jueves, 11 de abril de 2019
CAPITULO 76
Lo oí murmurar mi nombre en voz muy baja, en el tono que se utiliza para despertar a un niño muy pequeño sin arrancarlo de sopetón del dulce sueño.
Mi respuesta no fue soltarlo como supuse que esperaba él; susurré su nombre entre un nuevo torrente de lagrimones que salió a chorro de mis ojos.
La angustia de haberlo visto mal, sumada al cansancio, a los recuerdos de aquellos días con Tobías... a la imposibilidad de decirle que lo quería porque no era agradable decirle a un tipo que tenía novia y que estaba a años luz que lo amabas...
Me adelanté al momento en que me pidiese que lo soltara y comencé a sentir vergüenza, la vergüenza que no se piensa cuando llevas algo dentro y por fin lo sueltas sin que importe demasiado el «qué sucederá después».
—Paula —repitió.
Debajo de mí lo noté moverse. Después de eso, tendría que renunciar al equipo, porque no podría volver a mirarlo a los ojos sin que se me cayese la cara de vergüenza.
—Paula, por favor...
¿Eran delirios auditivos míos o reía?
—¿Podrías dejar de llorar? —pidió en el mismo tono dulce—. Si sigues llorando, nos ahogaremos aquí —bromeó—. Ey... —Sus brazos se movieron como a cámara lenta, o al menos así me lo pareció. Sus manos aterrizaron, despacio y con suavidad, sobre la parte baja de mi espalda—. No me gusta verte llorar y la verdad es que no entiendo por qué llor...
—Estaba muy preocupada —hipé apretándome todavía más contra él.
—Creo que empiezo a darme cuenta de que sí. ¡Qué honor! —Rio.
—Es verdad —contesté sin conseguir contener las lágrimas—. Cuando vi que no bajabas del automóvil y te vi la cara... te llevaron en una ambulancia...
—Sí, lo sé; creo que exageraron un poco con eso. No ha sido nada, estoy bien.
—¿Seguro?
—Bueno, si no me ahorcas con tu abrazo, lo estaré.
El gesto cariñoso de sus manos sobre mi espalda hizo que me apartase de él; tenía que mirarlo a la cara en ese instante para saber qué razón de ser tenía ese instante, si era la que yo esperaba u otra cosa.
Pedro sonreía y había dulzura en sus ojos.
Bueno, eso si mi cerebro no me estaba engañando en la apreciación de su mirada y al interpretar su sonrisa. Lo observé una fracción de segundo más; no me dio la sensación de que estuviese burlándose de mí con su sonrisa, sino, más bien, sonriéndome con todas las de la ley.
—Menos mal que no pudiste estar allí en el box, hubieses dado un espectáculo mejor que el mío con un llanto semejante.
Por poco me derrito ante su tono, y sus manos, que seguían sobre mi cintura.
Verlo así, observándome, provocó que apartase mis manos de encima de él para intentar limpiarme las lágrimas que debían de darme el peor aspecto posible. En cualquier momento me soltaría para ir a quitarse del cuello los mocos que yo seguro le había dejado.
—Perdón. —Me limpié la cara una y otra vez—. Lo lamento. —La vergüenza comenzó a llenarme. ¿Qué mierda estaba haciendo yo allí, además de montando una patética escena?
—¿Me disculpas un segundo? —me pidió Pedro, soltándome para luego alzar un dedo frente a mí.
No llegué a contestar nada. Pedro pasó por mi lado y, en un par de largos pasos, llegó a la puerta y la cerró. Quedamos en penumbra.
Al final, logré secarme las mejillas y alcé la vista hasta sus ojos.
—Perdona por esta escena, es que estaba muy preocupada, tenía una bola de angustia atravesada. ¿Seguro que estás bien? —Examiné su rostro. Al sol se veía mejor que con esa luz; lo noté un tanto pálido y tenía cara de cansado. Ante su silencio, continué—. Me han comentado que se te rompió algo en el abastecimiento de agua. No debiste seguir corriendo, vosotros prácticamente os deshidratáis allí dentro de los monoplazas.
—¿De verdad piensas que abandonaría una carrera a causa de la rotura de la bomba de agua? —Hizo una pausa—. Necesitaba ganar.
—Sí, eso lo sé, pero ¡a qué precio! Si así de mal te veías por televisión...
—Las cámaras y el alboroto que montaron a mi alrededor lo magnificó; en realidad no ha sido nada demasiado serio.
—¿«Demasiado»? ¿Qué tan «demasiado» debe serlo para que sea serio? Incluso ahora no te ves del todo bien.
—Gracias por eso. —Pedro comenzó a avanzar de regreso a mí—. Por eso ordené comida, para reponer energía. —Pasó por mi lado—. ¿Quién la ha preparado? —inquirió sentándose otra vez donde se encontraba cuando yo entré, atrayendo la bandeja hacia allí.
—Come y no hagas preguntas —solté mandona.
Pedro rio.
—Y, si no, ¿qué?, ¿no me permitirás correr la siguiente carrera? —Destapó la bandeja—. Jamás es fácil y siempre tiene un precio. No soy un inconsciente; sabía que podía continuar corriendo, por eso seguí; no pensaba regalar mi posición por nada.
—No, solamente estabas entregando tu salud.
—Exageras —sentenció, y olfateó el vapor que subía desde el plato—. Esto no lo ha preparado Suri; continúas colocando las cosas en el plato de un modo distinto.
—Eres un enfermo maniático, ¿lo sabes?
—Sí, por eso he llegado a ser el campeón.
—Si vuelves a ponerte así después de una carrera, que no me enteré yo de que ha sido porque se te ha roto la bomba de agua y has continuado corriendo, porque te juro que, si eso sucede, te perseguiré por todo el circuito dándote patadas en el culo, y no es broma.
Pedro se carcajeó.
—Ni se te ocurra volver a reírte de mí, campeón; no tienes ni idea de por todo lo que he pasado desde que te he visto llegar así. Por poco me da algo.
La autocaravana quedó en silencio, y Pedro alzó sus ojos hasta mí.
—¿Sí?
—¿Acaso no ha quedado claro, con todo lo que acabo de llorar sobre tu hombro pasando semejante vergüenza?
—¿No llorabas porque Martin no ha ganado?
—No seas idiota.
Las mejillas treparon por su rostro, casi ocultando sus ojos cuando me sonrió.
—No es gracioso.
—No, ni un poco. Se suponía que estarías en el box.
—Y una mierda, Pedro. Yo no puedo quedarme en el box esperando a que llegues, porque mi lugar es en la cocina; trabajo allí, por si no lo recuerdas, y tu lugar es en la pista —la angustia regresó a mí— y si te sucede algo, yo...
Pedro me interrumpió poniéndose de pie.
—¿Así de mal te has puesto por mí?
—¿Acaso hablo en chino, que no lo has entendido todavía? Tu obsesión por ganar es...
Pedro se detuvo frente a mí.
—Mi obsesión por ganar es la misma de siempre, petitona; es que todavía no te la he presentado, no la conoces. Sigue siendo la misma que era desde la primera vez que me subí a un karting —hizo una mueca—; bien, ahora está un tanto más madura y quizá se haya puesto considerablemente más terca de lo
que era cuando tenía cinco años; sin embargo, continúa ahí, vivita y coleando. —Se cruzó de brazos.
—No puedes poner en riesgo tu vida por una maldita carrera.
—Corrección: no es una maldita carrera, es un maldito campeonato, y pienso ganarlo, de modo que mentalízate de que tendrás que celebrarlo. Ah, por cierto, algunos consideran esto un deporte de riesgo.
—Y tú mentalízate de llegar con vida al final del campeonato, nada más. Y no digas esas cosas, que se me ponen los pelos de punta.
Pedro volvió a sonreírme, alzando la vista hasta mi corto cabello.
—¿Qué? —inquirí cuando él se quedó en silencio, observándome.
—¿Cómo que qué? A ver: he ganado y todavía no me has felicitado. Si me abrazaste para empaparme de lágrimas porque me sentí mal al acabar la carrera, lo mínimo que podrías hacer ahora es felicitarme por ganar.
—Estás comprando todos los números para ganar la lotería que tiene como premio una patada en el culo, campeón.
—Dejemos la violencia a un lado por un momento y, por favor, olvídate de que me he sentido mal.
—Cuando quieres te pones más idiota que de costumbre...
Pedro carraspeó.
—Si te tomas tanta libertad para insultarme, podrías tomarte la misma para darme un abrazo y un beso.
Los colores treparon a mi rostro como un fogonazo.
Pedro giró la cara y me mostró su mejilla derecha, sobre la que, a continuación, se dio golpecitos con un dedo.
—Quiero una felicitación igual que la que le diste a Martin.
Cuando dijo aquello, una parte de mí se sintió aliviada; la otra se retorció de tristeza, porque lo que yo quería era darle un beso de verdad, no un inocente beso en la mejilla.
Pedro se cruzó de brazos otra vez.
Para llegar a su altura, me agarré de sus brazos cruzados y me puse de puntillas. Mi rostro quedó de frente a su perfil.
—Felicidades por ganar la carrera, Siroco —le susurré, y me estiré un poco más para llegar a la mejilla que me ofrecía. Fruncí los labios para darle un beso ruidoso en un intento de aflojar la tensión en mí, convirtiendo eso en un momento gracioso. Mi objetivo era su mejilla; sin previo aviso, Pedro giró su cara y me estampó un beso sobre los labios.
Todo mi ser estalló de confusión, gozo y muchas ganas de más. Quería más, pero no estaba muy segura de que Pedro tuviese las mismas intenciones o por las mismas razones.
—¿Qué haces?
Pedro se puso serio. Sus brazos ya no estaban cruzados y me dio la impresión de que no sabía qué hacer con sus manos.
—Para serte sincero, petitona —se le escapó un suspiro—, no tengo ni la menor idea. Solamente sé que todavía te quiero allí en el box al terminar la carrera.
Se me puso la piel de gallina y me quedé observándolo sin poder parpadear.
—Pedro...
—Y también me hubiese gustado verte en el hospital del circuito.
—Para que lo entiendas: no sigas con esa carrera si no piensas llegar a la meta, campeón. No sé qué tienes en mente; yo... —No conseguí terminar la frase. La autocaravana quedó en silencio otra vez—. Bien... —Me removí sobre mi sitio sin saber qué hacer—. Ok. No tienes que decir nada. Será mejor que tomes tu comida antes de que se enfríe; todavía no tienes buena cara e imagino que necesitas reponer energías y yo necesito regresar a mi trabajo —solté, atropellándome con mis propias palabras.
—Paula...
—Está bien, no pasa nada.
—Sí pasa, pero es que yo... —Pedro se movió y sacudió las manos, indeciso.
—Tranquilo, campeón. Estamos bien, no hay problema, de verdad; es un alivio ver que no te ha ocurrido nada serio.
—Esta noche lo celebraremos con el equipo...
—Creo que estoy demasiado cansada para salir esta noche —entoné, interrumpiéndolo—. Además, ya tuve suficiente con la borrachera de China. Mejor no tentar al destino. —Enarbolé entre nosotros una muy falsa sonrisa de despreocupación—. Cuídate, por favor, y come; te juro que la comida no tiene veneno y está buena. —Retrocedí de espaldas—. Solamente ayudé a Suri mientras la preparaba y la coloqué en los platos, son sus recetas de siempre.
Pedro apartó la mirada, moviéndola hacia la bandeja.
—Supongo que nos veremos en España.
—Paula, por favor, no te vayas.
—Es lo mejor, a menos que tengas algo más que decirme.
—No soy muy bueno con las palabras.
—Bueno, no tienes que decir demasiado, sólo lo que necesites decirme.
Pedro apretó sus labios para mí.
—Bien, mejor me voy. —Sí, mejor salía de allí o me pondría a llorar otra vez, pero por motivos muy distintos.
Pedro no añadió nada más, de modo que di media vuelta y salí de la autocaravana sintiéndome una idiota de primera. Para hacer honor a la verdad, él también era un idiota, se había ganado el título con muchos méritos.
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