jueves, 25 de abril de 2019

CAPITULO 121




Dejamos Barcelona en dirección a Castellet y Gornal, con un día espléndido de sol sobre nuestras cabezas y a nuestro alrededor.


Por lo que Pedro me contó, Alberto nos esperaba allí, pero, como me dijo, no teníamos prisa en llegar; quería enseñarme los alrededores y, antes de ir al pueblo, pasaríamos a comer por un restaurante, el Gaudí Garraf, que resultó ser un lugar soñado con una arquitectura y unas vistas increíbles.


Comimos tranquilos, conversando y compartiendo también el silencio sin perdernos de vista, sin desaprovechar la visión de la playa, del mar.


Sentados muy juntos, después de comer, Pedro me contó lo mucho que añoraba a su madre, pese a los pocos recuerdos tenía de ella; más que nada, lo que sentía era que le había faltado una madre y, sin embargo, de cualquier modo, no se sentía con derecho a reclamar nada, porque la vida le había dado mucho, demasiado. Según me explicó, era consciente de lo afortunado que era, de que podía llevar una vida privilegiada que le permitía trabajar en aquello que era su pasión, que había podido conocer el mundo y a mucha gente distinta con culturas muy diversas. Sobre todo también me dejó claro que, a pesar de haber dado todo de sí, de haber luchado y seguir batallando por alcanzar sus objetivos, se consideraba una persona con suerte, porque él sabía de otros que se habían esforzado tanto como él y no habían llegado tan lejos.


Pedro me explicó que quería llegar a los siete campeonatos mundiales, al igual que Michael Schumacher; que de él admiraba su ambición, su inteligencia, su motivación y esa ferviente determinación que lo había empujado a ser el número uno sobrepasando todos sus límites y todas las adversidades.


De Senna me habló con un cariño y un fervor que no tenía que ver con la cantidad de carreras, pole positions o campeonatos que hubiese ganado el brasileño, sino más bien con lo que él era como persona, como símbolo y motivación para muchos. Eso lo había visto gracias a los documentales; ese piloto transmitía, con esa mirada fija cuando se concentraba antes de la salida, mucho... Muchos decían que estar en su presencia era impresionante, y tantos otros aseguraban que era un hombre extraordinario como persona, mucho mejor fuera de su automóvil que dentro de éste.


—¿Sabías que Senna, a su muerte, dejó casi cuatrocientos millones de dólares para ayudar a niños con necesidades en Brasil? Él decía que quería una vida plena, intensa, y que nunca podría vivir parcialmente. El mismo año que murió, declaró que sabía que no resistiría vivir con una lesión o con una enfermedad, y que, si alguna vez tenía un accidente que le costara la vida, prefería que fuese de manera instantánea. Él estaba hecho para esto; respiraba esta vida, vivía por esta vida. Ni siquiera necesitaba el dinero que ganaba compitiendo para vivir, porque provenía de una familia adinerada.


—No creo que tú corras por el dinero y, sin duda, has pasado por encima de tu enfermedad para seguir compitiendo. —Al remarcarle eso último, Pedro me sonrió.


Tomándome de la mano, me contó el peor susto que se había llevado corriendo, cuando una vez, practicando en Silverstone —en el mismo trazado en el que Schumacher sufrió un accidente en el que se rompió una pierna—, cuando apenas era un piloto de las categorías inferiores probando un Fórmula Uno, en plena recta, uno de sus neumáticos traseros explotó, perdió el control del vehículo y esto provocó que saliese despedido hacia delante, sin poder controlar el automóvil. Pedro me explicó que sólo vio las protecciones viniéndosele encima, sin que él pudiese hacer nada por modificar la dirección en la que avanzaba.


El choque había sido fuerte y, durante aproximadamente un mes, soñó con el momento en el que su coche se enterraba en los neumáticos a toda velocidad. Sí, por unos segundos temió por su vida, pero, por suerte, del accidente había salido ileso, simplemente con muchos dolores corporales y algunas 
contusiones nada más.


Escuchar cómo me contaba eso me dio miedo. 


Mi reacción fue tocar su rostro, pegarme más a él para asegurarme de que, en el presente, estaba bien, a salvo, a mi lado.


Me narró sus aventuras en el karting cuando era pequeño, y yo le hablé de las travesuras con mis hermanos. Él quiso saber cosas sobre mis padres, y especialmente cómo había sido crecer en una familia tan numerosa. Me dijo que tenía mucha suerte de tenerlos, que sin duda mi infancia había sido toda una aventura.


Hablamos de sus viajes, de mis recetas e incluso del porqué de lo corto de mi cabello, a lo que solamente pude responderle que porque así era yo; el cabello muy corto iba mejor conmigo.


—Eres tú —me dijo sonriendo para pasar una mano por mi nuca desde el cuello hacia arriba, acariciándome con sus dedos.


El almuerzo se extendió de la manera más deliciosa hasta muy entrada la tarde y entonces no nos quedó más remedio que partir, porque su padre le mandó dos mensajes de texto para saber dónde estábamos y para decirle que prefería que no nos pescase la noche a mitad de camino. Además, según dijo, toda su familia lo estaba esperando.


Fue en ese momento, antes de partir, en ese sitio que definitivamente parecía fuera del mapa, cuando, con su móvil, nos hicimos nuestras primeras fotografías juntos, además de algunas que él me sacó a mí, para guardárselas, y otras que yo le hice a él, para que luego me las pasara a mi correo y así conservarlas.


Muy pegados otra vez, nos montamos en su coche para seguir camino al pueblo de su familia.




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