viernes, 26 de abril de 2019

CAPITULO 126




Pedro guio el automóvil hacia la oscuridad de la angosta calle que se internaba en el pueblo. 


Unos minutos de trayecto y el grueso de las edificaciones quedó atrás, para dar paso a la naturaleza en todo su esplendor, vistiendo un aroma a noche fresca, aunque ya tenía algunos tintes dulces de verano. Sentí como si literalmente nos alejásemos de todo y de todos, para poder estar solos y ser simplemente nosotros dos.


A los lados del vehículo, terrenos de campo abierto me recordaron a mi Argentina natal.


La ruta se pobló de árboles al instante al ascender una leve pendiente.


En una curva hacia la izquierda, Pedro dejó atrás la ruta principal para tomar una senda más angosta y oscura.


—Este camino de aquí lleva a la casa de mi padre. Fue la primera casa que construimos, para cuando veníamos de visita. Cuando se casaron mi madre y mi padre, se mudaron a Barcelona, pero bajábamos los fines de semana. Allí delante... —Pedro apunto hacia el siguiente camino que se abría desde el frente de una casa grande pero nada ostentosa.


Alcé la vista y vi una construcción sencilla, blanca y enorme, con amplios ventanales y terrazas por todas partes.


—Es un lugar tranquilo —me explicó—. Aquí vengo cuando necesito paz, cuando quiero escapar de todo, cuando necesito ser yo.


—Todos estos lugares, el pueblo, esta casa... te hacen quien eres. —Le sonreí—. Gracias por traerme.


—No sé si me lo agradecerás mucho por la mañana. Aquí no hay mucho que hacer, aparte de dar un paseo por ahí, ir al pantano o simplemente no dar un palo al agua. Descansar.


Mientras Pedro remontaba una pendiente curva, que por el rabillo del ojo vi que daba a parar a la entrada de la casa, me colgué de su cuello y besé su mejilla.


—Pues yo no necesito hacer otra cosa que estar contigo, Pedro.


Y eso fue lo que hicimos después de que me diese un corto tour por la casa, de aspecto muy moderno y tranquilo, que invitaba a sentarse en sus sillones para admirar el paisaje, para llenarse la vista de un cielo increíblemente estrellado, para escuchar a las chicharras, al viento entre los árboles y la calma de los campos que nos rodeaban.


Quizá se le soltó la lengua, porque me di cuenta de que Pedro no tenía intención de comentar aquello, pero me dijo que a Mónica no le gustaba mucho ir allí, pues decía que se aburría en aquella casa porque no había nada que hacer.


¿Nada que hacer? ¡Ja! Qué equivocada estaba esa mujer.


Si había cientos de cosas por hacer... para empezar, besar al hombre que amaba, una y mil veces; acabar con él a los pies de su cama, en la segunda planta de la casa, con el mundo al otro lado de los cristales de los ventanales, desvistiéndolo, tocándolo, sintiendo su piel sobre la mía, haciéndole el amor y
permitiéndole que me lo hiciese a mí, demostrándome lo mucho que me deseaba, escuchándole decir cuánto me amaba. 


Abrazarme a él por una eternidad, dormir a su lado hasta bien entrada la mañana porque ambos estábamos muertos de sueño y ninguno de los dos tenía intención de levantarse temprano para entrenar o lo que fuese. Desayunar en la cama, volver a hacer el amor. Ducharme con él, cocinar juntos, almorzar en la terraza. Tenerlo a mi lado durmiendo la siesta mientras yo leía sosteniendo el libro con una mano y acariciando su cabello rubio con la otra. Los dos congelándonos en la piscina, porque ninguno quería esperar a que el agua se calentara. Los dos tiritando bajo las toallas viendo la puesta del sol.


Ver películas, dormir abrazados una vez más.


Visitar el castillo, el pantano, bajar hasta su playa para verlo todo desde allí. Comer por ahí, regresar a su casa para arrancarnos mutuamente la ropa de nuevo.


Bajar al pueblo una vez más para almorzar con sus abuelas a mediodía, en un día entre semana que se había puesto caluroso y agradablemente lento, para celebrar su cumpleaños en la intimidad de la familia a la sombra de la vegetación entre conversaciones mansas y risas sinceras.


Escuchar de la boca de quienes lo conocían sus travesuras infantiles, como que una vez se había tirado con un carrito por una de las calles del pueblo en una carrera con uno de los niños de allí y que los dos por poco se matan; cuentos de hurtos furtivos a huertos, y fiestas patronales para las que se había disfrazado. El primer diente perdido, Navidades familiares, veranos en el camping de caravanas.


Todas aquellas historias y la charla amena relajaron a Pedro; se le notaba no solamente en los músculos del rostro, sino también en su pecho y en sus brazos cuando me abrazaba, incluso en el modo en que disfrutaba la comida especialmente preparada para él, porque, sí o sí, más allá de que estuviese de vacaciones, debía seguir con su dieta; si hasta comía con gusto y sin preocuparse por dónde estaban ubicados los ingredientes en el plato.


Me di el gusto de prepararle una nueva tarta de cumpleaños, sin Meteoro en la cubierta pero con las velas, para no faltar a la tradición de cantarle el Feliz cumpleaños y que él soplara para ser retratado por las cámaras y móviles de toda la familia y de algunos conocidos cercanos del pueblo.


Pese a mis quejas y miedos, Pedro probó un par de bocados del pastel y, entre besos empalagosos, me dijo que estaba buenísima, que era el mejor regalo de cumpleaños que pudiese recibir jamás; eso me lo soltó porque yo llevaba todo el día insistiéndole en que, cuando regresásemos a la civilización, le compraría un regalo, cosa a la que él estaba emperrado en negarse, porque, según decía, no necesitaba darle absolutamente nada, pues él ya tenía todo lo que deseaba, mucho más de lo que podía pedir... y no sólo en bienes materiales; esa frase la había rematado con un increíble beso antes de que bajásemos de su automóvil en el camino de entrada frente a la casa de su iaia. La verdad es que poco importaba si estaba buena o no, con sus besos me bastaba; y yo, tonta de mí, que había estado buscando con desesperación su aprobación cuando en realidad ya la tenía.


A la familia le encantó la tarta, incluso a su padre, quien, para mi sorpresa, repitió y devoró dos trozos, acompañados de un par de copas de cava. Con él aún no teníamos un trato fluido, ni mucho menos, pero al menos ya no me miraba como si fuese a ser la perdición de Pedro; por lo visto se acostumbraba a verme por allí, pegada a su hijo.


Aquella tarde estupenda derivó en una noche en la que pusieron a asar carnes y algunos mariscos también. Hubo más vino, música, fiesta. Sin mucho éxito, intentaron enseñarme a bailar sardanas y a decir algunas palabras, impronunciables para mí, en catalán.


La noche se estiró todavía más y regresamos a su casa para caer rendidos muy abrazados y felices, para que Pedro me dijese, somnoliento pero sincero, que había sido uno de los mejores cumpleaños que había tenido en mucho tiempo.


El viernes fue un día remolón, de charlas tranquilas en el sofá, Pedro me habló de lo sucedido con su madre, tema que hasta ese momento había quedado un tanto relegado, y entendí por qué, pese a que él me dijo que había sido algo que sucedió mucho tiempo atrás, todavía le dolía, y probablemente le dolería siempre, no tener a su madre con él. Mireia había tendido eclampsia; la enfermedad se le declaró en la semana veintidós de embarazo del que iba a ser su hermano pequeño. Su estado empeoró y empeoró, o por lo menos eso le habían contado a Pedro. Una noche oyó que algo no iba bien; por ese entonces vivían en Barcelona. Él estaba durmiendo, y una ambulancia vino a buscar a su madre; a él lo dejaron con una vecina. Pedro creía recordar que, al día siguiente, alguien le había dicho que algo malo le había sucedido a su hermanito. Mireia había perdido el bebé y, un día después del aborto, falleció ella también.


Pedro recordaba, como si se tratara de pantallazos, el cementerio, no mucho más. Y, sobre todo, la sensación de pérdida, sus ganas frustradas, que ya eran un dolor enquistado en él y con el que había tenido que aprender a vivir... ganas de verla acompañarlo en cada circuito, de poder disfrutar con ella de sus victorias.


Añadió lo mucho que le hubiese gustado que me conociese.


Sus ojos llenos de lágrimas, su sinceridad al hablar con esa voz que por momentos no podía disimular el temblor que le causaba lo que sentía, lo que llevaba dentro, me ayudó a terminar de convencerme de que el campeón tenía mucho de ser humano, pese a lo que todos creían; incluso más de lo que yo imaginaba y había tenido la oportunidad de experimentar.




CAPITULO 125




Nos alejamos de la luz debajo de la que se habían acomodado ellas para perdernos un poco en la oscuridad de la noche, lejos de todos, incluidos los fuegos, por lo que allí hacía algo más de frío.


Pese a la proximidad del verano, la noche era un tanto fresca.


Me abrace a mí misma.


Pedro se percató de mi gesto y, con su brazo libre, me abrazó contra su cuerpo.


—¿Te han torturado mucho? Sé cómo puede ponerse mi tía.


—No, está bien. —Viendo que él estaba cariñoso y que por lo visto no había problema en que nos tocásemos en público, me abracé a su cintura. Él sonrió más. Su brazo me estrechó con más fuerza.


—¿Seguro? Lamento haberte dejado sola. Tenía que saludar a todo el mundo. Ya sabes cómo es esto. Ahora estoy libre, soy todo tuyo.


Levanté la cabeza y me estiré para llegar a su boca, mis labios tocaron los suyos.


—Eso suena estupendo.


Pedro se puso serio de nuevo.


—Lamento todos los comentarios que imagino que hicieron. Es culpa mía.


—Pasará. Mientras me abraces, todo estará bien.


Pedro bajó su boca hasta la mía y me besó con ganas para después detenerse sobre mis labios, acariciándolos con los suyos, depositando delicados besos sobre mi piel.


—No te preocupes por lo que digan, la gente siempre tiene algo que opinar sobre la vida de los demás. Así es, sobre todo cuando eres un personaje público. Ellos consideran que, por tener una parte de mi vida expuesta a los medios, debe serlo toda, y se creen con el derecho de criticarme y analizar cada cosa que hago o digo. No permitamos que ensombrezcan este momento.


—No pienso permitírselo. —Lo besé—. Estoy feliz de estar aquí. Gracias por traerme. Me alegra haber conocido a tu familia.


—No te he traído para que pases tiempo con mi familia, lo he hecho para que estés conmigo, te quiero toda para mí. ¿Qué me dices si nos largamos ya? Ya he saludado a todo el mundo, he posado con ellos para un centenar de fotos y es tarde, estoy cansado y sólo quiero largarme de aquí para meterme en la cama contigo.


Reí bajito.


—Me parece que no es conveniente que les digas que quieres largarte de aquí para meterte en la cama conmigo —entoné juguetona, pegándome todavía más a él.


Pedro rio conmigo.


—Tienes razón, no creo que eso sea buena idea. Les diré que estamos cansados. Al fin y al cabo, estaremos unos días por aquí y volverán a vernos. No pueden quejarse.


—Si no es un problema para ti...


Pedro negó con la cabeza.


—¿Quieres terminarte esto? —me preguntó haciendo referencia a la paella.


—No, estoy llena.


Pedro me soltó, se llevó un poco de paella a la boca poniendo cara de que estaba deliciosa y me guio de regreso a la gente.


—Papá, nosotros nos retiramos ya —soltó alzando la voz para que su padre, que se encontraba en la otra punta de la calle, lo oyese. 


Luego dejó el plato de paella sobre la mesa.


Alberto giró la cabeza. Lo miró ceñudo; sin embargo, se aguantó y no dijo nada.


—Familia, amigos —comenzó a decir Pedro, alzando la voz otra vez—, nosotros nos retiramos ya. Estamos cansados. Os agradecemos muchísimo el recibimiento. Todo estaba estupendo, pero hemos tenido un fin de semana muy movido y estamos agotados. Gracias a todos una vez más y nos veremos en estos días.


Alzó una mano y los saludó a todos, mientras los presentes nos daban las buenas noches.


De la mano, fuimos hasta su coche.


Nos alejamos de allí recibiendo todavía las buenas noches de unos cuantos.



CAPITULO 124




Su padre y Pedro cruzaron un par de palabras. 


Mientras todos los observaban, Pedro se agachó frente al chico y el padre les sacó un par de fotografías con su teléfono móvil. Pedro lo abrazo y después se hizo fotos también con el padre.


Retomaron la conversación y a los pocos segundos oí alegres carcajadas.


El campeón recibió sobre su espalda un par de palmadas de reconocimiento, que hicieron que sus ojos azul celeste se iluminasen todavía más, incluso más de lo que brillaban por estar frente a una de las fogatas.


Lo vi dedicarle a cada una de las personas que se aproximaron al menos un par de minutos de su tiempo; la mayoría de los presentes aprovecharon la oportunidad para sacarse alguna fotografía con él. Yo sabía que a Pedro aquello no le gustaba, pero, por lo visto, esa noche no lo estaba padeciendo como la tortura que a veces en su rostro parecían ser las interminables sesiones de fotografías y autógrafos durante los fines de semana de gran premio.


En mis manos apareció un plato de paella y me invitaron a sentarme entre un montón de señoras del pueblo que procedieron a interrogarme sin piedad, pero sin perder la sonrisa, sobre mi procedencia, profesión, edad, pasado sentimental (sobre lo cual no había demasiado que contar, lo que las decepcionó); me preguntaron sobre mi familia, mis amigos, sobre mi trabajo en Bravío y, por supuesto, sobre cómo había conocido a Pedro.


—Bueno, creo que él me confundió con un chico. De hecho, me confundió con uno.


—Por tu cabello, seguro —soltó una señora de unos sesenta años, que tenía el cabello cortísimo igual que yo—. Hay algunos hombres que... —gruñó furiosa, dejando la frase inconclusa—. Creo que todas las mujeres deberían cortarse el pelo así al menos una vez en la vida. ¡Es tan liberador!


—Ella porque es jovencita y con esas facciones puede llevar cualquier cosa —acotó otra—. No todas podemos prescindir de nuestras melenas.


—Pues ahí lo tienes, ése es el error —exclamó la del pelo corto—. Pensamos que dependemos de nuestro cabello para ser sexis y eso no es así.


—En eso estoy totalmente de acuerdo —dije riendo, después de bajar un bocado del arroz de la paella, que estaba cremoso y exquisito.


—Todavía no nos has contado cómo os conocisteis —insistió otra.


—Estaba de viaje en Australia; tenía pasaje para regresar a casa a los pocos días, pero apareció el equipo en el que corre Pedro y me ofrecieron, junto con una amiga, trabajar con ellos durante el fin de semana. Aceptamos y fuimos. Cuando llegamos... Pedro y el cocinero que ayudaba al chef de Bravío habían tenido una discusión y éste había renunciado. Necesitaban un reemplazo urgente y nos preguntaron a los que habíamos ido a trabajar de camareros si alguno tenía experiencia en la cocina.


—¡Y tú eres chef pastelera!


—Eso mismo —convine—. Así que acepté reemplazarlo ese fin de semana. En un momento dado, estaba sola en la cocina, intentando amoldarme al trabajo, cuando él apareció como una tromba, reclamando su almuerzo de muy malos modos.


—Sí, el campeón a veces tiene muy mal genio —intervino una de las mujeres presentes.


—De eso no hay la menor duda; no lo heredó de nuestra parte de la familia, sino de la de mi cuñado Alberto. Mireia siempre estaba de muy buen humor, no era para nada así de terca y cascarrabias como se pone a veces Pedro —soltó su tía, acomodándose en la silla a mi lado. Me tendió una mano—. Soy Raquel, la hermana de Mireia, la madre de Pedro. Todavía no nos han presentado. Al campeón a veces se le olvida aquello de que es un ser humano y de su padre, para qué hablar. Todavía me pregunto si será algo genético o de la Fórmula Uno, eso de saltarse todas las normas de cortesía. Como ninguno de los dos nos ha presentado, me presento yo. Es un placer conocerte, Paula.


—Hola. —Estreché la mano que me tendía—. El placer es mío.


—Es una sorpresa tenerte aquí. Ayer, cuando os vimos, no entendíamos qué estaba pasando. No teníamos ni idea de que Pedro y Mónica hubiesen roto.


—Bueno, fue un poco... —Me atraganté con mi propia saliva; todas las mujeres que me rodeaban me miraban fijamente—. Fue un poco abrupto, lo sé. Sí, Pedro tiene muy mal genio a veces, y ese primer cara a cara nuestro no fue muy feliz; sin embargo, creo que...


—Caíste rendida de amor por él desde ese instante —completó por mí una de las mujeres.


—Sí, más o menos. —Reí inquieta, más de nervios que por cualquier otra cosa. La tía de Pedro no me quitaba los ojos de encima; el caso es que me miraba de un modo muy parecido al que utilizaba Alberto al posar sus ojos en mí.


—¿Cómo habéis acabado juntos?


—Si es que ayer, cuando os vimos daros un beso al final de la carrera, nos morimos de amor. ¡Fue tan romántico!


—No tenía ni idea de que eso sucedería. Pedro y Mónica... ellos no estaban... la relación no iba muy bien últimamente.


—Nosotros creíamos que ella lo acompañaría a pasar su cumpleaños aquí.


Imposible esquivar la mirada que me lanzó la tía de Pedro después de pronunciar aquellas palabras.


—Hasta ayer por la tarde no tenía ni idea de que estaría aquí hoy. — Intentaba aclarar mi posición frente a esas mujeres, en especial frente a su tía, quien me miraba como si yo fuese poco menos que una buscona que quisiese aprovecharme del campeón, pero sin delatar demasiado de la vida privada de Pedro, y eso no estaba resultando tarea sencilla—. Pedro y Mónica lo dejaron y entonces él y yo... entonces sucedió lo del podio.


—Eso no debió de sentarle muy bien a Mónica. Vimos lo que te hizo con esa preciosa tarta que le habías preparado al campeón. Una pena. Era muy bonita y seguro que sabía estupendamente; no es lo mismo un pastel preparado en casa que uno hecho por manos expertas.


—Ya me gustaría a mí plantarle cara a esa italiana para soltarle unas cuantas cosillas —murmuró una.


—Creo que, si digo que estuvo en el pueblo tres veces durante todos los años que ha pasado con Pedro, exagero. Además, venía aquí con sus tacones y su ropa impecable y jamás se quitaba las gafas de sol. Nunca saludaba a nadie. Ni siquiera sabía decir «hola» en castellano, y del catalán, ni hablar.


—Fue un momento complicado para todos; lo de la tarta, digo.


La tía de Pedro parpadeó lentamente un par de veces.


Cómo deseé no tener la garganta tan cerrada para así poder continuar disfrutando de mi paella y no tener que hablar.


—Hasta lo que yo sé, Pedro y ella tenían planeado casarse.


—Tía.


Oír la voz de Pedro supuso un alivio de gigantescas proporciones.


Giré la cabeza para ver que había puesto una mano sobre el hombro izquierdo de su tía. Ella palmeó el dorso de su mano.


—No torturéis a Paula o no querrá volver. No la espantéis.


—No era mi intención espantarla, Pedro.


La respuesta de mi chico fue una efímera mirada que apartó de los ojos de ella para unir a los míos. Sus ojos se alegraron, y sus labios se aflojaron hasta distenderse por completo para formar una sonrisa sosegada y dulce.


—¿Qué tal está eso? —curioseó apuntando con la cabeza en dirección al plato de paella en mis manos.


—Riquísima.


—¿Me dejas probar un poco?


Ante el público femenino, que no nos quitaba la vista de encima, le contesté que sí. No sabía si pasarle el plato o bien dársela en la boca con el tenedor.


Desde que llegamos al pueblo, Pedro había mantenido las distancias y no quería forzarlo a hacer demostraciones de afecto frente a tanta gente si no se sentía cómodo con ello. La verdad era que no tenía ni idea de si se sentía cómodo o no con abrazar o besar frente a otros, o incluso si, por el momento, por lo reciente que era su ruptura con Mónica, prefería no hacer demasiada demostración de nuestra relación.


Pedro tomó la iniciativa. Su mano se movió en dirección al plato.


Lo alcé para alcanzárselo, pero él quería algo más que la paella. Una de sus manos asió el plato y la otra mi muñeca derecha, con la que tiró de mí para ponerme en pie.


—¿Nos disculpáis un momento? —entonó, si bien ya me alejaba de las mujeres sin más.


Quise despedirme de ellas, pero no me salieron más que balbuceos indescifrables.