viernes, 22 de marzo de 2019
CAPITULO 34
Las ruedas del carro rodaron con suavidad por el camino de cemento. Otra vez la noche de Baréin sobre mí. La pena que me iba a dar abandonar ese lugar... si sólo con ver a todo el mundo trabajando de manera frenética para recoger el equipo me angustiaba. Esa jornada no habíamos tenido tiempo para mucho, menos que menos para ir a tomar una cerveza; es más, hacía un par de horas que me había despedido de Martin y de Kevin, quienes, nada más cumplir con todas sus obligaciones después de la carrera, se fueron a sus respectivos hoteles y, de allí, al aeropuerto. Ni siquiera pasarían la noche allí.
Haruki también había partido pronto; su vuelo a Japón para pasar por su casa unos días antes de la tercera carrera de la temporada salía temprano. Helena y Amanda, a quien la primera me presentó de manera muy fugaz tras la carrera, iban a tomarse unos días de descanso en Tailandia, de modo que también se fueron pronto.
Igual que el Bravío, el resto de los equipos desmantelaban sus instalaciones para partir.
El carro se trabó entre las juntas de cemento alisado. Me di la vuelta y tironeé para hacerlo saltar el bache. Iba demasiado cargada y el cansancio no me ayudaba.
—¿Te echo una mano con eso?
Di un respingo al oír su voz. Solté el carro. No tenía ni idea de que Pedro estuviese todavía en el país, y aún menos en el circuito. Como había visto a su novia partir con su equipo de grabación después de la rueda de prensa y demás reportajes, imaginé que él se habría ido tras ella.
—Te ayudo. —Pedro pasó por mi lado y asió las manijas del carro. Me di cuenta de que iba vestido de civil, por decirlo de algún modo, no con ropa del equipo. Llevaba tejanos, zapatillas deportivas, camiseta negra y, por encima, una chaqueta de cierre negra con capucha gris. Iba vestido como un ser humano más, como cualquier persona con la que pudieses toparte en la calle.
Pasé por alto el increíble modo en que su trasero se veía en esos vaqueros para volver a lo importante.
—No es preciso. —Intentando no tocarlo demasiado, vestido de calle o no, todavía continuaba siendo el campeón, Siroco, así que lo empujé un poco para apartarlo del carro. Ése era mi trabajo, no el suyo. Puse mis manos por detrás de las suyas y nuestros brazos quedaron entrelazados porque él no soltó el carro. Tenerlo así pegado me resultaba demasiado extraño, sobre todo porque entre nosotros, pese a esa lejana cercanía de anoche, tumbados sobre el trazado, continuaba existiendo una tirantez que parecía muy difícil de eliminar.
CAPITULO 33
Nos quedamos en silencio mirando el cielo.
Inspiré bien hondo un par de veces; necesitaba sentir mi cuerpo a fondo para asegurarme de que eso era real.
—Y bien, ¿qué os parece?
—Que deberíamos hacer esto más a menudo —contesté—. Gracias por invitarme, Otto.
—De nada, Duendecillo.
Reí.
—Por lo visto hablas con Suri.
—Sí. —El alemán volvió a reír.
—¿Qué es eso de Duendecillo? —curioseó Pedro.
—Suri me llama así.
—¿Por qué?
Me sorprendió que me dirigiese tantas palabras seguidas y no en un tono semejante al ladrido de un perro rabioso.
—Por mi corte de pelo y porque soy pequeñita.
Lo oí reír bajito.
—No te rías de mí, campeón.
Otto también rio.
—¿Por qué te llaman a ti Siroco? ¿Qué significa?
—Es culpa mía —contestó Otto.
—Sí, fue él quien comenzó a llamarme así. El siroco es un viento del sudeste que afecta la región del Mediterráneo. Proviene del Sáhara.
—Empecé a llamarlo así porque la primera vez que lo vi fue en España, un día de viento y mucho calor que amenazaba con tormenta; la humedad era insoportable. Él hacía unas pruebas y, a pesar de que el día era infernal, que todos estábamos hechos puré, él volaba sobre la pista como si nada lo afectase. Soplaba el siroco ese día.
—Entonces, ¿eres un viento? —La pregunta iba dirigida a Pedro—. Un viento pegajoso y opresivo —bromeé.
—Sí, más o menos eso. —Otto rio.
—Vamos, reíros a gusto; al menos a mí no me llaman Duendecillo ni Toto, como si fuese un oso de peluche.
Los dos nos reímos.
—¿Sabes que la primera vez que me vio creyó que era un chico? —le conté a Otto.
—No me sorprende; el campeón ve lo que quiere ver; por eso discutimos, por eso estamos aquí.
Me reí.
—Eres increíble, campeón —añadió.
—Es que tenía prisa y ella lleva el cabello muy corto y yo no... —se apresuró a soltar Pedro.
—Ya, ya... —Alcé un poco la cabeza para ver a Toto palmear los abdominales de su protegido—. Algunas fuentes dicen que el viento siroco lleva su nombre por la estrella Sirio, del Can Mayor, una de las estrellas más brillantes del firmamento.
—Qué poético —bromeé.
—A él le falta poesía.
—No tengo tiempo para esas tonterías.
—Deberías tener más tiempo para tonterías, campeón —le dije—. La vida es, en gran parte, eso.
Pedro se alzó sobre los codos y me miró.
Le sostuve la mirada a esos ojos azul celeste.
Pedro no añadió nada más, volvió a recostarse y, unos treinta segundos más tarde, o quizá menos, se puso en pie, instándonos a que nos levantásemos para acabar con lo que él y Otto habían ido a hacer allí.
Al día siguiente vi a Pedro ganar el Gran Premio de Baréin después de haber aceptado un par de modificaciones de Otto. Haruki llegó en segundo lugar; Martin, en tercero, y Kevin, después de una estupenda salida y toda una
carrera dando batalla, en cuarto.
Al igual que en Australia, vi a Pedro salir de su automóvil para celebrar su triunfo con el equipo, besar a su novia y saltar feliz sobre el podio por liderar el campeonato mundial de cara al Gran Premio de China.
CAPITULO 32
Al salir a las luces de los reflectores que todavía iluminaban el circuito, Pedro se encasquetó una gorra del equipo y echó a andar hacia la parte
posterior de la calle de boxes sin esperarnos. Otto fue tras él y yo corrí tras los pasos del alemán, cuyas piernas debían de ser el doble de largas que las mías.
—¿Los de los otros equipos no hacen esto de ir a ver el estado del trazado? —curioseé al alcanzar a Otto.
—Sí, todos lo hicimos ayer, pero con Pedro no nos ponemos de acuerdo.
—Sí. —Yo misma había oído el modo en el que le contestó.
Desvié la vista al frente. Pedro continuaba caminando sin esperarnos.
Alcanzó el final de la pared de la recta y entró en la pista para caminar en sentido contrario a nuestra dirección; imaginé que se dirigía a la línea de salida.
Quedamos de frente, a la distancia; así y todo, nuestras miradas se encontraron. Como era de esperar, me puso mala cara. No me quería allí, ni en la cocina, ni en la categoría, ni en el circuito, ni en cualquier parte cerca de él.
Pobre de Pedro si vivía así de enojado con todo el mundo, todo el tiempo; si incluso con Otto y con Martin parecía relacionarse a base de roces, como si tuviese que llevarlo todo hasta las últimas consecuencias.
—Adiós —le dijo Otto en broma cuando nos cruzamos con él a través del pit wall.
La respuesta de Pedro fue una cara de perro digna de retratar y subir a Instagram para mostrarle al mundo su falta de sentido del humor. Por otra parte, me hubiese gustado poder guardármela para mí; incluso así, con mala cara, tenía un algo gracioso... quizá fuese su esfuerzo por verlo todo desde allí arriba, sin ser capaz de reírse de sí mismo o disfrutar con un poco más de libertad de todo lo bueno que tenía al alcance de la mano. Todavía no acababa de decidir si, al descubrir esas reacciones en él, me entraban más ganas de matarlo o de sonreír.
—¿Hace mucho que lo conoces? A Pedro, quiero decir.
—Sí, mucho. Yo trabajaba en el primer equipo de la categoría en el que él entró como piloto de pruebas. Corrimos juntos nuestra primera temporada allí.
El equipo le quedó pequeño y se pasó a otro después de ese año. Estuvimos un año separados y luego nos reencontramos en otro equipo, Pedro me pidió como su ingeniero de pista. Desde entonces colaboramos codo con codo.
Cuando firmó su contrato con Bravío, me trajo con él.
—Por lo visto hacéis un buen equipo.
—Quiero creer que sí, nos conocemos bien.
Dimos la vuelta por el paredón.
—No creo que sea buena idea que dé mi opinión —dije deteniéndome sobre la franja de asfalto—. Por favor, no me pidas que sea la que decida entre vosotros. No le caigo bien a Pedro y vosotros dos...
—¡No digas tonterías! —Toto soltó una carcajada—. Andando. Ya verás como él también quiere tu opinión. Anda, corre o nos ganará.
—¿Vais a tardar mucho más? —nos gritó Pedro desde la línea de salida, alzando los brazos, impaciente.
Toto, con toda su corpulencia a cuestas, corrió hasta él riendo.
Yo di un paso sobre la cinta de asfalto y sentí que se me ponía la piel de gallina. La luz de los reflectores impactó sobre mí, casi cegándome.
—Mierda —jadeé sintiéndome muy pequeña al llegar al centro de la pista.
Eché un vistazo hacia un lado y al otro sin terminar de reaccionar. Hasta hacia pocas horas, los coches habían acelerado a fondo por allí, y lo harían otra vez al día siguiente.
Giré un poco para detenerme de cara a la tribuna.
Me mordí el labio inferior para contener un poco la ridícula alegría que me invadía. Eso era simplemente increíble.
—¡Eh tú, ¿piensas acompañarnos o no?! No tenemos toda la noche —me gritó Pedro. Su voz se extendió sobre el circuito para perderse en el maravilloso horizonte de Baréin.
Otto le puso cara de decir «permítele disfrutarlo un momento».
—¡Voy! —chillé.
—Qué bien —lo oí gruñir entre dientes.
Corrí entre las marcas de posición que utilizarían los corredores para ubicar sus posiciones de mañana. Eso, definitivamente, era surrealista.
—Empecemos. —Antes de que yo llegase a ellos, Pedro movió a Otto de su sitio para detenerse en la marca que estaba más adelante, desde allí saldría. Se acomodó de frente a la línea de salida—. Bien Toto, te lo digo: el motor de Martin no tiene la potencia suficiente, pero Haruki entrará en pánico en cuanto vea que se le viene encima. Lo que le falta al coche, le sobra en maña a Martin.
Intentará colarse entre nosotros dos.
—No quiero que estés mirando todo el tiempo los espejos retrovisores para ver qué hace Martin, Pedro. Concéntrate en la primera curva.
Sin mover la cabeza, me espió por el rabillo del ojo.
Otto lo pescó mirándome.
—¿Todo bien? —le preguntó a Pedro.
—Sí, continuemos —contestó con su ya conocido mal tono, dando un primer paso.
Desde la segunda posición, lo seguí; Otto venía conmigo, guiñándome un ojo. En silencio llegamos a la primera curva hacia la derecha. Ellos se pusieron a hablar sobre la altura de los cordones, el estado de la pista y los reflejos de las luces; mientras tanto, me quedé un poco a un lado para observarlos discutir. Pedro jamás aflojaba aquella tensión en su voz, con ese
tono duro que parecía estar diseñado para no dar derecho a réplica. En contraposición, Otto se dirigía a él en un tono afectuoso y filtrando las
palabras de su interlocutor para rebajar aquel tono autoritario que Siroco usaba para hablar, quedándose con lo bueno: su pasión, su dedicación por su profesión. No cabía duda de que Pedro amaba lo que hacía, realmente su vida era correr. Hay quienes sólo tienen trabajos, otros que disfrutan de lo que hacen y, finalmente, personas como él, para las que, lo que hacen y lo que son, conforman un todo indivisible. Envidié eso en él y, pese a todo lo negativo que pudiese tener su personalidad, deseé poder ser un poco como él para así encontrar mi sitio en el mundo, mi sitio dentro de mí misma.
Los ojos azul celeste de Pedro continuaron estudiando el trazado de camino a la segunda curva y la tercera, que formaban una especie de chicana. No sé qué discutieron sobre la aceleración del motor en la siguiente recta, y llegamos a la cuarta curva.
—Esto es lo que te decía —soltó Pedro poniéndose de rodillas sobre la pista —. ¡¿Lo ves?!
Otto fue hasta él.
Hincando una rodilla, se acomodó junto a él.
—No es como dices; exageras, Pedro. Si aflojamos la tensión en... —Otto se interrumpió.
—¿Qué? —inquirió Pedro de malos modos.
—¿Habéis visto eso?
—¿El qué? —resopló el campeón.
Toto apuntó hacia arriba.
Pedro alzó los ojos. Hice lo mismo, percatándome de que el cielo sobre Baréin parecía más inmenso que en muchos otros sitios, más magnífico.
—¡¿Qué haces?! —chilló Pedro, incrédulo, al ver que su ingeniero de pista se tumbaba sobre el trazado, acomodándose tranquilamente con las manos debajo de la cabeza—. ¡Otto, no es momento para eso!
—Es increíble y el asfalto todavía está tibio. Venid aquí los dos.
—No pienso tirarme como si nada en mitad de la pista. Se supone que estamos trabajando. —Se cruzó de brazos—. Otto, tenemos demasiado que hacer.
—Podemos tomarnos cinco minutos. Te hará bien. —Se sacó una mano de debajo de la cabeza y palmeó el suelo a su derecha—. Ven aquí. Tú también, Paula.
Pedro giró la cabeza y me miró, disparando en mi dirección un subliminal «si te tiras ahí con él, te mato». Mi respuesta fue sonreírle. Su mirada no iba a intimidarme, menos ante la perspectiva de perderme esa experiencia. ¿Cuántas otras oportunidades tendría de recostarme sobre el trazado de Baréin para admirar su cielo nocturno repleto de estrellas plantadas en la profundidad de un azul que imaginé que se vería todavía más magnífico desde el desierto? De cualquier modo, eso era increíble.
Con la mirada repliqué «ahórrate tus amenazas» y caminé hasta Otto.
—Eso es —celebró el enorme alemán al verme llegar hasta él—. Una que entra en razón.
Me senté sobre el asfalto; era cierto, estaba tibio. Estiré las piernas y me tumbé para alzar la vista al cielo.
—Uauu...
—Eso mismo. —Otto rio ante mi comentario.
—¿De verdad? —vociferó Pedro—. Toto, ponte de pie, no tenemos tiempo para esto. Hemos venido para discutir sobre el trazado, no para hacer una observación del cielo nocturno de Baréin, y mucho menos para relajarnos...
—Eso es lo que necesitas —replicó, interrumpiéndolo—: relájate cinco minutos aquí con nosotros, y luego seguiremos.
Percibí cómo Otto palmeaba de nuevo el asfalto.
—¡No pienso...!
—¡Si no vienes aquí en este instante, renuncio!
—Tú no harías eso.
—No fastidies, Siroco, dame el gusto. Ven aquí ahora mismo, es una orden de equipo.
—Tú no me das a mí...
—Cierra esa gran bocaza tuya y ven aquí antes de que vaya a buscarte. Te pones en evidencia frente a la dama aquí presente.
Ante las palabras de Otto, bajé la vista del cielo para ver a Pedro mirándome de muy malas maneras.
Como un niño pequeño, resopló y echó a andar en nuestra dirección.
—Increíble —refunfuñó al sentarse al otro lado de Otto—. Esto es ridículo, deberíamos...
—Chis... —lo cortó éste—. Disfruta el silencio al menos por un par de segundos.
Pedro me miró una vez más antes de recostarse.
Cuando lo hizo, ya no pude verlo, pues el ingeniero de pista era demasiado grande y voluminoso como para poder observar lo que había al otro lado de su cuerpo.
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