martes, 30 de abril de 2019

CAPITULO 136




Por un lado entendía que Martin compartiera esa confidencia conmigo, porque con Mónica jamás hubiese podido conversar en esos términos. De estar todavía ella con Pedro, probablemente hubiese intentado ocuparse solo de ese asunto, de su amigo, como era probable que lo hubiera hecho siempre. Sin embargo, allí estaba yo entonces, para apoyar a Pedro y evitar que la cresta de ola en la que estaba subido lo arrastrase hacia la playa después de retorcerlo en su interior hasta asfixiarlo, de revolcarlo por el fondo del océano.


Me estremecí con un escalofrío. No sería sencillo arrancarle a Pedro lo que llevaba dentro, porque eso sería, arrancárselo, puesto que dudaba de que él viniese a mí con sus preocupaciones; ojalá lo hiciese. Intenté convencerme de que, si Pedro no me hablaba de su discusión con Toto, no era por falta de
confianza, sino por estar demasiado acostumbrado a poder con todo, a arreglárselas solo.


Suspiré. Mónica tenía razón; quizá yo no tuviese demasiada idea de todo lo que implicaba estar junto al campeón, pero ella tampoco, porque veía a Pedro sólo como al cinco veces campeón del mundo y no como a una persona con un
montón de sueños, aspiraciones y probablemente también muchos temores y
dudas; nadie es lo que solamente se ve a simple vista y, a mi parecer, Mónica jamás escarbó demasiado en la coraza del campeón.


Corriendo, lo llevé todo a la cocina, ayudé a Suri con un par de cosas urgentes y me escapé en búsqueda de Pedro; quería hablar con él antes de que la locura de la carrera comenzara. Lo encontré aprovechándome de mi nueva condición de novia del campeón, a la que no hubiese recurrido en otro momento; no me iba demasiado abusar de mi posición y prefería que, dentro del equipo y para todos los que nos rodeaban, yo continuase siendo simplemente Paula, la ayudante de Suri.


Érica no cuestionó ni por un segundo mi necesidad de ver a Pedro cuando le pedí si podía hacerme entrar a boxes si Pedro ya estaba allí preparándose para el domingo en el circuito de Mónaco.


Pedro sí estaba en el box y, en el acceso dedicado al personal autorizado, Érica me esperaba con un pase listo para mí.


Ansiosa, quizá innecesariamente, recorrí el pasillo.


Al entrar en el box de Bravío, me topé con el equipo a tope, trabajando a toda máquina, dedicado a los automóviles y su puesta a punto.


En cuanto los mecánicos me vieron llegar, uno a uno alzaron la cabeza para saludarme y darme la bienvenida con amplias sonrisas.


Procuré saludarlos a todos, aunque sin ser muy efusiva; el caso es que mi atención estaba focalizada en el hombre rubio que tenía la parte superior del traje ignífugo colgando por la cintura.


Pedro se hallaba arrinconado con Toto contra la pared del fondo del box, alejado de todo el movimiento y los trabajos alrededor de su bólido.


Toto y él estaban muy juntos, revisando unos papeles sobre los que Toto le marcaba algo con un lápiz que tenía el extremo superior todo masticado.


Súbitamente le dieron encendido al motor del automóvil de Pedro y me quedé sorda.


Pedro y Toto se dieron la vuelta; ninguno de los dos llevaba puesto los auriculares de protección. Vi a Pedro ponerles muy mala cara a sus mecánicos cuando se giró. Cambió sus rasgos al instante al verme.


El motor enmudeció.


—Hola —me saludó con una sonrisa de oreja a oreja—. No esperaba verte aquí.


—Paula, qué bueno verte.


—Hola, Toto. —Llegué a Pedro y él me dio una estupenda bienvenida tocando con sus labios los míos.


—Qué agradable sorpresa. —Tironeó del pase que colgaba de mi cuello—. Entonces, ¿sí verás la carrera desde aquí?


Me aclaré la garganta.


—En seguida regreso —dijo Toto, y se alejó en dirección a los mecánicos, que con tres distintos portátiles monitoreaban el funcionamiento del coche de Pedro, que otra vez estaba encendido, pero ronroneaba con suavidad.


—Sí, claro. —Pedro lo despidió y se giró hacia mí—. ¿Y bien?


—No, no puedo quedarme a ver la carrera aquí; todavía tengo trabajo que hacer en la cocina. Sólo quería verte un momento antes de que estuvieses demasiado ocupado, no quería interrumpirte.


—No interrumpes.


—Sí, estabas en una reunión con Toto.


—Solamente aclarábamos los últimos detalles. ¿Qué sucede? ¿Va todo bien?


—Sí, es que quería pedirte que disfrutes la carrera, que te diviertas.


Pedro me sonrió, dedicándome una mirada suspicaz de ojos entornados que lo hizo verse terriblemente sexi. El quíntuple campeón en todo su esplendor.


¿Cómo no iba a querer todo el mundo sacarse unas fotografías con él?


—¿Y eso?


—Nada, eso, que quiero que te diviertas, que lo pases bien. Que no pienses en nada más que en esta carrera.


—¿No puedo pensar en ti? —Su brazo derecho rodeó mi cintura.


—Me encanta que pienses en mí, pero no creo que sea buena idea que lo hagas mientras conduces; no quiero que te distraigas.


—Me distraes ahora. —Pedro volvió a besarme.


—Entonces mejor me voy.


—¿Qué te traes entre manos?


—Que quiero verte bien.


—Estoy bien. Estoy estupendamente bien y estaría todavía mucho mejor si te quedases aquí.


—Te veré desde la cocina y prometo estar aquí cuando la carrera termine.


—No podrás esquivar tu responsabilidad de besar al ganador de la carrera.


—Aunque no ganes, tendrás todos mis besos, ya los tienes.


—Será mi beso de ganador.


—Serán tus besos, Pedro. No seas duro; no dejaré de besarte si alguna vez no ganas.


—Eso de no ganar ni siquiera debe ser pronunciado aquí.


—No seas idiota, ¿quieres? Sólo pasa un buen rato, que esta noche, sea cual sea el resultado, seguiremos siendo tú y yo.


—Bueno, yo soy yo porque soy esto que hago, y lo que hago involucra ganar.


—Eres insufrible, ¿lo sabías?


—Y me amas igual.


La sonrisa sexi que me dedicó hizo que volviesen a mi cabeza demasiados pensamientos que no me convenía rememorar en ese instante.


—¿Pedro?


Ésa era la voz de Toto. Giré la cabeza y lo vi llamarlo; estaba con otro de los ingenieros, de pie junto al neumático trasero izquierdo del automóvil de Pedro.


—Ok, ve a seguir con lo tuyo. Te veo luego. Diviértete. —Estampé un beso en sus labios—. Te amo.


—Y yo a ti, petitona. Tendrás que besar al ganador —entonó, insistiendo con lo mismo una vez más.


Esa tarea no sería para nada sencilla.


Puse los ojos en blanco.


Sin dejar de sonreír, Pedro me besó de nuevo.


—Te veo luego.


—Sí, claro.


Pedro se fue a hablar con sus ingenieros y yo volví a la cocina para continuar con mi trabajo. Desde allí vi la carrera, desde allí fui testigo del liderazgo aplastante de su forma de conducir, que le sacó una vuelta de diferencia a los ocho últimos automóviles de la plantilla y muchos más segundos de los que Haruki o Martin pudiesen remontar para ni siquiera intentar arrebatarle la primera posición. Pedro se dio el gusto de conducir con una maestría inigualable, provocando que la asistencia al circuito de Montecarlo se alzara en el delirio cada vez que su monoplaza pasaba frente a ellos. Pedro parecía correr una carrera aparte, compitiendo contra sí mismo y nada más.




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