domingo, 17 de marzo de 2019
CAPITULO 17
El rugir de los motores a la distancia me despabiló. Dormitaba desde que me subí en el autobús; sin embargo, en ese instante, de golpe, el sueño había desaparecido. Los resabios de ese sonido agudo, que se mezclaba con una sensación que hacía temblar mis tripas dentro de mi abdomen, esfumaron todo resto de cansancio que hubiese podido quedar en mí, después de mi primera jornada de trabajo de ese largo fin de semana de carrera, la primera de la temporada.
Me acomodé sobre el asiento porque, al dormitar, sin querer, me había desparramado. Al erguirme, vi que nos rodeaba el tráfico; el bus se había quedado atascado. A mi derecha, al otro lado de la ventana, descubrí un camión de exteriores de una emisora de deportes de televisión.
Sonreí. El caso es que me gustó saber que, al menos por unos días, yo también formaría parte de ese agradable circo, aunque no consiguiese dejar la cocina más de cinco minutos. Sin duda, mis ojos ya estaban preparados y deseosos de captar la mayor cantidad de imágenes que pudiesen. Sabía que ese día habría más gente, que el movimiento dentro del circuito sería más intenso, porque esa jornada comenzaba verdaderamente el trabajo; no se trataba ya de más preparativos, sino del campeonato, una nueva oportunidad para los equipos de demostrar todo el trabajo de desarrollo realizado durante el invierno, o al menos eso me explicó Suri. También me comentó que había un par de pilotos nuevos que todos estaban deseosos por ver, y que la gente ya apostaba acerca de si Pedro lograría retener su corona para alzarse por sexta vez consecutiva como campeón mundial y así aproximarse un poco más al mayor ganador de todos los tiempos en la categoría reina, que se alzó con siete campeonatos.
—Si gana este año, sobrepasará a Fangio —dijo Suri, mencionándolo porque los dos proveníamos del mismo país.
Pedro no solamente quería superar ese récord, sino que, además, tenía en su punto de mira subir su cantidad de pole positions para así situarse entre los más grandes; eso y también la cantidad de victorias, los récords de vuelta, la cantidad de podios... En fin, Suri dejó claro que todo el equipo estaba ansioso por ver a Pedro pulverizar récord de otras leyendas del automovilismo.
Cuando le pregunté a Suri por Haruki, me soltó un «ah, sí, él está bien», y eso fue todo. El equipo Bravío no necesitaba emitir un comunicado de prensa para anunciar quién fue, era y sería el piloto número uno del equipo.
Alguien detrás de mí se quejó porque todo ese tráfico estaba provocando que llegase tarde a trabajar.
—Por qué no se irán a correr a otra parte —gruñó el hombre.
Me di la vuelta sobre mi asiento y lo miré.
—Todos los años lo mismo —añadió enfadado—. Es ridículo. Convierten el área en puro caos.
—¿No le gusta la Fórmula Uno?
Negó con la cabeza.
—No me interesa. Carreras eran las de antes; ahora es sólo tecnología, y la mayoría de esos tipos no tiene ni idea de lo que en realidad significa conducir.Es una pantomima, nada más.
—¿No cree que hay buenos pilotos en la categoría?
—Sí, quizá, pero sin duda son a los que les prestan menos atención; los que están en equipos más pequeños, que poco pueden hacer contra los monstruos que mueven millones y millones.
—¿Y qué me dice del campeón del mundo?
—¿Pedro Alfonso?
—Sí, él. —De camino a nuestro apartamento la noche anterior, Lorena me había comentado algunas cosas sobre el susodicho, entre ellas su apellido, que era español, catalán concretamente, nacido en Barcelona veintiséis años atrás.
El sujeto soltó una carcajada.
—Ése es campeón porque está en el mejor equipo y porque le permiten hacer cualquier cosa. Es el niño mimado de la categoría y ya está algo mayor para serlo. Dudo de que este año pueda volver a ganar; la competición está más reñida, o al menos eso comentan. Según dicen, su racha de buena suerte ha terminado. Otros equipos vienen con muy buenos motores esta temporada. A ver si se igualan las potencias y los rendimientos, que la competición sea más ecuánime entre los pilotos, incluso contra su compañero de equipo. El japonesito, así de silencioso y recatado como se lo ve, es una bestia al volante prácticamente desde que nació. En todos sus años en nuevas categorías, se los ha llevado a todos por delante, alzándose con innumerable cantidad de victorias y con los campeonatos. Yo diría que Alfonso debe de estar bastante asustado, o por lo menos nervioso. Como sea, la categoría necesitaba sangre fresca, allí todo olía a Siroco.
—¡¿Usted sabe que lo llaman así?! —solté sorprendida.
—Sí —me contestó, y luego se puso en pie—. ¿No puede hacer nada para salir de aquí? Podría modificar la ruta al menos un par de calles; esto es un infierno y tengo una reunión en media hora. A este paso no llegaré ni para el viernes.
El hombre se agarró, exasperado, del pasamanos y caminó hasta el conductor.
—No, no puedo. El circuito está aquí mismo; una vez que lo pasemos, proseguiremos el viaje con normalidad —le contestó el conductor.
Me puse de pie. Iba a preguntar a qué distancia del circuito estábamos, pero entonces, al levantarme, lo vi. Vi los carteles publicitarios, las banderas, toda la parafernalia que rodeaba el
recinto.
Me dirigí a la parte delantera del autobús; yo también llegaría tarde si me quedaba allí, atrapada entre tanto coche.
—¿Puedo bajarme aquí? Es que tengo que ir allí —le pregunté al chófer señalándole el circuito.
El hombre con el que había estado conversando movió los ojos hasta mí.
—¿Vas al circuito? —inquirió.
—Sí, este fin de semana trabajo para el equipo Bravío.
El tipo se quedó mirándome con cara de que tenía ganas de que la tierra lo tragara.
—Suerte la tuya —comentó el conductor—. Yo veré la carrera desde el sofá de mi casa.
—No tanta; es probable que yo la vea desde un monitor, encerrada en una diminuta cocina, si es que me da tiempo. Soy la subchef del equipo, al menos por estos días.
—De cualquier modo... entrarás en el recinto. —Noté que al conductor se le caía la baba—. Tienes mucha suerte, chica.
—¿Conoces a Pedro Alfonso? —quiso saber el hombre con quien había estado hablando.
—Sí, pero no se preocupe, a mí tampoco me cae muy bien, aunque en realidad no sé si es buen piloto o no; llevo mucho tiempo sin ver carreras.Haruki es agradable.
—Eres una maldita afortunada —balbució el conductor, extasiado.
Me reí.
—Si ves a Martin da Silva, dile que yo soy su fan. Es una pena que se retire después de esta temporada.
—Coincido con usted, es uno de los pocos pilotos realmente buenos que quedan en la categoría —opinó el hombre.
—Sí, lo conozco; bueno, sólo de verlo en las carreras, nunca lo he visto en persona. No sabía que todavía participaba.
—Bueno, es de los más veteranos en la categoría, tiene treinta y siete años —explicó el conductor.
—Es una pena que no tenga un buen equipo; de otro modo, creo que habría ganado más que dos campeonatos mundiales. De hecho, si su equipo consigue algo es por él; son un desastre.
A ese tipo no había nada que le viniese bien. Lo miré sin contestar nada.
Ojalá tuviese oportunidad de cruzarme con el brasileño; recordaba las veces que lo había visto saltar sobre el podio para trepar al número uno y sambear un poco a modo de celebración.
Recuerdo una vez que lo vi ganar en Brasil; allí, al final de la carrera, en vez de poner esa pieza de ópera, Carmen, tocaron una batucada y él se dio el gusto de demostrar la sangre carioca que corría por sus venas.
—Entonces, ¿puedo bajar a aquí? Yo también llego un poco tarde.
—No sé, estamos en mitad del tráfico... No creo que sea buena idea, me podrían amonestar por abrir las puertas aquí.
—Si el tráfico está completamente parado. Por favor —supliqué—. Prometo que no permitiré que un automóvil me atropelle. Además, la parada de autobuses está allí mismo.
—Podría ser peligroso.
—Se lo ruego, son solamente unos metros hasta la acera. Llego tarde y, créame, ayer no tuve muy buen comienzo y no quiero que me despidan.
El conductor, de rostro afable, revoleó los ojos.
—De acuerdo, bien, bien. Me meteré en un problema por esto.
—No, correré hasta la acera y nadie se enterará.
—Pero llega en una sola pieza, por favor.
—¡Sí, gracias! —Me acomodé la mochila sobre los hombros.
—Anda, vete; vete antes de que me arrepienta de esto. —El conductor estiró el brazo hasta la palanca que abría la puerta delantera—. Acuérdate de lo de Da Silva, dile que Sam Jones le desea mucha suerte para este fin de semana. Ojalá gane; no le vendría nada mal perder una vez a ese Alfonso.
—Eso es cierto —coincidió el pasajero.
—Hecho. Si lo veo, se lo diré. Gracias —entoné, y me dispuse a bajar el último escalón. Tenía tres filas de automóviles de distancia para llegar a la calzada y el tráfico estaba completamente detenido porque, por una de las puertas del circuito, estaba entrando una especie de grúa, tan larga que al conductor del camión estaba costándole horrores maniobrar para encajarla por el portón. Los coches no se moverían durante un par de minutos al menos, porque allí nadie tenía por dónde escapar, ni hacia delante ni hacia atrás; era una marea de automóviles detenidos y conductores con mala cara.
CAPITULO 16
Me di la vuelta para ver entrar a una mujer que no parecía del todo real, o quizá la que no pareciese una mujer real a su lado fuese yo. Ella llenaba todas y cada una de las letras de esa palabra con una femineidad y sensualidad únicas. Debía de ser incluso más alta que el propio Pedro. Tenía rasgos marcados, de líneas que se unían como capas de seda una sobre la otra, unos ojos oscuros que sin duda eran mucho más interesantes que los míos y una melena que hizo que mis cabellos de tres centímetros se encogiesen sobre sí mismos. Su cabello castaño, que le llegaba por la cintura, todavía se
bamboleaba por detrás de su espalda y a los costados de sus delgados brazos después de frenarse justo ante la puerta al vernos.
Cabe destacar que también vestía con una elegancia exquisita. A mí nunca se me hubiese ocurrido asistir a un circuito a ver una carrera, bueno, en realidad a los preparativos de la misma, sobre unos zapatos de tacón que bien podrían utilizarse para hacer pozos en la tierra, en busca de petróleo, de tan largos y pronunciados como eran.
—¡Mónica!
—¿Pedro?
Se dijeron el uno al otro, y yo más que nunca sentí que allí sobraba.
—Bien, si me disculpan, yo me retiro. —Me di la vuelta y enfrenté a Pedro —. Olvídate de la pregunta, no tiene importancia. Por favor, te lo ruego por Suri.
Pedro parpadeó con los ojos fijos en mí.
—Buen provecho. Ahora sí que me retiro.
Al darme la vuelta, me topé con el rostro perplejo de la recién llegada.
Solté un «adiós» que sonó fuera de lugar y me largué de allí esquivándola.
Debía de llevarme al menos dos cabezas, montada sobre aquellos zapatos, y en realidad sentí, por una fracción de segundo, hasta traspasar la puerta y pisar el primer escalón, que ni siquiera alcanzaba la altura de los zócalos del interior de la autocaravana.
Sin mirar atrás, apreté el paso de vuelta a la cocina sin prestar, en realidad, demasiada atención a mi camino. De hecho, no tengo ni la menor idea de cómo fue que aparecí otra vez en el sector del comedor del equipo.
—¿Todo bien? —quiso saber Suri cuando entré, alzando la cabeza del pescado que fileteaba.
—Sí, todo perfecto. ¿En qué te ayudo?
—Hoy no es un buen día para estar en esta cocina, al menos en este momento: tenemos mucho pescado que limpiar.
—No te preocupes, ¿tienes más guantes?
—Sí, claro. —Suri apuntó con el extremo de su cuchillo hacia un cajón a su izquierda.
Fui a por los guantes y me puse a ayudarlo.
Las siguientes horas fueron tan caóticas que no pude pensar en nada más que no fuesen escamas y espinas. Después, en poner orden y limpiar; más tarde, en comenzar a preparar el resto de las comidas y en adelantar lo que serían los menús del resto del fin de semana. Apenas si pude volver a ver el sol sobre suelo australiano ese día; es más, al caer la noche, Lorena tuvo que esperarme en el área de comedor. Ella ya había acabado con su trabajo, pero Suri y yo teníamos un infierno de cocina entre manos que nos entretuvo hasta bien tarde.
Esa noche me derrumbé sobre mi cama con dolor de espalda, agotada, sin ni siquiera tener ganas de pensar, después de darme una ducha y cenar una taza de té con un par de galletas y un plátano.
Cerré los ojos consciente de que el despertador le pondría fin a mi sueño muy temprano; Suri me había preguntado si podía llegar incluso antes de que empezara el turno de Lore y había sido incapaz de decirle que no, sobre todo porque me caía muy bien y porque nos llevábamos genial en la cocina. Antes de que el sueño me noqueara, admití que había extrañado el ambiente de trabajo de las cocinas, con su adrenalina y sus aromas, el ritmo mortal y el placer de hacer una de las cosas que en verdad me gustaban.
CAPITULO 15
Bajé la chaqueta y la deposité otra vez en su sitio, acomodándola para que quedase más o menos como recordaba que estaba cuando la encontré.
Me aparté de la mesa.
—¿Hola?, ¿hay alguien? —repetí otra vez para ver si obtenía respuesta.
Nada.
La puerta a mi espalda había quedado cerrada.
Le eché un vistazo, pues quería asegurarme de que nadie viniese. Tenía curiosidad de ver cómo era el resto de la casa rodante; después de todo, dudaba de que volviese a tener la oportunidad de entrar en una, y no estaba dispuesta a desperdiciarla.
Casi de puntillas sobre mis zapatillas negras, que también llevaban el logo, de Bravío además del de la marca de ropa deportiva que evidentementeproveía al equipo de esos artículos, anduve hasta el pasillo.
Estiré el cuello y me pareció ver la esquina de una cama cubierta por una colcha clara; allí las cortinas, los estores o lo que fuese que cubriese las ventanas, debían de estar un tanto cerradas, porque se notaba cierta penumbra.
La puerta lateral del pasillo permanecía cerrada.
Llamé con los nudillos y nadie contestó. La abrí; era un baño y estaba vacío. Éste también era de
superlujo, y otra vez más espacioso de lo esperable para una casa rodante.
Bueno, eso, más que una autocaravana, era un minipalacio con ruedas.
Cerré la puerta y avancé por el pasillo.
Me acerqué a la puerta entreabierta, pero sin tocarla. Presté atención a todos los sonidos; no oí nada, y entonces mis dedos curiosos empujaron un poco la puerta. La visión de una cama enorme que debía de ocupar casi todo el espacio se abrió ante mí poco a poco.
Asomé la cabeza por la puerta, todavía entornada, y lo vi allí, tendido a un lado de la cama, medio desparramado, como si se hubiese caído allí, mejor dicho, desplomado sobre el colchón.
El cinco veces campeón del mundo de la categoría, Pedro, Siroco.
Mi corazón se quedó por un instante sostenido en un punto muerto difícil de definir, que sólo pude comparar con lo que debía de experimentar el suyo al estar detenido dentro de su automóvil frente al semáforo de salida.
La quietud y la energía que sabes que, en cuanto sea liberada, será furia y potencia.
No sé por qué mi cuerpo reaccionó de aquel modo; mi piel se enfrió y todo mi ser se tensó.
Cerré los puños como si quisiese atrapar algo; se me escapaba el qué y los motivos; volví a inspirar y mi corazón se encogió.
Su perfume se pegó a mi piel, a mis ropas, como se te pega el olor a tierra mojada después de una tormenta, cuando caminas contra el viento haciéndole frente.
No me di cuenta de que me estaba haciendo daño con las uñas en las palmas de las manos hasta que me dolieron. Aflojé la presión en mis puños y me concentré en su imagen. Su rostro estaba muy pálido y relajado; sus mejillas fluían con calma sobre su rostro, también sus párpados y sus labios, tan suaves que incluso daban la impresión de disponerse a sonreír con sosiego.
Pedro llevaba unos aparatosos auriculares de color violeta sobre las orejas.
Una de sus manos descansaba sobre su pecho, y la otra la tenía, palma arriba, a la altura de su cadera. A pocos centímetros de esta última había una especie de sobre de plástico, angosto y largo; no tenía ni la menor idea de lo que era.
«¿Respira?», me pregunté, reaccionando a su palidez.
Di otro paso dentro de la estancia. No podía estar muerto, ¿o sí? Me entró pánico.
En pánico, permanecí no sé por cuánto tiempo hasta que todas las alarmas dentro de mi cerebro comenzaron a sonar. ¿Se habría tomado algo de ese sobre de plástico?, ¿por qué se había descompuesto en la cocina?, ¿por qué
estaba tan pálido en ese momento?, ¿por qué no me había oído ninguna de las veces que lo llamé?
—Me cago en todo —gruñí, y me lancé hacia él por encima de los pies de la cama.
En cuanto aterricé sobre los pies del colchón, lo vi abrir los ojos, pero fue demasiado tarde para retroceder, porque yo ya estaba en el aire y él, despierto.
El campeón se incorporó y yo no pude detener mi caída sobre él.
Una de mis manos creo que dio contra su hombro; la otra, sobre su pecho tal vez; su codo, en una de mis tetas, y mi frente, sobre su sien derecha.
Yo grité, y él soltó un rosario de insultos en un idioma que no creía haber oído antes.
Lo último que le oí gruñirme, al tiempo que se quitaba los auriculares de las orejas para masajearse la frente, fue un la mare que em va parir.
La música escapó de sus auriculares.
—Que collons fas? Merda!
—¿Qué? —solté en español, olvidándome de los idiomas que hablaba; el caso es que no sabía qué agarrarme primero, debido al dolor, si la cabeza o el pecho. Caí sentada sobre el colchón, masajeándome una cosa con cada mano, de un modo muy poco sutil y femenino.
—¿Que qué cojones haces aquí? —bramó él en un perfecto castellano de España, que sonaba muy distinto a mi español porteño de Buenos Aires.
Se me escapó una carcajada.
—No sabía que eras español —solté todavía riendo, y él me contestó con su mejor cara de perro rabioso, que terminó de borrar la paz que le había visto derrochar mientras estaba acostado.
—¿Qué haces aquí dentro y por qué has saltado sobre mí?
—He venido a traerte la comida; te he llamado varias veces, pero no me has contestado. He saltado sobre la cama porque te he visto muy pálido... he pensado que te sucedía algo, que habías tomado algo y... Yo estoy bien, gracias, no te preocupes; me has abollado la cabeza y un pecho, pero...
Pedro retrocedió de espaldas hasta la ventana y me observó con el entrecejo fruncido, sin darse por aludido ante mis intentos de poner en evidencia su poca caballerosidad.
—¿Tú estás bien? No tienes buen aspecto. Sigues estando muy pálido.
—No es de tu incumbencia si estoy pálido. —Se abalanzó sobre mí y me asusté. ¿Sería capaz de golpearme o de atacarme de alguna otra manera? Me tiré hacia atrás al tiempo que él caía con las rodillas sobre el colchón. Sus manos no llegaron a mí, sino que se pusieron a rebuscar entre los pliegues de la colcha que cubría el colchón, entre mis rodillas y a mi alrededor.
—Pero ¿qué haces? —chillé cuando me empujó.
En ese exacto momento se apartó, llevándose consigo un objeto en su puño derecho. Me pareció ver que era el sobre que había detectado sobre el colchón al llegar; se lo metió en el bolsillo del pantalón y acto seguido, con esa misma mano, se limpió la frente sudada. Todo su rostro estaba perlado de gotitas.
Entonces volví a asustarme por él.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llame a un médico? Debe de haber un servicio de urgencias aquí, no creo que corran una carrera a trescientos kilómetros por hora sin contar con un servicio de ambulancias.
—¡No necesito un médico! —exclamó interrumpiéndome—. Necesito que te largues de aquí, eso es todo. Este día no puede ir peor... resulta que eres aún peor que Freddy. ¿Por qué no ha venido Suri?, ¿por qué no han mandado a uno de los camareros y listo?
—Porque la gente tiene otras cosas que hacer aparte de atenderte a ti y tus caprichos —gruñí por lo bajo, bajándome de la cama.
—¿Qué has dicho?
—Que la gente se preocupa por atenderte, y ya tienes tu preciado menú sobre la mesa allí fuera —contesté poniendo cara de niña buena—. Ahora que ya sabemos que no necesitas un médico y que tu estado es perfectamente normal, me retiraré a seguir con mi trabajo. —Dicho esto, di media vuelta y me dirigí al pasillo. Percibí cómo iba detrás de mí y no entendí para qué perseguía mis pasos. Debía de tener ganas de insultarme, de descargar sus malos modos conmigo. Incluso mi mente se adelantó a lo que pensaba que sucedería a continuación... «Haré que te echen de aquí», supuse que diría. No fue eso.
—¡¿Qué has visto?!
Lo espié por encima de un hombro sin detenerme.
—¡¿Que qué he visto?, ¿de qué hablas?! No entiendo a qué te refieres.
—Al entrar en mi cuarto, ¿qué has visto?
Entonces sí me frené y lo enfrenté, justo delante de la bandeja que contenía su almuerzo.
—Pues a ti, tendido en tu cama, luciendo como si no te encontrases muy bien.
Pedro me examinó con el entrecejo fruncido; sus ojos no eran más que dos ranuras por las que se entreveía un poco del azul celeste de sus iris.
Tan bonitas pestañas tenía...
De un manotazo aparté ese pensamiento.
—¿Qué más?
—La cama, la cabecera de la cama... no sé, creo que había un móvil sobre la mesita de noche. Tus auriculares de color violeta. —Sacudí la cabeza, confundida—. Creo que nada más. ¿De qué va todo esto? No sé qué quieres que te diga, ¿es un juego? Puede que los dos hablemos español, pero es evidente que no nos entendemos.
—Ya lo creo que no.
—Mira, siento mucho haber entrado; quería dejarte tu almuerzo para no volver a tener problemas y quería que te lo comieras antes de que se enfriara, para que así no pudieses volver a quejarte. —Cerré la boca antes de meter más la pata; el daño ya estaba hecho. Su mirada perforó mi cabeza—. Perdona; mira, ya no diré nada más. Me ha preocupado verte allí tirado, creía que te habías desmayado, que te había dado algo... Ya te lo he dicho, es que vi el sobrecito ese junto a tu mano y...
—¡¡Eso!! —gritó apuntándome con un dedo, y casi me hace escupir el corazón por la boca del susto.
—Eso, ¿qué? ¿Estás desquiciado? ¿Qué sucede contigo?
—¿Has visto lo que era?
—¿Bromeas? ¿Eran drogas? Oye, sea lo que sea, no me importa. Aquí tienes tu comida y yo me voy, Suri necesita ayuda en la cocina y Érica dijo que no podría conseguirle otro subchef este fin de semana, de modo que, si él te cae al menos medianamente bien, te ruego que no pidas que me despidan, porque se quedará solo y tiene mucho más trabajo del que puede abarcar. Tú no me gustas, y es evidente que tú a mí no puedes ni verme; sin embargo, el caso es que, sólo por este fin de semana, Suri me necesita. Serán sólo unos días, y después ninguno de los dos volverá a saber nada del otro, porque yo regresaré a mi casa y tú te irás no sé adónde con todo este circo detrás de ti.
Por favor, olvídate de todo lo sucedido y permíteme que me largue para continuar con mi trabajo. Juro que no pondré ningún veneno ni nada raro en tu comida; es más, ésta de aquí —le di unos golpecitos con las yemas de los dedos a la campana de metal que cubría la bandeja— la ha preparado Suri mientras yo picaba cebollas, de modo que puedes quedarte tranquilo, ni siquiera pasé cerca de ella.
El entrecejo de Pedro se aflojó.
—No me interesa complicar tu existencia, simplemente olvídate de que existo y permíteme que me vaya. Será como si jamás nos hubiésemos conocido.
Pedro alzó las cejas abriendo a la vez los ojos, regalándome una estupenda visión de sus iris.
—¿Puedo preguntarte algo? —No contestó, simplemente se quedó mirándome.
—¿Qué significa Siroco?
—Amore, ya estoy aquí. Dime que me has extrañado tanto que no podías respirar sin mí —exclamó una densa voz femenina, la primera palabra en italiano y el resto en inglés con un fuerte acento, consecuencia de ser aquella su lengua materna... o al menos eso supuse.
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