viernes, 15 de marzo de 2019
CAPITULO 11
Escogí un cuchillo con el filo adecuado y me puse manos a la obra.
Allí dentro tenía menos oportunidad de disfrutar del fin de semana de velocidad, pero, a decir verdad, dudaba de que Lorena y los demás tuviesen mucho tiempo de sobra como para asomar sus narices al circuito propiamente dicho.
Estaba limpiando las primeras zanahorias cuando descubrí a un lado, colgando de la pared, entre rejas con utensilios de cocina, una radio. La encendí y busqué una emisora en la que sintonizasen buena música para así hacer más llevadera la tarea.
—Ey, tú... Ey, compañero, ¡¿estás sordo o qué?!
Di un respingo al oír el grito que sonó en inglés con un acento que no reconocí. Ni siquiera me había dado cuenta de que alguien había entrado en la cocina y por poco me rebano un dedo del susto. Con la música y perdida entre zanahorias, casi me había olvidado del mundo.
¿Compañero, sordo? ¿De verdad creía que era un hombre?
—¿Crees que podrás tener mi almuerzo listo de una buena vez? Llevo más de media hora esperando y nadie ha aparecido. Tengo que comer ya.
Bajé la zanahoria y, sin soltar el cuchillo, me di la vuelta. La gente jamás obtendría nada de mí con prepotencia, y quien me había hablado destilaba malos modos.
Me moví despacio sin bajar la punta del cuchillo.
Lo primero que vislumbré fue su cabello rubio; lo segundo, sus ojos azul celeste. Ante semejante visión, mis dedos sobre la empuñadura se aflojaron. Su nariz no era perfecta, pero no podía ser más masculina. Sus labios, rodeados de una barba apenas crecida, parecían hechos para sonreír, aunque en ese instante no daban la impresión de tener muchas ganas de hacerlo.
Mentón partido, mandíbula fuerte.
Algo dentro de mi pecho se cayó para golpear contra los huesos de mis caderas y rebotar una y otra vez entre éstos y las costillas, como si yo fuese un pinball.
Parpadeó frunciendo el entrecejo.
—Ah... no eres él, eres ella. No te conozco. ¿Dónde están Freddy y Suri? Necesito mi comida. ¿Por qué no está listo mi almuerzo todavía? Debía estar en mi autocaravana hace rato. Si empezamos la temporada así... —soltó con un tono arrogante que hizo que mis dedos volviesen a tensarse alrededor de la empuñadura del cuchillo, olvidándome de lo guapo que me había parecido como hombre, más que nada por su aspecto... cada vez más por su aspecto y menos por lo que podía adivinar detrás de su espectacular mirada, el primer instante en que lo vi. Su cuerpo, enfundado en esos pantalones y esa camisa blanca, era un espectáculo digno de ver, pero me dije que, si continuaba comportándose de esa manera, poco importaba el modo en que luciese.
Por las dudas, solté el cuchillo sobre la encimera y me sequé las manos con el delantal.
—Hola. Disculpa, no te conozco. Soy Paula. —Caminé hasta él y le tendí una mano que él miró con desprecio.
—¿No me conoces? —Alzó ambas cejas hasta lo más alto de su amplia frente. Ese sujeto, evidentemente, no podía entender por qué yo no tenía ni la más remota idea de quién era él. La confusión se le notaba en su masculino rostro. Sacudió la cabeza, exasperado—. Ok, no sé qué sucede aquí, pero necesitaba mi comida para hace cinco minutos y tú todavía no me has dado una respuesta que me satisfaga.
—Pues disculpa, pero sigo sin saber quién eres y no tengo ni idea de cuál es tu comida. Fuera está lo que sobró del desayuno y, por lo que sé, Freddy se ha ido porque ha tenido no sé qué problema, y Suri ha tenido que ir a buscar el pescado, o al menos eso me ha dicho.
—¿Acaso quieres matarme?
Pero si yo ya había soltado el cuchillo, ¿de qué demonios hablaba ese tipo?
—¿Lo que sobró el desayuno? —añadió
.
—Sí, exactamente: está fuera y para el almuerzo aún falta. Es temprano y yo acabo de empezar a lavar las zanahorias.
De refilón, vi asomando de entre un montón de productos un paquete de galletas dulces. Me moví hasta el estante y lo cogí. En un par de pasos más, llegué hasta él y se lo tendí. Su perfume, muy varonil y que evidenciaba que no hacía mucho que se había dado una ducha, por poco me tumba. Me dieron ganas de hundir el rostro en su cuello, o incluso en su cabello rubio revuelto.
Nunca me habían gustado demasiado los rubios, aún menos los que eran pedantes; sin embargo, ése era una verdadera obra de arte.
Para recuperar un poco la compostura, carraspeé antes de hablar.
—Aquí tienes —le tendí el paquete de galletas—, seguro que con esto aguantas el hambre hasta la hora del almuerzo. —Como no cogía el paquete de galletas, cogí su mano derecha y se lo puse sobre la palma—. Buen provecho.
—¿Tú estás loca o qué? —me soltó alzando la voz. Con furia, tiró el paquete de galletas con rabia.
Oí crujir las galletas al chocar contra la pared de metal del interior del contenedor en el que estaba montada la cocina.
—Si yo estoy loca, tú eres un jodido maleducado. ¿Ésa es la educación que te han dado en tu casa?
—¿Es que este equipo ahora se dedica a contratar inútiles?
—Y, por lo visto, también gente altanera que no entiende lo que significa ser respetuoso.
—¿De dónde mierda has salido tú?
—Y tú, ¿quién mierda te crees que eres? —le espeté llevándome las manos a la cintura para sacar el poco pecho que tenía.
—El cinco veces campeón del mundo.
Así, en esa mismísima fracción de segundo, deseé que el universo me engullese.
—¿Siroco? —Una cabeza grande y rubia, acompañada de un cuerpo sobrado de tamaño, el mismo que había visto de camino hacia allí conversando junto a la cabina de uno de los camiones del equipo con el hombre de aspecto serio, entró en la cocina.
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Ayyyyyyyyyyyy, qué lindoooooooo, se conocieron, lástima que no en muy buenos términos jajajajajaja.
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