jueves, 28 de marzo de 2019

CAPITULO 54




Yo, que intentaba ocultarme detrás de mi vaso de cerveza de las palabras de Martin, por poco me rompo todos los dientes contra el recipiente al sobresaltarme con su llegada.


Giré la cabeza para ver sus manos acomodarse, plácidas, sobre el respaldo de la silla. Mis ojos subieron por sus brazos hasta su rostro. Pedro estaba de regreso.


—¡Aquí estás! —Martin le indicó que tomara asiento otra vez—. ¿Mónica se ha ido muy enfadada?


Pedro le contestó con una simple mirada.


—Ven, siéntate con nosotros y quédate tranquilo, que se le pasará. Ven aquí a disfrutar con tu gente, que llevábamos demasiado tiempo sin hacer esto y lo echaba de menos. Es como al principio, cuando éramos jóvenes y hacíamos locuras.


Definitivamente Martin estaba ebrio.


Pedro apartó la silla para sentarse entre nosotros dos.


—Yo continúo siendo joven —se burló Pedro, riendo—. Eres tú el que está viejo, por eso debes retirarte, abuelo —soltó a modo de broma.


Martin lo abrazó.


—Tienes que prometerme que vendrás a visitarme al asilo de vez en cuando.


—Eso sería en tu casa de Río de Janeiro o en tu apartamento en Montecarlo, o quizá en algún hotel del Caribe o en una estación de esquí. Anda, deja de lloriquear, que hoy has ganado una carrera.


—Entonces... ¿no estás molesto conmigo por ganarte?


—Creo que sobreviviré, Martin —Espió en dirección al carioca sin dejar de sonreír. Bebió un sorbo de agua y bajó la botella.


—Temía que con esto... si hasta iba a pedirle a nuestro Duendecillo que intercediese por mí ante ti.


Al oír aquello, se me escapó una carcajada.


Pedro giró la cabeza en mi dirección.


—Vamos, ¿no puedes hablar en serio? ¿Pretendes hacer que me odie un poco más? —le dije a Martin medio en broma, medio en serio.


—¿Por qué dices eso? —soltaron los dos a coro, mirándome; Pedro, muy serio, y Martin, con los ojos chiquitos, nublados por el alcohol.


Carraspeé.


—Bueno, es que tú y yo... —Pedro me observaba sin parpadear, expectante.




CAPITULO 53




Mi segundo vaso de cerveza se evaporó y pedí un tercero. Me entró calor y, entre conversaciones y risas, terminé con un cuarto en las manos.


El grupo fue reduciéndose y mi contenido de alcohol en sangre, aumentando.


No estaba borracha, pero sí bastante entonada.


A mi lado, Pedro y Mónica se susurraban cosas al oído. Por suerte, para salvar la situación, llegó Martin a ocupar la silla que Jose acababa de dejar vacía al irse a su hotel.


Martin tendió una mano hacia el campeón.


—Mi chico —le dijo cogiendo su puño; la lengua medio que le patinó—. Al fin podemos charlar un poco. Te has sentado muy lejos de mí.


—Es que no había espacio allí, Martin —le contestó Pedro, en un tono que no era ese dulce con el que me habló durante un momento rato atrás, pero casi.


—No estás molesto conmigo, ¿no es así? Por ganar, digo.


—No, Martin.


—Porque yo te quiero; eres como un hermano menor para mí.


Vi a Mónica poner los ojos en blanco.


—Lo sé, Martin; yo también te quiero como a un hermano, por eso estoy aquí.


—Es que apenas si me hablaste. —Martin apretó su puño—. Gracias por venir. ¿Sabes que tus maniobras son siempre excelentes? Todavía no sé cómo he hecho para ganarte la posición. No puedo creerlo.


—Bueno, lo has hecho muy bien —afirmó Pedro sin la menor pizca de enojo.


Pedro, creo que es hora de que nos vayamos ya. Mi avión sale apenas en unas horas y...


—No, no podéis iros; ahora que puedo estar un poco con mi chico... — lloriqueó Martin.


—Mónica tiene razón; debe estar en el aeropuerto a las...


—Pero si viaja con el resto de su equipo —lo cortó el brasileño, poniendo cara de cachorro abandonado—. No te vayas, Pedro. Podemos pedirle un taxi que la lleve hasta su hotel. Por favor, no te vayas. —Martin miró a Mónica—.
Deja que se quede; esta noche es especial, y no sé cuántas otras tendremos así. Ya no estaré aquí el año que viene.


El amago de sonrisa que había esbozado Pedro hasta entonces en sus labios, al conversar con Martin, se borró. Noté de refilón que Helena también se había puesto seria. Era obvio que todos echarían de menos a Martin, y mucho.


Bueno, lo más probable era que Mónica no fuese a extrañarlo ni siquiera un poco, porque en ese instante lo miraba con el entrecejo fruncido y los labios tirantes, formando con ellos una línea recta que arruinaba su belleza natural.


—¿Te importa? —le preguntó Pedro a su novia—. Te buscaré un taxi para que te lleve al hotel; después de todo, irás con tu equipo al aeropuerto. Podemos despedirnos aquí. Es una noche especial para Martin.


—Por favor —lloriqueó Martin sin soltar a Pedro.


Noté que Mónica no quería montar un escándalo delante de todos, pero no estaba ni un poco feliz de que Pedro la mandara a su hotel en un taxi sola.


La respuesta de la italiana fue ponerse de pie.


—Sí, mejor me acompañas fuera. Es mejor que me vaya ahora, estoy muy cansada.


Martin soltó a Pedro. Ya no tenía cara de perro apaleado, sino de felicidad.


Su amigo se quedaría a celebrar su triunfo con él.


—Claro, te acompaño fuera.


Pedro apartó su silla; su mirada se cruzó con la mía. Ayudó a Mónica a ponerse su chaqueta sastre otra vez.


Por encima de la música y sin mucho entusiasmo, ella se despidió de los presentes. Los chicos, que estaban todos un tanto entonados o quizá simplemente felices por la victoria de Martin, la despidieron entre gritos y frases exageradas.


No me hizo feliz pensarlo, pero la verdad era que mi alivio al ver que se iba resultaba absoluto; no simplemente porque ya no estaría allí colgada del brazo de Pedro, sino porque todos nosotros volveríamos a ser los mismos de
siempre, hablando de estupideces, soltando alguna que otra bestialidad, bebiendo sin tener a alguien observándonos con una mirada reprobatoria.


Helena, que tampoco estaba muy sobria, me guiñó un ojo y yo sentí que enrojecía cuando sus ojos subieron hasta el campeón y, acto seguido, bajaron a mí de nuevo.


Pedro salió a despedir a su perfecta novia, mientras el resto de nosotros hacíamos sitio sacando de en medio las mesas y las sillas que sobraban, para darle a la conversación un toque más familiar. Kevin pidió otra ronda de bebidas para todos.


—¿Todo bien, Duendecillo?


Giré la cabeza hacia Martin.


—Sí, todo perfecto. ¿Y tú?


—Yo, de maravilla ahora que os tendré solamente para mí.


Le lancé una mirada inquisitiva.


—A mis chicos, Pedro y tú, sólo para mí. —Me apuntó con un dedo, que al instante comenzó a girar en el aire, enmarcando mi rostro—. Tú...


—Yo, ¿qué? Creo que estás un poquito borracho.


—Y tú vas por buen camino también. Escucha...


—Te escucho —le dije sonriente. Inspire y en ese mismo segundo tuve una especie de revelación que reafirmó lo que ya sabía que sentía: no podía estar más agradecida de haber caído en el mundo de la Fórmula Uno; gracias a eso, lo tenía a él de amigo, eso entre otras cosas. Martin interrumpió mi momento místico.


—No creas que no te he visto, que no me he dado cuenta del modo en que lo miras. —Se inclinó hacia mí. Se había acomodado en la silla que Mónica había dejado libre para quedar más cerca de mí, cuidándose de no ocupar la que Pedro acababa de dejar vacía; comprendí por dónde iban los tiros y, como llevaba alcohol encima, no conseguí reprimir el rubor que tiñó mis mejillas—. Se te cae la baba, Duendecillo.


—No sé de qué me hablas.


—Del campeón.


—¿Qué sucede conmigo?




CAPITULO 52




Volvimos al silencio. Pedro bebió de su agua; yo, de mi cerveza, un trago demasiado largo. 


Amanda y Helena me imitaron. Si seguíamos así, acabaríamos borrachas las tres. Mónica no corría ese peligro, pues apenas si humedecía los labios en el vino blanco, y como Pedro bebía agua...


Como la conversación entre nosotros no fluía, nos pusimos a escuchar lo que contaban los demás. Kevin se puso a relatar una broma que le habían hecho a uno de sus ingenieros el sábado anterior. Fue una anécdota graciosa y todos se desternillaron de risa; a mí me dio un no sé qué reír junto a Pedro. Estaba tensa; tenerlo al lado me ponía nerviosa, me incomodaba.


—¿Recuerdas la vez que te pegamos las manos al pasamanos de tu autocaravana? —soltó Kevin girándose en nuestra dirección. Me di cuenta de que le hablaba a Pedro.


—Claro que lo recuerdo —medio gruñó el campeón en respuesta.


Mónica puso mala cara y Martin se rio.


—Eso estuvo genial. No podíamos parar de reír. Pedro estaba furioso. Deberías haberlo visto, Duendecillo.


Di un respingo cuando Martin se dirigió a mí.


—Le pedimos a Otto que lo llamara. Pedro dormía una siesta e hicimos que lo sacara de la autocaravana. Siroco, así dormido como iba, salió de la casa rodante y, entonces, lo agarramos entre nosotros dos y los mecánicos — apuntó en dirección a Kevin—. Le encintamos las manos al pasamanos, mientras él gritaba como un loco y nos insultaba en todos los idiomas imaginables. —Martin se rio—. Fue para uno de sus cumpleaños. Por Dios, ¡cómo nos reímos esa tarde!


—Sí, muy gracioso... Por vuestra culpa llegué tarde al box en día de prácticas.


—¿Te dejaron allí pegado? —le pregunté a Pedro directamente, atreviéndome a mirarlo a los ojos.


—Sí, los muy desgraciados pegaron mis manos al pasamanos con dos rollos enteros de cinta adhesiva, y allí me dejaron para después salir corriendo, mientras se tronchaban de risa a mi costa.


—Gritaba como un desquiciado, pidiendo que alguien lo ayudase.


Me lo imaginé y me tensé; es que... con el poco sentido del humor que tenía Pedro... Visualicé a Kevin, a Martin y a los demás desoyendo sus insultos, riéndose de su seriedad. Sonreí, no pude evitarlo.


—¿Cómo te soltaste de allí?


—Bueno, grité, pero, como todos se fueron a boxes... juro que creí que me había quedado solo en el circuito. Estos desgraciados le dijeron a todo el mundo que no me soltasen. Menudo regalo de cumpleaños. —Con falsa cara de perro, Pedro se volvió hacia Martin, quien sonreía de oreja a oreja, y después sus ojos azul celeste regresaron a mí—. Empecé a intentar cortar y arrancar la cinta con los dientes. —Empezó a decir esto último muy serio, pero, al final, ni siquiera él pudo contenerse y me sonrió.


Reí porque lo vi, en mis retinas, luchar a mordiscos con las cintas. Creí que me odiaría por reírme; en vez de eso, Pedro rio también.


—Sí, sí, muy divertido —canturreó mientras todos se carcajeaban—. Para que lo sepas, estos dos criminales de aquí —apuntó con un dedo a Martin y a Kevin— me han hecho pasar más de un mal rato.


Al decir aquello no se le borró la sonrisa del rostro y no pudo hacerme más feliz oírlo hablar así de su mejor amigo y de su excompañero de equipo.


¿Por qué no podía ser así de dulce y agradable, aunque fuese un cincuenta por ciento del tiempo? Por Dios, si ser así de humano lo hacía parecer todavía más atractivo, más perfecto, más campeón del mundo, más como el resto de la gente que vivía, respiraba y existía dentro de la categoría. Si así, sonriendo, parecía incluso más apasionado por ese mundo, más real a los ojos de cualquiera, más real a mis ojos.


—Si supieras la cantidad de bromas que me han gastado... —me dijo.


—Pobre —entoné tímidamente, sonriéndole con los labios y con los ojos.


Es que sonreía y era tan guapo que me entraron ganas de saltarle al cuello, prenderme de su nuca y besarlo hasta que su boca lavase el sabor a cerveza que tenía en la mía, para quedarme con su sabor en mí.


—¡Nada de pobre! —exclamó Martin—. Él, en su época, también hacía de las suyas. Bueno, hasta que se convirtió en un estirado obsesivo que lo único que sabe hacer es destrozarnos a todos dentro de la pista. Ahora es un aburrido —bromeó el brasileño. Kevin chocó su vaso contra el de Martin, como si brindase por aquello.


Haruki bajó la vista a su cerveza y Mónica resopló al otro lado de Pedro.


—Hubieses visto cómo me quedaron las muñecas y las manos por culpa de la maldita cinta. Me pasé todo el fin de semana con una alergia impresionante, que los guantes y el calor no hicieron más que empeorar —me comentó a mí en voz baja, con la vista fija en la botella de agua que rodeaba con ambas manos.


Vi sus manos y las imaginé enrojecidas e irritadas, y sentí pena por él; en ese momento se veían perfectas, dignas de ser besadas dedo por dedo.


—Esa broma, definitivamente, no fue graciosa. ¿Recuerdas que esa semana acabaste en el hospital? —refunfuñó Mónica—. Todos nos preocupamos por ti; fue una idiotez.


—No fue nada —la tranquilizó Pedro.


—¿Tan serio fue? —le pregunté, y Pedro giró la cabeza hacia mí.


—No, en realidad no tanto. —Meneó la cabeza y me regaló un amago de sonrisa—. Culpa mía, que no tomé un antihistamínico a tiempo.


Mónica resopló.


—¿Así que esos dos son un peligro? —me atreví a preguntarle, para que la conversación entre nosotros no sucumbiese. Me dio seguridad que Amanda y Helena se pusiesen a hablar con quien tenían al lado y que en ese instante Jose convidaba a Mónica del cuenco de los snacks que había estado devorando.


—Deberías cuidarte de ellos —me contestó con una voz suave que no le conocía y que tampoco le creía capaz de entonar.


—De ti, ¿no? —Eso se me escapó, o quizá no; deseaba decírselo, pero no allí, no entre toda esta gente y con su novia presente.


—Eres inteligente, sabes tomar distancia.


¿Eso había sido un elogio, una advertencia, un desplante? ¿Estaba poniéndome en mi lugar?, ¿ponía distancia entre nosotros? Sin duda yo me había ido de la lengua con eso último.


—Quizá no lo sea tanto, no lo sé. En fin, eres el campeón y tienes cosas más importantes de las que ocuparte. —Listo, con eso me ponía otra vez en mi sitio y a él, en el suyo.


Deshaciéndose de las carcajadas un tanto borrachas de Jose, Mónica se volvió otra vez hacia su novio, marcando un poco más su territorio.


Pedro se apartó de mí y dejó de sonreír. Uno de los mecánicos de Martin le habló y, con las chicas, nos pusimos a conversar con Haruki.