sábado, 16 de marzo de 2019
CAPITULO 12
Lo miré como pidiendo socorro sin moverme.
Necesitaba que alguien me defendiese en ese instante, porque había metido la pata hasta el fondo. Por supuesto que ni él ni nadie me defendería frente al cinco veces campeón del mundo, ni aunque éste fuese el desagradable maleducado que era.
—Pedro... ¿Va todo bien? —le preguntó en inglés con lo que me sonó a un fuerte acento alemán.
—No, ¡todo es una mierda! Llevo más de media hora esperando mi almuerzo. ¿Cómo se supone que voy a trabajar bien si nadie más aquí hace correctamente su trabajo? Sabéis que mi comida debe estar en mi autocaravana a una hora exacta, ¿por qué es imposible conseguir que la gente cumpla con sus responsabilidades?
—Vamos, Pedro, tranquilo; seguro que la señorita aquí presente puede...
El tal Pedro, cinco veces campeón del mundo, abrió los ojos como platos.
—Acaba de darme un paquete de galletas dulces —soltó estallando.
El recién llegado apretó los labios.
—Discutí cuando llegué con el inútil de Freddy y ahora ella me manda a comer los restos del desayuno que quedaron fuera y me pasa un paquete de galletas. ¿Acaso se trata de una broma? ¿Dónde está Érica? No puedo creer que empecemos la temporada de esta manera. ¿Es que quizá tengo que ir a hablar directamente con Pablo?
Sus palabras sonaron a amenaza. Yo no tenía ni la menor idea de quién era Pablo, pero obviamente se trataba de un peso pesado dentro del equipo, porque el recién llegado puso mala cara.
—Siroco...
—Toto, yo no puedo trabajar en estas condiciones y lo sabes.
—Sí, lo sé; quédate tranquilo, seguro que la señorita aquí...
—Hola, soy Paula —Alcé una mano y lo saludé. Él parecía un ser humano más normal que el rubio de ojos bonitos y mentón partido.
—Hola, Paula, es un placer conocerte. Soy Otto Tisser, ingeniero de pista de Pedro; todos me llaman Toto. Escucha, nuestro chico aquí necesita su almuerzo, ¿crees que podrías hacer algo al respecto para ayudarnos?
—Te aseguro que he intentado ayudarlo, pero su chico, aquí presente, ha estrellado el paquete de galletas que le tendí y, por lo visto, el desayuno que ha sobrado tampoco le apetece.
—Es que Siroco sigue una dieta especial.
—Quizá debería pensar en comer alguna otra cosa, tiene cara de... —Iba a decir «estreñido», pero me contuve; podía perder mi trabajo—. Algo dulce le vendría bien. Eso levanta el ánimo y te pone de buen humor.
El campeón del mundo realizó su mejor intento de pulverizarme con su mirada azul claro.
Con cara de perro, dio un paso hacia mí; Toto lo detuvo.
—Calma, calma —le pidió.
—La mato —gruñó el rubio.
—Tú no matarás a nadie —lo frenó Toto.
—Inténtalo —lo desafié, señalándole con la mirada el cuchillo que había dejado momentos antes sobre la encimera.
—Ey, los dos... Paula, ¿no? Tendrás que disculpar a Pedro. Por favor, ¿podrías decirnos dónde están Suri o Freddy? De verdad que Pedro necesita su almuerzo.
—Pues, por lo que sé, Freddy ha renunciado, se ha largado, y Suri hace un rato que se ha ido a buscar el pedido de pescado a la puerta.
—¿Freddy ha renunciado? —me preguntó, y acto seguido giró su rostro en dirección al rubio—. ¿Siroco?
—No tengo la culpa de estar rodeado de inútiles —le contestó Pedro con la frente fruncida. Su mala cara se ponía cada vez más agria.
Estaba a punto de soltarle algo cuando vi que cerraba los ojos y se apoyaba contra la encimera a sus espaldas, sujetándose del borde.
Me pareció que se estaba mareando o algo así.
—¿Estás bien? —le preguntó Toto. Sonó tan preocupado que hasta yo me alarmé.
—Ey, ¿qué le sucede? ¿Necesita algo? —Di un paso hasta ellos, pero entonces Pedro abrió los ojos y me miró mal.
—Pedro, ponerte así no te hace ningún bien. Ven, te acompañaré hasta tu autocaravana. —Toto me miró—. No te preocupes, todo está bien. ¿Podrías decirle a Suri que le lleve a Pedro su almuerzo cuanto antes?
—Sí, claro; me dijo que en seguida regresaría.
—Bien, perfecto. Gracias, Paula.
—De nada —contesté un tanto angustiada al ver que el macho rubio se había puesto un tanto pálido. ¿Se iba a desmayar allí, en esa diminuta cocina?
Comenzaba a arrepentirme de esa última aventura. Ya me sentía culpable por ponerlo así, aunque él había puesto su buena dosis de mala predisposición.
—¿Tienes algo allí? —le preguntó Toto a Pedro, y éste asintió con la cabeza —. ¿Quieres que llame a David?
—No, estaré bien. Solamente ayúdame a salir de este maldito lugar.
—Sí, claro, ven. —Toto lo agarró de un brazo, que pasó por encima de sus hombros, y lo levantó del borde de la encimera—. Por favor, intenta localizar a Suri, ¿de acuerdo?
—Sí, haré lo que pueda. Disculpa, es que soy nueva aquí, llevo tan sólo cinco minutos y... —Me interrumpí al ver que Pedro alzaba la cabeza y, con los ojos entornados y todavía más hundidos de lo normal, me miraba de muy malas maneras.
Toto me dedicó una sonrisa como disculpando los modales del campeón del mundo, y se lo llevó de allí.
Algo dentro de mí me dijo que era hora de regresar a casa y entonces volví a sentir aquello que tiraba de mí en dirección a Buenos Aires, aunque no tuviese ni la menor idea de lo que haría al llegar allí. Sentí como si ya no formase parte de nada, como si no perteneciese a ninguna parte, tampoco a ese lugar, entre esa gente.
La angustia se me vino encima, aplastándome.
Me pasé ambas manos por el cabello corto, parte de lo que probablemente le había hecho pensar al campeón del mundo que yo era un chico.
Bajé la vista para recorrer mi cuerpo y no me gustó lo que vi, y aún menos sentirme así; en mi vida me había incomodado mi cuerpo, y mucho menos estar rodeada de hombres. Toda mi vida había estado entre ellos; primero por mis hermanos, después porque casi todos mis amigos eran del sexo masculino... Se me escapó un suspiro. No tenía razón de ser que me sintiese así de perdida.
Me costó desprenderme de la visión de su espalda y la de Toto perdiéndose en el rectángulo de luz que era la puerta.
—En cuestión de días estarás en casa —me dije en voz alta para intentar convencerme de que en Buenos Aires estaba mi lugar.
Me entraron ganas de llamar a Tobías. Mi hermano me había llamado desde Londres muchas veces para que fuese a quedarme otra vez con él, en esa ocasión durante más tiempo, no sólo los diez días que dieron el pistoletazo de salida a mi viaje por el mundo con Lorena. Mi hermano mayor llevaba cinco años viviendo en aquella capital. ¿Podría llamar a aquella ciudad «mi hogar»?
Inspiré hondo y solté el aire sobre mi rostro, moviendo los cortos cabellos que caían sobre mi frente.
Ése no era ni el momento ni el lugar adecuados para meditar sobre mi futuro; debía limpiar una tonelada de condenadas zanahorias baby.
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