todo ese ruido, no quiero salir a cenar el día de mi cumpleaños y tener en la puerta del restaurante una horda de
periodistas esperando para rematarme con sus flashes. Anhelo y necesito un poco de tranquilidad. —Me miró a los ojos—. Por eso te quiero aquí.


—¿Para tener paz?


—Para tenerlo todo. Quiero tenerlo todo.


—Es tan difícil tenerlo todo —murmuré sobre sus labios.


—Lo intentaremos. ¿Qué me dices, te quedas conmigo? Sé que quizá creas que es un poco pronto para conocer a mi familia, pero me encantaría que mi padre te conociera, que mis abuelos te conocieran, y que vieses dónde crecí, donde di mis primeros pasos. Te lo advierto, no es mucho... no es más que campo, verde, pajaritos, animales de granja y esas cosas. Allí no hay lujos ni demasiado que hacer. Hay mucha tierra, interminables horas de siesta, lo cual siempre he aborrecido... Allí parecen insistir en sentarse a ver las horas pasar, algo que siempre me puso de muy mal humor y quizá...


—Chis... —Tapé sus labios con los míos; comenzaba a subir el tono y a cambiarlo por otro de nuevo mucho más tenso, rayando la alteración, como si comenzase a molestarse, a pelear contra aquello que no estaba allí—. Tranquilo. Estará bien lo que sea si estoy contigo; tú eres mi lujo y... no tenemos que dormir la siesta, pero admito que me encantaría pasar una tarde entera acostada contigo. —Le dediqué una mirada pícara.


Me besó.


—Será un placer ir y ver todo lo que quieras enseñarme, conocer a todos los que quieras presentarme. No podría sentirme más feliz de que me lo pidas —añadí alzando la vista otra vez desde sus labios hasta sus ojos; sus manos no dejaban de requisar mi cuerpo, como si pretendiesen aprenderse cada curva, igual que si yo fuese un circuito. En este instante amé la profesionalidad de Pedro. Mis manos hacían lo mismo con su cuerpo; lo mío era como si estuviese ciega y recorriese aquel terreno sin ver, solamente sintiendo, en vez de con un bastón blanco, con todo mi cuerpo. Si pisaba el acelerador en ese momento, me subiría a todos los cordones, desbordaría la pista por todas partes y lo más probable sería que acabase chocando contra una contención antes de completar la primera vuelta.


—Prometo que hablaré con Érica para ver si puedo tomarme unos días esta semana.


—Te los darán —soltó altivo.


—Bien, hablaré con ella. No creo que me necesiten; todo el equipo se tomará unos días de descanso.


—Y aunque no los tuviesen...


—A ver, señor campeón, que no es preciso que usted se meta. Yo lo arreglaré.


Pedro tapó mi boca con un beso.


—Sigue siendo mi trabajo —le dije apartándolo de mí.


—¿Acaso no quieres pasar unos días conmigo? —preguntó pasando su boca a lo largo de la mía, inspirando como si quisiese robarme mi espíritu, mi voluntad.


Pegué los labios para tragar en seco. No le costaría mucho robarme mi voluntad; unos segundos más de eso y sería una victoria para él.


—Claro que quiero, pero también quiero hacer las cosas bien. Tú tienes tus responsabilidades y yo, las mías.


—Si podemos disfrutar de los beneficios de los que me proveen las mías, tanto mejor, ¿no crees?


—Por lo pronto me dejarás a mí resolver esto.


—Es un asunto resuelto, nos quedaremos aquí, te quedarás conmigo; me haré cargo de todo y después viajaremos juntos a Mónaco para la carrera. Además, tengo mi hogar allí, no necesitas quedarte en un hotel. Mi apartamento es mucho más confortable que cualquier hotel, y ahora que te tengo conmigo —sus manos se prendieron de mis caderas—, no sueñes con que te dejaré ir.


—Vamos con calma.


Su boca azotó la mía y una de sus manos se metió por debajo de mi camiseta para acariciar mi espalda.


—No creo que pueda —articuló dentro de mi boca.


—No quiero que piensen que por estar contigo descuidaré mi trabajo —lo miré a los ojos—, porque no lo haré. Es más, debería marcharme ya. Todavía nos queda mucho que hacer e imagino que también tendrás asuntos pendientes.


—Lo aparté un poco de mí.


—¿De verdad? —inquirió incrédulo, mientras veía mis manos alejarlo de mí.


—Sí.


—¿Es un castigo por lo de Mónica, porque me fui con ella?


—No, es un intento de mantener un poco de normalidad.


—No necesitamos normalidad. —Se inclinó otra vez sobre mí.


—Imagino que esta noche habrá una celebración por tu victoria. Nos veremos allí.


—No pienses que te permitiré escaparte de mí entonces.


—No tengo intención de permitir que lo hagas. —Inspiré hondo y solté el aire; acuné su rostro entre mis manos—. Entonces... ¿entre ella y tú ha quedado todo claro? No quiero que exista la más mínima posibilidad de que esta noche suceda algo similar a lo de hace un rato.


Pedro meneó la cabeza, negando.


—No, Mónica se marcha a casa esta misma noche. Quería que nos diésemos un tiempo para pensar; ella cree que esto es una fase, como llevamos tanto tiempo juntos... No es eso, yo no necesito un tiempo, no necesito estar con otras mujeres para descubrir a quién quiero a mi lado. —Me sonrió—. Sé muy bien a quién quiero a mi lado. Se lo dije, espero que lo entienda. —Apartó la mirada por un segundo—. Nada de esto es fácil y no me gusta... no es... creímos que sería para toda la vida. Lamento decepcionarla; lo que menos quería era lastimarla del modo en que lo he hecho, pero... no sé... supongo que hace tiempo que lo nuestro no funcionaba tal como debería y entonces... — volvió a sonreír, a sonreírme, a dedicarme una mirada que hizo que mi corazón gritase de alegría— ... apareciste tú, petitona meva, y todo lo que era confusión se aclaró de un modo tan rotundo que ni me dio oportunidad de dudar. No me queda ninguna duda —insistió—. Y se lo hice saber. De esto no hay vuelta atrás, Paula. Y no me molesta que así sea —tocó mis labios con los suyos—, para nada.


—Me alegra que no te queden dudas —bromeé—. Es un alivio, porque yo no las tengo.


—Por tanto, ¿descartamos a Pablo y a Martin? —preguntó con falsa seriedad.


—¿Tan pendiente estabas de mí?


Contestó que sí con la cabeza.


—¿Martin?


—Él insiste desde el primer día en que no sois más que amigos, pero yo creí que tú querías algo más. Es buen tipo, mi mejor amigo. ¿Segura que no quieres cambiar? Todavía estás a tiempo y no me enojaría tanto si fuese con él. Es como mi hermano.


—¿Ya estás intentando librarte de mí?


—Me volvería loco verte con cualquier otro hombre —afirmó estrechando mi cintura para pegarme todavía más a su cuerpo.


Lo sentí tenso y firme debajo de mí. Si seguía con eso, no podría regresar a mi trabajo, no al menos a corto plazo.


—Ok, entonces yo me quedo contigo y tú te quedas conmigo.


—Debería hacerte firmar un contrato —dijo mirando mi boca—. Uno con infinidad de cláusulas de las que no puedas librarte ni con el mejor abogado.


—Ya tienes ese contrato firmado por mí, campeón. No necesitas un puto papel. ¿Necesitas que te certifique mi firma?


—¿Cómo sería eso?


La sonrisa sexi que me dedicó hizo que una de mis piernas se enroscase en la suya. Tomé su cuello entre mis manos.


—Con un beso —expliqué y, sin necesidad de que mediasen más palabras entre nosotros, comencé a besarlo


CAPITULO 104





Pedro y yo nos observamos. Él bajó la vista al suelo; de pronto lo noté débil, quizá no necesariamente en lo físico, tal vez sólo cansado a nivel mental.


Bebió un sorbo más de agua y acudió a sentarse frente a mí, al otro lado de la mesa. Me dedicó un par de parpadeos que parecieron aflojar sus facciones.


Yo también intenté controlar mis impulsos, mis ganas de sacudirlo.


—Los siento, es que me sentí culpable. Mónica estaba completamente fuera de sí y soy responsable de eso. La conozco, jamás habría hecho una cosa semejante en su sano juicio. Todo esto es culpa mía.


Lo miré en silencio, permitiéndole seguir.


—La puse en ridículo.


—Y ella me puso en ridículo a mí.


—Tendría que haberse vengado conmigo. Me ha confesado que lo ha hecho porque todavía quiere que volvamos a estar juntos; quiere que sigamos adelante con nuestra relación y con nuestros planes. Todavía me ama.


—Y tú, ¿la amas?


Mirándome directamente a los ojos, negó con la cabeza.


—Pero, de todos modos, como ya te he dicho, es una parte de mí. No quiero reñir con ella, no quiero que quedemos enemistados. Ha soportado de mí lo indecible, ha estado conmigo en todo momento, en los peores momentos —acotó—. Mónica fue y es uno de los pilares de mi vida, junto con mi padre, y no puedo borrarla de mi existencia de un plumazo. Le debo todo mi respeto y hoy se lo falté a lo grande. Ella no se merecía nada de lo que ha sucedido hoy.


—Imagino que, para ella, toda la culpa de lo ocurrido es mía, por eso me ha hecho esto.


—Está equivocada, la culpa es mía. Yo lo he enredado todo a más no poder. Ella te ha acusado de querer matarme con la tarta... y tú no sabes nada.


—¿Qué es lo que tengo que saber, Pedro?


Lo vi coger una profunda bocanada de aire.


—Tengo que admitir que no iba a comer ni un pedazo de la tarta que preparaste para mí. —Pedro se pasó ambas manos por el pelo, hasta enredar sus dedos detrás de su nuca—. No porque no quisiera. El pastel tenía una pinta estupenda, estaba genial y, como te he dicho, nunca antes nadie había hecho algo así por mí. Es caso es que sufro de diabetes desde que tengo ocho años. Soy insulinodependiente. La diabetes es mi problema base, lo que desencadenó y desencadena muchos de mis problemas de salud; por eso sólo como lo que está en mi dieta y por eso no pruebo tus dulces.


La autocaravana quedó en silencio. Mi silencio duró un par de segundos, mientras me quedaba observándolo.


—¿Por qué no me lo dijiste antes, Pedro? Es una tontería que me lo ocultases. Tampoco es que... —No pude evitar empezar a preocuparme todavía más por él—. Bueno, hay mucha gente que sufre de esta enfermedad. Debiste contármelo.


—No me interesa ir por la vida compartiendo mis males a diestra y siniestra.


—Bueno, esperaba que, con todo, creyeses que era importante decírmelo a mí.


—No lo cuento porque la mayoría de la gente que lo sabe siempre ha creído que, por mi diabetes, no debería competir. Es más, cuando era pequeño, en cuanto descubrieron mi enfermedad, lo primero que hicieron fue recomendarme que parase de correr de inmediato. He tenido que sortear infinidad de burocracia y una enorme cantidad de estupideces de parte de gente que me cree poco menos que un lisiado por estar enfermo. Es más, todavía hoy muchas personas en la categoría que creen que debería abandonar, o que no deberían permitirme correr. Piensan que soy una bomba de relojería y que mi salud podría perjudicar al resto de los pilotos si algo me sucede en la pista.


—¿Y no es más peligroso para ti que para ellos? Por si te lastimas o algo así, digo.


Pedro alzó una mano, apuntándome.


—Por eso mismo es por lo que no voy por ahí contándolo —exclamó.


—Por eso, ¿qué?


—Por tu cara de lástima.


—No es cara de lástima, Pedro. Es de preocupación. Acabo de enterarme de esto. Vi todos esos medicamentos en la nevera de tu autocaravana y no tenía ni idea de para qué eran... Esos dos ataques que te dieron...


—Es que estoy bajo mucho estrés y eso hace que surjan otros problemas.


—¿Qué clase de problemas?


—Todavía no estamos seguros, me han practicado distintos exámenes. Es probable que sólo sea estrés, he estado bajo mucha presión últimamente. Demasiado nervioso... —Se detuvo y me miró.


—Estaba muerta de preocupación por ti. Debiste decirme lo de los dulces, yo creía que simplemente me despreciabas.


—No digas tonterías. Es que no quiero que te preocupes por mí.


—¿Acaso Mónica no se preocupaba por ti?


—Ella aprendió a convivir con mi enfermedad y mis males. Siempre, o al menos siempre que podía, me acompañaba a ver a mis doctores. Está al corriente de mis medicamentos y sus dosis mejor que yo. Jamás necesitó una agenda para recordar con cuál o tal médico tenía cita. Muchas, quizá demasiadas veces, hizo de enfermera. Por mi culpa ha pasado excesivos malos momentos, demasiadas carreras hacia el servicio de Urgencias del hospital, y muchas horas en éstos. Y yo apenas empezaba a enterarme de todo eso... Pedro estaba tan sólo al otro lado de esa pequeña mesa en una moderna autocaravana, pero en realidad nos separaba mucho más que la distancia.


—Tampoco te conté nada de esto porque primero tenía que estar seguro. Tengo que cuidarme. Muchos están al acecho, deseosos de verme caer; esperan a que tenga un ataque, un mal momento, para ver si pueden captarlo en una fotografía para luego venderla por un par de miles.


—No tenía intención de hacer nada semejante. Yo sólo te amo y me hubiese gustado saberlo para no sentirme ahora tan idiota, tan fuera de tu vida.


—No estás fuera de mi vida.


—Me siento inútil —dije retrayendo mis brazos hasta mi abdomen—. La otra noche, cuando te descompusiste, ni siquiera sabía qué hacer.


—¿Cómo podías saberlo si no tenías ni idea?


—Podría haberte sucedido algo malo y yo... —mis ojos se llenaron de lágrimas. Y tanto que me había disgustado porque despreciaba mis dulces—... yo solamente... —Y para colmo de males, había pensado en eso del estúpido shock diabético cuando tuvimos ese momento tan romántico debajo del podio.


Pedro se levantó de su sitio y rodeó la mesa para sentarse a mi lado.


—Escucha... —entonó rodeándome con uno de sus brazos. ¿Habría notado que mis ojos hacían agua porque sentía que, al igual que un bote agujerado, me hundía a su lado? Ni siquiera tenía idea de cómo cuidar de él y, queriendo tanto a una persona, sentirse completamente incapacitada para cuidar de ésta no es el mejor sentimiento que se pueda experimentar—: nada de esto es culpa tuya. No tenías forma de saberlo y me alegra que no lo supieras; mucha de la gente que lo sabe es porque ha buscado en los lugares indebidos, a mis espaldas. El resto de los que lo saben son personas a las que aprecio y confío.


—¿No has confiado en mí hasta ahora? —le pregunté, y una primera lágrima se me escapó.


Pedro soltó un suspiro.


—No es por eso. Necesitaba estar seguro, y no suelo dejar entrar gente nueva en mi círculo. Nada de esto es fácil para mí. No resulta fácil convivir con esta parte de mí, te lo aseguro. Mi vida es infinitamente más complicada de lo que tú imaginas y la verdad es que no me gusta complicar la vida de las personas innecesariamente. Complico bastante la de mi padre, y compliqué lo indecible la de Mónica.


—Yo te quiero, eso implica complicarse la vida... tengas diabetes o no.


Pedro me sonrió. Su mano derecha tocó mis mejillas, allí por donde corrían lágrimas.

—Tenía la esperanza de que te olvidases de mí; ya de por sí la vida de los pilotos no es sencilla... bueno, no lo es para los que rodean al piloto. Yo amo esto y es perfecto para mí, y estoy acostumbrado a no parar y a acarrear conmigo todos mis males.


—No son males, son parte de ti.


—La otra noche te asustaste.


—Porque no tenía ni la menor idea de qué te sucedía. Todavía no me has explicado qué te pasó. Para serte sincera, lo peor de todo fue que me pidieses que me fuera, no el no saber qué hacer. ¿No confías en mí para cuidar de ti?


—No, no es eso, es que no quiero a otra persona en mi vida para cuidar de mí, Paula. Estoy harto de eso. Quiero tener a alguien conmigo que no se preocupe por mí, quiero a alguien que esté conmigo y ya.


—Pero yo no puedo estar contigo sin preocuparme por ti «y ya», como dices tú. El caso es que me preocupo por ti todo el tiempo. ¿Tú no te preocupas por mí?


—Continuamente, desde la primera vez que te vi; por eso llevo cuidando de ti, en la medida de lo posible, desde entonces; por eso quería evitar que llegásemos a esto, porque no quiero verte preocupada. Además, no es el mismo tipo de preocupación. No me gusta que me mires como haces ahora, como si yo fuese de cristal, a punto de romperme.


—Es que todos esos medicamentos... —Tenía miedo, pero no pensaba admitirlo en voz alta; no pensaba confesárselo, menos cuando me había expuesto lo que necesitaba de la persona que estuviese a su lado.


—No necesito otra enfermera, Paula.


—Tampoco puedes esperar que acepte quedarme en la ignorancia como si nada sucediese. No soy tan cabeza hueca; quiero saber qué tienes y cómo puedo ayudarte en caso de que lo necesites.


—Para eso están David, mi padre, mis médicos y mi preparador físico, César.


—No quiero que me dejes al margen de esa parte de ti. Es ridículo.


—Quiero que me quieras a mí, no a la parte débil de mí.


—Eso que acabas de decir es absolutamente estúpido, tú eres un todo. No puedes extirpar parte de lo que te sucede y separarlo de ti. Seguro que no lo haces el resto de tu día cuando no estás conmigo, y no quiero conformarme con media hora en la que finjas ser sólo una parte de lo que eres. No es una buena base para ningún tipo de relación, Pedro. Y si lo que esperas es que esto sea algo ligero, que yo no me preocupe por nada y que pretenda que nada sucede, has ido a dar con la persona equivocada.


—No quiero que la pena se mezcle con tu amor; he tenido demasiado de eso.


—¿Pena? Campeón, todavía estoy enfadada contigo por irte con Mónica en vez de seguirme a mí. No es pena, todavía tengo ganas de matarte. Solamente estoy pidiéndote que me dejes ver también lo malo. No me enamoré del
campeón, Pedro, me enamoré de todo lo que eres, incluso sin saber nada sobre tu enfermedad o del resto de los males que te aquejan. —Meneé la cabeza, negando—. No quiero una ilusión.


Pedro acercó su rostro al mío.


—Además, no eres exactamente un príncipe azul, ni mucho menos un héroe. Ni siquiera te pareces a Meteoro. Meteoro era bastante más valiente, más justo. Tú a veces eres un poco egoísta, malcriado e idiota... —le sonreí mientras me limpiaba las lágrimas que no paraban de caer—... muy idiota. El más estúpido de todos los campeones.


—¿Ah, sí? —Sonrió sobre mis labios, pero sin tocarme.


Asentí con la cabeza.


—Necesito saber qué sucede contigo. No me dejes fuera, Pedro.


—¿Por qué quieres complicarte la vida así?


—Me gustan los retos. —Toqué sus labios con los míos—. Y me gustan tus besos.


—¿Sí?


—Ajá.


—A mí también me gustan mucho tus besos —dijo besándome con suavidad. Se apartó un poco para respirar sobre mi piel—. Hueles a la tarta y por Dios que hueles muy bien. —Sus labios saborearon los míos una vez más —. Esto es mejor que cualquier dulce, y tú eres mucho más tentadora que cualquiera de tus pasteles o tus macaroons.


—¿Tanto?


—Bueno, quizá no tanto. ¿Sabes...?, cuando me descubrieron la diabetes, mi padre se asustó mucho; él me cuidaba como si fuese de cristal, no paraba de repetir que era lo único que le quedaba de mi madre y que me protegería con su vida. Al principio era muy paranoico con todo, hasta el punto de no permitirme ir a cumpleaños por miedo a que tuviera tentaciones y comiese cosas que no debía. Como niño no fue sencillo contenerme de probar tantas comidas y bebidas prohibidas. Tampoco resultó fácil aprender a reconocer las señales que mi cuerpo me mandaba con las subidas y bajadas de azúcar. Tuve que aprender a medirme su nivel, a inyectarme insulina cuando la necesitaba, a saber que debía estar pendiente de mi salud.


—Por eso no ibas a cumpleaños —susurré, medio atontada por su boca.


Tarde me di cuenta de que no debí mencionarlo.


—Sí, imagino que has oído las cosas que dicen de mi padre por ahí. También nos culpan de ser muy cerrados, de ser prácticamente un clan. Eso se debe a que todos los que están a mi alrededor me cuidan, me protegen; quizá más de lo que debieran, y a mí no me gusta que la gente se meta en mi intimidad. Mi enfermedad y mis batallas son mías. No me interesa que todo el mundo se entere de cuánto debo cuidarme o esforzarme por continuar aquí. No quiero ser el «pobrecito enfermo» de la categoría; quiero ser el campeón de la categoría y punto. Quiero ser ese campeón y estar contigo.


Colgué una de mis manos de su cuello.


—Y lo eres. Tan sólo prométeme que también podremos ser todo lo demás.


Pedro me miró a los ojos.


—Si tú me prometes que continuarás enojándote conmigo, gritándome, y que me harás otra tarta de Meteoro —entonó con una sonrisa seductora en los labios.


—¿Otra tarta de Meteoro? ¿Para qué?


Pedro pasó sus labios por mi mejilla. Su lengua me tocó, haciéndome cosquillas.


—No debiste lavarte.


Me carcajeé.


—No puedes comer dulces.


—Puedo comerte a ti —replicó forzando una mueca seria, que no le duró ni medio segundo en la cara. Pedro pegó una risotada y volvió a besarme; esta vez, con todas las ganas, con todo su cuerpo, porque hay besos... y los besos con la persona a la que amas. Si es que, incluso apartando sus labios de los míos, continuaba besándome.