jueves, 11 de abril de 2019
CAPITULO 77
Regresé a la cocina e intenté proseguir con mi trabajo como si nada, mientras Suri me preguntaba por el estado de salud de Pedro.
Esa noche todo el equipo fue a celebrar la victoria del campeón y, si bien en un primer instante intenté negarme a acompañarlos, llegó un punto en el que mis excusas no fueron tomadas como válidas y ya no se me ocurrieron nuevas; no podía continuar diciendo que no sin revelar los verdaderos motivos por los que no quería asistir al festejo al que concurriría la plantilla completa de Bravío.
Agotada y con muy pocas ganas de verme obligada a enfrentar a Pedro (lo de la tarde todavía era una herida abierta, puesto que mi cerebro aún no quería terminar de aceptar lo que mi corazón ya sabía: estaba loca por él, perdida por él y con ganas de que él sintiese lo mismo por mí), me duché, me cambié y, oculta entre Suri y el resto de los mecánicos, llegué al bar decidida a fundirme con la concurrencia.
Mónica no se despegó de Pedro en ningún momento y, por suerte, mis compañeros jamás me dejaron sola; bueno, lo hicieron, apartándose un poco a un lado, cuando Pablo llegó, con una cerveza en la mano, para darme conversación. Si bien cuando se unió al grupo conversó con todos, al cabo de unos pocos minutos los demás se alejaron y nos quedamos solos; todavía no sé muy bien cómo salió el tema, pero es que lo tenía tan a flor de piel que le conté el accidente que había tenido años atrás mi hermano mayor y, después de eso, acabamos hablando de mi familia, de mi infancia. Hablar con Pablo, a pesar de que era mi jefe, resultaba muy fácil, todo lo fácil que puede ser hablar con un amigo al que no necesitas impresionar, no como al hombre al que quieres conquistar. Cuando eso se hizo evidente para mí, dejó de ser cómodo hablar con él, porque Pablo tenía intenciones diferentes a las mías. Me agobié porque, en ese instante, quise deshacerme de la presión de saber que él tenía una idea de nosotros dos muy distinta a la mía; por poco entro en pánico. La necesidad de regresar al hotel a cerrar los ojos y dormir se hizo tan grande que me entraron ganas de llorar.
Éstas aumentaron cuando giré la cabeza y vi a Pedro con Mónica entre sus brazos, meciéndola en un romántico abrazo mientras la besaba.
Pablo tuvo que irse para saludar a unas personas y yo aproveché su partida para largarme de allí. Fui una de las primeras en marcharme.
No volví a ver a Pedro antes de que el equipo dejase Sochi y lo agradecí; necesitaba imperiosamente ventilar mis pensamientos y, por encima de todo, mi corazón.
Regresamos a España para tener un par de días de descanso, en los que aproveché para hacer un poco de turismo, descansar y probar restaurantes, panaderías y pastelerías... y, sobre todo, para disfrutar de la comida preparada por alguien que no fuese yo.
El descanso y la distancia le sentaron bien a mi cuerpo, pero no a mi mente y menos aún a mi corazón. Tener la certeza de que lo primero que hacía al abrir los ojos era extrañar al campeón hizo que me enfureciese conmigo misma por no haber previsto hacia dónde me llevaría eso cuando todo comenzó con nuestro primer beso, o quizá antes. Pedro podía hacer lo que quisiese con su vida, pero, si eso arruinaba mi año, mi experiencia en Bravío, sería solamente culpa mía. Tenía que cortar con lo que sentía, y pronto.
CAPITULO 76
Lo oí murmurar mi nombre en voz muy baja, en el tono que se utiliza para despertar a un niño muy pequeño sin arrancarlo de sopetón del dulce sueño.
Mi respuesta no fue soltarlo como supuse que esperaba él; susurré su nombre entre un nuevo torrente de lagrimones que salió a chorro de mis ojos.
La angustia de haberlo visto mal, sumada al cansancio, a los recuerdos de aquellos días con Tobías... a la imposibilidad de decirle que lo quería porque no era agradable decirle a un tipo que tenía novia y que estaba a años luz que lo amabas...
Me adelanté al momento en que me pidiese que lo soltara y comencé a sentir vergüenza, la vergüenza que no se piensa cuando llevas algo dentro y por fin lo sueltas sin que importe demasiado el «qué sucederá después».
—Paula —repitió.
Debajo de mí lo noté moverse. Después de eso, tendría que renunciar al equipo, porque no podría volver a mirarlo a los ojos sin que se me cayese la cara de vergüenza.
—Paula, por favor...
¿Eran delirios auditivos míos o reía?
—¿Podrías dejar de llorar? —pidió en el mismo tono dulce—. Si sigues llorando, nos ahogaremos aquí —bromeó—. Ey... —Sus brazos se movieron como a cámara lenta, o al menos así me lo pareció. Sus manos aterrizaron, despacio y con suavidad, sobre la parte baja de mi espalda—. No me gusta verte llorar y la verdad es que no entiendo por qué llor...
—Estaba muy preocupada —hipé apretándome todavía más contra él.
—Creo que empiezo a darme cuenta de que sí. ¡Qué honor! —Rio.
—Es verdad —contesté sin conseguir contener las lágrimas—. Cuando vi que no bajabas del automóvil y te vi la cara... te llevaron en una ambulancia...
—Sí, lo sé; creo que exageraron un poco con eso. No ha sido nada, estoy bien.
—¿Seguro?
—Bueno, si no me ahorcas con tu abrazo, lo estaré.
El gesto cariñoso de sus manos sobre mi espalda hizo que me apartase de él; tenía que mirarlo a la cara en ese instante para saber qué razón de ser tenía ese instante, si era la que yo esperaba u otra cosa.
Pedro sonreía y había dulzura en sus ojos.
Bueno, eso si mi cerebro no me estaba engañando en la apreciación de su mirada y al interpretar su sonrisa. Lo observé una fracción de segundo más; no me dio la sensación de que estuviese burlándose de mí con su sonrisa, sino, más bien, sonriéndome con todas las de la ley.
—Menos mal que no pudiste estar allí en el box, hubieses dado un espectáculo mejor que el mío con un llanto semejante.
Por poco me derrito ante su tono, y sus manos, que seguían sobre mi cintura.
Verlo así, observándome, provocó que apartase mis manos de encima de él para intentar limpiarme las lágrimas que debían de darme el peor aspecto posible. En cualquier momento me soltaría para ir a quitarse del cuello los mocos que yo seguro le había dejado.
—Perdón. —Me limpié la cara una y otra vez—. Lo lamento. —La vergüenza comenzó a llenarme. ¿Qué mierda estaba haciendo yo allí, además de montando una patética escena?
—¿Me disculpas un segundo? —me pidió Pedro, soltándome para luego alzar un dedo frente a mí.
No llegué a contestar nada. Pedro pasó por mi lado y, en un par de largos pasos, llegó a la puerta y la cerró. Quedamos en penumbra.
Al final, logré secarme las mejillas y alcé la vista hasta sus ojos.
—Perdona por esta escena, es que estaba muy preocupada, tenía una bola de angustia atravesada. ¿Seguro que estás bien? —Examiné su rostro. Al sol se veía mejor que con esa luz; lo noté un tanto pálido y tenía cara de cansado. Ante su silencio, continué—. Me han comentado que se te rompió algo en el abastecimiento de agua. No debiste seguir corriendo, vosotros prácticamente os deshidratáis allí dentro de los monoplazas.
—¿De verdad piensas que abandonaría una carrera a causa de la rotura de la bomba de agua? —Hizo una pausa—. Necesitaba ganar.
—Sí, eso lo sé, pero ¡a qué precio! Si así de mal te veías por televisión...
—Las cámaras y el alboroto que montaron a mi alrededor lo magnificó; en realidad no ha sido nada demasiado serio.
—¿«Demasiado»? ¿Qué tan «demasiado» debe serlo para que sea serio? Incluso ahora no te ves del todo bien.
—Gracias por eso. —Pedro comenzó a avanzar de regreso a mí—. Por eso ordené comida, para reponer energía. —Pasó por mi lado—. ¿Quién la ha preparado? —inquirió sentándose otra vez donde se encontraba cuando yo entré, atrayendo la bandeja hacia allí.
—Come y no hagas preguntas —solté mandona.
Pedro rio.
—Y, si no, ¿qué?, ¿no me permitirás correr la siguiente carrera? —Destapó la bandeja—. Jamás es fácil y siempre tiene un precio. No soy un inconsciente; sabía que podía continuar corriendo, por eso seguí; no pensaba regalar mi posición por nada.
—No, solamente estabas entregando tu salud.
—Exageras —sentenció, y olfateó el vapor que subía desde el plato—. Esto no lo ha preparado Suri; continúas colocando las cosas en el plato de un modo distinto.
—Eres un enfermo maniático, ¿lo sabes?
—Sí, por eso he llegado a ser el campeón.
—Si vuelves a ponerte así después de una carrera, que no me enteré yo de que ha sido porque se te ha roto la bomba de agua y has continuado corriendo, porque te juro que, si eso sucede, te perseguiré por todo el circuito dándote patadas en el culo, y no es broma.
Pedro se carcajeó.
—Ni se te ocurra volver a reírte de mí, campeón; no tienes ni idea de por todo lo que he pasado desde que te he visto llegar así. Por poco me da algo.
La autocaravana quedó en silencio, y Pedro alzó sus ojos hasta mí.
—¿Sí?
—¿Acaso no ha quedado claro, con todo lo que acabo de llorar sobre tu hombro pasando semejante vergüenza?
—¿No llorabas porque Martin no ha ganado?
—No seas idiota.
Las mejillas treparon por su rostro, casi ocultando sus ojos cuando me sonrió.
—No es gracioso.
—No, ni un poco. Se suponía que estarías en el box.
—Y una mierda, Pedro. Yo no puedo quedarme en el box esperando a que llegues, porque mi lugar es en la cocina; trabajo allí, por si no lo recuerdas, y tu lugar es en la pista —la angustia regresó a mí— y si te sucede algo, yo...
Pedro me interrumpió poniéndose de pie.
—¿Así de mal te has puesto por mí?
—¿Acaso hablo en chino, que no lo has entendido todavía? Tu obsesión por ganar es...
Pedro se detuvo frente a mí.
—Mi obsesión por ganar es la misma de siempre, petitona; es que todavía no te la he presentado, no la conoces. Sigue siendo la misma que era desde la primera vez que me subí a un karting —hizo una mueca—; bien, ahora está un tanto más madura y quizá se haya puesto considerablemente más terca de lo
que era cuando tenía cinco años; sin embargo, continúa ahí, vivita y coleando. —Se cruzó de brazos.
—No puedes poner en riesgo tu vida por una maldita carrera.
—Corrección: no es una maldita carrera, es un maldito campeonato, y pienso ganarlo, de modo que mentalízate de que tendrás que celebrarlo. Ah, por cierto, algunos consideran esto un deporte de riesgo.
—Y tú mentalízate de llegar con vida al final del campeonato, nada más. Y no digas esas cosas, que se me ponen los pelos de punta.
Pedro volvió a sonreírme, alzando la vista hasta mi corto cabello.
—¿Qué? —inquirí cuando él se quedó en silencio, observándome.
—¿Cómo que qué? A ver: he ganado y todavía no me has felicitado. Si me abrazaste para empaparme de lágrimas porque me sentí mal al acabar la carrera, lo mínimo que podrías hacer ahora es felicitarme por ganar.
—Estás comprando todos los números para ganar la lotería que tiene como premio una patada en el culo, campeón.
—Dejemos la violencia a un lado por un momento y, por favor, olvídate de que me he sentido mal.
—Cuando quieres te pones más idiota que de costumbre...
Pedro carraspeó.
—Si te tomas tanta libertad para insultarme, podrías tomarte la misma para darme un abrazo y un beso.
Los colores treparon a mi rostro como un fogonazo.
Pedro giró la cara y me mostró su mejilla derecha, sobre la que, a continuación, se dio golpecitos con un dedo.
—Quiero una felicitación igual que la que le diste a Martin.
Cuando dijo aquello, una parte de mí se sintió aliviada; la otra se retorció de tristeza, porque lo que yo quería era darle un beso de verdad, no un inocente beso en la mejilla.
Pedro se cruzó de brazos otra vez.
Para llegar a su altura, me agarré de sus brazos cruzados y me puse de puntillas. Mi rostro quedó de frente a su perfil.
—Felicidades por ganar la carrera, Siroco —le susurré, y me estiré un poco más para llegar a la mejilla que me ofrecía. Fruncí los labios para darle un beso ruidoso en un intento de aflojar la tensión en mí, convirtiendo eso en un momento gracioso. Mi objetivo era su mejilla; sin previo aviso, Pedro giró su cara y me estampó un beso sobre los labios.
Todo mi ser estalló de confusión, gozo y muchas ganas de más. Quería más, pero no estaba muy segura de que Pedro tuviese las mismas intenciones o por las mismas razones.
—¿Qué haces?
Pedro se puso serio. Sus brazos ya no estaban cruzados y me dio la impresión de que no sabía qué hacer con sus manos.
—Para serte sincero, petitona —se le escapó un suspiro—, no tengo ni la menor idea. Solamente sé que todavía te quiero allí en el box al terminar la carrera.
Se me puso la piel de gallina y me quedé observándolo sin poder parpadear.
—Pedro...
—Y también me hubiese gustado verte en el hospital del circuito.
—Para que lo entiendas: no sigas con esa carrera si no piensas llegar a la meta, campeón. No sé qué tienes en mente; yo... —No conseguí terminar la frase. La autocaravana quedó en silencio otra vez—. Bien... —Me removí sobre mi sitio sin saber qué hacer—. Ok. No tienes que decir nada. Será mejor que tomes tu comida antes de que se enfríe; todavía no tienes buena cara e imagino que necesitas reponer energías y yo necesito regresar a mi trabajo —solté, atropellándome con mis propias palabras.
—Paula...
—Está bien, no pasa nada.
—Sí pasa, pero es que yo... —Pedro se movió y sacudió las manos, indeciso.
—Tranquilo, campeón. Estamos bien, no hay problema, de verdad; es un alivio ver que no te ha ocurrido nada serio.
—Esta noche lo celebraremos con el equipo...
—Creo que estoy demasiado cansada para salir esta noche —entoné, interrumpiéndolo—. Además, ya tuve suficiente con la borrachera de China. Mejor no tentar al destino. —Enarbolé entre nosotros una muy falsa sonrisa de despreocupación—. Cuídate, por favor, y come; te juro que la comida no tiene veneno y está buena. —Retrocedí de espaldas—. Solamente ayudé a Suri mientras la preparaba y la coloqué en los platos, son sus recetas de siempre.
Pedro apartó la mirada, moviéndola hacia la bandeja.
—Supongo que nos veremos en España.
—Paula, por favor, no te vayas.
—Es lo mejor, a menos que tengas algo más que decirme.
—No soy muy bueno con las palabras.
—Bueno, no tienes que decir demasiado, sólo lo que necesites decirme.
Pedro apretó sus labios para mí.
—Bien, mejor me voy. —Sí, mejor salía de allí o me pondría a llorar otra vez, pero por motivos muy distintos.
Pedro no añadió nada más, de modo que di media vuelta y salí de la autocaravana sintiéndome una idiota de primera. Para hacer honor a la verdad, él también era un idiota, se había ganado el título con muchos méritos.
CAPITULO 75
Nacho se fue. Me quedé sola allí parada, mirando en la dirección en la que sabía que estaba el hospital del circuito, sopesando si era buena idea o no llegarme hasta allí a informarme sobre su estado.
No tenía forma de justificar mi presencia en aquel sitio. Suri no había salido corriendo en dirección al hospital y el resto del equipo seguía con su trabajo.
Angustiada y con un agujero en el pecho, di media vuelta sobre mis talones y emprendí mi regreso a la cocina.
Unos veinte minutos más tarde, Pedro subía al podio para ser ovacionado por su público. Martin iba tras él, rodeándolo con sus brazos, pero sin tocarlo, intentando disimular el gesto; parecía querer estar allí para poder sujetarlo si se desmayaba o algo por el estilo.
El brasileño no era el único que tenía cara de preocupación: Haruki estaba muy serio y, si bien jamás era demasiado efusivo en sus celebraciones en el podio, en esa ocasión parecía que ni siquiera deseaba estar allí. Cada dos por tres lanzaba miradas de preocupación en dirección a Pedro.
Toto los siguió en el podio, en nombre de todo el equipo, para recibir su trofeo.
Pedro no tenía tan mala cara como cuando lo sacaron del automóvil, pero tampoco se lo veía demasiado bien. No saltó al primer lugar con los puños en alto como siempre; sólo subió el peldaño para alzar un puño en alto y enseñar una pseudosonrisa muy poco afortunada.
Normalmente, con el equipo Bravío, a los pies del box solían estar su padre y el resto del séquito que acompañaba al campeón, pero en esa ocasión no estaba ni su novia.
A pesar de que se notaba que no se sentía del todo bien, Pedro soportó estoico la rueda de prensa en el podio, la que dieron en la sala de prensa y más tarde, hacer un paseo —un tanto raudo quizá— por el recinto situado detrás del
paddock para atender al resto de la prensa acreditada.
Debieron pasar más sesiones de fotos, más entrevistas, hasta que Érica envió a alguien para avisarnos de que Pedro había requerido algo de comer en su autocaravana.
Al instante Suri se puso manos a la obra para preparar un plato de los que conformaban el menú habitual del campeón y me ofrecí a ayudarlo con la firme intención de apresurar la salida de la comida para poder ver a Pedro lo antes posible.
Mastiqué lo poco que me quedaba de uñas mientras trabajaba en la cocina y veía a Suri terminar con el pedido de Pedro. Incluso, cuando sentí que se demoraba demasiado para mi gusto en servir la comida en los platos, me puse a ayudarlo. Tenía pensado, además, ofrecerme a llevarlo hasta su autocaravana, aun a riesgo de no encontrarlo allí a solas. Al menos quería verlo, aunque sólo fuese por unos segundos, para asegurarme de que se encontraba bien.
No conseguí contenerme ni medio segundo; en cuanto Suri acabó de preparar la bandeja...
—¡Yo se lo llevo! —exclamé alzando el tono más de la cuenta.
—Pensaba llamar...
—No, no hace falta. Voy yo de un salto. —Le quité la bandeja de las manos —. En cinco minutos regreso.
—Ok —Suri remoloneó la vocal, sonriéndome—, ve tú. Confío en que, cuando lo veas, te tranquilizarás un poco.
—Estoy tranquila —solté de camino a la puerta, atropellándome con mis propios pies.
—Sí, se nota —se carcajeó Suri—. Por lo visto no tendré que pedirte que te des prisa y no lo hagas esperar, porque...
El resto de la frase de Suri me la perdí, pues ya había salido de la cocina.
Varias veces estuve a punto de perder todo lo que cargaba en la bandeja; mi manejo de las curvas no era el mismo que tenía Pedro y, por lo visto, él, a diferencia de mí, también tenía mucho mejor control de sus nervios. A mí toda
esa situación me tenía con el corazón en la garganta y el estómago completamente revuelto.
Al llegar a la altura en la que comenzaba su autocaravana, mi cuerpo se congeló, porque entendí que lo quería allí solamente para mí y que me desesperaría, sobre todo, encontrarlo con Mónica. Incluso la presencia de David, o de su padre, quien rara vez me miraba a los ojos, resultarían más soportables que ella allí, procurándole los cuidados y el cariño que yo quería darle.
Intenté convencerme de que al menos tendría oportunidad de volver a verlo de otro modo que no fuese a través de la pantalla de un monitor, al menos durante unos segundos, y así estudiar su aspecto de primera mano.
Me detuve a la altura de la puerta, esperando percibir voces que delatasen la presencia de visitas al campeón, pero no oí nada. No alcancé a decidir si se encontraba solo o si era imposible que las voces saliesen del interior de la impresionante casa rodante.
Me acomodé de frente a la escalera cuadrando los hombros. Hubiese preferido poder arreglarme el cabello o el resto de mi aspecto un poco, después de haber estado todo el día trabajando, después del infierno del fin de semana, pero tenía las manos ocupadas y no pensaba dejar la bandeja sobre la escalera; además, no era mi aspecto, sino el suyo, lo único importante allí, y no por una cuestión estética, sino por una cuestión de salud.
Alcé un puño y llamé a su puerta.
Su voz no tardó ni diez segundos en responder a mi llamada.
—¿Quién es?
—Paula, de la cocina; he venido a traerte tu comida —anuncié alzando la voz, poniéndome nerviosa.
—Adelante, está abierto.
Remonté los escalones con el corazón latiéndome en los oídos; las palpitaciones se me subían a la cabeza, entorpeciendo por completo el funcionamiento de mi cerebro.
Casi empezaba a festejar encontrarlo solo, pese a que, aun habiendo contestado él a mi llamada, bien podía estar con alguien.
Empujé la puerta y la luz del atardecer se filtró por ella, naranja, iluminando el interior de la autocaravana, encandilándolo. Estaba solo, vestía ropa de civil y, al verme, se levantó del sillón que rodeaba la mesa, protegiéndose los ojos del sol con una mano.
Se me aflojaron las rodillas de la emoción y mi cuerpo se reblandeció al liberar de mi interior toda la preocupación que venía acumulando desde que vi, a través de la pantalla del monitor, su rostro pálido rodeado de personas que lo atendían.
No pude deducir si en ese instante tenía más color o no, porque el sol le daba justo sobre el rostro, tiñéndolo de naranja. La única vez que me sentí así de preocupada e inquieta fue cuando Tobías acabó internado después de que un camión chocase con su vehículo; yo era apenas una niña y él, un adolescente, pero de cualquier modo sentí como si todo el peso del mundo cayese sobre mí.
Solamente podía pensar en Tobías, en que no quería perderlo, no podía perderlo; mi hermano mayor lo era todo para mí y no me imaginaba el mundo sin él, así como en ese momento tampoco conseguía concebir mi mundo sin Pedro. Era probable que fuese mucho pedir: no quería mi mundo sin él.
Recuerdo que, a pesar de que fueron muchas y tortuosas horas de espera las que pasé en la clínica mientras operaban a mi hermano, le rogué a Dios que salvase a Tobías; prometí que, si lo hacía, no volvería a pedirle nunca nada más. Para Tobías no fue fácil; salió adelante y, de hecho, jamás volví a pedirle a Dios nada más, ni siquiera volví a pensar demasiado en él después de lo de mi hermano, porque su recuperación no fue todo lo mágica de lo que creí que podía esperar del Todopoderoso; ése fue un proceso que nos cambió a todos, que hizo que una parte de mí comenzara a dejar de creer que la vida se solucionaba de modos mágicos y que a veces, incluso, no se solucionaba.
Lo único real en este instante fue que rogué a Dios, al mismo Dios al que le recé de pequeña por la salud de mi hermano mayor, que no permitiese que la vida me separase a mí, jamás, del hombre que tenía en ese momento frente a mí.
A riesgo de ser protagonista de una escena ridícula que incluso podía ser muy incómoda para él, atravesé a toda velocidad la distancia que me separaba de la mesa, dejé la bandeja sobre ésta y lo miré a los ojos. Pedro no había vuelto a despegar los labios para decir nada desde mi entrada.
Al devolverme la mirada, no encontré en sus ojos azul celeste nada que me indicase que debía detenerme.
Casi al borde de las lágrimas, lo mandé todo al demonio y salté sobre él, abrazándolo.
Las lágrimas se pasaron del borde y quizá yo también, al apretarme todavía más contra su cuerpo. Cerré los brazos alrededor de su cuello y, entre hipidos absurdos y descontrolados, inspiré su aroma. Olía a recién duchado y su cuerpo parecía igual de fuerte a como solía verlo; eso no impidió que recordase, una vez más, su estado al terminar la carrera.
Quise decirle lo terriblemente preocupada que estaba por él; las palabras no me salieron.
Pedro no estaba precisamente rígido debajo de mi abrazo, pero tampoco parecía muy cómodo con la situación; no podía reprochárselo, mi acción estaba completamente fuera de lugar. Eso lo entendía muy bien y, sin embargo, no lograba soltarlo.
Al ver la luz del sol reflejada sobre la pared, caí en la cuenta de que había dejado la puerta abierta y, aun así, no conseguí convencer a mis brazos de que soltasen su cuello o a mis ojos de que dejasen de llorar. En este instante la única acción que concebía posible a continuación era confesarle que lo quería más que como un admirador puede querer al campeón, más que como un compañero de equipo... lo quería como todo eso, sumando cada segundo de malos o buenos momentos compartidos, lo quería incluso cuando no comía lo que yo preparaba.
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