martes, 23 de abril de 2019
CAPITULO 114
El beso empezó como algo delicioso y dulce, como algo dulce muy suave, de textura sedosa, y luego cobró intensidad hasta convertirse en uno de esos suntuosos postres de chocolate que producen una sensación similar a la lujuria total. Jamás me conformaría con una pequeña cata; Pedro, con sus labios, su lengua, su perfume, su mano sobre mí, era la tentación que me incitaba a tomar una cucharada tras otra, y a no desear ver jamás el fondo de la tarrina.
Deseaba continuar disfrutando eso siempre. Me negaba a perder ese sabor en mi boca, a dejar de sentir ese placer, esa sensación de bienestar extremo.
Su mano trepó por detrás de mi espalda debajo de mi blusa. Sus dedos recorrieron mi piel con tanta suavidad que me ericé por completo. Mi espalda se curvó hacia su mano, incitándola a imprimir en mí todo el tacto de su palma, mientras su boca no cedía a su intención de intoxicarme, de convertirme tan adicta a él como era adicta al chocolate en cuanto ponía en mi boca un pequeño primer trozo.
Enredé un brazo alrededor de su cuerpo, asiéndome de él, y me pegué a su pecho. Literalmente quedé colgando de él a unos quince centímetros del suelo cuando Pedro me apretó contra su cuerpo, sosteniéndome por la cintura.
—No pienso conformarme sólo con esto; así tenga que raptarte, te vienes conmigo a mi hotel.
Mordí su boca y él se rio.
—Algo me dice que no necesitaré secuestrarte.
Negué con la cabeza, moviendo mi boca sobre la suya.
—¿Podemos irnos ya o tienes que saludar a mucha gente más?
—Joder, si creo que comienzo a sentirme mal. Mejor me largo al hotel, estoy muy cansado —lanzó y me soltó.
Me asusté al ver que se ponía serio; en un parpadeo, la sonrisa se le había borrado.
—¿Qué tienes?, ¿qué sientes? ¿Quieres que vaya a buscar a David o a tu padre? Pedro, tienes que explicarme que...
Pedro se carcajeó.
—¿Qué te parece tan gracioso? Sé que no quieres, pero tienes que contármelo todo sobre tu salud, porque, si planeamos pasar tiempo juntos, debo saber a qué atenerme para, al menos, tener una idea de cómo reaccionar. Me desespera no... —Iba soltando las frases a toda velocidad, cuando lo vi llevarse la copa a los labios para beber un breve sorbo—. ¿No te encuentras bien y bebes?
—Era broma, petitona. En teoría tendría que quedarme un rato más, pero no podrán objetar nada si les digo que estoy muy cansado, que necesito marcharme. —Se detuvo y me miró con picardía.
Le lancé un golpe.
—Te mataría... por poco me matas tú a mí del susto. No me hagas esto nunca más, campeón.
Pedro me abrazó, riendo.
—No tiene gracia. Recuerda que no tengo ese tipo de experiencia contigo y no sé si te sucede algo en verdad o no.
—Cuando me suceda algo de verdad, te darás cuenta.
Sentí que se me escurría la cara del rostro. No tener ni idea de qué hacer si le daba una crisis o algo parecido era desesperante. Sentirme así de impotente, de inútil, a su lado, me asustaba; sobre todo porque se suponía que íbamos a pasar los próximos días juntos y que una de las principales cosas en una relación es poder cuidar el uno del otro.
—¿Y piensas que por decirme eso me quedaré más tranquila? —Esperé. Su sonrisa mudó en una mueca más tímida, un tanto angustiosa, que me arrepentí de provocar—. Te lo dejaré pasar por esta noche, pero ya hablaremos seriamente tú y yo.
—En ese caso, saldrás corriendo para poner la mayor distancia posible entre ambos.
—Haré ver que no has dicho eso. —Vacié el contenido de la copa en mi boca y después lo apunté con ésta—. Escúchame bien, campeón: jamás he necesitado el permiso de nadie para meterme en problemas; no necesito que me des permiso para meterme contigo... bueno, en realidad, sí para meterme contigo... En fin, ya sabes lo que quiero decir: te quiero por entero para mí. No me interesa tener a mi lado únicamente al campeón. Quiero también a este imbécil que cree que no puedo manejar esta situación, al idiota que tan a menudo demuestra ser tan antisocial e insoportable. No soy débil, campeón. — Lo amenacé con la copa—. He logrado sobrevivir a cuatro hermanos mayores del sexo masculino y tú, ni en lo bravo, ni en lo idiota, les llegas a la suela de los zapatos.
Pedro cedió, dedicándome un amago de sonrisa.
—Tendremos esa conversación y deberás aceptar, te guste o no, que, si me quieres a tu lado, yo seré una parte de eso que te sucede. No puedes pretender que me quede de brazos cruzados y de lo más fresca si te ocurre algo. Tú no te quedarías tranquilo y como si nada si a mí me sucediese algo.
Pedro me agarró por los codos.
—Sería distinto; por ti debería preocuparme, porque tú estás bien. No tienes problemas de salud...
—No digas una palabra más, ¿quieres? Si dices una sola palabra más, te golpearé y no será en tono juguetón. ¿De qué tienes miedo?, ¿de demostrarme que tienes debilidades, que eres vulnerable igual que cualquier otro ser humano? Me encanta que te creas fuerte, que te sientas capaz de cualquier cosa; sin embargo, es de idiota no pedir ayuda si la necesitas. Admiro tu fuerza y tu tenacidad, pero, si pretendes hacerme creer que eres perfecto, mejor terminamos esto antes de comenzar de verdad. Yo lo único que necesito de ti es que me demuestres que eres de carne y hueso.
Pedro me sonrió con timidez sin enseñar los dientes, apartando su mirada para poder huir de la mía, dándome a entender que era probable que con mis palabras hubiese raspado la superficie del problema.
Lo empujé sobre sus abdominales con un puño cerrado.
—Hablo en serio, campeón. Te necesito a ti, no sólo al personaje. Te repito que, si quieres que esto funcione, mejor me dejas entrar.
Lo vi morderse el interior de los labios, todavía con la mirada perdida en algún punto por encima de mi cabeza. Imaginé que, si me miraba a los ojos, no le quedaría más remedio que admitir sus propias debilidades y por lo visto todavía no estaba listo para hacerlo ante mí.
Lo dejé pasar.
—Te lo advierto, no soy perfecta —bromeé.
La sonrisa de Siroco se amplió, enseñándome su estupenda dentadura. Bajó sus ojos azul celeste hasta los míos.
—Tú sí que lo eres. No podrías ser más perfecta para mí.
—Naaa —canturreé—; para ser perfecta debería tener unos quince centímetros más de altura —bromeé de nuevo, y él se carcajeó.
—No necesito quince centímetros más de ti; así como eres, eres mucho más de lo que yo puedo manejar.
—No te hagas ilusiones, campeón: soy mucho más de lo que tú puedas manipular...
—¿Manipular...?, que agradable elección de palabra. Por cierto, volviendo a lo que has mencionado antes, ¿así que debo demostrarte que soy de carne y hueso?
Con una ceja en alto, me quedé mirándolo.
—Sería muy buen comienzo.
—¿Será recíproco?
—¿Tú qué crees? —le contesté, acercando mis labios a los suyos.
—Lo que creo es que en este instante iremos a despedirnos de todos. —Con un movimiento rápido, me arrebató la copa de la mano y dejó la mía y la suya sobre una de las mesas de apoyo de las que había repartidas por todo el local.
Una vez libre, tomó mis manos y se me vino encima para envolverle, con mis brazos y los suyos, por detrás de mi espalda; su boca quedó flotando sobre la mía—. Ya verás cómo, de camino al hotel, rompo con todos los récords de
vuelta. Verás lo que significa ir con el más veloz de la categoría —susurró tentador.
—Espero no seas tan rápido para todo —lo reté.
—Bueno, no soy una máquina para todo, para algunas cosas soy de carne y hueso.
Iba a reírme, pero no llegué a mucho, pues Pedro se comió mi risa con un beso que por poco me arranca hasta el alma. De pronto sus manos parecían estar en todas partes y las mías se me antojaron demasiado pequeñas para alcanzar a saciarme de su cuerpo; la necesidad era tanta que explotó en mí el miedo a perderlo por no ser suficiente, por no conseguir abarcar no sólo lo que lo hacía a él de carne y hueso, sino todo lo demás, lo que llevaba dentro.
Lo besé con todas mis ansias, con toda mi necesidad; degusté su boca con sabor a champagne y metí en mis pulmones el perfume de su piel y en mi cerebro, el tacto de su cabello, el de la piel de su cuello, incluso el de su camisa. Mi abdomen, mis piernas, mi pecho, todo mi cuerpo comenzó a reconocer sus formas, adelantándome a lo que deseaba que llegase cuando al fin estuviésemos solos.
Pedro apartó su boca de la mía, inspiró hondo y, todavía con los ojos cerrados, se relamió los labios.
—Mejor nos largamos de aquí ya. Ahora mismo buscamos a mi padre, a David y a Pablo para despedirnos.
La cabeza me daba vueltas cuando se apartó de mi lado. Era como si acabase de bajarme de una centrifugadora.
Pedro pescó mi mano y tiró de mí para meterse entre la gente que celebraba la victoria de Bravío en su tierra.
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