sábado, 11 de mayo de 2019

CAPITULO 174




Pedro se acurrucó entre las almohadas y sábanas, cerrando los ojos, aferrando su mano.


Cayó rendido en un parpadeo. Su sueño se tornó profundo muy rápido y, cuando eso sucedió, con cuidado, revisé su mano. La herida no era muy seria: sin embargo, todavía estaba fresca y, en cuanto la toqué un poco, comenzó a sangrar de nuevo. Con nosotros, además de las medicinas de Pedro, llevábamos un botiquín apto para sus necesidades. Limpié la herida, le puse un cicatrizante y un apósito y volví a colocar su mano sobre su pecho.


Después de eso, fui al baño a recoger sus cosas y a poner un poco de orden y hacer limpieza. 


También me ocupé del salón, recolocando el sofá y arrojando a la basura las botellas de alcohol. Si bien tenía el estómago cerrado, puse en el microondas que tenía a disposición la suite, en una pequeña cocina, un plato de los tantos que Pedro había pedido y fui picoteando un poco mientras terminaba de adecentarlo todo.


En el balcón de la habitación encontré las tres latas de refresco vacías y, en el suelo, un periódico local en el que estaba él en la portada, una foto suya firmando autógrafos para los fans de Malasia; la foto debía de ser del viernes, porque Pedro todavía sonreía.


Ya muy entrada la madrugada, regresé a la habitación y lo desperté para que se midiese el azúcar. Fui yo quien pinchó su dedo, él estaba demasiado dormido.


Como estaba dentro de los parámetros normales para él, lo dejé seguir durmiendo y fui a la ducha para, después, meterme en la cama.


Apenas si pude pegar ojo; cada cinco minutos me despertaba sobresaltada, temiendo encontrarlo sudoroso, temblando en medio de alguna crisis o en un estado todavía peor.


Además, estaba nerviosa; sabía que lo sucedido esa noche no le ayudaría en nada para la carrera final. Sentiría la falta de descanso y esa crisis de ansiedad, que casi había sido un cuadro semejante a un ataque de pánico.


¿Debía decírselo a su padre por la mañana?, ¿quizá a David o a César? Tal vez al menos a este último, quien seguía muy de cerca el estado físico de Pedro y que, además, tenía contacto con Pedro y no tanto con su padre o con David; él sabría guardar el secreto.


Al final el sueño me venció y, sobresaltada, desperté al sonar el despertador.


Pedro fue directo a la ducha después de darme los buenos días con un beso en la frente y pedirme otra vez disculpas por lo de la noche anterior. También me agradeció que le hubiese curado la mano; eso lo hizo al levantarse de la cama, cuando notó que la toalla ya no estaba allí.


No ahondé sobre lo sucedido; lo discutiríamos después de la carrera, porque en ese momento no tenía sentido, y tampoco era demasiado saludable, con todo lo que implicaba la carrera de ese día, que le añadiese todavía más tensión. Me limité a preguntarle cómo se sentía y él me contestó que bien.


Pedro pidió el desayuno, algo ligero, y se inyectó. No podía esperar a llegar al circuito para comer, no después de lo sucedido.


Con un nudo de preocupación en el estómago, lo dejé en su autocaravana y, de allí, me fui a trabajar a la cocina.




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