martes, 30 de abril de 2019
CAPITULO 138
Pocos lugares debían vivir la categoría como se vivía allí en Montreal. Sí, Mónaco tenía lo suyo, allí la categoría invadía Montecarlo y a los monegascos no les quedaba más remedio que convivir con la Fórmula Uno durante esa semana, porque, cuando el circo llegaba allí, no quedaba sitio al que escapar.
De cualquier modo, la fiesta en el principado era un asunto completamente distinto. Lo que pulsa y da ritmo al fin de semana allí no son los verdaderos fans del automovilismo, sino los del dinero, los de las cámaras y flashes, los que adoran las fiestas y salir en las revistas, los que aprovechan la situación para enseñar su nuevo yate una docena de pies más grande o lo que sea. Allí es un despilfarro de dinero casi empalagoso, una demostración de ostentación
que, por casualidad, coincide con los presupuestos millonarios de los equipos y con el estilo de vida de muchos pilotos.
En Montreal era completamente distinto. Había fiestas en la calle, el circuito al completo era una fiesta, igual que el resto de la ciudad y, aunque también se dan fiestas en las que corre mucho dinero como en Mónaco, en forma de champagne, lujosos platos y elegantes personas que llegan, van y vienen en automóviles de aspecto imposible e irreal, las que valoras y que se hacen notar por encima de todo son las fiestas en las que la gente asiste vestida con la camiseta de su equipo favorito, con las gorras con el número de piloto al que apoyan, con la bandera del país del que provienen o del que vio nacer al piloto del cual son fans. En esas fiestas se bebe cerveza barata, se come al paso y se disfruta del ambiente de una ciudad estupenda que tuve la oportunidad de que Pedro me enseñara. Vivimos juntos la amabilidad y la calidez de los canadienses, que, siempre respetuosos, también muy afectuosos, se aproximaron al campeón para pedirle fotos y autógrafos, y para darle ánimo de cara al campeonato, que de momento ganaba con una holgada diferencia de puntos. Creo que no hubo ni uno solo de nuestros paseos que quedase libre de un saludo, de una firma suya en una camiseta de Bravío o incluso de una exclamación alegre de su nombre desde la acera opuesta o desde dentro de un coche que pasase junto a nosotros.
Si bien allí no era como en Mónaco y los fotógrafos estaban a la orden del día a la caza de imágenes de ambos juntos (por desgracia me había topado en la televisión, al poco de llegar al hotel, con una noticia que avisaba de que el campeón de la categoría ya estaba en suelo canadiense, acompañado de su novia —es decir yo—; también, gracias a Lorena, que me envió los links, vi que había fotos de Pedro a mi lado en un par de webs de esas que se ocupan de seguir la vida de los ricos y famosos; Tobías y mis padres también habían visto esas mismas imágenes). De cualquier modo, no les di demasiada importancia. Pedro andaba a mi lado sin preocuparse demasiado por eso, sin angustiarse por quién pudiese vernos o fotografiarnos, y, si a él no le molestaba ser visto a mi lado, menos me iba a molestar a mí.
Quien todavía no demostraba demasiada felicidad con la situación era el padre de Pedro, que apenas me dirigía la palabra para saludarme y, como mucho, preguntarme cómo me encontraba.
Con quien sí comencé a tener mejor relación fue con Pablo. Al menos ya hablaba con Pedro frente a mí sin ocultar nada, sin contenerse, y, en los planes que hiciese para Pedro, ya me incluía a mí sin que el campeón tuviese que decirle nada. Supongo que no le quedaba más remedio.
De todas formas, el más amable y amistoso de todos era el preparador físico, César, un mexicano que había crecido en Estados Unidos, con un sentido del humor excelente y que desperdigaba positividad a su paso. Los dos prácticamente chocamos en un momento dado; no en sentido literal, sino más bien descubriéndonos, puesto que nunca nos habíamos visto más que de lejos, para saber que teníamos mucho en común además de Pedro y de intentar cuidad de su bienestar y su salud.
La ciudad y su gente, y un viernes de pruebas libres absolutamente increíble para Pedro y el equipo Bravío, puso a nuestras puertas un fin de
semana que dejó a todos boquiabiertos con la actuación de Pedro, quien, durante las pruebas libres del sábado, derribó, y por mucha diferencia, el récord de vuelta del circuito que estaba instalado en sus kilómetros desde hacía más de diez años, enfrentándose con valentía y ferocidad a esa pared oscura que daba comienzo a la recta después de la última curva, esa que siempre me había producido vértigo al ver las carreras por televisión.
Pedro se mostró feliz y, además, accesible con los periodistas y los fans después de su pole position, y no supe de ninguna otra discusión con el equipo.
Incluso se mostró sonriente en las fotografías que le tomaron junto a Haruki y Helena en el box de Bravío, la tarde del sábado. Hasta bromeó con ellos y con los fotógrafos, y rio... Realmente creo que disfrutó de la experiencia.
No fui la única en notarlo. Durante una ronda de preguntas que se les permitió a los medios de prensa después de las fotografías en la que estuve presente, uno de los periodistas, de un medio británico, le preguntó sobre cuáles eran las razones de su buen humor, pues afirmó que se lo veía distendido. Ni corto ni perezoso, fue directo al grano y quiso saber si era debido sólo a su estupenda marca en el circuito y el gran margen de puntos que llevaba en el campeonato, o si había algo más.
Pedro no se guardó la verdad.
—Soy muy entusiasta con respecto a la carrera de mañana y me alegra haber marcado un nuevo récord en el circuito, y realmente la diferencia de puntos en el campeonato es un excelente colchón, pero lo cierto es que estoy feliz y no puedo evitar demostrarlo.
—¿Enamorado? —insistió el periodista, y todos rieron, incluso Pedro.
El campeón giró la cabeza, buscándome. Yo había intentado mantenerme algo oculta en un rincón del box, detrás de la gente de relaciones públicas y publicidad y de algunos de los ingenieros y mecánicos que continuaban con su trabajo. Pedro me sonrió al encontrarme y eso provocó que los flashes nos cegaran a ambos.
—Sí —admitió Siroco, volviendo la vista al frente, y entonces estallaron los murmullos, las preguntas y muchas más fotografías.
Si Pedro estuvo ansioso esa noche, ciertamente me hubiese resultado imposible decirlo, porque se recostó y, sin mencionar absolutamente nada sobre la carrera o sobre su clasificación, sólo hablando de la vida, de nosotros y de cualquier otra cosa, cayó rendido para descansar profundamente a mi lado, durante toda la noche. Se despertó la mañana del domingo de un humor excelente y un semblante todavía más estupendo, uno del que creí no haberlo visto dueño nunca antes.
Pedro ganó la carrera de Canadá de modo indiscutible y aplastante, demostrando que, independientemente de las diferencias de puesta a punto, motor e ingeniería del equipo Bravío, él continuaba siendo un magnífico piloto capaz de moldear a pulso las curvas, de resolver problemas con su automóvil sin ayuda de los ingenieros (de hecho, ganó la carrera con una de las marchas sin funcionar) y de pasar por encima del cansancio físico, del calor y del estrés de la competición.
Esa noche volvimos a celebrarlo con todo el equipo hasta bien tarde. Pedro habló con todos y se mostró más que formalmente cordial; fue amistoso, estuvo relajado, bailó, bromeó y se divirtió. Y yo fui feliz de verlo disfrutar de esa manera.
CAPITULO 137
Érica llamó a mi walkie-talkie para avisarme de que tan sólo faltaban diez vueltas para el final de la carrera, lo que indicaba que era mi hora de regresar a boxes. Suri no rechistó, supongo que en parte porque ya teníamos todo el trabajo bajo control.
Asistí a las últimas tres vueltas desde boxes con todos los mecánicos, sentada en una silla en medio de todos ellos, con bromas y risas flotando a mi alrededor y los objetivos de todas las condenadas cámaras de televisión y de los fotógrafos oficiales del equipo, los de la FIA y los de muchos servicios de información fijos en mí.
Pedro ganó y allí estuve yo, para recibir un increíble beso de su parte nada más bajarse de su coche, después de quitarse el casco y las protecciones a toda velocidad.
Esta vez procuré no prestar demasiada atención a todas las cámaras y arrinconé a un lado la idea de que mis hermanos y mis padres estuviesen viendo la transmisión en directo al otro lado del océano, igual que unos cuantos millones de personas.
Pedro se alejó para cumplir con su muy merecido podio en plena calle monegasca; sin embargo, muchos de los objetivos se quedaron a mi lado.
El campeón lo celebró con ganas, regándonos a todos de champagne después de saludar a Alberto de Mónaco y a su esposa. De Martin también me gané unas cuantas gotas de líquido, después de que él festejase con su equipo el tercer puesto.
Esa noche, Pedro y yo celebramos la victoria con todo el equipo en un bar de Mónaco. Me alegró ver que el campeón se permitió pasar un buen rato con la gente con la que solía trabajar a brazo partido exigiéndoles el máximo; verlo así, relajado con ellos, conversando de la carrera, hablando de tenis, de las mejores playas del mundo, de automóviles e incluso de música, no pudo alegrarme más. Saber que podía bajarse del podio para compartir un buen momento informal con los demás me llenó de alegría; al menos eso era un comienzo.
La locura de la categoría dejó Mónaco. Pedro y yo disfrutamos de unos días libres para nosotros en Montecarlo, antes de partir rumbo a Canadá para la siguiente carrera, que sirvieron no únicamente para que pasásemos muy buenos momentos juntos (lo que incluyó que fuésemos de compras para renovar algunas cosas de su apartamento; Pedro quería darme la oportunidad de que yo me sintiese como en casa, permitiéndome añadir cosas que me gustasen. Es más, me dijo que, si quería, podría remodelarlo todo, que llamaría a un decorador para que me ayudase, a lo cual me negué y por eso terminamos optando por salir a hacer algunas adquisiciones), sino también para que las cosas de Mónica desapareciesen de allí.
Pedro también insistió en hacer otras compras destinadas a renovar mi vestuario; dijo que no podía ir por la vida con mi pequeña maleta; de modo que así fue y, la parte del vestidor que había quedado vacía después de que Pedro despachase las pertenencias de Mónica rumbo a Italia, se llenó con todo lo que el campeón insistió en que comprara, lo que incluyó un par de vestidos del tipo que utilicé para ir a la recepción de la familia real de Mónaco.
Admito que no me desagradó volar rumbo a Canadá en el avión de Pedro en vez de en uno de línea, pero no porque tuviésemos el avión para nosotros solos, sino porque así no debía alejarme de él. Nada más hermoso que dormir a su lado inspirando su perfume, escuchando su respiración.
CAPITULO 136
Por un lado entendía que Martin compartiera esa confidencia conmigo, porque con Mónica jamás hubiese podido conversar en esos términos. De estar todavía ella con Pedro, probablemente hubiese intentado ocuparse solo de ese asunto, de su amigo, como era probable que lo hubiera hecho siempre. Sin embargo, allí estaba yo entonces, para apoyar a Pedro y evitar que la cresta de ola en la que estaba subido lo arrastrase hacia la playa después de retorcerlo en su interior hasta asfixiarlo, de revolcarlo por el fondo del océano.
Me estremecí con un escalofrío. No sería sencillo arrancarle a Pedro lo que llevaba dentro, porque eso sería, arrancárselo, puesto que dudaba de que él viniese a mí con sus preocupaciones; ojalá lo hiciese. Intenté convencerme de que, si Pedro no me hablaba de su discusión con Toto, no era por falta de
confianza, sino por estar demasiado acostumbrado a poder con todo, a arreglárselas solo.
Suspiré. Mónica tenía razón; quizá yo no tuviese demasiada idea de todo lo que implicaba estar junto al campeón, pero ella tampoco, porque veía a Pedro sólo como al cinco veces campeón del mundo y no como a una persona con un
montón de sueños, aspiraciones y probablemente también muchos temores y
dudas; nadie es lo que solamente se ve a simple vista y, a mi parecer, Mónica jamás escarbó demasiado en la coraza del campeón.
Corriendo, lo llevé todo a la cocina, ayudé a Suri con un par de cosas urgentes y me escapé en búsqueda de Pedro; quería hablar con él antes de que la locura de la carrera comenzara. Lo encontré aprovechándome de mi nueva condición de novia del campeón, a la que no hubiese recurrido en otro momento; no me iba demasiado abusar de mi posición y prefería que, dentro del equipo y para todos los que nos rodeaban, yo continuase siendo simplemente Paula, la ayudante de Suri.
Érica no cuestionó ni por un segundo mi necesidad de ver a Pedro cuando le pedí si podía hacerme entrar a boxes si Pedro ya estaba allí preparándose para el domingo en el circuito de Mónaco.
Pedro sí estaba en el box y, en el acceso dedicado al personal autorizado, Érica me esperaba con un pase listo para mí.
Ansiosa, quizá innecesariamente, recorrí el pasillo.
Al entrar en el box de Bravío, me topé con el equipo a tope, trabajando a toda máquina, dedicado a los automóviles y su puesta a punto.
En cuanto los mecánicos me vieron llegar, uno a uno alzaron la cabeza para saludarme y darme la bienvenida con amplias sonrisas.
Procuré saludarlos a todos, aunque sin ser muy efusiva; el caso es que mi atención estaba focalizada en el hombre rubio que tenía la parte superior del traje ignífugo colgando por la cintura.
Pedro se hallaba arrinconado con Toto contra la pared del fondo del box, alejado de todo el movimiento y los trabajos alrededor de su bólido.
Toto y él estaban muy juntos, revisando unos papeles sobre los que Toto le marcaba algo con un lápiz que tenía el extremo superior todo masticado.
Súbitamente le dieron encendido al motor del automóvil de Pedro y me quedé sorda.
Pedro y Toto se dieron la vuelta; ninguno de los dos llevaba puesto los auriculares de protección. Vi a Pedro ponerles muy mala cara a sus mecánicos cuando se giró. Cambió sus rasgos al instante al verme.
El motor enmudeció.
—Hola —me saludó con una sonrisa de oreja a oreja—. No esperaba verte aquí.
—Paula, qué bueno verte.
—Hola, Toto. —Llegué a Pedro y él me dio una estupenda bienvenida tocando con sus labios los míos.
—Qué agradable sorpresa. —Tironeó del pase que colgaba de mi cuello—. Entonces, ¿sí verás la carrera desde aquí?
Me aclaré la garganta.
—En seguida regreso —dijo Toto, y se alejó en dirección a los mecánicos, que con tres distintos portátiles monitoreaban el funcionamiento del coche de Pedro, que otra vez estaba encendido, pero ronroneaba con suavidad.
—Sí, claro. —Pedro lo despidió y se giró hacia mí—. ¿Y bien?
—No, no puedo quedarme a ver la carrera aquí; todavía tengo trabajo que hacer en la cocina. Sólo quería verte un momento antes de que estuvieses demasiado ocupado, no quería interrumpirte.
—No interrumpes.
—Sí, estabas en una reunión con Toto.
—Solamente aclarábamos los últimos detalles. ¿Qué sucede? ¿Va todo bien?
—Sí, es que quería pedirte que disfrutes la carrera, que te diviertas.
Pedro me sonrió, dedicándome una mirada suspicaz de ojos entornados que lo hizo verse terriblemente sexi. El quíntuple campeón en todo su esplendor.
¿Cómo no iba a querer todo el mundo sacarse unas fotografías con él?
—¿Y eso?
—Nada, eso, que quiero que te diviertas, que lo pases bien. Que no pienses en nada más que en esta carrera.
—¿No puedo pensar en ti? —Su brazo derecho rodeó mi cintura.
—Me encanta que pienses en mí, pero no creo que sea buena idea que lo hagas mientras conduces; no quiero que te distraigas.
—Me distraes ahora. —Pedro volvió a besarme.
—Entonces mejor me voy.
—¿Qué te traes entre manos?
—Que quiero verte bien.
—Estoy bien. Estoy estupendamente bien y estaría todavía mucho mejor si te quedases aquí.
—Te veré desde la cocina y prometo estar aquí cuando la carrera termine.
—No podrás esquivar tu responsabilidad de besar al ganador de la carrera.
—Aunque no ganes, tendrás todos mis besos, ya los tienes.
—Será mi beso de ganador.
—Serán tus besos, Pedro. No seas duro; no dejaré de besarte si alguna vez no ganas.
—Eso de no ganar ni siquiera debe ser pronunciado aquí.
—No seas idiota, ¿quieres? Sólo pasa un buen rato, que esta noche, sea cual sea el resultado, seguiremos siendo tú y yo.
—Bueno, yo soy yo porque soy esto que hago, y lo que hago involucra ganar.
—Eres insufrible, ¿lo sabías?
—Y me amas igual.
La sonrisa sexi que me dedicó hizo que volviesen a mi cabeza demasiados pensamientos que no me convenía rememorar en ese instante.
—¿Pedro?
Ésa era la voz de Toto. Giré la cabeza y lo vi llamarlo; estaba con otro de los ingenieros, de pie junto al neumático trasero izquierdo del automóvil de Pedro.
—Ok, ve a seguir con lo tuyo. Te veo luego. Diviértete. —Estampé un beso en sus labios—. Te amo.
—Y yo a ti, petitona. Tendrás que besar al ganador —entonó, insistiendo con lo mismo una vez más.
Esa tarea no sería para nada sencilla.
Puse los ojos en blanco.
Sin dejar de sonreír, Pedro me besó de nuevo.
—Te veo luego.
—Sí, claro.
Pedro se fue a hablar con sus ingenieros y yo volví a la cocina para continuar con mi trabajo. Desde allí vi la carrera, desde allí fui testigo del liderazgo aplastante de su forma de conducir, que le sacó una vuelta de diferencia a los ocho últimos automóviles de la plantilla y muchos más segundos de los que Haruki o Martin pudiesen remontar para ni siquiera intentar arrebatarle la primera posición. Pedro se dio el gusto de conducir con una maestría inigualable, provocando que la asistencia al circuito de Montecarlo se alzara en el delirio cada vez que su monoplaza pasaba frente a ellos. Pedro parecía correr una carrera aparte, compitiendo contra sí mismo y nada más.
lunes, 29 de abril de 2019
CAPITULO 135
—¿Será que la dama que la otra noche compartió una copa con Alberto de Mónaco puede detenerse cinco minutos a saludar a este carioca que solía ser su amigo?
Tan pronto como oí la voz de Martin, me detuve y, mientras él terminaba de decir tonterías, aproveché para dejar dos cajas en el suelo. Me di la vuelta y lo enfrenté.
—Ahora que tienes un novio famoso y te codeas con la realeza...
—No digas más tonterías, carioca. —De un paso, acorté a cero la distancia que nos separaba y le di un beso en cada mejilla al mejor estilo brasileño—. Además, tú también te codeas con la realeza y eres tú el que es famoso. Y, por cierto, a mí eso no me interesa.
—Pero si has salido muy bonita en las fotografías que nos hicieron junto a Alberto, ¿no las has visto?
—Ni las he visto, ni quiero verlas. —Me aparté de él y fui a recoger las cajas—. Fue una noche muy extraña. —Lo había sido, de lo más rara; conocer a Alberto de Mónaco y a su esposa, quedar rodeada de gente que podía ver en revistas... Cuando el hombre me saludó, apenas si recordé de qué modo debía dirigirme a él, formalidad que Pedro no utilizaba para dirigirse al regente de Mónaco; tampoco Martin se había dirigido a él en el modo en que la gente de relaciones públicas del equipo me instruyó en el coche, de camino a la fiesta.
—Pues te veías muy bien a su lado, sonriente y con una copa en la mano. Como si eso, para ti, fuese cosa de todos los días.
Me puse en movimiento.
—Pues no lo es. Por cierto... ¿qué tal tu final de noche? Creo haberte visto partir acompañado. No tuvimos oportunidad de hablar de eso.
—Ni la tendremos —contestó siguiendo mis pasos de camino a la cocina —. Fue una buena noche y punto.
Le sonreí y meneé la cabeza, negando.
—No todo el mundo tiene la suerte del campeón, Duendecillo. —Me guiñó un ojo.
—¿Estás flirteando conmigo? —bromeé.
—Todavía estás a tiempo de dejar a ese desquiciado y ser feliz conmigo.
—Ya verás cuando se cruce por tu camino una que no puedas esquivar pese a tus estupendos reflejos.
—Entonces chocaré y pereceré en el accidente.
—No digas estupideces. A partir de diciembre ya no tendrás la excusa de estar muy ocupado.
—No era del todo una excusa. En fin, que no he venido a hablar de mí.
—¿De qué quieres hablar?
—Pedro me contó ayer ese pequeño incidente que tuviste la otra mañana con Mónica. ¿Estás bien?
—¿Yo? Fue Pedro el que lo pasó mal; debiste haber visto lo pálido que se puso y, sudaba frío. Me entraron ganas de matarla.
—Sí, Pedro me explicó que se encontró mal, pero... ¿qué tal estás tú? Sé cómo es Mónica, conozco su carácter. ¿Cómo está tu pie?
Me encogí de hombros.
—Mi pie está bien, sobrevivió. Un poco inflamado por el pisotón, nada más.
—El campeón está muy cabreado. No quiere ni verla.
—Sí, sé que lo está; le dije que lo dejara correr. Supongo que los dos tienen que darse tiempo. ¿Lo has visto hace poco? Le pedí que se relajara, que disfrutara de la carrera.
—Llevo un rato sin cruzármelo; lo buscaré para hablar con él. Está ansioso por el campeonato.
—Sí, lo sé. Va en cabeza y, aunque todavía falta mucho para acabar la temporada, creo que debe intentar relajarse un poco y disfrutarlo. Si sigue así, llegará al final de la misma hecho un manojo de nervios y de nada le servirá ganar. Tiene que gozar del proceso.
—Sí, es que está obsesionado con conseguirlo.
Algo en el tono de voz de Martin no me gustó. Si a Martin ya le parecía una obsesión, a pesar de que ambos compartían la misma pasión, entonces, para alguien de fuera como yo... Lo miré fijamente, intentando adivinar sus pensamientos. ¿Estaba preocupado por Pedro?
—Suéltalo. ¿Qué es?, ¿qué sucede?, ¿qué te preocupa?
—Me preocupa que Siroco pierda el norte. Él mismo me contó que había discutido con Toto por cuestiones de la puesta a punto de su automóvil: es que, evidentemente, Helena estuvo haciendo unas pruebas y querían cambiar unos detalles del setup de su monoplaza, y él se negó. Haruki aceptó los cambios en el suyo. Nada, que en última instancia son cosas que suceden en todos los equipos; a veces nos mandamos a la mierda entre nosotros mismos...
—Sí, más de una vez he oído audios entre mecánicos y pilotos.
—Sí, bueno, es que estar en la cresta de la ola no resulta sencillo. Pedro tiene el campeonato en sus manos, porque nos saca una buena diferencia a Haruki y a mí; es que, ya sabes: cuanto más alto subes, peor puede ser la caída y, en ocasiones, verte a ti mismo en esa posición, por más seguro que estés de todo lo que te rodea, por más que sepas que estás dándolo todo, no resulta sencillo. Mucha gente espera que Pedro gane el campeonato; eso ciertamente cambiara su carrera, su historia. Es uno de los pilotos más jóvenes con tantos campeonatos acumulados. Está a dos campeonatos de alcanzar a Schumacher, y
Pedro ha conseguido todo eso en un tiempo récord. Toda su carrera no ha sido más que pulverizar un récord tras otro, que ser el primero.
—Entiendo. —Me mordí los labios—. Capto por dónde vas. Si tú estás preocupado...
—La verdad es que lo que más me preocupa es que no disfrute de lo que hace. Yo no tengo dudas respecto a que logrará hacerse con su sexto campeonato, pero no quiero verlo frustrado y mucho menos con un problema de salud porque las cosas no le salgan como él quiere. Lo admiro por ser tan decidido, por ponerse metas y alcanzarlas, por tener tan claro lo que quiere en su vida... pero no me gusta verlo hablar del modo en que lo hizo de quienes lo rodean, cuando es gente que está intentando ayudarlo a ganar, cuando son personas que básicamente trabajan para él, para llevarlo a lo más alto; muchas de esas personas son sus amigos, la gente que ha estado con él desde el día cero o casi, como es el caso de Toto. Me queda muy claro que mi coche no es el de Pedro y que, por más que nos esforcemos, no lograremos alcanzarlo para intentar quitarle la corona. —Me guiñó un ojo—. Con un poco de suerte quizá pueda luchar por el segundo puesto del campeonato con Haruki, no más que eso. Pedro sabe que puede contar conmigo para lo que sea, incluso cuando se comporta como un idiota. Sé que quizá esté pidiéndote demasiado, porque lo vuestro justo acaba de comenzar y no es sencillo estar junto a Pedro, eso lo sé. También tengo claro que jamás hubiese podido tener una conversación semejante con Mónica; ella era, mejor dicho, es, igual que Pedro. Los dos estaban y estuvieron siempre demasiado centrados en ganar. Pedro está programado para ganar y eso no sería tan malo si comprendiese que también está programado para ser feliz y disfrutar de la vida. No digo que no la disfrute ahora —Martin suspiro—; ahora todo va bien y, cuando las cosas van bien, es más sencillo ver el sol aunque esté nublado.
—Sí, lo sé.
—Pedro no es de exteriorizar lo que sucede; sus únicas muestras evidentes de lo que le ocurre, de lo que le preocupa o lo que siente, se dan cuando su cuerpo ya no puede más con la presión y entonces explota en una crisis o acaba en el hospital. Es más difícil a cada campeonato que pasa, porque la meta es cada vez más exigente. Sólo te pido que me ayudes a cuidar de él. Lo conozco y jamás te dirá que algo va mal o que está ansioso o nervioso. Pedro cree que debe demostrar que es infalible.
—Ya me he dado cuenta de eso.
—No permitas que te engañe. Sé que es una gran responsabilidad estar a su lado y no quiero asustarte. Eres lo mejor que podría haberle pasado. —Martin me sonrió—. A pesar de todo, el desgraciado está feliz. Tan enamorado... — Rio—. Si va por ahí como un idiota.
Eso último me arrancó una sonrisa, a pesar de los nervios que me produjeron todas sus palabras anteriores.
—¿A que no sabes de quién es la foto que tiene como fondo de pantalla de su móvil?
—¡¿Una foto?! ¡¿Qué foto?! —Sí, habíamos sacado fotos de nosotros dos juntos paseando en España y aquí, pero también otras más...
Martin se carcajeó con ganas.
—Lo dicho, el campeón tiene mucha suerte.
—¡Martin! —chillé alterada—. Lo mataré —gruñí enrojeciendo de vergüenza.
—Era broma, Duendecillo. No te pongas así, que Pedro es un señor, todo un lord; jamás haría nada deshonroso para con su dama. Lo que sí dijo es que vosotros dos os lleváis de maravilla, y que está muy bien contigo. —Martin me dedicó una de esas miradas de buenazo, de amigo de esos que valen oro, de esos que son muy difíciles de encontrar y, sobre todo, la mirada de un ser humano realmente estupendo.
Retomé la marcha.
—A veces me dan ganas de matarte.
—No te creo, si me adoras. ¿Dónde podrías encontrar a alguien como yo? —planteó siguiéndome—. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Quien hubiese dicho que, hoy por hoy, estaríamos aquí y así.
—Ni en mis sueños más extraños, Martin.
—Prométeme que me nombrarás padrino de tu primogénito.
—Calma, Martin. —Reí nerviosa.
—Bueno. Tengo que irme, deben de estar preguntándose dónde me he metido.
—Me imagino.
—¿Verás la carrera desde el box?
—No; tengo trabajo que hacer.
—Me cuesta creer que Pedro no se haya puesto firme en tenerte allí.
—Amenazó con intentarlo y se lo prohibí; él tiene su trabajo y yo, el mío. Me gusta lo que hago y quiero conservarlo; lo que menos necesita Pablo ahora son más dramas con nosotros. Prometí ir a saludarlo después, cuando termine la carrera.
—¿Ya has visto a todos los famosos que ha invitado Bravío?
—Sí, además eso... está lleno de actores, cantantes y demás; ya tuve suficiente con Alberto de Mónaco la otra noche.
—Tendrás que acostumbrarte a eso, Duendecillo; tu chico es uno de ellos. Todos quieren verlo, tocarlo y hacerse fotos junto a él.
—Sí, bueno; a mí no me interesa aparecer en esas fotografías. En las únicas en las que me importa estar es en aquellas que tú no debes ver —dije medio en broma, medio en serio.
Martin soltó una carcajada.
—No pierdes el tiempo, Duendecillo.
Fue mi turno de guiñarle un ojo.
—Anda, lárgate de aquí, que de verdad deben de estar preguntándose dónde te has metido.
—Sí, comenzarán a suponer que la chica de la otra noche me arrojó al mar. —Rio.
—Ve con cuidado, carioca.
—Lo intentaré.
Martin me regaló dos besos, uno en cada mejilla, y comenzó a alejarse de mí. Lo vi avanzar en dirección a los boxes sin poder quitar la vista de encima de él.
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