domingo, 17 de marzo de 2019
CAPITULO 15
Bajé la chaqueta y la deposité otra vez en su sitio, acomodándola para que quedase más o menos como recordaba que estaba cuando la encontré.
Me aparté de la mesa.
—¿Hola?, ¿hay alguien? —repetí otra vez para ver si obtenía respuesta.
Nada.
La puerta a mi espalda había quedado cerrada.
Le eché un vistazo, pues quería asegurarme de que nadie viniese. Tenía curiosidad de ver cómo era el resto de la casa rodante; después de todo, dudaba de que volviese a tener la oportunidad de entrar en una, y no estaba dispuesta a desperdiciarla.
Casi de puntillas sobre mis zapatillas negras, que también llevaban el logo, de Bravío además del de la marca de ropa deportiva que evidentementeproveía al equipo de esos artículos, anduve hasta el pasillo.
Estiré el cuello y me pareció ver la esquina de una cama cubierta por una colcha clara; allí las cortinas, los estores o lo que fuese que cubriese las ventanas, debían de estar un tanto cerradas, porque se notaba cierta penumbra.
La puerta lateral del pasillo permanecía cerrada.
Llamé con los nudillos y nadie contestó. La abrí; era un baño y estaba vacío. Éste también era de
superlujo, y otra vez más espacioso de lo esperable para una casa rodante.
Bueno, eso, más que una autocaravana, era un minipalacio con ruedas.
Cerré la puerta y avancé por el pasillo.
Me acerqué a la puerta entreabierta, pero sin tocarla. Presté atención a todos los sonidos; no oí nada, y entonces mis dedos curiosos empujaron un poco la puerta. La visión de una cama enorme que debía de ocupar casi todo el espacio se abrió ante mí poco a poco.
Asomé la cabeza por la puerta, todavía entornada, y lo vi allí, tendido a un lado de la cama, medio desparramado, como si se hubiese caído allí, mejor dicho, desplomado sobre el colchón.
El cinco veces campeón del mundo de la categoría, Pedro, Siroco.
Mi corazón se quedó por un instante sostenido en un punto muerto difícil de definir, que sólo pude comparar con lo que debía de experimentar el suyo al estar detenido dentro de su automóvil frente al semáforo de salida.
La quietud y la energía que sabes que, en cuanto sea liberada, será furia y potencia.
No sé por qué mi cuerpo reaccionó de aquel modo; mi piel se enfrió y todo mi ser se tensó.
Cerré los puños como si quisiese atrapar algo; se me escapaba el qué y los motivos; volví a inspirar y mi corazón se encogió.
Su perfume se pegó a mi piel, a mis ropas, como se te pega el olor a tierra mojada después de una tormenta, cuando caminas contra el viento haciéndole frente.
No me di cuenta de que me estaba haciendo daño con las uñas en las palmas de las manos hasta que me dolieron. Aflojé la presión en mis puños y me concentré en su imagen. Su rostro estaba muy pálido y relajado; sus mejillas fluían con calma sobre su rostro, también sus párpados y sus labios, tan suaves que incluso daban la impresión de disponerse a sonreír con sosiego.
Pedro llevaba unos aparatosos auriculares de color violeta sobre las orejas.
Una de sus manos descansaba sobre su pecho, y la otra la tenía, palma arriba, a la altura de su cadera. A pocos centímetros de esta última había una especie de sobre de plástico, angosto y largo; no tenía ni la menor idea de lo que era.
«¿Respira?», me pregunté, reaccionando a su palidez.
Di otro paso dentro de la estancia. No podía estar muerto, ¿o sí? Me entró pánico.
En pánico, permanecí no sé por cuánto tiempo hasta que todas las alarmas dentro de mi cerebro comenzaron a sonar. ¿Se habría tomado algo de ese sobre de plástico?, ¿por qué se había descompuesto en la cocina?, ¿por qué
estaba tan pálido en ese momento?, ¿por qué no me había oído ninguna de las veces que lo llamé?
—Me cago en todo —gruñí, y me lancé hacia él por encima de los pies de la cama.
En cuanto aterricé sobre los pies del colchón, lo vi abrir los ojos, pero fue demasiado tarde para retroceder, porque yo ya estaba en el aire y él, despierto.
El campeón se incorporó y yo no pude detener mi caída sobre él.
Una de mis manos creo que dio contra su hombro; la otra, sobre su pecho tal vez; su codo, en una de mis tetas, y mi frente, sobre su sien derecha.
Yo grité, y él soltó un rosario de insultos en un idioma que no creía haber oído antes.
Lo último que le oí gruñirme, al tiempo que se quitaba los auriculares de las orejas para masajearse la frente, fue un la mare que em va parir.
La música escapó de sus auriculares.
—Que collons fas? Merda!
—¿Qué? —solté en español, olvidándome de los idiomas que hablaba; el caso es que no sabía qué agarrarme primero, debido al dolor, si la cabeza o el pecho. Caí sentada sobre el colchón, masajeándome una cosa con cada mano, de un modo muy poco sutil y femenino.
—¿Que qué cojones haces aquí? —bramó él en un perfecto castellano de España, que sonaba muy distinto a mi español porteño de Buenos Aires.
Se me escapó una carcajada.
—No sabía que eras español —solté todavía riendo, y él me contestó con su mejor cara de perro rabioso, que terminó de borrar la paz que le había visto derrochar mientras estaba acostado.
—¿Qué haces aquí dentro y por qué has saltado sobre mí?
—He venido a traerte la comida; te he llamado varias veces, pero no me has contestado. He saltado sobre la cama porque te he visto muy pálido... he pensado que te sucedía algo, que habías tomado algo y... Yo estoy bien, gracias, no te preocupes; me has abollado la cabeza y un pecho, pero...
Pedro retrocedió de espaldas hasta la ventana y me observó con el entrecejo fruncido, sin darse por aludido ante mis intentos de poner en evidencia su poca caballerosidad.
—¿Tú estás bien? No tienes buen aspecto. Sigues estando muy pálido.
—No es de tu incumbencia si estoy pálido. —Se abalanzó sobre mí y me asusté. ¿Sería capaz de golpearme o de atacarme de alguna otra manera? Me tiré hacia atrás al tiempo que él caía con las rodillas sobre el colchón. Sus manos no llegaron a mí, sino que se pusieron a rebuscar entre los pliegues de la colcha que cubría el colchón, entre mis rodillas y a mi alrededor.
—Pero ¿qué haces? —chillé cuando me empujó.
En ese exacto momento se apartó, llevándose consigo un objeto en su puño derecho. Me pareció ver que era el sobre que había detectado sobre el colchón al llegar; se lo metió en el bolsillo del pantalón y acto seguido, con esa misma mano, se limpió la frente sudada. Todo su rostro estaba perlado de gotitas.
Entonces volví a asustarme por él.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llame a un médico? Debe de haber un servicio de urgencias aquí, no creo que corran una carrera a trescientos kilómetros por hora sin contar con un servicio de ambulancias.
—¡No necesito un médico! —exclamó interrumpiéndome—. Necesito que te largues de aquí, eso es todo. Este día no puede ir peor... resulta que eres aún peor que Freddy. ¿Por qué no ha venido Suri?, ¿por qué no han mandado a uno de los camareros y listo?
—Porque la gente tiene otras cosas que hacer aparte de atenderte a ti y tus caprichos —gruñí por lo bajo, bajándome de la cama.
—¿Qué has dicho?
—Que la gente se preocupa por atenderte, y ya tienes tu preciado menú sobre la mesa allí fuera —contesté poniendo cara de niña buena—. Ahora que ya sabemos que no necesitas un médico y que tu estado es perfectamente normal, me retiraré a seguir con mi trabajo. —Dicho esto, di media vuelta y me dirigí al pasillo. Percibí cómo iba detrás de mí y no entendí para qué perseguía mis pasos. Debía de tener ganas de insultarme, de descargar sus malos modos conmigo. Incluso mi mente se adelantó a lo que pensaba que sucedería a continuación... «Haré que te echen de aquí», supuse que diría. No fue eso.
—¡¿Qué has visto?!
Lo espié por encima de un hombro sin detenerme.
—¡¿Que qué he visto?, ¿de qué hablas?! No entiendo a qué te refieres.
—Al entrar en mi cuarto, ¿qué has visto?
Entonces sí me frené y lo enfrenté, justo delante de la bandeja que contenía su almuerzo.
—Pues a ti, tendido en tu cama, luciendo como si no te encontrases muy bien.
Pedro me examinó con el entrecejo fruncido; sus ojos no eran más que dos ranuras por las que se entreveía un poco del azul celeste de sus iris.
Tan bonitas pestañas tenía...
De un manotazo aparté ese pensamiento.
—¿Qué más?
—La cama, la cabecera de la cama... no sé, creo que había un móvil sobre la mesita de noche. Tus auriculares de color violeta. —Sacudí la cabeza, confundida—. Creo que nada más. ¿De qué va todo esto? No sé qué quieres que te diga, ¿es un juego? Puede que los dos hablemos español, pero es evidente que no nos entendemos.
—Ya lo creo que no.
—Mira, siento mucho haber entrado; quería dejarte tu almuerzo para no volver a tener problemas y quería que te lo comieras antes de que se enfriara, para que así no pudieses volver a quejarte. —Cerré la boca antes de meter más la pata; el daño ya estaba hecho. Su mirada perforó mi cabeza—. Perdona; mira, ya no diré nada más. Me ha preocupado verte allí tirado, creía que te habías desmayado, que te había dado algo... Ya te lo he dicho, es que vi el sobrecito ese junto a tu mano y...
—¡¡Eso!! —gritó apuntándome con un dedo, y casi me hace escupir el corazón por la boca del susto.
—Eso, ¿qué? ¿Estás desquiciado? ¿Qué sucede contigo?
—¿Has visto lo que era?
—¿Bromeas? ¿Eran drogas? Oye, sea lo que sea, no me importa. Aquí tienes tu comida y yo me voy, Suri necesita ayuda en la cocina y Érica dijo que no podría conseguirle otro subchef este fin de semana, de modo que, si él te cae al menos medianamente bien, te ruego que no pidas que me despidan, porque se quedará solo y tiene mucho más trabajo del que puede abarcar. Tú no me gustas, y es evidente que tú a mí no puedes ni verme; sin embargo, el caso es que, sólo por este fin de semana, Suri me necesita. Serán sólo unos días, y después ninguno de los dos volverá a saber nada del otro, porque yo regresaré a mi casa y tú te irás no sé adónde con todo este circo detrás de ti.
Por favor, olvídate de todo lo sucedido y permíteme que me largue para continuar con mi trabajo. Juro que no pondré ningún veneno ni nada raro en tu comida; es más, ésta de aquí —le di unos golpecitos con las yemas de los dedos a la campana de metal que cubría la bandeja— la ha preparado Suri mientras yo picaba cebollas, de modo que puedes quedarte tranquilo, ni siquiera pasé cerca de ella.
El entrecejo de Pedro se aflojó.
—No me interesa complicar tu existencia, simplemente olvídate de que existo y permíteme que me vaya. Será como si jamás nos hubiésemos conocido.
Pedro alzó las cejas abriendo a la vez los ojos, regalándome una estupenda visión de sus iris.
—¿Puedo preguntarte algo? —No contestó, simplemente se quedó mirándome.
—¿Qué significa Siroco?
—Amore, ya estoy aquí. Dime que me has extrañado tanto que no podías respirar sin mí —exclamó una densa voz femenina, la primera palabra en italiano y el resto en inglés con un fuerte acento, consecuencia de ser aquella su lengua materna... o al menos eso supuse.
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