viernes, 12 de abril de 2019

CAPITULO 79



Visualicé mentalmente a Meteoro y al monito que lo seguía a todas partes en la serie de anime japonesa Mach Go, Go, Go, y pensé en ella como en ese animal, y no como Trixie, la chica del protagonista.


Mi ánimo ese día estaba para ese tipo de cosas, para que me pusiese quizá un tanto malvada y desafiante.


Por qué no admitirlo: tenía muchas ganas de dejarla calva.


Le sonreí del modo más empalagoso y falso que pude, para que se diese cuenta de que no podía ni verla.


—Yo estoy haciendo mi trabajo. —Me planté sobre mis pies, enfundados en zapatillas deportivas del equipo, y alcé los hombros, los cuales se veían un poco más anchos desde que estaba con Bravío, debido al ejercicio que hacía tanto fuera como dentro del gimnasio—. En cambio, por aquí no veo a ningún piloto que entrevistar.


«Ok, esto no tiene vuelta atrás», pensé.


—¿Disculpa?


Ella estaba perpleja. Yo también.


Probablemente, descargar mi frustración con ella no era lo más coherente.


Debí de hacerlo con Pedro, debí de decirle lo que sentía y quizá insultarlo al menos un poco por volverme tan loca, por empujarme hacia ninguna parte, por tirar y aflojar de la cuerda con la que me tenía atada a él, fuese aquello intencionado o no; dudaba de que no se diese cuenta de lo que hacía, o quizá sí, no lo sabía... el asunto es que debía aclararlo con él, no enfrentarme a su novia por cualquier cosa.


Tras esa reflexión, por fin pude controlar mi boca y mi genio.


Aparté la mirada de ella, colgué el walkie-talkie de la cintura de mis pantalones y, con toda la intención de echarme a andar otra vez, agarré la manija del carro.


Creo que no llegué a dar ni un solo paso.


—¡¿Adónde crees que vas?!


—A seguir con mi trabajo —le dije, sacudiéndome para quitar su mano de encima de mi brazo.


—No puedes hablarme así y menos aún irte sin pedirme disculpas.


La temperatura empezó a subirme otra vez. Ella no colaboraba con mis intentos de permitir que ese enfrentamiento acabara y mantener así la tapa cerrada a todos mis sentimientos.


—Las dos hemos chocado y yo tengo que ir a la cocina y tú, a continuar con tus entrevistas.


—Estás muy fuera de lugar, Duendecillo.


Que me llamase así, y en el tono en el que lo hizo, terminó de pelar todos los cables en mis circuitos, provocando chispas que iban a iniciar un incendio en cuestión de segundos.


—Conozco muy bien mi lugar, y no te pega llamarme así.


—No, imagino que ese modo de llamarte es exclusivo de Martin —Hizo una pausa—. Las cosas no funcionan así aquí.


—Aunque hace muy poco que estoy aquí, creo que ya he descubierto de qué forma funcionan las cosas, y no es de tu incumbencia de qué modo me llaman mis amigos.


Todavía no había buscado el significado de aquello que me llamaba Pedro de vez en cuando; por eso me guardé esa situación para nosotros, para lo que éramos y no éramos con él, y por eso no se lo solté a la cara, para cantarle lo justo.


—Tienes muchos amigos.


—Sí, por suerte no tengo problemas para relacionarme con la gente y valoro más de lo que puedas imaginar la amistad.


Los ojos de la italiana se abrieron de par en par.


—Creo que tu noción de amistad no es la misma que la mía. Te vi hablando con Pablo en Sochi, la noche de la carrera.


—¿Sabes qué creo?, que deberías ocuparte más de mirar en tu dirección y por dónde vas. Ahora, si me disculpas, tengo demasiado trabajo que hacer.


—Mónica, vamos, se nos hará tarde —le dijo su cámara, acercándose. En el rostro se le notaba que su única intención era separarnos.


—Si se me hace tarde es porque ella no me ha pedido disculpas.


—También me atropellaste.


—Sé lo que haces, no creas que no me doy cuenta. Todo el mundo lo ve. No es ninguna novedad encontrarse a alguien como tú por aquí, las he visto pasar a cientos. Se creen que esto es fácil, que pueden ganárselo todo. A los que estamos aquí nos ha costado mucho llegar. Lo más ridículo es que tú ni siquiera das la talla —su mirada me recorrió de pies a cabeza—, en ningún sentido —acotó en tono despectivo.


Listo, ahora sí tenía ganas de despellejarla viva usando mis dientes.


—No es una cuestión de tamaño, es una cuestión de calidad. No es culpa mía si en Italia las fabrican por metros. —Ahora sí, ya le había declarado la guerra, y me hizo gracia porque ni de adolescente había tenido una discusiónpelea en un tono similar.


—¡Haré que te echen del equipo!


—¿De verdad? Me había parecido entender que creías que yo estaba con Pablo o algo así.


Mónica se inclinó sobre mí.


—Aléjate de Pedro —me gruñó—. Por mí puedes acostarte con todo el equipo, pero no quiero volver a verte cerca de mi novio. Te arrepentirás si lo haces.


—Bueno, no es culpa mía que tengas que decirme algo así y creo que ésta es una conversación que debes mantener con tu novio y no conmigo.


—No eres más que una molestia temporal —soltó, y me propinó un empujón.


—Y tú no eres más que una arpía sobre zapatos caros. —Mis palmas dieron contra sus hombros; sin embargo, no logré moverla ni un milímetro—. Soy libre de hacer lo que me dé la real gana y no es ni responsabilidad ni culpa mía que tu novio sea exactamente igual que tú. ¿Quiénes os creéis que sois? — Sacudí la cabeza—. No quiero tener nada que ver ni contigo ni con él. Es evidente que vosotros dos estáis muy mal y no entendéis absolutamente nada de la vida. Es una pena, porque en verdad estáis aquí, pero os perdéis lo verdaderamente importante de todo esto.


No esperaba lo que sucedió a continuación.


La mano de Mónica impactó contra mi mejilla, y mi piel y mi carne quedaron rojas, con una mezcla de ardor y picor.


Eligió muy mal día para cruzarse en mi camino. 


En mi vida le había levantado la mano a nadie; aun así, me pareció correcto devolverle lo que acababa de darme sin que yo se lo hubiese pedido. Bueno, quizá sí lo había hecho, las dos lo provocamos.


Mis manos no eran tan grandes como las suyas, pero tenían un buen entrenamiento de trabajo duro en la cocina y mis brazos y hombros habían ganado fuerza esas últimas semanas.


Imagino que mi bofetada le dolió al menos un poco, puesto que a mí la mano me quedó dolorida, mejor dicho, latiendo como si un camión me hubiese pasado por encima.


La mejilla en la que mi mano acababa de impactar no fue la única que se le puso roja.


Sin soltar la cámara, su compañero de la televisión italiana intentó contener a Mónica. El escándalo se desató. Ésta se sacudió para liberarse de él, y al pobre se le cayó la cámara. 


La italiana se me vino encima. No estoy muy segura de lo que hice, solamente sé que creo que tendí mis manos hacia delante para defenderme y quizá me abalanzara un poco hacia ella, con ganas de saltarle a la yugular, ni más ni menos que lo que ella hizo.


Mis gritos de loca se fundieron con los suyos. 


Me cegué.


Apareció gente, no tengo ni idea de dónde, y hubo gritos, pero no llegamos a agarrarnos de los pelos, aunque ganas no nos faltaron. Alguien tiró de ella hacia atrás y alguien me sujetó a mí por la cintura, alzándome del suelo.


Pataleé con toda la intención de zafarme de quien me tenía aferrada y de darle a ella en los condenados pantalones blancos que enfundaban sus esbeltas piernas.


—¡Basta, Paula! ¡Ya basta! ¡¿Acaso te has vuelto loca?!


No sé si me impactó primero su perfume o su voz. Saber que era él quien me sostenía en el aire, con sus brazos rodeando mi cintura, mandó al traste toda mi valentía, toda esa falsa bravura que había desplegado frente a su novia.


Deseé cerrar los ojos y no abrirlos nunca más.


Claramente no pensaba cuando le di rienda suelta a eso.


Quise morirme en ese instante. No podía terminar de asimilar que por poco acabo agarrada de los pelos con la novia del campeón del mundo en pleno circuito de Cataluña.


La vergüenza tomó el lugar de cada rastro genético en mi sistema.


Dejé de patalear viendo cómo la figura de Mónica se hacía cada vez más pequeña.


Pedro me arrastró hasta el lateral de uno de los camiones del equipo, mientras a ella se la llevaban en sentido contrario. Quedamos ocultos de todos, incluso del sol.



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