lunes, 29 de abril de 2019

CAPITULO 135




—¿Será que la dama que la otra noche compartió una copa con Alberto de Mónaco puede detenerse cinco minutos a saludar a este carioca que solía ser su amigo?


Tan pronto como oí la voz de Martin, me detuve y, mientras él terminaba de decir tonterías, aproveché para dejar dos cajas en el suelo. Me di la vuelta y lo enfrenté.


—Ahora que tienes un novio famoso y te codeas con la realeza...


—No digas más tonterías, carioca. —De un paso, acorté a cero la distancia que nos separaba y le di un beso en cada mejilla al mejor estilo brasileño—. Además, tú también te codeas con la realeza y eres tú el que es famoso. Y, por cierto, a mí eso no me interesa.


—Pero si has salido muy bonita en las fotografías que nos hicieron junto a Alberto, ¿no las has visto?


—Ni las he visto, ni quiero verlas. —Me aparté de él y fui a recoger las cajas—. Fue una noche muy extraña. —Lo había sido, de lo más rara; conocer a Alberto de Mónaco y a su esposa, quedar rodeada de gente que podía ver en revistas... Cuando el hombre me saludó, apenas si recordé de qué modo debía dirigirme a él, formalidad que Pedro no utilizaba para dirigirse al regente de Mónaco; tampoco Martin se había dirigido a él en el modo en que la gente de relaciones públicas del equipo me instruyó en el coche, de camino a la fiesta.


—Pues te veías muy bien a su lado, sonriente y con una copa en la mano. Como si eso, para ti, fuese cosa de todos los días.


Me puse en movimiento.


—Pues no lo es. Por cierto... ¿qué tal tu final de noche? Creo haberte visto partir acompañado. No tuvimos oportunidad de hablar de eso.


—Ni la tendremos —contestó siguiendo mis pasos de camino a la cocina —. Fue una buena noche y punto.


Le sonreí y meneé la cabeza, negando.


—No todo el mundo tiene la suerte del campeón, Duendecillo. —Me guiñó un ojo.


—¿Estás flirteando conmigo? —bromeé.


—Todavía estás a tiempo de dejar a ese desquiciado y ser feliz conmigo.


—Ya verás cuando se cruce por tu camino una que no puedas esquivar pese a tus estupendos reflejos.


—Entonces chocaré y pereceré en el accidente.


—No digas estupideces. A partir de diciembre ya no tendrás la excusa de estar muy ocupado.


—No era del todo una excusa. En fin, que no he venido a hablar de mí.


—¿De qué quieres hablar?


Pedro me contó ayer ese pequeño incidente que tuviste la otra mañana con Mónica. ¿Estás bien?


—¿Yo? Fue Pedro el que lo pasó mal; debiste haber visto lo pálido que se puso y, sudaba frío. Me entraron ganas de matarla.


—Sí, Pedro me explicó que se encontró mal, pero... ¿qué tal estás tú? Sé cómo es Mónica, conozco su carácter. ¿Cómo está tu pie?


Me encogí de hombros.


—Mi pie está bien, sobrevivió. Un poco inflamado por el pisotón, nada más.


—El campeón está muy cabreado. No quiere ni verla.


—Sí, sé que lo está; le dije que lo dejara correr. Supongo que los dos tienen que darse tiempo. ¿Lo has visto hace poco? Le pedí que se relajara, que disfrutara de la carrera.


—Llevo un rato sin cruzármelo; lo buscaré para hablar con él. Está ansioso por el campeonato.


—Sí, lo sé. Va en cabeza y, aunque todavía falta mucho para acabar la temporada, creo que debe intentar relajarse un poco y disfrutarlo. Si sigue así, llegará al final de la misma hecho un manojo de nervios y de nada le servirá ganar. Tiene que gozar del proceso.


—Sí, es que está obsesionado con conseguirlo.


Algo en el tono de voz de Martin no me gustó. Si a Martin ya le parecía una obsesión, a pesar de que ambos compartían la misma pasión, entonces, para alguien de fuera como yo... Lo miré fijamente, intentando adivinar sus pensamientos. ¿Estaba preocupado por Pedro?


—Suéltalo. ¿Qué es?, ¿qué sucede?, ¿qué te preocupa?


—Me preocupa que Siroco pierda el norte. Él mismo me contó que había discutido con Toto por cuestiones de la puesta a punto de su automóvil: es que, evidentemente, Helena estuvo haciendo unas pruebas y querían cambiar unos detalles del setup de su monoplaza, y él se negó. Haruki aceptó los cambios en el suyo. Nada, que en última instancia son cosas que suceden en todos los equipos; a veces nos mandamos a la mierda entre nosotros mismos...


—Sí, más de una vez he oído audios entre mecánicos y pilotos.


—Sí, bueno, es que estar en la cresta de la ola no resulta sencillo. Pedro tiene el campeonato en sus manos, porque nos saca una buena diferencia a Haruki y a mí; es que, ya sabes: cuanto más alto subes, peor puede ser la caída y, en ocasiones, verte a ti mismo en esa posición, por más seguro que estés de todo lo que te rodea, por más que sepas que estás dándolo todo, no resulta sencillo. Mucha gente espera que Pedro gane el campeonato; eso ciertamente cambiara su carrera, su historia. Es uno de los pilotos más jóvenes con tantos campeonatos acumulados. Está a dos campeonatos de alcanzar a Schumacher, y
Pedro ha conseguido todo eso en un tiempo récord. Toda su carrera no ha sido más que pulverizar un récord tras otro, que ser el primero.


—Entiendo. —Me mordí los labios—. Capto por dónde vas. Si tú estás preocupado...


—La verdad es que lo que más me preocupa es que no disfrute de lo que hace. Yo no tengo dudas respecto a que logrará hacerse con su sexto campeonato, pero no quiero verlo frustrado y mucho menos con un problema de salud porque las cosas no le salgan como él quiere. Lo admiro por ser tan decidido, por ponerse metas y alcanzarlas, por tener tan claro lo que quiere en su vida... pero no me gusta verlo hablar del modo en que lo hizo de quienes lo rodean, cuando es gente que está intentando ayudarlo a ganar, cuando son personas que básicamente trabajan para él, para llevarlo a lo más alto; muchas de esas personas son sus amigos, la gente que ha estado con él desde el día cero o casi, como es el caso de Toto. Me queda muy claro que mi coche no es el de Pedro y que, por más que nos esforcemos, no lograremos alcanzarlo para intentar quitarle la corona. —Me guiñó un ojo—. Con un poco de suerte quizá pueda luchar por el segundo puesto del campeonato con Haruki, no más que eso. Pedro sabe que puede contar conmigo para lo que sea, incluso cuando se comporta como un idiota. Sé que quizá esté pidiéndote demasiado, porque lo vuestro justo acaba de comenzar y no es sencillo estar junto a Pedro, eso lo sé. También tengo claro que jamás hubiese podido tener una conversación semejante con Mónica; ella era, mejor dicho, es, igual que Pedro. Los dos estaban y estuvieron siempre demasiado centrados en ganar. Pedro está programado para ganar y eso no sería tan malo si comprendiese que también está programado para ser feliz y disfrutar de la vida. No digo que no la disfrute ahora —Martin suspiro—; ahora todo va bien y, cuando las cosas van bien, es más sencillo ver el sol aunque esté nublado.


—Sí, lo sé.


Pedro no es de exteriorizar lo que sucede; sus únicas muestras evidentes de lo que le ocurre, de lo que le preocupa o lo que siente, se dan cuando su cuerpo ya no puede más con la presión y entonces explota en una crisis o acaba en el hospital. Es más difícil a cada campeonato que pasa, porque la meta es cada vez más exigente. Sólo te pido que me ayudes a cuidar de él. Lo conozco y jamás te dirá que algo va mal o que está ansioso o nervioso. Pedro cree que debe demostrar que es infalible.


—Ya me he dado cuenta de eso.


—No permitas que te engañe. Sé que es una gran responsabilidad estar a su lado y no quiero asustarte. Eres lo mejor que podría haberle pasado. —Martin me sonrió—. A pesar de todo, el desgraciado está feliz. Tan enamorado... — Rio—. Si va por ahí como un idiota.


Eso último me arrancó una sonrisa, a pesar de los nervios que me produjeron todas sus palabras anteriores.


—¿A que no sabes de quién es la foto que tiene como fondo de pantalla de su móvil?


—¡¿Una foto?! ¡¿Qué foto?! —Sí, habíamos sacado fotos de nosotros dos juntos paseando en España y aquí, pero también otras más...


Martin se carcajeó con ganas.


—Lo dicho, el campeón tiene mucha suerte.


—¡Martin! —chillé alterada—. Lo mataré —gruñí enrojeciendo de vergüenza.


—Era broma, Duendecillo. No te pongas así, que Pedro es un señor, todo un lord; jamás haría nada deshonroso para con su dama. Lo que sí dijo es que vosotros dos os lleváis de maravilla, y que está muy bien contigo. —Martin me dedicó una de esas miradas de buenazo, de amigo de esos que valen oro, de esos que son muy difíciles de encontrar y, sobre todo, la mirada de un ser humano realmente estupendo.


Retomé la marcha.


—A veces me dan ganas de matarte.


—No te creo, si me adoras. ¿Dónde podrías encontrar a alguien como yo? —planteó siguiéndome—. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Quien hubiese dicho que, hoy por hoy, estaríamos aquí y así.


—Ni en mis sueños más extraños, Martin.


—Prométeme que me nombrarás padrino de tu primogénito.


—Calma, Martin. —Reí nerviosa.


—Bueno. Tengo que irme, deben de estar preguntándose dónde me he metido.


—Me imagino.


—¿Verás la carrera desde el box?


—No; tengo trabajo que hacer.


—Me cuesta creer que Pedro no se haya puesto firme en tenerte allí.


—Amenazó con intentarlo y se lo prohibí; él tiene su trabajo y yo, el mío. Me gusta lo que hago y quiero conservarlo; lo que menos necesita Pablo ahora son más dramas con nosotros. Prometí ir a saludarlo después, cuando termine la carrera.


—¿Ya has visto a todos los famosos que ha invitado Bravío?


—Sí, además eso... está lleno de actores, cantantes y demás; ya tuve suficiente con Alberto de Mónaco la otra noche.
—Tendrás que acostumbrarte a eso, Duendecillo; tu chico es uno de ellos. Todos quieren verlo, tocarlo y hacerse fotos junto a él.


—Sí, bueno; a mí no me interesa aparecer en esas fotografías. En las únicas en las que me importa estar es en aquellas que tú no debes ver —dije medio en broma, medio en serio.


Martin soltó una carcajada.


—No pierdes el tiempo, Duendecillo.


Fue mi turno de guiñarle un ojo.


—Anda, lárgate de aquí, que de verdad deben de estar preguntándose dónde te has metido.


—Sí, comenzarán a suponer que la chica de la otra noche me arrojó al mar. —Rio.


—Ve con cuidado, carioca.


—Lo intentaré.


Martin me regaló dos besos, uno en cada mejilla, y comenzó a alejarse de mí. Lo vi avanzar en dirección a los boxes sin poder quitar la vista de encima de él.





CAPITULO 134




Pedro cerró la puerta y apoyó su espalda contra ésta. Por un par de segundos su cabeza permaneció caída hacia delante, sus manos contra la placa de la puerta, todo el peso de su cuerpo entregado a ella. Respiraba agitado y tenía los labios apretados de un modo tal que su boca casi pasaba desapercibida.


Lo dejé estar unos segundos más, hasta que la preocupación me pudo; su cuerpo temblaba ligeramente.


El campeón alzó la cabeza, adelantándoseme.


—¿Te encuentras bien? —Bajó sus ojos hasta mi pie, que apenas podía apoyar en el suelo.


Renqueé hasta él.


Sin apartar sus ojos azul celeste de mí, Pedro despegó la espalda de la puerta y me abrazó por la cintura.


—Lo siento —susurró en mi oído izquierdo cuando mis brazos rodearon su cuello—. Todo esto es culpa mía.


—Olvídate de lo sucedido, Pedro. Ya ha pasado. Déjalo correr.


—No puedo; te ha lastimado y yo la lastimé a ella. —Una de sus manos llegó a mi cuello; me apartó un poco de su cuerpo para poder mirarme a la cara—. Lo siento, yo no podía seguir así con ella ni conmigo mismo. Tú me demostraste que mi vida podía ser otra cosa, me hiciste ver que hay otra vida. Gracias a ti me atreví a esto. Lo que hice fue lo mejor para todos; soy consciente de que no fue del mejor modo, pero fue lo mejor.


—Está bien. Tranquilo. —Acaricié sus mejillas. Tenía la piel sudada y fría —. ¿Te encuentras bien?


Apartó sus ojos de mí un momento y se relamió los labios.


—Tu pie... —entonó en un suspiro.


—¿Necesitas que te traiga algo, que llame a alguien? No te encuentras bien, Pedro.


—Sólo ayúdame a llegar a la cama. En ocasiones, cuando me pongo muy ansioso... —Bajó la cabeza hacia mí para apoyar su frente sobre la mía. Inspiró hondo un par de veces—. Me pondré bien. Los dos estaremos bien si seguimos juntos.


Sus labios me regalaron un amago de sonrisa.


Acaricié sus mejillas una vez más.


—Tan sólo respira; estoy aquí y no me iré a ninguna parte. Estoy donde debo estar, a tu lado.


—Y yo, al tuyo —me dijo sonriendo. Sus labios tocaron los míos.


Nos quedamos allí juntos un par de segundos, dándonos una buena dosis de cariño como la mejor terapia; luego, su debilidad y mi pie maltrecho llegaron a la habitación.


Lo recosté en la cama y un par de minutos más tarde estaba en la cocina preparándole algo de desayunar.


En cuanto comió y tomó todas sus medicinas, incluida su inyección de insulina, Pedro recuperó el color y la fuerza, incluso un poco de humor; no es que estuviese exultante de felicidad como cuando nos levantamos, pero al menos estaba más tranquilo. Me dio la impresión de que, pese al tinte de tristeza de su mirada, sus ojos estaban más livianos, como si su alma se hubiese quitado un gran peso de encima, como si por fin hubiese conseguido acabar de ponerle un punto y aparte a su vida para poder seguir adelante.


La vida deja sus marcas, pero al menos, cuando la cicatriz comienza a curar, recuperas algo de fuerzas y sigues adelante. Eso le sucedió a Pedro. Con los días se recuperaría, quedándose con lo que quisiese mantener de la persona que era cuando todavía no me conocía, y forjando dentro de sí lo que quisiese ser en adelante.


Si bien pude escapar del evento de la tarde con Alberto de Mónaco, no así de la recepción, para la cual Pedro y yo tuvimos que salir pitando a comprarme algo que ponerme para la ocasión.


Al menos al cóctel asistieron Martin y otros pilotos, así como también Pablo e integrantes de otros equipos, además de muchos famosos que
desconocía y otros que sólo había visto antes en la gran pantalla o cuya música tenía guardada en mi iPod.


Por suerte, lo que teníamos por delante era un fin de semana de carreras como cualquier otro, con las mismas prisas de siempre, con el mismo entusiasmo de siempre. Bueno, puede que el entusiasmo fuese un poco mayor... después de todo, a quien veía correr ahora con el equipo Bravío era a mi novio. ¡Sí, a mi novio!


Pedro tuvo un excelente jueves de pruebas libres. Esa noche regresamos a su apartamento los dos muy cansados y muy tarde; si incluso tuve que esperarlo después de terminar mi trabajo en la cocina porque él había tenido una larga reunión con Toto y el resto de sus ingenieros. Si bien el viernes no había actividad de la categoría en ese circuito, Suri, yo y el resto del personal trabajamos igual, así como Pedro y sus ingenieros, que volvieron a reunirse para, más tarde, liberar al campeón, quien debía ocuparse de entrevistas y otros eventos de promoción.





CAPITULO 133




Ni siquiera pude pensar en contener el grito de dolor que trepó desde mi pie por mi pierna y pasó de largo mi cadera para atravesar mi pecho y mi garganta a toda velocidad.


La solté para agarrarme el pie, porque temí que todos mis dedos rotos se desprenderían de él. 


No conforme con partirme todos los huesos (al menos me dio la impresión de que acababa de romperme todos esos dedos y algún que otro hueso del empeine), me propinó un empujón tal que me hizo perder la estabilidad, ya que me encontraba sobre un solo pie, y me lanzó contra la pared opuesta. Esa vez me golpeé un hombro. Mis manos hicieron un torpe esfuerzo por intentar aferrarse de algo para evitar la caída, pero sólo conseguí doblarme la muñeca derecha. Mi rodilla derecha dio contra el suelo, emitiendo un horrible crujido. Grité de dolor y terminé de caer llorando de rabia y dolor.


Por el rabillo del ojo la vi meterse en el cuarto y dar un portazo, para dejarme fuera de todo.


Como pude, alcé mi cuerpo del suelo.


En cuanto permití que mi pie izquierdo soportase parte de mi peso, un ramalazo de dolor trepó por mi pierna directamente a mi cerebro, cegándome por un segundo.


Oí a Pedro gritar el nombre de Mónica, y no de un modo feliz.


Saltando sobre un solo pie, bufando de furia por lo que le había permitido hacerme, alcancé la puerta de la habitación.


—¡Lárgate de aquí! —bramó Pedro con la voz todavía más cargada de cabreo que unos segundos atrás.


Oí que ella le contestaba, pero no conseguí captar sus palabras, aunque sonaron a súplica.


—¡No me importa! ¡Vete! —Una pausa de unos segundos en los que la voz de Mónica volvió a sonar y...— ¡La amo!, ¡entiéndelo! Se terminó, se acabó.


Desde los pies de la cama, vi que forcejeaban con la puerta del baño.


—Lo lamentarás si le has hecho daño —fue lo que conseguí entender de un griterío que involucró las voces de ambos. Esa última frase era de Pedro.


La puerta del baño se abrió un par de centímetros y volvió a cerrarse de un golpe.


Oí lloriqueos, el tono lastimero de Mónica.


—Si vuelves a insultarla, te juro que no me responsabilizo de mis actos. ¡Lárgate, vete, no quiero volver a verte! ¡¿Paula?!


La puerta se abrió de repente.


—¡No, Pedro, por favor! —chilló Mónica.


Vi a Pedro aparecer todo mojado, con una toalla atada a la cintura.


En cuanto su mirada se cruzó con la mía, volvió a gritar mi nombre.


Me dejé caer sobre el borde de la cama.


—¿Estás bien? —Una de sus manos cayó en mi hombro y la otra en mis manos, con las que envolvía mi pie.


—Sí, supongo.


—¿Qué te ha ocurrido en el pie?


Pedro, ella será tu perdición. Lo sabes... sabes que no es la mujer para ti —lloriqueó Mónica llegando a nosotros.


—¡Lárgate! —le gruñó éste sin mirarla—. ¿Te ha hecho daño? —me preguntó a mí.


—Me propinó un pisotón y por poco me rompe el pie.


—No es nada comparado con lo que se merece —bramó Mónica, empujándome otra vez para soltarme de las manos de Pedro, y lo consiguió.


Caí de la cama.


—¡Ya te lo he advertido! —Hecho una furia, Pedro la sujetó de un brazo—. Te he dicho que no volvieses a tocarla. —Con el rostro encendido y la mirada desencajada, comenzó a arrastrarla fuera de la habitación, mientras ella continuaba gritando que yo lo mataría, que haría que perdiese el campeonato, que arruinaría su carrera y su vida, que terminaría de afectar a su ya endeble salud.


Pedro le gritó una vez más que cerrara la boca.


Renqueando y dando saltitos, fui tras ellos.


—¡Cometes una equivocación!


—Has sido tú la que se ha equivocado al venir aquí sin avisar, y al lastimarla.


Pedro, por favor.


Dos o tres segundos después que ellos, llegué al recibidor de distribución.


Pedro abría la puerta, mientras que con la otra mano forcejeaba con Mónica, quien intentaba soltarse de su agarre.


—Suéltala, Pedro. No te pongas así, te harás daño —le pedí.


—¡Eres tú la que le hace daño!


—¡No vuelvas a dirigirle la palabra, ni siquiera tienes derecho a estar en su presencia! Sí, yo cometí demasiados errores, pero con esto te has pasado, Mónica. ¡¿No ves en lo que hemos convertido lo que teníamos?! ¡Se acabó, entre nosotros no queda nada!


Pedro la soltó y Mónica rompió en llanto.


—Dame las llaves.


Ante la petición de Pedro, Mónica retrocedió un paso.


—Las llaves, por favor —le exigió Pedro tendiendo una mano hacia ella.


Me pareció notar que la mano de Pedro temblaba un poco; no supe decir si
era por el estado de alteración debido a la discusión o por otro motivo. Alcé la vista hasta su rostro, ya no estaba enrojecido, sino pálido.


—No, Pedro, por favor.


—¡Las llaves!


Pedro, ya, deja que se vaya.


—¡Tú no te metas! —escupió ella en mi dirección.


Pedro no tardó ni medio segundo en reaccionar. 


De un manotazo, le quitó el bolso del hombro, lo abrió y comenzó a rebuscar dentro. Mónica intentó detenerlo y Pedro la alejó con un grito que ella no se atrevió a desobedecer. Él dio con las llaves y, de muy malos modos, le devolvió el bolso.


—Lárgate y no vuelvas. Enviaré tus cosas a tu casa.


Pedro... —hipó ella, llorando desconsoladamente.


—Vete. Se terminó, Mónica. Lo nuestro no podría estar más acabado.


Pedro...


—¡Lárgate ya! ¡Sal de mi vista, sal de aquí! ¡Eres tú la que acabará de destrozar mi salud! No puedo seguir con la vida que tenía, no quiero. No puedo permitirme seguir de ese modo, no más. No me quedan fuerzas para ser perfecto para ti ni para mi padre. Estoy cansado de fingir que todo está bien, de pretender que soy invencible. No lo soy y jamás podría ser feliz de esa manera. Te dije que lo lamentaba, que sé que tengo la culpa de lo que sucedió; ya no puedo hacer nada para cambiar lo que hice. Lo lamento, Mónica, de verdad que sí —entonó en un suspiro—. Lo lamento mucho. Se acabó y es lo mejor para ambos. Ahora vete, por favor —le dijo con un tono de voz que a mí me sonó muy cargado de tristeza y también de agotamiento. Algo en la mirada de Pedro se había quebrado. También en su cuerpo.


Mónica me miró a mí una vez más y entonces posó sus ojos en Pedro.


—De verdad que lo lamento mucho, Mónica. Siento mucho el daño que te hice y el modo en que acabé nuestra relación. Por favor, perdóname y sigue adelante con tu vida. Y, si de momento no puedes o no quieres perdonarme, al menos hazte a ti misma el favor de seguir adelante con tu vida, porque te mereces algo mucho mejor de lo que tenías conmigo, porque, eso que teníamos, a largo plazo nos hubiese hecho muy infelices a ambos.


Mónica barrió con sus manos las lágrimas que no paraban de rodar por sus mejillas; me miró una vez más y, recuperando su bolso de las manos de él, salió del apartamento.