martes, 26 de marzo de 2019

CAPITULO 45




Si Martin no se percató de la mirada ácida que Pedro me lanzó cuando él soltó el «mi chica», yo sí. Pedro y yo volvíamos a tener puramente la misma relación que manteníamos antes de la noche en el circuito de Baréin, cuando creí que la tirantez entre ambos había aflojado. No es que buscara una amistad con él, pero sí un poco de paz. Ilusa de mí, quedaba claro que, después de lo sucedido en su autocaravana, no tendríamos eso ni ninguna otra cosa, porque para él no había sido más que un error.


—No, te estaba buscando.


—Bueno, pues aquí estamos. —Martin le sonrió.


—Sí, ya lo veo, no estoy ciego. ¿Nos vamos?


Pedro estaba listo para salir. No me costó admitir que, a pesar de su personalidad, estaba muy atractivo con esa camisa negra y esa chaqueta de cuero. La brisa del anochecer chino me trajo su perfume, el que tan de cerca
había degustado cuando me besó. Todo mi cuerpo se estremeció de placer con el recuerdo de todas las sensaciones que quedaron impresas en mí tras esos perfectos segundos en los que el mundo pareció convertirse en un lugar muy distinto al que era en ese exacto momento con él, cuando me miraba desde lo alto de su podio particular del que, por lo visto, no se bajaba jamás. Bueno, quizá bajó un peldaño cuando me beso, pero fue evidente que la vista desde allí abajo no le gustó y volvió a trepar de un salto a aquel sitio que le pertenecía, para dejarme a mí en el último puesto, muy lejos del champagne, del área de Carmen que sonaba con cada victoria, de los besos de felicidad que acompañaba cada uno de sus logros.


—En cuanto termine de ayudar a Paula. Échanos una mano, acabaremos antes.


Pedro puso cara de horror y a mí me saltaron todas las alarmas. ¿Acaso Martin estaba loco? ¡No podía sugerir aquello!, ¡¿es que no veía la mueca en el rostro del campeón?!


—No, no, no, no —exclamé—. De ninguna manera. Vete ya, Martin. No querrás llegar tarde a tu cena.


—Sí, sí, sí, sí —replicó, y se agachó para recoger una caja.


—¡Martin!


Éste le tendió la caja a Pedro.


—¡¿Qué haces?! —chillé.


Pedro estaba tan sorprendido que no atinó a negarse a sujetar la caja que el brasileño colocó en sus manos. Su cara se descompuso por completo.


Quise morirme en este mismísimo instante. Temí que Pedro me despreciara por completo y, pese a todo, no quería eso.


Con las piernas como gelatina, debido a un miedo irracional, acorté la distancia que nos separaba y agarré la caja.


—Perdón —le dije, y tiré de la misma hacia mí. 


Había estado intentando no mirarlo a los ojos, pero, sin querer, alcé la vista y me topé con tu terrible mirada azul celeste. Mis piernas terminaron de reblandecerse cuando el aire que soltó por la nariz llegó a mí. Su perfume era demasiado intenso a esa corta distancia y resultaba demasiado fuerte y tentador —un tanto tortuoso también — tener sus labios a escasos centímetros de los míos sabiendo que no podía
tocarlos con mi boca y ni siquiera con las yemas de los dedos y ¡por Dios que quería tocarlos!


Mis anhelos sintieron vergüenza de sí mismos ante la mirada soberbia que me dedicó.


Decir que me sentí ridícula es poco.


Intenté quitarle la caja de las manos, y no me lo permitió.


—Mejor os vais ya. Puedo sola con esto —comenté mirando hacia cualquier otra parte que no fuesen sus ojos o el resto de su cuerpo.


—En un minuto —entonó Martin. Su voz evidenció el esfuerzo de recoger una caja.


—No, no... —Tiré otra vez de la caja que sostenía Pedro y lo arrastré conmigo—. Os marcháis ya mismo. Os ensuciaréis. Puedo sola con esto; de verdad que os lo agradezco, pero... —Pedro cortó mi discurso desesperado dando un tirón más que brusco, arrastrando la caja consigo, y a mí, para girarse.


La caja se me escapó de las manos.


Por encima de un hombro, vi que Martin venía hacia nosotros con otra caja en los brazos.


—Anda, Duendecillo, recoge una y guíanos hasta tus dominios —pidió el brasileño a modo de broma.


En cuanto terminásemos con las cajas, ya no serían mis dominios. Me desterrarían de la categoría.


—Andando, campeón.


Vi a Martin pasar junto a Pedro para darle un empujón hombro contra hombro.


Apreté los párpados, angustiada. El carioca pasó de largo en dirección a la cocina. Noté que Pedro no se movía de su sitio. Me observaba fijamente. Volví a pedirle disculpas y, como respuesta, obtuve un resoplido de fastidio que derivó en un meneo de su cabeza para culminar en el movimiento de sus pies al girar para seguir a Martin.


Recogí una caja del suelo y fui detrás de ellos.


A mis cortas piernas les costó seguirles el ritmo, sobre todo porque las cajas eran pesadas y ellos tenían un entrenamiento físico que, a pesar de que yo llevaba un par de semanas contagiada de ese entusiasmo que reinaba en el equipo, no lograría alcanzar por más esmero que pusiese en ello. Además, las piernas de Pedro y Martin tenían unos cuantos centímetros más que las mías.


De un salto lleno de energía, Martin entró en la cocina.


Apreté el paso, pero luego me detuve en seco en cuanto vi a Pedro detenerse para darse la vuelta y enfrentarme.


«¡La que se me viene encima!», exclamé dentro de mi cabeza; su rostro tenía la apariencia que bien podría tener como resultado de que alguien le hubiese obligado a ingerir algo preparado por mí.


—No me gusta lo que haces —murmuró.


No supe qué contestar o hacer.


—Ya te he pedido disculpas. No era mi intención que te obligase a ayudarme. Tampoco quería que él me ayudara. —Procuré contener mi tono.


—No es sólo eso.


Él no contuvo el suyo.


«No pelees, no caigas en su provocación, mantén la paz —me repetí mentalmente una y otra vez, cual mantra—. Recuerda que este empleo te gusta, que pretendes conservarlo.»


Apretando los dientes, guardé silencio.


—Estás fuera de lugar.


Al oír eso, apreté los dientes y los labios. Bajé mi caja al suelo y le quité la que él cargaba en las manos.


—No, el que no pertenece a este lugar eres tú. Ésta es la cocina, no la pista de carreras. Gracias por tu ayuda.


Martin apareció en la puerta de la cocina.


—Es hora de que vosotros dos os larguéis a disfrutar de la noche. —Le di la espalda a Pedroy, al pasar junto a mi amigo, le estampé un beso en la mejilla —. Disfrútala —añadí sonriendo—. Mañana me cuentas qué tal ha ido todo.


—No, si todavía no hemos terminado.


—No me repliques. Vete ya.


—Pero si...


—Pero nada, Martin. Que pases buena noche. Pasadlo bien los dos.


—Paula, no seas...


No le permití seguir: con la caja que sujetaba, lo aparté. Me puse más nerviosa de lo que ya estaba, porque Pedro no apartaba su mirada reprobatoria de mí.


Por fin Martin pareció notar que el campeón no se sentía muy predispuesto a continuar echándonos una mano. Se me acercó y me susurró al oído que no me preocupara. Besó mi mejilla y me dio las buenas noches en portugués.


Se alejaron de mí, Pedro sin volver a emitir una palabra. De cualquier modo, ni siquiera necesitaba despegar los labios para hacerme saber lo que experimentaba. El campeón podía ser muy transparente para demostrar su desprecio.


Procuré no angustiarme y pensar en todo lo positivo que tenía en mi vida desde que me había unido a la categoría. Era incapaz de controlarlo todo y, si él no podía ser nada bueno en mi vida, pues... mejor que me fuese haciendo a la idea de dejarlo regresar a la suya, lejos de allí, lejos de mí.


«Tan lejos», pensé. Y así, en un parpadeo, me sentí pequeña. Mi corazón cayó al suelo, con mis latidos tras él tornándose cada vez más débiles, como pasos de un sediento arrastrándose hasta la única fuente de agua que quedara en el mundo.


Intenté respirar y mi garganta se cerró. Mi cabeza se nubló por culpa de una sensación que no quise sentir.


Por poco se me cae la caja de las manos.


Continué encogiéndome sobre mí misma mientras veía a Pedro alejarse.




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