domingo, 24 de marzo de 2019
CAPITULO 38
El almuerzo ya estaba listo, tan sólo faltaba que la gente llegase a comer.
Todavía estaban todos en el circuito. A la cocina nos llegaba el rugido de los dos motores, el de los monoplazas que conducían Helena y Pedro.
Me escapé en dirección a los boxes un rato; llevaba un walkie-talkie, de modo que Suri podía dar conmigo si me necesitaba. De cualquier modo, no planeaba tardar demasiado.
De camino hacia allí me encontré con uno de los mecánicos de Haruki, que había ido a buscar no sé qué a uno de los depósitos; con él llegué a los boxes.
Saludé a quienes todavía no había visto ese día y estiré el cuello en dirección a la pista más allá de la calle de boxes; quería ver a Helena rodar.
Los dos automóviles pasaron a toda velocidad por la recta; sin embargo, no conseguí distinguir sus cascos.
Me tapé los oídos para evitar que los motores me dejasen sorda.
Alguien me tocó el hombro, sorprendiéndome.
Aparté las manos de mis oídos para ver a Toto alejar el micrófono, que colgaba de sus auriculares, lejos de su boca.
—¿Admirando el espectáculo? Desde aquí no se ve mucho. ¿Por qué no vienes un momento al pit wall?
—No sé si es buena idea. —Allí estaban todos los ingenieros, jefes de estrategia y demás. No estaba el director del equipo, quien en ese instante debía de rondar por allí, en alguna parte del circuito. De todas formas, no tenía ganas de que nadie pensase que estaba excesivamente fuera de lugar —y, de hecho, lo estaría— si me ponía a mirar a los pilotos desde allí.
—Sólo un momento. Esto no es una carrera. No hay problema. Anda, ven. —Sujetándome por un codo, me empujó hacia fuera.
Me dio vergüenza, pero pesaron más las ganas que tenía de verlos pasar por la recta.
—¡Ey, mirad quién ha llegado! —soltó uno de los ingenieros—. ¿Qué hay de postre hoy, Pedro?
Todos celebraron mi llegada.
—¿Falta mucho para que esté lista esa paella? —quiso saber otro.
—Os estamos esperando, todo está preparado.
—Haced que regresen al pit ahora mismo —bromeó otro mirando a Toto y al ingeniero de pista de Haruki después.
—Dejadlos rodar unas vueltas más, que Nat ha venido a verlos —les explicó Toto y, ante la inminencia de que los automóviles llegaran a la última curva antes de la recta principal, me tapé los oídos.
Con la sangre bullendo en las venas y mis tripas temblando dentro de mi vientre por la vibración provocada por aquellas bestias de metal, me pegué a la reja que separaba el pit wall de la pista.
Helena pasó a toda velocidad; en esa ocasión sí pude reconocer su casco rojo, azul, amarillo y blanco.
La seguí con la vista hasta el final de la curva, que ella tomó con la misma ferocidad que cualquier otro piloto.
Su tiempo de vuelta quedó marcado en las pantallas.
El motor de Pedro delató su llegada.
Esta vez, metí mis dedos entre el alambrado y pegué la nariz al mismo, como haría un niño en el escaparate de una tienda de dulces.
Pedro cogió la recta pegándose a la parte interna, es decir, muy cerca del muro, y por poco me da algo. Por una facción de segundo, mi corazón quedó suspendido entre latido y latido.
Me dieron ganas de gritar, de vitorearlo. No llegué a hacer nada, porque pasó de largo a toda velocidad, acelerando todavía más, lo que tornó más agudo el chillido de su motor.
Dieron dos vueltas más y entonces Helena regresó al box.
Ella entró y yo corrí de regreso al box, siguiéndola.
Los mecánicos entraron marcha atrás su vehículo con el motor ya apagado.
La australiana, al verme, me saludó con una mano enguantada.
Acomodaron el bólido en su sitio y la ayudaron a salir.
Helena se quitó el casco.
Pedro pasó una vez más por delante del pit wall.
—Eso ha estado genial —le dije una vez que se hubo quitado la capucha ignífuga.
—El automóvil está increíble, y los chicos hacen un trabajo estupendo. Hemos hecho muy buenos tiempos, incluso con los cambios recién aplicados.
—Me alegro.
—Sí, más tarde seguiremos probando; quieren cambiar otra cosa, a ver si da tiempo por la tarde. Me muero de hambre, ¿qué tal va la paella?
—Eso —exclamó uno de los mecánicos, metiéndose en la conversación.
Le sonreí.
—Sois todos unos interesados. Supongo que, cuando Pedro termine, vendréis todos a comer.
—Por Dios, ¡que alguien haga entrar al
campeón! —bromeó otro.
Helena terminó de desensillar mientras los mecánicos se ocupaban de su automóvil; entonces todos oímos a Pedro acercarse.
Su monoplaza apareció como una flecha en la calle de boxes para detenerse pasando su entrada. Los mecánicos salieron corriendo a recibirlo, para proceder de igual modo que con la entrada de Helena.
Uno de sus mecánicos llamó a Helena para enseñarle unas anotaciones en un papel. Me alejé un poco para dejarla continuar con lo suyo; quizá debí volver a la cocina —debí volver a la cocina—, pero el caso es que no pude evitar seguir la entrada de Pedro con la mirada.
Todo movimiento se detuvo, el de su vehículo, el de los mecánicos a su alrededor. Un momento para recordar, plasmado como una postal en mi cerebro: sus ojos azul celeste a través del espacio que dejaba el visor alzado de su casco, observándome.
Pedro me miró, y mis manos se hicieron eco del temblor que azotó mi corazón.
La comunicación entre su mirada y la mía se cortó cuando Toto se cruzó para ayudarlo a salir del habitáculo.
Entendí que era mejor que regresara a la cocina.
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