sábado, 27 de abril de 2019
CAPITULO 129
Una gran alfombra persa de colores cálidos y suaves, una mesa decorada con marquetería y, encima de ésta, un jarrón con flores blancas, frescas y perfumadas. Desde allí se abría espacio una escalera que debía de conducir a la siguiente planta, igual que el ascensor allí detenido, uno de uso independiente para el apartamento. Un pasillo discurría hacia la derecha; sus paredes eran puertas con boiserie.
—Por allí están dos de las habitaciones —explicó Pedro—, y también hay un lugar de almacenaje, algunos armarios —añadió—. Aquí en Montecarlo falta espacio, de modo que se aprovecha hasta el último centímetro. Por allí está la cocina —indicó el pasillo a la izquierda. Me quitó la bolsa del hombro después de dejar las suyas en el suelo y cerrar la puerta. Tomó mi mano entre las suyas—. Ven a ver esto. —Pedro tiró de mí hacia el reflejo de sol que iluminaba el suelo de mármol a un lado del pasillo de la izquierda y el ascensor.
En cuanto dimos dos pasos, tuve plena visión de la espléndida y amplia sala de estar, luminosa hasta el punto de parecer ilusoria, y, más allá de una arcada, un comedor simplemente estupendo que quitaba el aliento; esos dos ambientes daban a toda la esquina del edificio, por lo que, en dos de sus lados, había un balcón tan amplio que más que eso podía ser llamado terraza. El espacio era enorme. Había sillones allí fuera, formando rincones agradables; también una mesa con sillas y las vistas... las vistas eran de un mundo aparte.
Pedro me sacó al balcón; desde allí se veía toda la ladera, los yates, el agua increíblemente azul.
—Y bien, ¿qué te parece? ¿Te gusta?
—Este lugar es alucinante, Pedro. Es imposible que no me gustara. — Extendí los brazos hacia el paisaje—. Sólo hace falta mirar esto. La vista es impagable.
Pedro rio.
—No te creas, todo tiene un precio. Montecarlo, además de sus paisajes, tiene muchas cosas buenas. La ciudad, de por sí, es increíble; ya lo comprobarás por ti misma. Lo bueno de este sitio es que puedes salir a correr o de compras, o ir a comer donde quieras, o instalarte en una terraza al sol... sin miedo de que te sigan los paparazzi. Aquí no pueden fotografiarte por la calle así sin más. Por ello, el acoso es mínimo y la gente es sumamente respetuosa con la vida privada de los demás. Es un buen lugar para vivir, porque, a pesar de las fiestas, de todos los centros nocturnos, del casino y de la farándula, la ciudad es tranquila. Por contradictorio que parezca, aquí puedes llevar una vida relativamente sosegada.
—Bueno, la verdad es que se nota que muy mal no lo pasan. —Le señalé con la cabeza los yates allí abajo, en uno de los dos puertos de la ciudad.
—¿Te gusta navegar?
—De hecho, sí; hice un curso de timonel hace mucho tiempo. Aunque mi experiencia no es similar a lo que veo allí abajo. Junto a esas naves, aquellas en las que estuve a bordo parecerían una bañera.
Pedro se carcajeó de mí.
—No bromeo, esos yates son gigantescos.
Me agarró por la cintura.
—Al menos terminaste el curso; yo lo comencé y jamás lo completé.
—Nunca es tarde. Deberías encontrar tiempo para hacer lo que te gusta.
—Hago lo que me gusta.
—Para probar otras cosas.
—Ya estoy probando otras cosas —susurró sensual, atrayéndome a su cuerpo. Su boca quedó frente a la mía.
—¿Estás seguro de que podrás navegar en estas aguas? Como mínimo deberías tener título de patrón de yate.
El campeón me sonrió. No pensaba esperar a que él se decidiese a besarme: comencé a besarlo yo, abrazando su cuello entre mis manos.
Sus labios le dieron un nuevo sentido a los míos.
Estar allí con él me daba un nuevo sentido a mí; no sabía por qué, pero, lo nuestro, al llegar allí, al que él consideraba su hogar, me parecía más real, más sólido; sin duda era un excelente paso para dejar atrás el mal trago de la carrera del fin de semana de España; no porque todo hubiese sido malo, sino porque, quizá, lo nuestro no había comenzado de la mejor manera. Al menos así, estando allí con él, en su casa, le daba un toque más oficial, a pesar de lo reciente que era nuestra relación.
No es que Pedro fuese por la vida cambiando de novia; sus relaciones siempre habían sido largas y estables, alejadas del drama y de las portadas de revistas del corazón; eso... hasta que aparecí yo. Supongo que los paparazzi, a partir de ese momento, no tendrían mucho más que contar, porque yo ya estaba allí, con él.
Estar allí con él...
CAPITULO 128
El automóvil remontó el camino entre árboles y arbustos, cuidados al detalle, que se abría a una explanada estupenda con vistas al mar y que se enredaba en las formas de la topografía de la ciudad para hacerle espacio al solárium y a una piscina curva al amparo de sombrillas, tumbonas, pérgolas y plantas en flor cuyos pétalos acompañaban las tonalidades cálidas y terrosas de las edificaciones circundantes e incluso de la ladera.
El chófer nos dejó a las puertas de un edificio del mismo tipo de esos que tantas veces había visto, por televisión, dar cuerpo al circuito de Montecarlo.
—Hemos llegado. Home sweet home —entonó Pedro con una gran sonrisa que era sólo para mí.
El chófer descendió. Alguien se acercó a mi puerta para abrirla.
—Espero que te guste, quiero que te sientas cómoda aquí.
—Este sitio es increíble, Pedro. La ciudad es completamente irreal. Todavía no puedo creer que esté aquí. Esto es muy raro.
Pedro rio.
—Lo digo en serio. No tienes ni idea de lo surrealista que es para mí encontrarme aquí habiendo visto todo esto por la tele.
—Bueno, acostúmbrate, porque aquí te quedarás. Estás donde se supone que debes estar, conmigo.
Reí un poco más. Mis nervios aumentaban con toda la situación, porque, a pesar de sus palabras y de lo maravilloso que me parecía el paisaje y la ciudad, me sentía un poco fuera de lugar.
—Anda, baja, que quiero enseñártelo todo ahora mismo. Quiero ver tu cara cuando te topes con las vistas que tenemos allí arriba.
Abrieron mi puerta y bajé, para luego agradecerle su bienvenida, en francés, al hombre que me acogió en aquel idioma.
Pedro descendió por el otro lado, mientras el chófer se movía hasta la parte trasera de nuestro coche para ocuparse del equipaje.
Alcé la vista. Pedro me había contado que su apartamento era el de la última planta, un ático dúplex con terraza privada, con su propia piscina y gimnasio.
Sentí un poco de vértigo y no porque me molestasen las alturas.
Una mujer salió por la puerta del edificio y se dirigió hacia mi derecha; fue entonces cuando me percaté de que, en la rotonda, detrás del automóvil que nos había traído, se había detenido otro vehículo. No pude identificar la marca, pero, de que era caro, no me quedó ninguna duda.
Vi que Pedro ayudaba a nuestro chófer a bajar el equipaje y me uní a ellos para echarles una mano.
—Pásame mi bolsa.
—No, está bien. Puedo con todo.
—Vamos, Pedro, que puedo con mis cosas, trae acá. —Se la descolgué del hombro pero sólo porque, básicamente, me lo permitió.
Pedro le dio las gracias al chófer, quien, cerrando el maletero, se despidió.
El hombre que me había dado la bienvenida a mí hizo lo propio con Pedro; él se lo agradeció llamándolo por su nombre.
—Andando, es por aquí —me indicó el campeón, apuntando con la cabeza en dirección a la puerta.
El coche que nos había traído se puso en marcha y, detrás de éste, aquel en el que se montó la mujer que había salido del edificio.
Lo seguí.
El hall era muy monegasco. Todo allí era demasiado irreal, incluso el tipo elegante de uniforme que ocupaba la portería y que nos dio la bienvenida.
En un inglés que sonó muy inglés, avisó al campeón de que en un momento le haría llegar su correo y las prendas de la lavandería.
Pedro se lo agradeció y fuimos hasta el ascensor que quedaba a un lado de unas bonitas escaleras de mármol.
Una cabina muy francesa nos llevó hasta el último piso del edificio de apenas ocho plantas; bueno, en realidad eran nueve, porque el apartamento de Pedro era de dos plantas.
De la bolsa, Pedro extrajo un juego de llaves.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron a un pequeño recibidor, que también tenía salida a las escaleras que ascendían desde la planta baja.
Las puertas blancas de doble hoja resultaban imponentes.
—Ahora sí, bienvenida a casa. —Pedro empujó las puertas para dejar al descubierto un gigantesco recibidor de suelo de mármol blanco, cuyas placas, por su tamaño, alardeaban a gritos lo caras que eran.
CAPITULO 127
Por desgracia, nuestros días para ser solamente nosotros dos, durante esas vacaciones apretujadas en un calendario muy agitado que apenas si permitía pararse a pestañar, se terminaron el sábado muy temprano, cuando debimos recogerlo todo y cerrar la casa para partir rumbo a Montecarlo, donde Pedro tenía que acudir para cumplir con diversos compromisos con los patrocinadores del equipo e incluso para retomar su entrenamiento previo al fin de semana de carrera.
No fue tan trágico viajar en su avión privado; de hecho, resultó una experiencia particular que, más allá de lo extraño que me parecía volar de ese modo y con todos esos lujos, disfruté.
Además, me emocionaba sobremanera estar a horas de conocer el lugar que él realmente consideraba su hogar, donde estaban todas sus pertenencias, donde pasaba la mayor parte del año, estuviese la temporada de campeonato o no en pleno desarrollo.
Pedro también estaba emocionado y ansioso por mostrarme su casa, por que terminase de entrar en su vida de una vez por todas. Él quería que todos se acostumbrasen a verme a su lado, que se hicieran a la idea, porque así sería en adelante. ¿Y qué más podía pedir yo que saberlo tan decido a apostar con todo a lo nuestro?
Ver Montecarlo desde el cielo fue impresionante.
Saltar del avión para recorrer sus sinuosas y lujosas calles, simplemente irreal.
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