domingo, 24 de marzo de 2019

CAPITULO 39





Los mecánicos y demás personal del equipo almorzaban en el comedor del circuito. Pedro no estaba allí, y la bandeja de su almuerzo permanecía en mis manos. Si la amenaza de Suri de hacerme llevarle la comida a Pedro antes me había parecido graciosa, ya no; todo lo contrario. Después de aquel cruce de
miradas en el box, no me sentía del todo segura de enfrentarlo a solas; no por lo que él pudiese hacer, pues seguramente no haría nada, sino por las ganas de lo que yo tenía de hacer, de lo que yo quería de él. Cosas muy ridículas, delirios nada más. Quería que me besara como besó a su novia cuando ganó
los dos primeros grandes premios de la temporada; deseaba que me abrazara con sus fuertes brazos, que me estrechase contra su pecho para así sentir su perfume, y se me antojaba pasar la punta de mi nariz y mis mejillas por sus barba crecida; incluso anhelaba revolver con las manos su cabello, empapado en sudor después de dar vueltas y vueltas por el circuito.


De lo que más ganas tenía era de repetir lo único medianamente real que había tenido con él, un momento que no podía quitarme de la cabeza y que, cada vez que lo recordaba, se me ponía la piel de gallina: esa noche, tirados en el asfalto, mirando las estrellas de Baréin. Sí, entonces no habíamos estado solos, pero ése me pareció uno de los pocos instantes en los que creo que bajó un poco la guardia, en que se relajó para no ser el quíntuple campeón, sino simplemente una persona más, admirando la inmensidad del universo.


La noche siguiente a eso, Pedro me había dicho que creyese en él porque él era real. Yo le había contestado que ya había notado que él lo era y su respuesta fue decirme que no se lo parecía. 


¿Quizá yo sólo era capaz de ver al campeón en él? Ese pensamiento no dejaba de afligirme, porque tenía la impresión de que Pedro debía de ser mucho más que eso. Al verlo a él, la gente no pensaba en otra cosa que en el campeón. Imaginé que eso tenía que ser bastante angustiante, o quizá no, pues sus allegados debían de ver al verdadero Pedro, al que yo nunca conocería; al que anhelaba conocer.


Apreté los dientes, oprimiendo mis labios por delante. Alcé un puño. Se suponía que debía llamar a la puerta para dejarle su comida y no conseguía reunir el valor para enfrentarlo.


—Mierda —susurré maldiciendo a Suri por dentro. No sólo me había hecho llevarle el almuerzo, sino que me había obligado a prepararlo. Pedro me tiraría el plato por la cabeza, lo sabía—. Que sea lo que tenga que ser —me dije para darme coraje, y llamé con el puño a la puerta.


—Adelante —contestó Pedro desde dentro.


La manija de la puerta quedó envuelta entre mis dedos y la palma de mi mano. Tragué saliva. Mis sentidos se agudizaron. El mundo se hizo más pequeño a mi alrededor; los confines del universo rodearon mi cuerpo, la puerta. Un gran gusano que tironeaba de mi abdomen conectaba mi universo con el de la persona que estaba allí, dentro de la autocaravana.


Abrí la puerta y percibí su perfume, el mismo que estaba impregnado en sus ropas, en su casco, el que dejaba al pasar por un espacio cualquiera. Un aroma que conocía de memoria: suave y muy varonil, tan él, que cerrando los ojos me recordaba la forma de sus hombros, su mentón partido, sus ojos azul celeste escondidos detrás de sus pestañas, refugiándose debajo de sus cejas.


No aparté la puerta de su marco más de veinte centímetros; prefería mantener las distancias, porque Pedro comenzaba a alterarme en más de un sentido.


No lo vi.


—Soy Paula, he venido a traerte tu almuerzo.


Hubo un pausa de segundos, en los que creí que no me había oído y entonces...


—Sí, pasa.



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