jueves, 28 de marzo de 2019
CAPITULO 53
Mi segundo vaso de cerveza se evaporó y pedí un tercero. Me entró calor y, entre conversaciones y risas, terminé con un cuarto en las manos.
El grupo fue reduciéndose y mi contenido de alcohol en sangre, aumentando.
No estaba borracha, pero sí bastante entonada.
A mi lado, Pedro y Mónica se susurraban cosas al oído. Por suerte, para salvar la situación, llegó Martin a ocupar la silla que Jose acababa de dejar vacía al irse a su hotel.
Martin tendió una mano hacia el campeón.
—Mi chico —le dijo cogiendo su puño; la lengua medio que le patinó—. Al fin podemos charlar un poco. Te has sentado muy lejos de mí.
—Es que no había espacio allí, Martin —le contestó Pedro, en un tono que no era ese dulce con el que me habló durante un momento rato atrás, pero casi.
—No estás molesto conmigo, ¿no es así? Por ganar, digo.
—No, Martin.
—Porque yo te quiero; eres como un hermano menor para mí.
Vi a Mónica poner los ojos en blanco.
—Lo sé, Martin; yo también te quiero como a un hermano, por eso estoy aquí.
—Es que apenas si me hablaste. —Martin apretó su puño—. Gracias por venir. ¿Sabes que tus maniobras son siempre excelentes? Todavía no sé cómo he hecho para ganarte la posición. No puedo creerlo.
—Bueno, lo has hecho muy bien —afirmó Pedro sin la menor pizca de enojo.
—Pedro, creo que es hora de que nos vayamos ya. Mi avión sale apenas en unas horas y...
—No, no podéis iros; ahora que puedo estar un poco con mi chico... — lloriqueó Martin.
—Mónica tiene razón; debe estar en el aeropuerto a las...
—Pero si viaja con el resto de su equipo —lo cortó el brasileño, poniendo cara de cachorro abandonado—. No te vayas, Pedro. Podemos pedirle un taxi que la lleve hasta su hotel. Por favor, no te vayas. —Martin miró a Mónica—.
Deja que se quede; esta noche es especial, y no sé cuántas otras tendremos así. Ya no estaré aquí el año que viene.
El amago de sonrisa que había esbozado Pedro hasta entonces en sus labios, al conversar con Martin, se borró. Noté de refilón que Helena también se había puesto seria. Era obvio que todos echarían de menos a Martin, y mucho.
Bueno, lo más probable era que Mónica no fuese a extrañarlo ni siquiera un poco, porque en ese instante lo miraba con el entrecejo fruncido y los labios tirantes, formando con ellos una línea recta que arruinaba su belleza natural.
—¿Te importa? —le preguntó Pedro a su novia—. Te buscaré un taxi para que te lleve al hotel; después de todo, irás con tu equipo al aeropuerto. Podemos despedirnos aquí. Es una noche especial para Martin.
—Por favor —lloriqueó Martin sin soltar a Pedro.
Noté que Mónica no quería montar un escándalo delante de todos, pero no estaba ni un poco feliz de que Pedro la mandara a su hotel en un taxi sola.
La respuesta de la italiana fue ponerse de pie.
—Sí, mejor me acompañas fuera. Es mejor que me vaya ahora, estoy muy cansada.
Martin soltó a Pedro. Ya no tenía cara de perro apaleado, sino de felicidad.
Su amigo se quedaría a celebrar su triunfo con él.
—Claro, te acompaño fuera.
Pedro apartó su silla; su mirada se cruzó con la mía. Ayudó a Mónica a ponerse su chaqueta sastre otra vez.
Por encima de la música y sin mucho entusiasmo, ella se despidió de los presentes. Los chicos, que estaban todos un tanto entonados o quizá simplemente felices por la victoria de Martin, la despidieron entre gritos y frases exageradas.
No me hizo feliz pensarlo, pero la verdad era que mi alivio al ver que se iba resultaba absoluto; no simplemente porque ya no estaría allí colgada del brazo de Pedro, sino porque todos nosotros volveríamos a ser los mismos de
siempre, hablando de estupideces, soltando alguna que otra bestialidad, bebiendo sin tener a alguien observándonos con una mirada reprobatoria.
Helena, que tampoco estaba muy sobria, me guiñó un ojo y yo sentí que enrojecía cuando sus ojos subieron hasta el campeón y, acto seguido, bajaron a mí de nuevo.
Pedro salió a despedir a su perfecta novia, mientras el resto de nosotros hacíamos sitio sacando de en medio las mesas y las sillas que sobraban, para darle a la conversación un toque más familiar. Kevin pidió otra ronda de bebidas para todos.
—¿Todo bien, Duendecillo?
Giré la cabeza hacia Martin.
—Sí, todo perfecto. ¿Y tú?
—Yo, de maravilla ahora que os tendré solamente para mí.
Le lancé una mirada inquisitiva.
—A mis chicos, Pedro y tú, sólo para mí. —Me apuntó con un dedo, que al instante comenzó a girar en el aire, enmarcando mi rostro—. Tú...
—Yo, ¿qué? Creo que estás un poquito borracho.
—Y tú vas por buen camino también. Escucha...
—Te escucho —le dije sonriente. Inspire y en ese mismo segundo tuve una especie de revelación que reafirmó lo que ya sabía que sentía: no podía estar más agradecida de haber caído en el mundo de la Fórmula Uno; gracias a eso, lo tenía a él de amigo, eso entre otras cosas. Martin interrumpió mi momento místico.
—No creas que no te he visto, que no me he dado cuenta del modo en que lo miras. —Se inclinó hacia mí. Se había acomodado en la silla que Mónica había dejado libre para quedar más cerca de mí, cuidándose de no ocupar la que Pedro acababa de dejar vacía; comprendí por dónde iban los tiros y, como llevaba alcohol encima, no conseguí reprimir el rubor que tiñó mis mejillas—. Se te cae la baba, Duendecillo.
—No sé de qué me hablas.
—Del campeón.
—¿Qué sucede conmigo?
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